Siendo niño, si echaba en falta a mis padres preguntaba a mi abuela por ellos. Su respuesta era siempre la misma, impertérrita, sin titubeos, sin apartar la vista de la costura o el puchero que vibraba al fuego.
- Han ido a un mandao.
Y aquello caía como una losa, se producía el silencio, no había más que aclarar, retorno a la pasión del juego.
Después, cuando aquellos aparecían por casa, siempre demasiado tarde para un chiquillo, les preguntaba por su ausencia.
- ¿Dónde habéis ido?
- A contar los frailes – decían con toda la naturalidad del mundo.
Y yo me lo creía y muchas veces me preguntaba por el misterio de aquel entretenimiento, que debía ser muy divertido por la de veces que acudían a él. Y me los imaginaba a un lado del claustro, contando a cada fraile que, encapuchados y en fila de a dos, lo recorrían al ritmo de gregoriano. Aún me parece verlos flotar, merced a sus hábitos ligeros, si me despierto a horas intempestivas, incapaz de adivinar la fisonomía de sus rostros, temeroso de descubrir su número, que no me revelaron mis padres.
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