Estoy convencido de que mi padre sufría el mal de los libros. Rara era la ocasión en la que no aparecía por casa con alguna colección adquirida bajo las más curiosas circunstancias. Por ejemplo, si la empresa en la que trabajaba regalaba un lote de productos navideños, él pedía que se la cambiasen por unos libros. Turrón por letras. Afortunadamente con los años se fue curando de aquel mal, hoy no rechaza unas botellas de Rioja o una paletilla de jabugo, pero no faltan por ello buenas anécdotas relacionadas con aquel mal de antaño, no del todo sanado. Mal genético, no me cabe duda, por la sintomatología que sufro.
Recuerdo la ocasión en que se hizo con el diccionario enciclopédico Espasa Calpe, que no era la enciclopedia, sino un resumen de la grande para la clase media. He de aclarar que mi padre era uno de los mejores clientes de los vendedores de enciclopedias. Debían tener estos su nombre y dirección subrayado en rojo en la agenda. En las estanterías del salón reposaban la Historia del Arte de Salvat, de Pijoan, o la Fauna de Rodríguez de la Fuente, entre otras, para que se vea que mi progenitor no le hacía ascos a nada que tuviese tapa dura.
Muchas tardes acudían tipos de maletín y fascículos, que él recibía cordial en la salita, e intentaban colarle alguna colección, sin mucha dificultad, la verdad sea dicha. En tal asalto sin piedad mi madre intervenía y actuaba de filtro. Más de una vez la vi espantar a alguno de aquellos buitres que venían mendigando una nueva subscripción. Pero, aunque huían con el rabo entre las piernas, insistían, conocían bien a su víctima. Antes de que papá terminase de pagar una ya le estaban enredando en otra. En la misma habitación en la que los atendía crecían y crecían, pared arriba, los imponentes muros de bibliografía.
Pero la historia era por lo del diccionario Espasa. Dejaremos el resto para otras ocasiones, que de cada una hay algo que contar no menos pintoresco. La anécdota a la que me refiero en esta ocasión se inició un día que llegaron a casa unos cajetones muy pesados. Y es que en su interior venían los tomazos de la Espasa. 12 volúmenes de tapa dura forrados en piel marrón, sospecho que sintética, y letras doradas, de no menos de 3 kilos cada uno, (pongamos 4). El momento de desembalarlos fue apoteósico. La sensación no era muy distinta a la del día de los Reyes Magos. Esa fascinación de abrir cajas es difícil de olvidar y eso que yo ya contaba con 13 o 14 navidades.
Ya te puedes imaginar, paciente lector, igual lectora, lo que cada uno de aquellos tomos pesaba sobre las rodillas, que fue el primer lugar donde acomodé uno para hojearlo. Toda la familia, al menos los que ya teníamos uso de razón, disfrutamos de tan sugestiva sucesión ordenada de términos, gráficos y fotografías, - sin imaginar que algún día aparecería el Google y acabaría con el legado de Diderot y d´Alembert -, dando por sentado que por el mero hecho de sostener en las manos tan ilustradas piezas ya éramos más cultos.
El caso es que, tras la euforia inicial y el silencio sacro que rodeó el proceso, creí escuchar una vocecita en mi interior que me invitaba a hablar y romper la magia del momento, y tuve la ocurrencia de señalar a mi padre, sin mala intención, que uno de los tochos tenía un defecto. En su interior había una página arrugada, haciendo una mueca insoportable al que la recorría con la mirada.
Mi padre, muy serio, analizó el detalle. Tras un concienzudo examen determinó que debíamos repasar el diccionario página por página por si existían más casos como el descrito. No voy a contar la tarde que pasamos dándole vueltas y vueltas a los volúmenes, para descubrir con decepción que todos tenían uno o varios fallos de impresión o cosido.
Hecho el escrupuloso examen, mi padre ordenó que embalásemos todo de nuevo. El siguiente paso fue llamar a la editorial y exigir que nos lo descambiasen.
No tardaron más de una semana en presentarse los repartidores con otra columna de cajas. Depositaron las nuevas y se llevaron las viejas.
Con toda la parsimonia que exigía la ocasión repetimos el proceso de escudriñamiento de los recién llegados. Para nuestra decepción, en varios de los susodichos aparecieron defectos, como en el caso anterior u otros de otro tipo, más agresivos a la vista si cabe.
Esta vez mi padre decidió adoptar medidas drásticas.
Tomó unos folios, de los de la marca Galgo que se decían holandesas, e hizo tiras de papel con la orden de que fuésemos introduciéndolas en la página que presentase algún defecto. A cada libro le hicimos un lindo penacho.
Acto seguido, enredó a mi tío Berna, que debía estar allí pasando unos días, y se presentaron los dos en la librería Espasa de Madrid, la de la Gran Vía, con las cajas. En cada una de ellas viajaban los tochos con los papelitos delatores. Tras discutir con uno de los dependientes, les cambiaron los que llevaban por otros.
De nuevo en casa se repitió la operación descrita en ocasiones anteriores y el resultado fue el mismo.
Mi padre, incansable, o por el gusto de hacerse con una edición impoluta, volvió a cargar el diccionario en el coche y, en esta ocasión, acompañado por mí, exigió la obra que deseaba. Allí aterrizamos, dejando el coche en doble fila, cuando podía hacerse, e iniciamos el desembarco del material defectuoso. Ni te cuento lo que pesaban las cajas cuando del vehículo las trasladé al interior de la tienda. Nunca me fue tan evidente el peso del saber.
Poco tardaron en atendernos al asomar de tal guisa por la puerta de la librería, al aviso de las campañillas, para sorpresa de otros clientes y lectores más modosos que, por el gesto de sus caras, debieron tomarnos por gitanos del rastro que venía a hacer un cambalache.
- Una casa del prestigio de Espasa no puede permitirse esta impresión – aducía mi padre ante un dependiente que no levantaba la cabeza del mostrador mientras pasaba las páginas mancilladas por las tiritas de papel.
- Tiene usted, razón, tiene usted razón – repetía avergonzado o simulándolo.
El caso es que apareció por allí otro más viejo y bajito que debía ser su jefe y, tras escuchar el caso, y, probablemente, conocedor de las referencias propuso un trato a mi progenitor.
- Es un problema de la partida. Llévese usted dos diccionarios y quédese con los tomos que estén mejor de cada uno. Devuelva después el resto.
A mi padre le pareció la idea aceptable.
Tomamos la oferta y regresamos a casa, 24 tomos en total, la línea de flotación del vehículo amenazaba ruina en el trayecto.
¿Qué cómo acabó la historia?
Pues muy sencillo. En casa de mis padres hay un diccionario de 12 tomos, y en la mía otro idéntico. Coincidió todo ese ir y venir con la mudanza y, en el traslado de Madrid a Córdoba, perdiéronse todas las pistas y las ganas de dar más viajes. Espasa hizo mutis. Mi padre ya estaba con otros fascículos. Fue una jugada maestra, que de hacerse aposta no sale.
Hoy el taco de tomos no sirve para nada. Por temor a sufrir de una hernia no he vuelto a menearlo de donde lo puse hace años. Estoy por hacer con él unos taburetes o un poyete para unos tiestos. Tentado de devolverlo por si colase.