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sábado, 31 de diciembre de 2022

Crónica de Sender

Guardo en casa un libro de Ramón J. Sender, Crónica del Alba, que me dedicó en una feria del libro de Madrid, concretamente la del 74. Sender fue un escritor muy prolífico que la mayoría aparcó en Réquiem por un campesino español y pocos recuerdan o quieren recordar que hizo lo que llaman hoy “novela histórica”. Así son títulos suyos obras como Bizancio, Carolus Rex, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre o Mister Witt en el Cantón, por citar algunas. Y sí, fue un comunista exiliado en los Estados Unidos de América, donde renegó de su fe para no sufrir las iras del senador McCarthy.

Fue aquella una de esas veces que mi padre nos llevaba a recorrer las interminables casetas de la feria, a la búsqueda de la firma de un reputado escritor con algún pasado controvertido. Creo que mi progenitor se sentía fascinado con aquellas pequeñas licencias tan arriesgadas, una pasión que le daba vida y le proporcionó algún que otro quebradero de cabeza que algún día contaré.

La anécdota en esta ocasión estuvo en que guardamos cola para que el mentado autor nos dedicase los dos tomos de la novela citada al principio. Cuando llegamos a su altura, mi padre dio nuestros nombres y don Ramón nos dedicó uno a cada uno, a mi hermano y a mí, que entonces tendríamos seis y ocho años respectivamente. Recuerdo a un señor mayor, grueso, con gafas y barba canosa, aposentado en una silla muy pequeña, que nos garrapateó muy serio unas letras en cada tomo. Mi hermano, por ser el pequeño, tuvo la oportunidad de sentarse en sus rodillas.

Conseguido el objetivo, nos fuimos por donde habíamos venido, ajenos al drama que vino después.

Al llegar a casa, mi padre tuvo la ocurrencia de ir a enseñar a mi madre las dedicatorias y se llevó la mala sorpresa de que el autor había puesto incompleto mi nombre. En lugar de Juan Francisco, había escrito sólo Francisco. ¡Menuda catástrofe!

Después de darle muchas vueltas al asunto, volver a la feria era empeño vano, se decidió por una curiosa solución que ahora cuento. Así como uno abre el libro en cuestión, en la página anterior a la de don Ramón, de puño y letra de mi padre puede leerse en mayúsculas: << Dedicado por el autor a mi hijo Juan Francisco en la feria del libro de Madrid de 1974>>.

De las dos dedicatorias esta última es la que más aprecio.


miércoles, 28 de diciembre de 2022

El final de una guerra

Mi abuela y otras mujeres de Úbeda viajaron hasta Almadén a rescatar a los hombres que estaban presos por haber formado parte del ejército rojo. Previamente se habían hecho con certificados de buena conducta, que contaban con el respaldo de la Iglesia. Cuando llegaron al pueblo buscaron el lugar donde los retenían y resultó ser, según su testimonio, una plaza de abastos. Abarrotada de hombres, comidos de piojos, hambrientos y sucios, que se cagaban y meaban encima. El hedor era insoportable.

En una de las puertas enrejadas localizaron a uno de los suyos, que lo primero que hizo fue preguntar a su mujer por los marranillos, del hambre atrasada que llevaba. Este entró después a buscar a los otros entre la multitud, anunciando que las mujeres habían venido por ellos. Así, separados por las rejas, pudieron reunirse y celebrar el encuentro, porque al fin le veían fin al infierno. Mi abuela encontró muy desmejorado a su marido, muy seco y roñoso, las quijadas marcadas y que parecía arrastrar una pierna. Allí mismo les dieron de comer lo poco que llevaban, que para ellos fue mucho. Poco tardó en hacerse alrededor de los de Úbeda un círculo de famélicos derrotados, a los que se les salían los ojos, torturados por la necesidad y la envidia.

Después de las gestiones oportunas frente a la autoridad del campo, una eternidad, los maridos se vieron libres al fin. Llegó el momento del retorno.

Mi abuelo se vistió de limpio con la muda que le trajo mi abuela, en el primer rincón que pudo hacerlo y allí mismo dejó tirado el mugriento uniforme que hasta ese instante le había señalado. Después corrieron a la estación para tomar un tren que los devolviese a casa.

Los vagones venían repletos de gente, no cabía un alfiler en ellos. Sin pensarlo dos veces, mi abuelo tomó a su mujer por la cintura, la alzó y la metió como pudo por la ventanilla de uno de aquellos, para asombro y regocijo de los viajeros.

- ¡Señora, señora, mis piernas, mis piernas! – se quejó un sujeto sobre el que ella cayó sin que le diese tiempo a reflexionar sobre lo sucedido.

- Al muy tunante no le pasaba “na”, pero qué escándalo armó – contaba.

Después subió mi abuelo como pudo, haciéndose sitio a codazos, al tiempo que pifiaba la locomotora. El tren se puso a andar muy despacio, lento por la carga de supervivientes. La guerra había terminado.



lunes, 26 de diciembre de 2022

Tarta de chocolate

No faltaban en los cumpleaños de antaño u otras celebraciones para la chiquillería, y como remate a la fiesta, aquellas tartas caseras de chocolate, hechas con varios pisos de galletas cuadradas, separadas por capas de crema, con mucha nata y un chorrito de coñac o aguardiente, a gusto de la cocinera, por encima. Al primer bocado se te abría un volcán en la garganta que de un tirón limpiaba la nariz de mocos. Qué peligro tenía encenderle las velas a aquellas bombas culinarias. Si a eso le añadimos una copita de quina Santa Catalina, como acompañamiento para tragarla, el éxito del natalicio estaba asegurado. No recuerdo convites más satisfactorios que el descrito, basta con observar para advertirlo nuestras caras de felicidad en las viejas fotos, con aquellos ojillos de ensueño que parecía que estábamos pisando el cielo. Terminado el condumio, te recogía tu madre y te llevaba a casa a dormir la mona. Entonces no había ministros empeñados en salvarte la vida sino, como mucho, sujetos que delegaban sus funciones en el Ángel de la Guarda.


domingo, 25 de diciembre de 2022

El reino de la calderilla

Que las generaciones del 98 y el 27 son dos inventos del franquismo es algo que antes han dicho otros más doctos que yo, como Gregorio Morán, que siempre ha hecho mucho daño. Y que la del 27 fue la de los señoritos lo dejaron por escrito dos situados en las antípodas: por un lado, Max Aub y por otro César González Ruano. Imagino que Pedro Laín Entralgo y Dámaso Alonso rescataron del olvido a los que más se aproximaron a su ideario político, aunque pintaran de izquierdistas, por amistad o arrepentimiento, y así pasaron al paraíso de las letras todos ellos.

Condenados al olvido quedaron todos los ultraístas y bohemios, aquellos tipejos sin oficio ni beneficio, sucios y greñudos, que merodeaban por la Puerta del Sol mendigando unas perras para hacerse con café y media tostada, que no era sino su alimento para todo el día; o durmiendo sobre las mesas de las tabernas que no cerraban y pensiones en las que cuatro compartían cama, fuesen poetas o putas. De ellos sabemos por algunos que tuvieron a bien recogerlos en sus escritos, como hizo Inclán en sus Luces o Ayala en las Troteras y Danzaderas, y otros que no miento por no aburrirte, aunque conozco que eres paciente porque me das un like cuando escribo.

De Emilio Carrere leo ahora El reino de la Calderilla, donde cuenta lo que aquel Parnaso fue y del que formó parte; y por eso gusta más, porque no está retratado por sujetos ajenos a la obra, que se regocijan con su miseria, como hizo el De Prada en el que le dio fama.

Es su libro, el de Carrere, de esos que no encontrarás estas fiestas señaladas en las mesas de los Best Sellers y otros Planetas, territorio de mercaderes del templo, sino en las librerías de ocasión o de viejo que es donde los ratones se alimentan de Literatura, porque la historia de ésta no es tal, sino principado de pijos.


Anda la osa

Céfalo consultó al oráculo de Delfos el modo de conseguir una considerable descendencia, pues se ve que el hombre no lo conseguía, y la sacerdotisa le recomendó que se uniera a la primera hembra que le saliese al paso. Así lo hizo. Se le cruzó una osa y se ayuntó con ella. En esto que durante el fornicio la plantígrada se convirtió en una bella doncella y le dio un hijo. A Céfalo lo hacen los antiguos padre de los Laértidas, por lo que se deduce que Ulises debió hacer el oso durante la Ilíada, antes y después.

Otro Céfalo es el que sale al principio de La República de Platón, que no es el mismo y por eso lo advierto.



domingo, 18 de diciembre de 2022

Noche de guerra, en el Prado

Creo recordar que fue en noviembre del 78 cuando estrenaron en el teatro María Guerrero de Madrid la pieza teatral de Alberti titulada Noche de Guerra en el Museo del Prado, nunca representada en España, dicho sea de paso. Si no fue entonces fue poco después, no quiero pillarme los dedos. 

Mi padre, incondicional de las plateas, no se perdía un estreno. Eran los años trepidantes de la Transición y todo lo que fuese sinónimo de transgresión lo atrapaba como espectador. Ya estaba curtido en obras de un día, de esas que se estrenaban e interrumpían las fuerzas del orden por orden gubernativa. Nunca se cansaba de contar la anécdota de que había asistido a la representación de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, antes de la inoportuna intervención de la censura.

Ese ir y venir de teatro en teatro era parte de su existencia. También la política. Estar al tanto de lo que sucedía en el país también era otra de sus pasiones. Cuando volvía del trabajo se acomodaba en el sofá de casa con el periódico en una mano, el transistor en otra y los ojos puestos en el televisor para no perder ripio de lo que acontecía. Así lo cuenta mi madre. Yo también guardo esa estampa en la memoria, por lo que puedo acreditar que era cierto.

Pero el tema de la presente era el asunto del poeta del Puerto de Santamaría, comunista y amigo de Lorca, que también se había pasado al teatro y traía a los escenarios una de sus célebres y emblemáticas creaciones. Mi padre no podía dejar pasar tal oportunidad, y en esta ocasión pensó en mi hermano y en mí para completar su dicha.

He de decir, y no es por presumir, que mi progenitor intercambió en dos ocasiones palabras con Alberti. La primera a raíz de una adaptación teatral de La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado. Al acabar la representación tuvo la osadía de asaltar al autor de la adaptación y señalarle la de veces que se pronunciaba la palabra puta en la misma. La apreciación debió hacerle gracia porque Rafa le contestó qué más aparecía en el texto original y que él había reducido su número a menos de la mitad.

Y la segunda vez fue en Roma, coincidieron una noche junto a la Fontana de Trevi. Iba acompañado Alberti de dos gachís impresionantes, según lo cuenta. Si bien el artista no lo reconoció, sí afirmó recordar la anécdota cuando se la expuso mi padre, por lo que éste se vino tan contento de la ciudad eterna.

Pues el caso, como ya dije, retomando la historia original, es que la tarde del estreno nos llevó sin avisar ni consultarnos, que lo hacía por costumbre, al teatro María Guerrero, cuya puerta estaba abarrotada. Juro que ese día no cabía un alfiler en aquel atrio. Estoy convencido de que, como pasa en todas las grandes concentraciones, allí se vendieron más entradas de las que asientos había dentro. Menudo jaleo de gente fumando y dándose codazos, amén de los que intentaban colarse como el que nada a contracorriente.

Pero antes de acceder al recinto el punto estuvo en la taquilla, porque mi padre compró las entradas y la obra no era autorizada para menores de 18. Resulta que en una de las escenas se le veía a una actriz una teta y aquello no era para niños, por lo menos para los que ya andan. Él obvió el aviso, pese a que estaba a la vista de todo el mundo y era bien grande el letrero.

Recuerdo perfectamente el momento en que nos detuvo el portero, vestido de librea. Un tipo canijo con cara de malas pulgas. Mi padre se puso tan cordial como acostumbraba en los momentos difíciles e intentó convencer al de la gorra de plato de que teníamos 18 y 16 cada uno, cuando en realidad teníamos 13 y 10 mi hermano, igual menos. No sé qué razones dio a aquel hombre, que no hacía más que mirarnos de arriba abajo sin mucha convicción, siendo más que evidente que aún no nos afeitábamos. Creo que los dos pusimos esa cara de malos que habíamos visto en tantas películas para asemejarnos, al menos, a los hermanos Malasombra.

Mi padre con 13 se ponía un mono y se colaba en los cines de Úbeda, y creía que esa triquiñuela podía funcionar con nosotros, pero es que parecía olvidar que no teníamos tal ropa de trabajo y que Madrid no era su pueblo.

Lo cierto es que no sé si fue por el follón que había en la puerta, porque el cerbero se tragó la bola, o simplemente porque le importaba un comino, terminamos colándonos entre la barahúnda hasta alcanzar la plaza que señalaban los tiques. Allí no cabía un alfiler. Y he aquí que nos acomodamos como pudimos en un palco abarrotado de gente, como sucedía en el resto y la platea. Ni te cuento en el gallinero. Incluso público había sentado en los pasillos. 

- Que pasen los chicos delante – dijo un tipo grandón y mi padre daba las gracias al común como un japones agradecido.

Por deferencia, nos permitieron a los dos situarnos asomados a la barandilla, agarrados a esa como el naufrago a un madero. Desde las alturas contemplamos el mar de la multitud.

Un señor muy mayor, que no me quitaba ojo y estaba sentado en el palco anexo me preguntó por nuestra edad. Yo añadí otro año más por cabeza por si quedaba alguna duda al respecto y puse cara de póquer mientras él meditaba la respuesta. Yo creo que mi hermano estaba más perdido que aquel curioso.

Por suerte se apagaron las luces y empezó la obra. Todo quedó en silencio.

Qué sorpresa fue para mí ver a un tipo en el escenario, rodeado por el haz de un foco, presentarse como el autor de la obra, pues yo conocía a Alberti de la tele y aquel se parecía más al actor Juan Diego, pero no le di más importancia pues no tardé en seguir el hilo de la comedia. Madrid estaba en guerra y los cuadros del museo se iban a guardar en el sótano, y los personajes de estos cobraban vida una vez que se quedaban a solas y se daban un garbeo por las salas. Revivo el hecho de que asomó uno de los enanos de Velázquez por un lado y el rey Planeta por otro, y algo gracioso se decían mientras se paseaban de aquí para allá porque el público se carcajeaba a ratos. Más tarde entró Venus y Adonis, haciendo muchas contorsiones, ahí nadie reía, pero desde tan lejos como estábamos no vimos teta ninguna, aunque creo que la actriz no tenía mucha.

Sin darnos cuenta estábamos en la Guerra de la Independencia y después de carnaval. Por fin asomó otra vez Alberti, se encendieron todas las luces y el teatro entero rompió a aplaudir. Ni mi hermano ni yo nos quedamos atrás, donde fueras haz lo que vieras.

Terminó la función y volvimos a casa. En el trayecto de vuelta mi padre nos ilustró con alguna que otra aclaración sobre el libreto, mi hermano tuvo el acierto de dormirse. 

Al día siguiente teníamos clase. No recuerdo haber comentado nada a mis amigos de la aventura, ni de la guerra ni del Prado. Me parece que el tema ese día en el patio era la última de Starsky y Hutch, que nos habíamos perdido. Menos mal que Alberti nunca supo de eso.

 


sábado, 10 de diciembre de 2022

El diccionario enciclopédico

Estoy convencido de que mi padre sufría el mal de los libros. Rara era la ocasión en la que no aparecía por casa con alguna colección adquirida bajo las más curiosas circunstancias. Por ejemplo, si la empresa en la que trabajaba regalaba un lote de productos navideños, él pedía que se la cambiasen por unos libros. Turrón por letras. Afortunadamente con los años se fue curando de aquel mal, hoy no rechaza unas botellas de Rioja o una paletilla de jabugo, pero no faltan por ello buenas anécdotas relacionadas con aquel mal de antaño, no del todo sanado. Mal genético, no me cabe duda, por la sintomatología que sufro.

Recuerdo la ocasión en que se hizo con el diccionario enciclopédico Espasa Calpe, que no era la enciclopedia, sino un resumen de la grande para la clase media. He de aclarar que mi padre era uno de los mejores clientes de los vendedores de enciclopedias. Debían tener estos su nombre y dirección subrayado en rojo en la agenda. En las estanterías del salón reposaban la Historia del Arte de Salvat, de Pijoan, o la Fauna de Rodríguez de la Fuente, entre otras, para que se vea que mi progenitor no le hacía ascos a nada que tuviese tapa dura.

Muchas tardes acudían tipos de maletín y fascículos, que él recibía cordial en la salita, e intentaban colarle alguna colección, sin mucha dificultad, la verdad sea dicha. En tal asalto sin piedad mi madre intervenía y actuaba de filtro. Más de una vez la vi espantar a alguno de aquellos buitres que venían mendigando una nueva subscripción. Pero, aunque huían con el rabo entre las piernas, insistían, conocían bien a su víctima. Antes de que papá terminase de pagar una ya le estaban enredando en otra. En la misma habitación en la que los atendía crecían y crecían, pared arriba, los imponentes muros de bibliografía.

Pero la historia era por lo del diccionario Espasa. Dejaremos el resto para otras ocasiones, que de cada una hay algo que contar no menos pintoresco. La anécdota a la que me refiero en esta ocasión se inició un día que llegaron a casa unos cajetones muy pesados. Y es que en su interior venían los tomazos de la Espasa. 12 volúmenes de tapa dura forrados en piel marrón, sospecho que sintética, y letras doradas, de no menos de 3 kilos cada uno, (pongamos 4). El momento de desembalarlos fue apoteósico. La sensación no era muy distinta a la del día de los Reyes Magos. Esa fascinación de abrir cajas es difícil de olvidar y eso que yo ya contaba con 13 o 14 navidades.

Ya te puedes imaginar, paciente lector, igual lectora, lo que cada uno de aquellos tomos pesaba sobre las rodillas, que fue el primer lugar donde acomodé uno para hojearlo. Toda la familia, al menos los que ya teníamos uso de razón, disfrutamos de tan sugestiva sucesión ordenada de términos, gráficos y fotografías, - sin imaginar que algún día aparecería el Google y acabaría con el legado de Diderot y d´Alembert -, dando por sentado que por el mero hecho de sostener en las manos tan ilustradas piezas ya éramos más cultos.

El caso es que, tras la euforia inicial y el silencio sacro que rodeó el proceso, creí escuchar una vocecita en mi interior que me invitaba a hablar y romper la magia del momento, y tuve la ocurrencia de señalar a mi padre, sin mala intención, que uno de los tochos tenía un defecto. En su interior había una página arrugada, haciendo una mueca insoportable al que la recorría con la mirada.

Mi padre, muy serio, analizó el detalle. Tras un concienzudo examen determinó que debíamos repasar el diccionario página por página por si existían más casos como el descrito. No voy a contar la tarde que pasamos dándole vueltas y vueltas a los volúmenes, para descubrir con decepción que todos tenían uno o varios fallos de impresión o cosido.

Hecho el escrupuloso examen, mi padre ordenó que embalásemos todo de nuevo. El siguiente paso fue llamar a la editorial y exigir que nos lo descambiasen.

No tardaron más de una semana en presentarse los repartidores con otra columna de cajas. Depositaron las nuevas y se llevaron las viejas.

Con toda la parsimonia que exigía la ocasión repetimos el proceso de escudriñamiento de los recién llegados. Para nuestra decepción, en varios de los susodichos aparecieron defectos, como en el caso anterior u otros de otro tipo, más agresivos a la vista si cabe.

Esta vez mi padre decidió adoptar medidas drásticas.

Tomó unos folios, de los de la marca Galgo que se decían holandesas, e hizo tiras de papel con la orden de que fuésemos introduciéndolas en la página que presentase algún defecto. A cada libro le hicimos un lindo penacho.

Acto seguido, enredó a mi tío Berna, que debía estar allí pasando unos días, y se presentaron los dos en la librería Espasa de Madrid, la de la Gran Vía, con las cajas. En cada una de ellas viajaban los tochos con los papelitos delatores. Tras discutir con uno de los dependientes, les cambiaron los que llevaban por otros.

De nuevo en casa se repitió la operación descrita en ocasiones anteriores y el resultado fue el mismo.

Mi padre, incansable, o por el gusto de hacerse con una edición impoluta, volvió a cargar el diccionario en el coche y, en esta ocasión, acompañado por mí, exigió la obra que deseaba. Allí aterrizamos, dejando el coche en doble fila, cuando podía hacerse, e iniciamos el desembarco del material defectuoso.  Ni te cuento lo que pesaban las cajas cuando del vehículo las trasladé al interior de la tienda. Nunca me fue tan evidente el peso del saber.

Poco tardaron en atendernos al asomar de tal guisa por la puerta de la librería, al aviso de las campañillas, para sorpresa de otros clientes y lectores más modosos que, por el gesto de sus caras, debieron tomarnos por gitanos del rastro que venía a hacer un cambalache.

- Una casa del prestigio de Espasa no puede permitirse esta impresión – aducía mi padre ante un dependiente que no levantaba la cabeza del mostrador mientras pasaba las páginas mancilladas por las tiritas de papel.

- Tiene usted, razón, tiene usted razón – repetía avergonzado o simulándolo.

El caso es que apareció por allí otro más viejo y bajito que debía ser su jefe y, tras escuchar el caso, y, probablemente, conocedor de las referencias propuso un trato a mi progenitor.

- Es un problema de la partida. Llévese usted dos diccionarios y quédese con los tomos que estén mejor de cada uno. Devuelva después el resto.

A mi padre le pareció la idea aceptable.

Tomamos la oferta y regresamos a casa, 24 tomos en total, la línea de flotación del vehículo amenazaba ruina en el trayecto.

¿Qué cómo acabó la historia?

Pues muy sencillo. En casa de mis padres hay un diccionario de 12 tomos, y en la mía otro idéntico. Coincidió todo ese ir y venir con la mudanza y, en el traslado de Madrid a Córdoba, perdiéronse todas las pistas y las ganas de dar más viajes. Espasa hizo mutis. Mi padre ya estaba con otros fascículos. Fue una jugada maestra, que de hacerse aposta no sale.

Hoy el taco de tomos no sirve para nada. Por temor a sufrir de una hernia no he vuelto a menearlo de donde lo puse hace años. Estoy por hacer con él unos taburetes o un poyete para unos tiestos. Tentado de devolverlo por si colase.



miércoles, 7 de diciembre de 2022

El ladrón de imágenes

Con motivo de mi primera comunión y para sacarle partido al traje, supongo, por aquello de tener un imperecedero recuerdo del sacro acontecimiento, mi padre me llevó a un estudio fotográfico que había en la calle Bravo Murillo, no muy lejos del colegio de los Salesianos, en Madrid. No sé qué referencias tendría mi progenitor de aquel negocio, pero debieron de ser buenas porque estaba bastante retirado de casa.

Llegué vestido de paisano y mientras esperábamos a que nos atendiesen, en la misma sala de espera me puse el atuendo de marinerito, que era lo que entonces se estilaba para tales eventos. Por alguna razón que desconozco, igual era para una sorpresa, no nos acompañó mi madre y el asunto quedó entre varones. Una señora que aguardaba allí celebró lo guapo que estaba de tal guisa, por lo que mi padre, que no era muy ducho en lo de vestirme y aderezarme, quedó satisfecho de la compostura. A mí lo que más me gustaba del conjunto era el silbato y una cruz muy moderna de plata, o alpaca, quién sabe, que parecía una pistola del futuro.

Por fin salió de detrás de una puerta un tipo alargado, calvo, pero con un poblado mostacho, y gafas gruesas de pasta. Era el fotógrafo. Tras los saludos y reverencias de rigor nos hizo pasar a su despacho y escuchó atento las explicaciones e indicaciones de mi padre, que sabía ponerse muy zalamero y persuasivo cuando era oportuno.

Tras la perorata, el artista tomó la iniciativa y me hizo sentarme frente a unos focos y una cámara. Detrás de mí puso unos mosaicos de marquetería y, cuando quedó contento con la composición, me dio dos o tres fogonazos. Allí quedé inmortalizado.

Para rematar la faena, el de la cámara me invitó a arrodillarme en un reclinatorio de atrezo y a unir las manos en actitud de rezo, mirando al infinito. Y, flash, flash, otros dos o tres destellos. Creo que estuve viendo esferas toda la tarde.

Terminada la función nos despedimos y quedó concertado que en unos días estarían las fotos, y podríamos recogerlas.

Pasó una semana y por fin acudió a casa mi padre con los resultados. Una baraja de cartas para abuelas, tíos y demás parientes. Sólo traía las fotos del fondo de madera, en las que mi menda aparecía sentado, muy serio y estirado. Tanto que parecía un monarca bizantino o un santo de los del Greco. De la otra versión no vino ninguna porque, según contó mi padre, el fotógrafo no estaba satisfecho con el resultado y las había destruido por no pasar la vergüenza de tener que enseñarlas.

Así quedó la cosa, cada cual tan contento con su copia. Pero ahí no acabó este cuento, ¿qué imaginabas?

Poco tiempo después, estando en el cole, acudió un compañero, (no recuerdo si Iván o Perales, igual era otro), diciendo que él y su madre me habían visto rezando en un escaparate. Aquello me sonó muy raro.

Y no mucho después, una tarde, más temprano de lo habitual, se presentó mi padre en casa, alterado, y sin dar muchas explicaciones me tomó de la mano, que era como entonces se llevaba a los niños a cualquier parte, y me arrastró al estudio fotográfico del principio, sin decir esta boca es mía.

Allí, después de una larga espera, terminó por atendernos el mismo sujeto de gafas de Mortadelo del que hablé al principio. Mi padre le reclamaba la foto del escaparate y, para demostrar que le pertenecía, me presentaba como prueba del delito. Con media sonrisa, el ladrón de almas se excusaba dando buenas razones.

- Ese de la foto no es su hijo. Esa foto es una creación mía – argumentaba, con un tono de voz y cierto aire de superioridad que hacían de mi padre un cateto.

Aunque yo era un niño de 7 años, comprendí perfectamente lo que aquel mago decía. Desde entonces lo he tenido muy claro, lo lejos que está la realidad de la creación. Pero a mi padre no le valían tales sutilezas. Y yo, aunque en silencio, estaba de su parte, que para eso me compraba los pulgarcitos del Guerrero del Antifaz. Con buenas maneras y una sonrisa forzada, insistió e insistió en su propósito, llevarse la imagen, hasta que el otro, cansado o avergonzado, cedió en sus pretensiones.

- No discutamos más. Cuando cambie el escaparate podrá pasar a recogerla.

Mi padre volvió por ella, por supuesto. Ahí la tengo en casa, sobre la estantería. Parezco un angelito, es una obra de arte. Pero ese niño no era yo, yo era un diablo, no es más que una foto, asunto de una luz sobre una superficie de celulosa y plata. No te engaño.



viernes, 2 de diciembre de 2022

Las grandes llanuras

Se llamaba Angélica y me dio un guantazo por pegar un moco en el marco de una puerta. Fue en el colegio, ella era la directora y yo un mocoso de 4 años. Todavía me duele la mejilla izquierda si recuerdo, como ahora, el hecho.

Salíamos al patio en fila india, que es como entonces se iba a todas partes, vestidos con nuestro baby blanco de líneas azules que se cruzaban y formaban cuadraditos, apoyando la mano derecha en el hombro del compañero, supongo que para no perdernos o porque era el uso, y ajenos por completo al progreso de la civilización cristiana. En esos instantes yo me imaginaba vaquero. Ya llevaba sobre la cabeza sombrero de ala ancha, cartucheras y pistolas al cinto, botas con espuelas y un pañuelo rojo a la garganta. Se acercaba el momento de reclamar mi rol de sheriff, que hacía todos los días subido a un banco de madera. No tenía un momento que perder, la competencia por el cargo era grande. Incluso notaba entre las piernas agitarse a Relámpago, que era el caballo que me acompañaba a todas partes, y ya lo hacía con cierto nerviosismo, consciente de que tocaba recorrer las grandes llanuras. 

Al pasar por la puerta del despacho de la mentada, noté algo muy molesto en el interior de mi nariz. Era una sensación insoportable, picaba y me impedía respirar, por lo que decidí librarme de ella. Sin más tiempo a la reflexión introduje el dedo índice, que ya era colt, en el orificio nasal, como experto otorrino, y extraje el objeto responsable de la obstrucción, una masa gelatinosa de un verde limón llamativo que envolvía una pequeña piedra marrón oscuro, tan grande como la cabeza de una chincheta. Lo observé con atención un instante, no dejaba de ser muy llamativo, tenía su atractivo, provocador como un seno, he de confesarlo.

Sin más preámbulos, que la curiosidad fue un instante, deposité dicha criatura en el lugar más apropósito que encontré, que no fue otro que el descrito al inicio del relato. Deslicé como un pincel sobre el lienzo mi dedo y allí quedó parte de mi persona, una firma indeleble de mi paso por aquellas aulas de las que guardo gratos recuerdos amén de muchos palos.

- ¡Guarro! – gritó desacompasada la señorita Angélica, muy repintada, (así la recuerdo), haciendo acto de presencia en mi vida, que hasta entonces ignoraba y no me parecía muy distinta al mobiliario que llenaba aquel reducto.

Y me arreó un soberano tortazo que me hizo escuchar campanas, (como lo cuento). ¡Qué fuerza tenía aquella mujer! Por algo era la que mandaba. En las aulas siempre mandan los fuertes, como ahora.

No me preguntes, querido lector, por la suerte de mi compañero, ese hijo huérfano que dejé pegado allí, ni por la persona que se encargó de apadrinarlo o borrarlo definitivamente del lugar que ocupó, porque lo ignoro. El oeste americano me esperaba fuera. Sin detenerme a recibir otra, corrí a reunirme con mis amigos, notando la brisa agitar mis cabellos, y reclamar en vano entre la multitud el papel que me correspondía, pues llegué tarde, y hube de conformarme con el de ayudante, porque hasta el de comisario estaba cogido. Ese día fue raro, ¿recuerdas, Relámpago? Ese día no fui el sheriff.

Angélica, no te olvido.



sábado, 19 de noviembre de 2022

El primer libro ajeno

El primer libro que robé se titulaba La isla del tesoro, de R. L. Stevenson, una edición de Austral. Con esto no quiero decir que haya robado muchos más, aunque conservo algún que otro préstamo que no he devuelto a su propietario y eso casi que viene a ser lo mismo. El hurto que menciono al principio se llevó a cabo en una librería de mi barrio, La García Lorca. Era un establecimiento amplio, con forma de L. En la parte del fondo tenían una salita para la lectura con mesas y sillas muy cuca. Uno de los dueños era el cura de la parroquia del barrio, y comunista. Por aquel entonces la tienda había sufrido el asalto de jóvenes fachurros, simpatizantes de Fuerza Nueva y la tontería de los bates de béisbol. Pero sobrevivió a los bárbaros. Estábamos a finales de los 70, tendría yo la tierna edad de 12 años y mucha inconsciencia; a nuestro alrededor sucedían grandes cosas y muy de prisa.
La sustracción del libro se efectuó como se acostumbraba. Un grupo de cuatro o cinco mocosos entraba en la librería cuando había más gente y estos se repartían estratégicamente entre los clientes, pero sin plan previo. Unos daban conversación al dueño o a los horteras y otros iban camuflando libros donde les permitía la indumentaria. Yo actuaba de mula. Llevaba la cartera colgada a la espalda y abierta. Allí se iban depositando los libros que alguno de mis colegas aligeraba con desenvoltura de las mesas o estanterías.
La gran aventura culminaba en la calle donde se comprobaba el género. La mayoría eran libros poco atractivos, su elección no obedecía a ningún criterio. Recuerdo que una de aquellas veces alguien se hizo con el Paracuellos de Carlos Giménez, lectura que hicimos en común y nos marcó como hombres, pues despertó nuestra conciencia.
Una vez rematada la travesura, los libros terminaban en cualquier parte. En ocasiones se vendían. Tuve la oportunidad de conocer a una señora muy ponderada que nos los compraba sin complejos.
- ¿Estos son los niños que los roban? – preguntó al que nos guiaba.
- Estos no, son otros – respondió oportuno mientras los demás poníamos cara de Bambi.
Y se convirtió en cliente fija.
El del tesoro terminé regalándolo, no soportaba el arrepentimiento y decidí deshacerme de la prueba del delito. Ahora acostumbro a desembarazarme de los que tengo. ¿Dónde andará aquella mujer? Creo que me enamoré de ella.


domingo, 13 de noviembre de 2022

Pequeños tropiezos

Hace tiempo que hice firme propósito de no comprar más libros hasta leer todos los que almaceno en casa y más o menos es un objetivo que vengo cumpliendo con cierta escrupulosidad estos últimos meses. Y digo más o menos porque no dejan de entrar por la puerta esos pequeños bloques de papel y letras, que uno a uno tanto ocupan y sirven de asiento al polvo, o de océano a los pececillos plateados que se sumergen en ellos. Unos porque son obsequios y otros recogidos, huérfanos de lector; alguno incluso del contenedor de cartones, que de todo hay en estos. Aquí tengo a mis pies, sin ir más lejos, mientras golpeo estas letras, diez volúmenes desahuciados, formando una columna salomónica, compañeros de otros tantos que descarté de acoger por ya tenerlos en otra edición, quizás menos lujosa pero no mutilada. Para estos como para otros ya no hay estantes, pero esperan pacientes su turno para ocupar otro espacio, en la sentina de mi alma. Algunos llevan más de 20 años en cola, pero no los olvido: de cuando en cuando les acaricio el lomo. Otros permanecen todo ese tiempo, y más, ocultos, y en ocasiones se convierten en inesperados aparecidos, para volver a esconderse entre la multitud que los rodea por otra serie de lustros. Y no sería la primera vez que uno de estos fuese mellizo de otro nuevo, y acudiese del olvido a reclamar sus derechos de primogenitura. El caso es que, por no alargarme, y a esto quería llegar, pese a mis esfuerzos, no dejan de multiplicarse, de rodearme, de recordarme, de exigirme. En ocasiones les amenazo con el fuego, pero me devuelven su silencio, su total indiferencia, que es como una siniestra carcajada, la de una lujosa tumba que no precisa de acoger un cadáver para conservar su riqueza. 

El empeño es firme, ya digo, como frente a otro cualquier vicio, y, como tal, del todo inútil. 


Amadeo y Cervantes

De Amadeo de Saboya cuentan que, paseando un día por Madrid, le indicó un ayudante de cámara la casa donde vivió Cervantes. El monarca, muy ufano, respondió:

- No he tenido ocasión de verlo aún por palacio, pero, si no lo hace en breve, seré yo el que venga a visitarle.


jueves, 10 de noviembre de 2022

Ortega para los bachilleres

Don José Ortega y Gasset, Ortega para los estudiantes de bachillerato, creador junto a Marañón y Ayala de la Agrupación Para el Servicio de la República, regresó de su exilio a España en 1945, y permaneció en esta hasta su muerte en el 55. A Ortega le sorprendió la Guerra Civil en Madrid y para el 31 de agosto del mismo año ya estaba de camino a París. La causa de su huida no fue otra sino la llegada de Largo Caballero al gobierno de la República. A Ortega ya lo había señalado Azaña como derechista por un discurso conocido como “Rectificación de la República”, que pronunció en el cine de la Ópera de Madrid en 1931. El caso es que el raciovitalista se domicilió en París y siguió con su carrera filosófica, pero atento a la evolución de la guerra. En su exilio voluntario se adscribió a la España “blanca”, como él mismo la definió, en contraposición a la “roja”. En los escritos de aquellos años, que compuso, entre otros, para la edición inglesa de La Rebelión de las masas, se posicionó a favor del totalitarismo como salvador del liberalismo: <<el totalitarismo salvará al liberalismo destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello, veremos pronto un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios>>. 

En mayo 1946 Ortega daba un discurso en el Ateneo de Madrid arropado por las autoridades franquistas, acto que algunos han adornado de anécdotas apócrifas. Durante los años que le quedaron de vida cobró su sueldo de catedrático, sin necesidad de pisar la Universidad.

¿Desaparecerá el filósofo de los manuales de bachillerato?



martes, 8 de noviembre de 2022

Un buen jerez, un buen español

Tom Burns, jefe de prensa de la embajada británica en Madrid, allá por el 45, comentaba en un informe a Mister Bevin, el carismático ministro de trabajo del gobierno de unidad nacional durante la II Guerra Mundial y responsable de Foreign Office, lo que sigue: << Los españoles tienen mucho en común con un excelente jerez que me sirvieron el otro día. La botella tenía tres etiquetas sobrepuestas. En la primera se leía: “Viva Franco, Arriba España”. Arrancándola se podía leer en la segunda: “República Española”; la cual, una vez retirada, revelaba la etiqueta original con la frase “Distinguido por su majestad el Rey”>>. 

Poco más o menos pasa en la actualidad con algún que otro edificio público, al que le han sumado una o varias placas conmemorativa.


sábado, 22 de octubre de 2022

A contar los frailes

Siendo niño, si echaba en falta a mis padres preguntaba a mi abuela por ellos. Su respuesta era siempre la misma, impertérrita, sin titubeos, sin apartar la vista de la costura o el puchero que vibraba al fuego.

- Han ido a un mandao.

Y aquello caía como una losa, se producía el silencio, no había más que aclarar, retorno a la pasión del juego.

Después, cuando aquellos aparecían por casa, siempre demasiado tarde para un chiquillo, les preguntaba por su ausencia.

- ¿Dónde habéis ido?

- A contar los frailes – decían con toda la naturalidad del mundo.

Y yo me lo creía y muchas veces me preguntaba por el misterio de aquel entretenimiento, que debía ser muy divertido por la de veces que acudían a él. Y me los imaginaba a un lado del claustro, contando a cada fraile que, encapuchados y en fila de a dos, lo recorrían al ritmo de gregoriano. Aún me parece verlos flotar, merced a sus hábitos ligeros, si me despierto a horas intempestivas, incapaz de adivinar la fisonomía de sus rostros, temeroso de descubrir su número, que no me revelaron mis padres.



miércoles, 19 de octubre de 2022

La estatua de Mendizábal

De Juan Álvarez Mendizábal hubo una estatua en Madrid, plaza del Progreso, hasta 1939. La derribaron las tropas franquistas cuando entraron en la capital. Su fama de anticlerical en el XIX provocó la destrucción de la imagen. La pieza era de bronce y obra de José Grágera, escultor asturiano. Una vez retirada y fundida quizás sirvió para forjar un angelote del Valle. No hay intención de rescatarla del olvido, tal vez por ser liberal el retratado. Bonita era.

viernes, 14 de octubre de 2022

El baño turco

A Julio Camba, anarquista furibundo en su juventud y columnista del ABC en su madurez, lo envió el diario La Correspondencia como corresponsal a Constantinopla, allá por los inicios del siglo XX, por un asunto en los Balcanes. Una vez que pisó el suelo de la capital turca, el joven gallego, sin detenerse a otra, entró en unos baños de los que allí se usan y se sometió a las expertas manos de un masajista para salir del entumecimiento, del que se sufre tras un largo viaje. El frote enérgico de aquellas garras extrajo unas oscuras tiras de piel del cuerpo del columnista.

- ¿Qué es esto? - protestó éste cuando el otro le mostró el trofeo.

El turco de anchos y corpulentos hombros le miró furibundo desde detrás de sus erizados mostachos, regados por minúsculas gotitas de agua y le increpó.

- Esto, señor mío, es su catolicismo.

O más o menos eso creyó entender Julio, que turco sabía poco. Por lo que guardó silencio hasta que acabaron con él, pero luego no asomó por la mezquita, como no acostumbraba tampoco a hacerlo por la parroquia.


El elixir de Checa

Checa era un segurata que vegetaba en la puerta de la residencia Blume, la de Madrid, y cuidaba de que no se colase ningún sujeto ajeno a la obra, que eran muchos porque allí se juntaban deportistas del extranjero que venían a estudiar a la Complutense y eso atrae a mucho baboso. Checa los despachaba con muy malas formas, pero se distraía con las piernas de las atletas y alguno se le colaban por el lateral. Era un tipo bajito y panzudo al que el traje le venía grande, y le daba mucho calor. Siempre estaba muy sofocado y le sobraban la porra y las correas. Tenía algo en la mirada que lo hacía diabólico, pero que lo mismo era el gesto por sufrir de almorranas por pasar tanto rato sentado a la ventana de la garita. Junto a esta había una máquina de bebidas y en cuanto tenía oportunidad pedía un sorbito de coca o rubia, Seven up o Trina, al que sacaba una. No despachaba al primo hasta que recibía su trago, a dar conversación no le ganaba nadie. Por pesado y carroñero lo conocían en todo el campus.

Un día acudieron unos de un colegio mayor cercano, gente alegre, bienintencionada, maleante y juguetona, ventaneros y bocazas. De ellos, tres de Córdoba, sevillanos otro trío y cuatro de Segovia. Casi como instigados y movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a donde Checa guardaba y lo estudiaron a conciencia, con chistes y anécdotas, futbol, rumbitas, menciones a tías buenas y filmes porno, buscándole las vueltas y el modo de sacar partido de su cojera.

Prepararon su broma contando con el apoyo incondicional del compañero con el que Checa se turnaba, que era un tipo espigado y seriote, pero muy hijoputa. Se hicieron con una lata de cerveza, de la que más gustaba a Checa, la vaciaron y se mearon dentro. Y se la dejaron puesta en la tarima donde éste se apoyaba para ver pasar las cachas.

Se llegó el gorrón en cuestión a la hora en la que el compañero salía y aunque vio más gente que de costumbre en la puerta no sospechó.

Ni un minuto tardó en echarle el ojo a la birra de úrico.

- ¿Quién se ha dejao eso ahí? – preguntó alargando la mano sin más preámbulos.

- Ni idea, ahí lleva to la mañana – le respondió el judas.

Y antes de que respirase nadie, que todos la contenían, le dio un tiento como el que se toma un chupito a una.

- Bah. Qué calenturra – dijo el bicho, renegando de ella y asentándola de golpe donde la cogió primero, pero tan ancho.

Y fue tan rápido, y tan sencillo, que nadie de los presentes le pilló el punto a la travesura, sino que unos y otros quedaron mudos y no tardaron mucho en retirarse a sus quehaceres con el rabo entre las piernas; y dejaron al Checa a lo suyo.

- No tiene fuerza. A ver si viene uno y saca otra – quedó rumiando, con los ojos fijos en la tragaperras.



martes, 11 de octubre de 2022

El portátil de la feminista

Al hilo del feminismo tengo que contar una, pero de las mejores anécdotas que me han pasado a lo largo de mi vida como docente. Esta era de esas veces que te toca acompañar a alumnado, (por no decir alumnos y alumnas, que se hace largo), a la selectividad, que hoy se llama de otra manera y no es lo mismo que antaño. Son esas mañanas que echas paseando por el hall del aulario mientras ellos se examinan de lo que les corresponda. Tú estás allí por si alguien llega tarde, no encuentra el aula, se olvida del carné, necesita ir a orinar o sufre un desmayo. Y si hay que llamar a alguna parte lo haces con tu teléfono. Te dan una tarjeta plastificada que te pones al cuello con una cinta de color verde y entras y sales libremente por donde todo el mundo lo hace, pero te crees importante. El primer día lo empleas en saludar a viejos compañeros, conocer su suerte y dónde recalan, tomar café, rajar de la Consejería o intentar arreglar el mundo. Los días siguientes ya no sabes ni dónde subirte.

En una de éstas, ya lo dije al principio, me pasó algo singular, que he callado hasta este momento por las repercusiones que pueda tener, pero que al suceder antes de la pandemia creo que habrá prescrito como todo lo que pasó antes de aquello, y he decidido que debe ser contado por la enseñanza que encierra que no es asunto para obviar.

Pues, es eso, ya digo que un día de aquellos, el segundo, cuando se hace más tediosa la espera y hay menos sobresaltos porque los aspirantes ya se han examinado de casi todo, había tomado yo la precaución de llevarme un libro para echar la mañana y evitar más debates. Con buena planificación el día anterior había estudiado el lugar donde podría sentarme y ausentarme en espíritu del ambiente que me rodeaba. Una mesa solitaria se escondía junto a una de las puertas que sólo se abren al exterior en caso de incendio y facilitan la penumbra e invitan al sesteo. El lugar me pareció idóneo y allí decidí sentarme la mañana a la que me refiero.

Estaba metido tan de lleno en el libro que no advertí que alguien había tenido una idea semejante a la mía, en lo que a asentarse se refiere, y fue el caer de un bolso muy cargado sobre el tablero de la mesa lo que me apartó de las Guerra Púnicas, cuando Aníbal se cambiaba de pelucas, (véase Diodoro Sículo).

Al levantar la vista descubrí a una señora acomodándose enfrente, repartiendo diferentes enseres sobre la mesa, entre ellos una botella de agua, un móvil y un portátil. No debiera ser ni más noven ni más vieja que yo, pero con menos tacto. La mujer debía andar muy ocupada porque tan pronto como se sentó tomó el móvil e inició una conversación con alguien al otro lado.

La lectura del libro se tornó confusa. Al día me puse de cómo iba a organizarse el próximo curso en un centro de secundaria, desconocido para mí hasta ese preciso momento, pero del que averigüé sin desearlo muchas cosas. Aquella mujer se desenvolvía mejor que Escipión en el campo de batalla, ordenando esto y aquello. Y, al tiempo que se comunicaba con quien debiera ser su subordinado, tecleaba impertérrita en un documento word lo que su mente fuese deduciendo de la conversación que mantenía u otra cosa distinta, contestar el correo o jugar al Candy Crush, no sabría decirlo.

En esto que oyéndola sin desearlo caigo en la cuenta de que la conozco de otra, de haberla visto hacía unos meses en el periódico, durante una intervención que hizo en un foro sobre el feminismo poniendo de vuelta y media el dibujo de un amigo, nunca mejor dicho, porque nada tenía que ver aquél con lo que pretendía explicar ella.

No voy a contarte paciente lector la de veces que tuve intención y firme propósito de salir de allí y buscarme otro refugio, pero por más que mis ojos recorrieron el hall no hallaron otro libre sino ocupado siempre.

Finalmente, cansado de batallar con Aníbal, Publio y aquella Teuta que me rodeaba, decidí que era mejor marcharse a dar una vuelta y escuchar a los pajarillos del campus. Pero he aquí que entonces se produjo el milagro. La señora se levanta antes que yo y me dice: 

- ¿Puede echarle un ojo al ordenador? Es que tengo que ir a hacer una cosa.

En ese instante el piloto micromachista que se enciende y me motiva una respuesta irreflexiva ante una dama.

- Sí, sí, no se preocupe usted que yo de aquí no me muevo – digo como capitán en el buque que se hunde y la miro alejarse mientras me froto las manos por hacerlo en la lectura.

Retorno a la conquista de la Bética, la batalla de Ilipa y la fundación de Itálica, cae Gades, se rinden los Cartagineses… Pasan los minutos.

Levanto la cabeza y advierto que una joven se está haciendo con el portátil. Delgada, rubia, pecosa, blanca de piel, con unos enormes ojos azules y además me sonríe.

- Hola – va y me dice.

- Hola, ¿qué hay? – respondo como autómata.

- Estoy recogiendo.

- Esto es de una señora.

- Sí, es de mi madre.

- Ah, pues muy bien.

Termina la muchacha de hacerse con los pertrechos de la batalla y sale con el ordenador bajo el brazo por la puerta de emergencia. Advierto que se ha dejado la botella de agua de la progenitora, pero ya es tarde para salir tras ella.

<<Qué distintas la madre y la hija>>, rumio en silencio.

En esto que miro alrededor porque descanse la vista y veo a lo lejos a la propietaria del PC acercarse pausadamente, lo hace desde la punta opuesta del edificio al lugar por donde salió su hija. Viene charlando con otra semejante, supongo que de asuntos muy serios por las señales de sus rostros y manos. Devuelvo la mirada al tablero y lo veo vacía salvo de torre de agua, y tengo un mal presentimiento.

Juzgo si marcharme o no. La otra está todavía lejos. Pero ahí llega, pasito a pasito, charla que te charla, directa a donde estuvo sentada. Me quiero convencer de algo, pero no lo consigo, la duda horada mi firmeza. Siento un hormigueo en las piernas. Es el momento de marcharse, me ordena el cerebro.

Me pongo de pie de un salto y en dos en la calle, por la puerta por la que huyó la joven, la que estaba más cerca. No quise mirar atrás ni detenerme a más averiguaciones. Oí jaleo, pero me animé a creer que de otro lado, quedé sordo. Al día siguiente simulé un resfriado, en la prensa no vino noticia. Deseo no haberme confundido. Pido discreción por si las moscas.


jueves, 22 de septiembre de 2022

Mientras decide Putin

Hoy me he despertado con la novedad de que, por el asunto de la feria, han habilitado un espacio para el mercadillo junto al instituto. Unos primos descargaban cajas de una camioneta y otros levantaban unos toldillos. <<Niña, niña >> gritaban unas payas. Nunca había visto tanto ambiente en el barrio. Hoy tienen mis pupilos un atractivo argumento para saltarse unas clases. El caso es que cuando he llegado al Centro la mayoría hacía cola en la puerta de secretaría para justificar la huelga que hay convocada mañana.

- ¿Huelga de qué? - pregunto a uno de mis entrañables repetidores, al que ya considero de la familia y, para más inri, lleva mi nombre y apellido.

- No sé.

Allí lo he dejado y he salido a comprar un melón a unos moros. ¿A quién le asusta el fin del mundo?



miércoles, 21 de septiembre de 2022

Una de Paco Umbral

Por un par de euros he pillado una novela de Umbral, La forja de un ladrón, en una de esas tiendas que ahora llaman de antigüedades y no son más que de basura, de todo aquello que nadie quiere en casa, especialmente si son las cosas de algún familiar difunto. Hay mucha gente reacia a comprar libros de segunda mano, yo no soy de esa clase. Se escudan afirmado que no saben en qué manos pudieron haber estado y les da grima hojear uno. Bien es cierto que entre sus hojas puedes encontrarte cosas muy singulares, tal vez normales: una dedicatoria a una señora que no conoces, un número de teléfono escrito en un margen, un calendario de 1986, un décimo de la ONCE con un nombre escrito, la momia de una flor de jazmín, una mosca aplastada, un moco, una mancha sospechosa... No se suele encontrar dinero. Creo que todo esto ya lo he contado en otra ocasión.

Pero no hay que exagerar, lo cierto es que la mayoría de los libros no son leídos más que una vez y muchos ni siquiera alcanzan el objetivo para el que salieron de la imprenta, por lo que suelen estar impolutos, aunque amarillos. Más de uno he comprado envuelto en su plástico, con la ventaja de que no caducan como los donuts, para mi propio asombro y satisfacción posterior.

El caso es que, volviendo al de Umbral, me hice con él, ya digo. En los créditos del libro aparece impresa una máxima: <<Está prohibida la venta de este libro a personas que no pertenezcan al Círculo de Lectores>>. Ah, vanidad de vanidades. Te da cierta satisfacción haberlo conseguido una vez leído aquello y por tan poco: dos euros. Estos del Círculo hacían buenas ediciones, aunque eran algo pesados. A mí me gustaba dejarlos entrar en casa y hablar, y que me sacasen el catálogo o me prometiesen un regalo, durante horas, pese al cabreo de mi mujer. Me presentaban las obras completas de Valle Inclán o las de Gómez de la Serna, los dos Ramones, mientras en mi mente tocaban los otros. Eran como los Testigos pero con otros textos sagrados, con la diferencia de que no los conocían más que por el título. (Otro día hablaré de los mormones también). Y mucha saliva después, entusiasmados, cuando ya sacaban el formulario y clicaban el boli para que le saliese la punta y yo firmase, que me creían captado, les decía con educación que no, que mi padre ya era socio y que con él me ponía de acuerdo cuando me encaprichaba con uno, o que él me lo echaba para reyes o el cumpleaños y que no era cuestión de quitarle al hombre la ilusión, y otras mentiras muy bien dichas y moduladas. Y el liante o lianta, que también las había, aunque se resistía al principio, se resignaba finalmente, agachaba la cabeza y buscaba la puerta para asaltar a otro incauto, lamentando el tiempo perdido. Con los años perfeccioné la comedia y le enseñaba las estanterías de mi estudio repletas de publicaciones, la mayoría tebeos, y compungido le decía que ya no tenía sitio dónde meter más, cosa que, por otra parte, he incumplido meticulosamente siempre. Hay que tener en cuenta que entonces no tenía ni internet ni hijos y en algo tenía que echar la tarde, lo digo por no parecer un hijoputa.

Pues, volviendo al motivo de la entrada, que el libro es de Paco Umbral y fue Premio Planeta en el 97. Entre los miembros del jurado estaba, por supuesto, Nando Lara y otros como Terenci Moix o Juan Eslava, el del unicornio y los templarios. Es volumen de esos que te lees de una sentada y puedes presumir al día siguiente de que has leído a Umbral. Creo que a Terenci le gustó porque hay una primera parte dedicada a la gran pantalla, a las películas y estrellas del blanco y negro que el prota veía en el cine de su barrio acompañado de su madre, y resume. De todo esto se deduce que es en parte autobiográfico, porque Umbral, por lo que cuentan y contaba tenía una madre muy maja, republicana y eso. La novela reproduce el estilo de las de la época, aquellas de realismo social con las que varias generaciones se castigaron hasta que llegó Juan Benet con sus regiones extrañas pero celebradas. Hay en la de Umbral un atractivo retrato de la posguerra que tiene cierto regusto a cartón piedra, a CIFESA. Soy de la opinión de que Umbral, a la hora de recrear su infancia y juventud, recurrió a las imágenes del NODO como escenario, o dulcificó las suyas con estas, e inventó otras, y por eso su novela, como varias del mismo autor, sabe a noticiario cinematográfico y no a realidad. Algo así como Malditos Bastardos pero literario. Creo que el cine se come la realidad y la suplanta en la memoria. Y eso era lo que quería decir al respecto e igual me quedo corto. Pero, vamos, que la novela me ha gustado.


viernes, 9 de septiembre de 2022

Isabel II, pero la inglesa.

 

Yo de Isabel II voy a recordar lo del jamón serrano. Resulta que en los inicios de este siglo saltó la alarma por lo de la gripe porcina, que es un virus que de cuando en cuando asoma y se lleva por delante miles de cerdos a cambio de miles de euros de las aseguradoras, es cíclico. Eso no impide que su carne termine convertida en embutidos y se consuma alegremente; <<lo que no mata engorda>>, dice la sabiduría popular. Pues bien, en aquella ocasión los británicos se pusieron muy serios, y estirados, y prohibieron la entrada en sus fronteras de productos cárnicos provenientes de España, es decir de los chorizos y jamones, para disgusto de los ganaderos y Carlos Herrera, que hablaba en la COPE. Aquello era un asunto muy serio, según los contertulios, que tuvo cierto alcance diplomático, pataletas y poco más, lo de la Armada Invencible, Gibraltar y todo eso. No llegó la sangre al río. La cuestión es que el gobierno inglés no había valorado lo suficiente las consecuencias de la medida. Es bien sabido que la reina de Inglaterra degustaba con asiduidad el jamón de Jabugo, no perdía ocasión de llevarse a la boca una loncha de jamón de bellota, con la corona puesta, que se le deshacía en la boca entre babas y lengua con riesgo para esta. Todo el mundo que lo ha probado sabe la sopa que origina entre los dientes. Verse privada de tal deleite era sin duda una cuestión de Estado y para tal circunstancia la Casa Real se buscó un subterfugio para que la monarca pudiera satisfacer su gastronómico capricho. No sé con exactitud cuál era, tal vez no se trataba más que de un bulo, el caso es que a Buckingham llegaron dos jamones de pata negra que sirvieron de consuelo a la reina hasta que se levantó la veda. Es difícil que creer que el duque o el Carlos no se llevasen algún que otro taco a escondidas. El caso es que con los dos perniles soportaron el chaparrón sin que se enterasen más que los criados y los que escuchaban la COPE. Con eso y con algún que otro viaje a Mallorca a visitar a los primos, a sabiendas de que en la casa de estos nunca faltaba un plato; de hecho, a Arabia también llega, pese al Corán. Por lo que se deduce, a modo de conclusión, que los de la casa de York, (de Windsor no rima), alguna excepción, no han sido nunca vegetarianos.


jueves, 1 de septiembre de 2022

Cucarachas y literatura

Cucarachas o corredoras, porque así se las llamaba en las novelas del 98 y primera mitad del s.20. Eran habituales en los cafés de las tertulias, donde se reunían los literatos, unos más viejos y otros más jóvenes, entonces, (ahora todos están muertos). Estos insectos que no respetan nuestra intimidad y asoman las antenas por el desagüe de la ducha o detrás del inodoro, para llevarse un pisotón o, con suerte, un susto, compartieron en el pasado asiento con las grandes figuras de nuestra Edad de Plata. No era raro verlas corretear por los divanes de Fornos, Antiguo o Pombo, y refugiarse en los pliegues que les ofrecían los asientos corridos o, en arriesgado equilibrio, bajo las mesas de mármol y patas de hierro; y también, hay que decirlo, en las selváticas barbas de los bohemios o el sobaco de las prostitutas que los acompañaban. Allí se alimentaban de los posos de café, las manchas de chocolate o la pringue aceitosa de los churros. Ah, dichosa criatura, amiga de la miseria humana y visitante nocturno, pequeño vampiro que nos susurras al oído pesadillas o te cagas en nuestro cepillo de dientes. ¿Cuántas de ellas no debieron anidar en el viejo abrigo de Alejandro Sawa, la boina de Pío Baroja o las pelucas de Ramón Gómez, (de la Serna)? ¿Cuántas no correrían por los hombros de Unamuno o a los pies de Lorca y José Antonio? ¿Acaso no se refirió Cansinos Assens en alguna ocasión a ellas mientras Borges, cegado por su maestro, no las veía? Ruano aplastaría colillas sobre sus cabezas.

¿Pero, por qué, te estarás preguntando paciente lector, (tal vez lectora feminista), presento a este bichejo, que no acogería en su casa ni siquiera un incondicional de una sociedad protectora de animales, con tanto adorno y tanta letra? Tú también sufres de blatofobia, lo sé.

Es por lo que sigue, por una de esas lecciones crueles que te da la naturaleza cuando menos te lo esperas, ese bofetón de madre que sabe que le debes la vida y se aprovecha. Le dicen sabia, pero es muy cruel. Y es que andaba yo hoy perdido por la calle, mirando por donde ponía los pies, (cosa extraña pues siempre busco las azoteas), y tropecé con una estampa inaudita, por mi corta experiencia en tales lides, que no olvidaré. Dos avispas habían paralizado con su aguijón a una cucaracha que las doblaba en tamaño y envergadura, y la estaban devorando con ahínco. Era extraordinario el contraste entre el amarillo limón de ellas y el meloso de su presa, tanto como dramático. La escena podría servir como excusa para un escudo, de estar en el Renacimiento, si uno sirviese a un poderoso señor, o, también, en los tiempos que corren para dedicarle unas letras a la víctima, porque no es cuestión de guardarla entre las páginas de un libro , seamos serios, a menos que sea de Francesc Español Coll.



domingo, 21 de agosto de 2022

Una noche con Lorca

De Lorca se ha escrito y se escribe tanto que tarde o temprano nacerá una disciplina llamada Lorcalogía. Es el destino al que parecen condenados los que se convierten en dioses, es decir, que se confunden con el mito, y terminan su vida en el ara del sacrificio.

A cuento de su desaparición, que parece lo único seguro de cuanto nos han contado, podría mencionar, por darme notoriedad, algún que otro detalle del personaje, que ha quitado protagonismo a su obra, al que sigo desde niño por aquello del lagarto y la lagarta con delantalitos blancos, que recitaba con seis años frente a un magnetofón pese a la férrea censura franquista y que aún conservo en cinta para el que quiera oírme versificar con una voz que ya no es la mía.


Pero prefiero contar una anécdota que me ronda siempre la cabeza cuando topo con este Orfeo patrio, que es la que sigue. Siendo mi padre fan incondicional del vate, (en casa tenía una edición de las obras completas, la de la editorial Aguilar), no perdía ocasión de leerme o darme a leer poemas, y llevarme a ver guiñoles, de tan celebrado artista. La cosa no quedó en la infancia, sino que se prolongó en mi madurez, que para colmo coincidió con la emisión en TVE de la serie de La muerte de un Poeta, dirigida por Bardem. No puedo negar que me marcase su vida y dramática muerte, pero afortunadamente la corriente del río me hizo varar en una orilla y así descubrí a otros autores contemporáneos suyos, absolutamente ignorados, pero más interesantes.


Mas no era esa la historia que quería contar sino la que tenía como protagonista a mi padre. Se empeñó el hombre en que no me perdiese una representación de La casa de Bernarda Alba que tendría lugar en el Gran Teatro de Córdoba, por una importante compañía, figuras célebres del mundo escénico del momento. Además, los decorados eran del taller de un amigo suyo, que tenía a sus espaldas la labor de generaciones de tramoyistas.


En fin, resumiendo, que para que no perdiese detalle me consiguió entrada en primera fila, junto al pasillo central, que según él era desde donde mejor se oía. Y tenía razón.


El caso es que, desde aquel privilegiado lugar, si bien lo escuché todo, lo que mejor pude ver fueron los tobillos de las artistas, (circunstancia que me hizo viajar a la época de Calderón), y los escupitajos que las hijas de Bernarda lanzaban cuando se revolvían contra la tirana, detalles que no hicieron sino despistarme bastante y no seguir adecuadamente el desarrollo de la historia. Para colmo, desde mi posición, veía perfectamente las trampas del decorado, no pude gozar de la ilusión que crea el ojo si ve el escenario de lejos pues no era ese mi caso. El cuarto del fondo era muy estrecho, la cama no más larga que una silla y por el lateral se veían cuerdas, cables y focos, incluso algún operario. Con tan cantidad de distracciones era difícil concentrarse. Como remate, en el momento cumbre, la ahorcada no era sino una falda con unas piernas de mentirijillas.


Pero bueno, lo que quería contar en concreto era el brete en el que me hallé al bajar el telón. Al principio, bien, me puse a aplaudir como todo el mundo. Pero como los artistas eran tan famosos y según el parecer del público lo habían bordado, los aplausos se redoblaban. Yo, naturalmente, no me quería quedar atrás y chocaba mis manos con frenesí. Los actores no hacían más que acercarse cada vez más al foso, hasta el punto de que cuando se inclinaban casi que podían besarme la frente. En tales circunstancias, yo no hacía sino arrugarme aún más y más, del modo que lo hace un globo que pierde aire. Aquel aplauso no parecía tener fin y advertí que la gente se empezaba a levantar para hacerlo de pie. Yo era incapaz de incorporarme, temía abofetear a alguno de los actores, casi podía tocar sus caras. A mi alrededor oía comentarios del público del que formaba parte. Se animaban unos a otros a abandonar sus asientos por tal o cual actor o actriz y festejar su éxito por todo lo alto.


Por mi mente, desgraciadamente, cruzaron las palabras de una de las estrellas allí presentes que, en una entrevista reciente, celebraba que todo el teatro se ponía en pie en cada representación. Empecé a sentirme culpable porque sabía que en esta ocasión no iba a ser así. Llegó el momento en que efectivamente todos los espectadores se habían levantado y aplaudían a rabiar, y yo seguía sentado, escondido tras mis manos enrojecidas. Fue en ese instante cuando me percaté de que todos los actores tenían puestos los ojos en mí, podría jurar que inyectados en sangre, y me sonreían enseñando los dientes muy apretados, como el que hace un gran esfuerzo. Creo que nunca nadie me ha examinado de ese modo. Sin quererlo ni buscarlo me había convertido en el protagonista de un nuevo remate a la obra. Yo quería que el suelo del teatro se abriese y me tragase definitivamente, rodeado de butacas, zapatos, cuerdas y focos. Me hundía y me hundía en la butaca, pero no sucedió lo que soñaba.


Resistí como un gato panza arriba aquel suplicio interminable, devolviéndoles a mis jueces una sonrisa de circunstancias, pero sin dientes. Afortunadamente, los aplausos fueron menguando, poco a poco, hasta apagarse definitivamente, igual que las luces y la magia. Por fin los figurantes se retiraron a la oscuridad del cartón piedra, convertidos en gente, no sin lanzarme alguna que otra mirada reprobatoria, y, al perderlos de vista, pude respirar tranquilo. Aguardé a que se despejase la platea, por si alguien más me vigilaba, para abandonar definitivamente el coso. Nada más que añadir, sino que salir a la calle fue como echar a volar.


Muchas veces he rememorado aquella escena, verdaderamente dramática, y me he consolado imaginando que los que me estudiaron desde el escenario debieron concluir que no era más que un inválido. Quiero consolarme así, pero creo que se dieron cuenta de que junto a mi butaca no se apoyaban unas muletas. 



jueves, 4 de agosto de 2022

Aire condicionado

Este empeño por el aire acondicionado no lo comprendo. Cuando yo era niño, para la caló, el remedio era un botijo con agua fresquita que tenía un culillo de anisete, el baldeo de la puerta de la casa o el patio, el abanico desportillado que se olvidó la tía viuda, una habitación oscura y poco más. Cómo se ponía mi abuela si subíamos una persiana, eso era poner orden.

Con los años llegó este invento traicionero que provoca resfriados o infección de oídos a destiempo, sin el cual nadie puede pasar. "Es que hace mucho calor", te dicen, gente que no sabe lo que era cruzar el viaducto y bajar a la mezquita a echar la tarde, a las horas en que por la judería no asomaba el rabo ni el Diablo. "¿Dónde vas con la que está cayendo?", te gritaba desgañitá tu madre, pero tú ni caso. Andando o tres subidos en un vespino te plantabas en menos de veinte minutos en la Calleja de las Flores, que entonces no visitaba nadie o alguien que se había perdido, y no te preocupabas de otra cosa que de reunir botellas huérfanas para cambiarlas por una litrona fresquita en el colmado que daba a la facultad de Filosofía, de la que te tocarían en suerte tres o cuatro sorbos de cerveza y baba, o canuto. Aquello sí era refrescante. Pero a ver quién convence ahora a una de Madrid, la Ayuso misma, para que apague un rato el chisme. Igual te la tienes que llevar de escaparates, por mucho calor que den, para que se le pase el sofoco.


Inseguridad ciudadana


 


domingo, 19 de junio de 2022

El cuchillo de san Pablo

Visitaba Pérez Galdós, Benito, en compañía del afamado pintor Arredondo la ciudad imperial de Toledo. Tras mucho deambular por sus laberínticas callejas, se llegaron al convento de San Pablo, donde las monjas custodiaban el cuchillo con el que había sido degollado el santo. Allí las hermanas les señalaron la pieza. Pidió permiso el escritor para mirarla de cerca y la superiora se lo concedió con la condición de hacerlo en su mismo despacho. Tuvieron ocasión así de inspeccionar la reliquia, de brillante hoja damasquinada y vaina de terciopelo, para identificar los restos de sangre del santo judío. Salió la superiora un momento, a despachar unos dulces, y aprovechó Benito el filo del arma para sacarle punta a un lápiz que usaba para tomar apuntes en un cuaderno de viaje. Volvió la monja, le dieron las gracias y obsequiaron a la comunidad con una limosna generosa para que saliesen de las estrecheces de la regla. Días más tarde, el lápiz quedó sin punta y tuvieron que buscar otro remedio, que no era cuestión de abusar de la orden siendo Toledo ciudad de espadas.


lunes, 23 de mayo de 2022

A un adúltero.

Decía Luciano, el de Samósata (s. II d. C.), hablando de la muerte de Peregrino, el falso profeta, que al adúltero se le castigaba con azotes y la introducción de un rábano por el trasero. Del mismo suplicio, o parecido, ya dio antes testimonio Aristófanes, en su comedia Pluto, pero no se cuenta.


domingo, 22 de mayo de 2022

Son libros.

Hay libros leídos, libros por leer, libros empezados, libros no terminados, libros consultados a salto de mata, libros olvidados, libros que se recuerdan, libros que se perdieron, libros que se encuentran, libros que no se leen, libros que te regalan, libros que sobraban en otra casa, libros que te devuelven, libros escondidos, libros de los que no se habla, libros que hablan de libros, libros que no se entienden, libros de oferta, libros demasiado caros, libros de famosos, libros que adornan, libros que se estropean, libros que cogen polvo, libros aburridos, libros divertidos, libros recomendados, libros de amigos que escriben, libros prestados, libros viejos, libros desconocidos, libros de tapa dura, libros sin ella, libros en rústica, libros rotos, libros forrados, libros desencuadernados, libros subrayados, libros con glosas a boli, libros pintarrajeados, libros censurados, libros expurgados, libros espulgados, libros con las hojas pegadas, libros mutilados, libros dedicados, libros mal impresos, libros con erratas, libros con faltas, libros en otro idioma, libros que se mojaron, libros gordos, libros finos, libros curiosos, libros desplegables, libros de una rifa, libros con la foto de una amiga, libros para niños, libros para adultos, libros para mujeres, libros para ir al cielo, libros porno, libros para no perderse, libros robados, libros que sujetan otros libros, libros en el cuarto de baño, libros detrás de otros libros, libros para vender, libros con insectos muertos, libros llenos de migas de pan, libros para encender lumbre, libros para envolver cosas, libros con mocos, libros para limpiarse el culo, libros para tirar…

Hay que hacer sitio.



sábado, 21 de mayo de 2022

Gorgias de Epiro.

Gorgias de Epiro, que era hombre esforzado y valiente, no menos ilustre, según las fuentes, nació de su madre muerta cuando llevaban su cuerpo a la pira, para asombro de sus vecinos ante espectáculo tan inusual. El vagido del retoño alertó al sacerdote, que hizo callar a las plañideras y, al avistar la cabeza de aquél, ordenó acudir a la partera, que no daba crédito a lo que acontecía y se hacía la remolona. Así, Gorgias no fue incinerado antes de lo acordado por el Destino.

Lo contaba Valerio Máximo como hecho memorable, en su apartado de milagros, junto a otros, no menos singulares, que merecen la pena ser leídos o mentados.



miércoles, 11 de mayo de 2022

Siles

José Siles, que era catedrático de Literatura en el Gabriel Cisneros, sito en la capital del reino, envió en cierta ocasión un adoquín, recogido de una barricada arruinada, a un concurso poético de esos que llaman florales.

- Ahí  va - escribió en una tarjeta de presentación -, el primer canto de mi poema. Si gusta, les facilitaré el resto.

El resultado es que se lo devolvieron, al mes más o menos, envuelto en papel de color rosado y atado con cinta morada, y adornado con una placa argéntea de estaño donde podía leerse en letras góticas: "Primer Premio".

Lo arrojó por la ventana en un pronto que tuvo y acertó a un guardia en el cogote. Terminó en presidio por revolucionario, a pico y pala en la cantera, componiendo versos de los que acostumbraba para certámenes.


viernes, 22 de abril de 2022

Poetas y hampones

Dicen los escritos, de aquellos poetas que conocieron la bohemia de la Puerta del Sol, - antes del triunfo de la mujer de la capucha colorada y el pecho desnudo- , que no era extraño encontrarse a los hermanos pobres del oficio, sucios y hambrientos, mendigando monedas.

- Maestro, ¡qué buena su última obra! Cada día escribe usted mejor. Dedíqueme su último libro ¿No tendría usted unos dracmas? Es para hacer una libación a Baco... A Apolo también, por supuesto.

Y el celebrado daba sus monedas al émulo de Homero o Belisario, por ser ciego como ambos, y luchador como el segundo.


sábado, 5 de marzo de 2022

Picasso y Gide

André, André Gide, el de los monederos falsos, amigo de Marcel, Marcel Proust, que perdía el tiempo y lo buscaba. Pues ese, el primero, el que tiene unos diarios muy gordos en todas las librerías, de edición de bolsillo y tapa dura. El mismo. A él me refiero al referir la anécdota que sigue. Se dirigió un día a visitar al joven Picasso, que empezaba entonces, porque algo había oído hablar de él y se ve que bien. Se plantó en el estudio de éste, cuando lo tenía por el Sacré Coeur, en la rue Ravignan, y llamó a la puerta, con timidez primero, usando suavemente los nudillos, y cabreo después, a puñetazos, porque no le abrían. ¿Qué se habría creído ese asqueroso español? Sin éxito.

Después, mas tranquilo, recuperada la compostura y el resuello, una vez que las liberadoras gotas de sudor se resbalaban por sus patillas, meditó y llegó a la conclusión de que el cubista debía haber salido. Y decidió dejarle su tarjeta, que deslizó por la rendija de debajo de la puerta, aplazando así la reunión sin previa cita para nueva ocasión.

Pablo, al otro lado, recogió la cartulina cuando asomó a sus pies. No estaba para visitas. Eran esas horas en las que pintaba o se beneficiaba a Fernande, desnudo siempre, que todo le molestaba. Así, sin calzoncillos, leyó el nombre del visitante, mientras se rascaba la nalga. No le prestó más atención, estaba con los pinceles, y después de hacer una pelota con ella la arrojó a la estufa, que estaba vacía y helada. Fue la primera y última vez que Picasso leyó algo de Gidé.