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sábado, 31 de diciembre de 2022

Crónica de Sender

Guardo en casa un libro de Ramón J. Sender, Crónica del Alba, que me dedicó en una feria del libro de Madrid, concretamente la del 74. Sender fue un escritor muy prolífico que la mayoría aparcó en Réquiem por un campesino español y pocos recuerdan o quieren recordar que hizo lo que llaman hoy “novela histórica”. Así son títulos suyos obras como Bizancio, Carolus Rex, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre o Mister Witt en el Cantón, por citar algunas. Y sí, fue un comunista exiliado en los Estados Unidos de América, donde renegó de su fe para no sufrir las iras del senador McCarthy.

Fue aquella una de esas veces que mi padre nos llevaba a recorrer las interminables casetas de la feria, a la búsqueda de la firma de un reputado escritor con algún pasado controvertido. Creo que mi progenitor se sentía fascinado con aquellas pequeñas licencias tan arriesgadas, una pasión que le daba vida y le proporcionó algún que otro quebradero de cabeza que algún día contaré.

La anécdota en esta ocasión estuvo en que guardamos cola para que el mentado autor nos dedicase los dos tomos de la novela citada al principio. Cuando llegamos a su altura, mi padre dio nuestros nombres y don Ramón nos dedicó uno a cada uno, a mi hermano y a mí, que entonces tendríamos seis y ocho años respectivamente. Recuerdo a un señor mayor, grueso, con gafas y barba canosa, aposentado en una silla muy pequeña, que nos garrapateó muy serio unas letras en cada tomo. Mi hermano, por ser el pequeño, tuvo la oportunidad de sentarse en sus rodillas.

Conseguido el objetivo, nos fuimos por donde habíamos venido, ajenos al drama que vino después.

Al llegar a casa, mi padre tuvo la ocurrencia de ir a enseñar a mi madre las dedicatorias y se llevó la mala sorpresa de que el autor había puesto incompleto mi nombre. En lugar de Juan Francisco, había escrito sólo Francisco. ¡Menuda catástrofe!

Después de darle muchas vueltas al asunto, volver a la feria era empeño vano, se decidió por una curiosa solución que ahora cuento. Así como uno abre el libro en cuestión, en la página anterior a la de don Ramón, de puño y letra de mi padre puede leerse en mayúsculas: << Dedicado por el autor a mi hijo Juan Francisco en la feria del libro de Madrid de 1974>>.

De las dos dedicatorias esta última es la que más aprecio.


miércoles, 28 de diciembre de 2022

El final de una guerra

Mi abuela y otras mujeres de Úbeda viajaron hasta Almadén a rescatar a los hombres que estaban presos por haber formado parte del ejército rojo. Previamente se habían hecho con certificados de buena conducta, que contaban con el respaldo de la Iglesia. Cuando llegaron al pueblo buscaron el lugar donde los retenían y resultó ser, según su testimonio, una plaza de abastos. Abarrotada de hombres, comidos de piojos, hambrientos y sucios, que se cagaban y meaban encima. El hedor era insoportable.

En una de las puertas enrejadas localizaron a uno de los suyos, que lo primero que hizo fue preguntar a su mujer por los marranillos, del hambre atrasada que llevaba. Este entró después a buscar a los otros entre la multitud, anunciando que las mujeres habían venido por ellos. Así, separados por las rejas, pudieron reunirse y celebrar el encuentro, porque al fin le veían fin al infierno. Mi abuela encontró muy desmejorado a su marido, muy seco y roñoso, las quijadas marcadas y que parecía arrastrar una pierna. Allí mismo les dieron de comer lo poco que llevaban, que para ellos fue mucho. Poco tardó en hacerse alrededor de los de Úbeda un círculo de famélicos derrotados, a los que se les salían los ojos, torturados por la necesidad y la envidia.

Después de las gestiones oportunas frente a la autoridad del campo, una eternidad, los maridos se vieron libres al fin. Llegó el momento del retorno.

Mi abuelo se vistió de limpio con la muda que le trajo mi abuela, en el primer rincón que pudo hacerlo y allí mismo dejó tirado el mugriento uniforme que hasta ese instante le había señalado. Después corrieron a la estación para tomar un tren que los devolviese a casa.

Los vagones venían repletos de gente, no cabía un alfiler en ellos. Sin pensarlo dos veces, mi abuelo tomó a su mujer por la cintura, la alzó y la metió como pudo por la ventanilla de uno de aquellos, para asombro y regocijo de los viajeros.

- ¡Señora, señora, mis piernas, mis piernas! – se quejó un sujeto sobre el que ella cayó sin que le diese tiempo a reflexionar sobre lo sucedido.

- Al muy tunante no le pasaba “na”, pero qué escándalo armó – contaba.

Después subió mi abuelo como pudo, haciéndose sitio a codazos, al tiempo que pifiaba la locomotora. El tren se puso a andar muy despacio, lento por la carga de supervivientes. La guerra había terminado.



lunes, 26 de diciembre de 2022

Tarta de chocolate

No faltaban en los cumpleaños de antaño u otras celebraciones para la chiquillería, y como remate a la fiesta, aquellas tartas caseras de chocolate, hechas con varios pisos de galletas cuadradas, separadas por capas de crema, con mucha nata y un chorrito de coñac o aguardiente, a gusto de la cocinera, por encima. Al primer bocado se te abría un volcán en la garganta que de un tirón limpiaba la nariz de mocos. Qué peligro tenía encenderle las velas a aquellas bombas culinarias. Si a eso le añadimos una copita de quina Santa Catalina, como acompañamiento para tragarla, el éxito del natalicio estaba asegurado. No recuerdo convites más satisfactorios que el descrito, basta con observar para advertirlo nuestras caras de felicidad en las viejas fotos, con aquellos ojillos de ensueño que parecía que estábamos pisando el cielo. Terminado el condumio, te recogía tu madre y te llevaba a casa a dormir la mona. Entonces no había ministros empeñados en salvarte la vida sino, como mucho, sujetos que delegaban sus funciones en el Ángel de la Guarda.


domingo, 25 de diciembre de 2022

El reino de la calderilla

Que las generaciones del 98 y el 27 son dos inventos del franquismo es algo que antes han dicho otros más doctos que yo, como Gregorio Morán, que siempre ha hecho mucho daño. Y que la del 27 fue la de los señoritos lo dejaron por escrito dos situados en las antípodas: por un lado, Max Aub y por otro César González Ruano. Imagino que Pedro Laín Entralgo y Dámaso Alonso rescataron del olvido a los que más se aproximaron a su ideario político, aunque pintaran de izquierdistas, por amistad o arrepentimiento, y así pasaron al paraíso de las letras todos ellos.

Condenados al olvido quedaron todos los ultraístas y bohemios, aquellos tipejos sin oficio ni beneficio, sucios y greñudos, que merodeaban por la Puerta del Sol mendigando unas perras para hacerse con café y media tostada, que no era sino su alimento para todo el día; o durmiendo sobre las mesas de las tabernas que no cerraban y pensiones en las que cuatro compartían cama, fuesen poetas o putas. De ellos sabemos por algunos que tuvieron a bien recogerlos en sus escritos, como hizo Inclán en sus Luces o Ayala en las Troteras y Danzaderas, y otros que no miento por no aburrirte, aunque conozco que eres paciente porque me das un like cuando escribo.

De Emilio Carrere leo ahora El reino de la Calderilla, donde cuenta lo que aquel Parnaso fue y del que formó parte; y por eso gusta más, porque no está retratado por sujetos ajenos a la obra, que se regocijan con su miseria, como hizo el De Prada en el que le dio fama.

Es su libro, el de Carrere, de esos que no encontrarás estas fiestas señaladas en las mesas de los Best Sellers y otros Planetas, territorio de mercaderes del templo, sino en las librerías de ocasión o de viejo que es donde los ratones se alimentan de Literatura, porque la historia de ésta no es tal, sino principado de pijos.


Anda la osa

Céfalo consultó al oráculo de Delfos el modo de conseguir una considerable descendencia, pues se ve que el hombre no lo conseguía, y la sacerdotisa le recomendó que se uniera a la primera hembra que le saliese al paso. Así lo hizo. Se le cruzó una osa y se ayuntó con ella. En esto que durante el fornicio la plantígrada se convirtió en una bella doncella y le dio un hijo. A Céfalo lo hacen los antiguos padre de los Laértidas, por lo que se deduce que Ulises debió hacer el oso durante la Ilíada, antes y después.

Otro Céfalo es el que sale al principio de La República de Platón, que no es el mismo y por eso lo advierto.



domingo, 18 de diciembre de 2022

Noche de guerra, en el Prado

Creo recordar que fue en noviembre del 78 cuando estrenaron en el teatro María Guerrero de Madrid la pieza teatral de Alberti titulada Noche de Guerra en el Museo del Prado, nunca representada en España, dicho sea de paso. Si no fue entonces fue poco después, no quiero pillarme los dedos. 

Mi padre, incondicional de las plateas, no se perdía un estreno. Eran los años trepidantes de la Transición y todo lo que fuese sinónimo de transgresión lo atrapaba como espectador. Ya estaba curtido en obras de un día, de esas que se estrenaban e interrumpían las fuerzas del orden por orden gubernativa. Nunca se cansaba de contar la anécdota de que había asistido a la representación de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, antes de la inoportuna intervención de la censura.

Ese ir y venir de teatro en teatro era parte de su existencia. También la política. Estar al tanto de lo que sucedía en el país también era otra de sus pasiones. Cuando volvía del trabajo se acomodaba en el sofá de casa con el periódico en una mano, el transistor en otra y los ojos puestos en el televisor para no perder ripio de lo que acontecía. Así lo cuenta mi madre. Yo también guardo esa estampa en la memoria, por lo que puedo acreditar que era cierto.

Pero el tema de la presente era el asunto del poeta del Puerto de Santamaría, comunista y amigo de Lorca, que también se había pasado al teatro y traía a los escenarios una de sus célebres y emblemáticas creaciones. Mi padre no podía dejar pasar tal oportunidad, y en esta ocasión pensó en mi hermano y en mí para completar su dicha.

He de decir, y no es por presumir, que mi progenitor intercambió en dos ocasiones palabras con Alberti. La primera a raíz de una adaptación teatral de La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado. Al acabar la representación tuvo la osadía de asaltar al autor de la adaptación y señalarle la de veces que se pronunciaba la palabra puta en la misma. La apreciación debió hacerle gracia porque Rafa le contestó qué más aparecía en el texto original y que él había reducido su número a menos de la mitad.

Y la segunda vez fue en Roma, coincidieron una noche junto a la Fontana de Trevi. Iba acompañado Alberti de dos gachís impresionantes, según lo cuenta. Si bien el artista no lo reconoció, sí afirmó recordar la anécdota cuando se la expuso mi padre, por lo que éste se vino tan contento de la ciudad eterna.

Pues el caso, como ya dije, retomando la historia original, es que la tarde del estreno nos llevó sin avisar ni consultarnos, que lo hacía por costumbre, al teatro María Guerrero, cuya puerta estaba abarrotada. Juro que ese día no cabía un alfiler en aquel atrio. Estoy convencido de que, como pasa en todas las grandes concentraciones, allí se vendieron más entradas de las que asientos había dentro. Menudo jaleo de gente fumando y dándose codazos, amén de los que intentaban colarse como el que nada a contracorriente.

Pero antes de acceder al recinto el punto estuvo en la taquilla, porque mi padre compró las entradas y la obra no era autorizada para menores de 18. Resulta que en una de las escenas se le veía a una actriz una teta y aquello no era para niños, por lo menos para los que ya andan. Él obvió el aviso, pese a que estaba a la vista de todo el mundo y era bien grande el letrero.

Recuerdo perfectamente el momento en que nos detuvo el portero, vestido de librea. Un tipo canijo con cara de malas pulgas. Mi padre se puso tan cordial como acostumbraba en los momentos difíciles e intentó convencer al de la gorra de plato de que teníamos 18 y 16 cada uno, cuando en realidad teníamos 13 y 10 mi hermano, igual menos. No sé qué razones dio a aquel hombre, que no hacía más que mirarnos de arriba abajo sin mucha convicción, siendo más que evidente que aún no nos afeitábamos. Creo que los dos pusimos esa cara de malos que habíamos visto en tantas películas para asemejarnos, al menos, a los hermanos Malasombra.

Mi padre con 13 se ponía un mono y se colaba en los cines de Úbeda, y creía que esa triquiñuela podía funcionar con nosotros, pero es que parecía olvidar que no teníamos tal ropa de trabajo y que Madrid no era su pueblo.

Lo cierto es que no sé si fue por el follón que había en la puerta, porque el cerbero se tragó la bola, o simplemente porque le importaba un comino, terminamos colándonos entre la barahúnda hasta alcanzar la plaza que señalaban los tiques. Allí no cabía un alfiler. Y he aquí que nos acomodamos como pudimos en un palco abarrotado de gente, como sucedía en el resto y la platea. Ni te cuento en el gallinero. Incluso público había sentado en los pasillos. 

- Que pasen los chicos delante – dijo un tipo grandón y mi padre daba las gracias al común como un japones agradecido.

Por deferencia, nos permitieron a los dos situarnos asomados a la barandilla, agarrados a esa como el naufrago a un madero. Desde las alturas contemplamos el mar de la multitud.

Un señor muy mayor, que no me quitaba ojo y estaba sentado en el palco anexo me preguntó por nuestra edad. Yo añadí otro año más por cabeza por si quedaba alguna duda al respecto y puse cara de póquer mientras él meditaba la respuesta. Yo creo que mi hermano estaba más perdido que aquel curioso.

Por suerte se apagaron las luces y empezó la obra. Todo quedó en silencio.

Qué sorpresa fue para mí ver a un tipo en el escenario, rodeado por el haz de un foco, presentarse como el autor de la obra, pues yo conocía a Alberti de la tele y aquel se parecía más al actor Juan Diego, pero no le di más importancia pues no tardé en seguir el hilo de la comedia. Madrid estaba en guerra y los cuadros del museo se iban a guardar en el sótano, y los personajes de estos cobraban vida una vez que se quedaban a solas y se daban un garbeo por las salas. Revivo el hecho de que asomó uno de los enanos de Velázquez por un lado y el rey Planeta por otro, y algo gracioso se decían mientras se paseaban de aquí para allá porque el público se carcajeaba a ratos. Más tarde entró Venus y Adonis, haciendo muchas contorsiones, ahí nadie reía, pero desde tan lejos como estábamos no vimos teta ninguna, aunque creo que la actriz no tenía mucha.

Sin darnos cuenta estábamos en la Guerra de la Independencia y después de carnaval. Por fin asomó otra vez Alberti, se encendieron todas las luces y el teatro entero rompió a aplaudir. Ni mi hermano ni yo nos quedamos atrás, donde fueras haz lo que vieras.

Terminó la función y volvimos a casa. En el trayecto de vuelta mi padre nos ilustró con alguna que otra aclaración sobre el libreto, mi hermano tuvo el acierto de dormirse. 

Al día siguiente teníamos clase. No recuerdo haber comentado nada a mis amigos de la aventura, ni de la guerra ni del Prado. Me parece que el tema ese día en el patio era la última de Starsky y Hutch, que nos habíamos perdido. Menos mal que Alberti nunca supo de eso.

 


sábado, 10 de diciembre de 2022

El diccionario enciclopédico

Estoy convencido de que mi padre sufría el mal de los libros. Rara era la ocasión en la que no aparecía por casa con alguna colección adquirida bajo las más curiosas circunstancias. Por ejemplo, si la empresa en la que trabajaba regalaba un lote de productos navideños, él pedía que se la cambiasen por unos libros. Turrón por letras. Afortunadamente con los años se fue curando de aquel mal, hoy no rechaza unas botellas de Rioja o una paletilla de jabugo, pero no faltan por ello buenas anécdotas relacionadas con aquel mal de antaño, no del todo sanado. Mal genético, no me cabe duda, por la sintomatología que sufro.

Recuerdo la ocasión en que se hizo con el diccionario enciclopédico Espasa Calpe, que no era la enciclopedia, sino un resumen de la grande para la clase media. He de aclarar que mi padre era uno de los mejores clientes de los vendedores de enciclopedias. Debían tener estos su nombre y dirección subrayado en rojo en la agenda. En las estanterías del salón reposaban la Historia del Arte de Salvat, de Pijoan, o la Fauna de Rodríguez de la Fuente, entre otras, para que se vea que mi progenitor no le hacía ascos a nada que tuviese tapa dura.

Muchas tardes acudían tipos de maletín y fascículos, que él recibía cordial en la salita, e intentaban colarle alguna colección, sin mucha dificultad, la verdad sea dicha. En tal asalto sin piedad mi madre intervenía y actuaba de filtro. Más de una vez la vi espantar a alguno de aquellos buitres que venían mendigando una nueva subscripción. Pero, aunque huían con el rabo entre las piernas, insistían, conocían bien a su víctima. Antes de que papá terminase de pagar una ya le estaban enredando en otra. En la misma habitación en la que los atendía crecían y crecían, pared arriba, los imponentes muros de bibliografía.

Pero la historia era por lo del diccionario Espasa. Dejaremos el resto para otras ocasiones, que de cada una hay algo que contar no menos pintoresco. La anécdota a la que me refiero en esta ocasión se inició un día que llegaron a casa unos cajetones muy pesados. Y es que en su interior venían los tomazos de la Espasa. 12 volúmenes de tapa dura forrados en piel marrón, sospecho que sintética, y letras doradas, de no menos de 3 kilos cada uno, (pongamos 4). El momento de desembalarlos fue apoteósico. La sensación no era muy distinta a la del día de los Reyes Magos. Esa fascinación de abrir cajas es difícil de olvidar y eso que yo ya contaba con 13 o 14 navidades.

Ya te puedes imaginar, paciente lector, igual lectora, lo que cada uno de aquellos tomos pesaba sobre las rodillas, que fue el primer lugar donde acomodé uno para hojearlo. Toda la familia, al menos los que ya teníamos uso de razón, disfrutamos de tan sugestiva sucesión ordenada de términos, gráficos y fotografías, - sin imaginar que algún día aparecería el Google y acabaría con el legado de Diderot y d´Alembert -, dando por sentado que por el mero hecho de sostener en las manos tan ilustradas piezas ya éramos más cultos.

El caso es que, tras la euforia inicial y el silencio sacro que rodeó el proceso, creí escuchar una vocecita en mi interior que me invitaba a hablar y romper la magia del momento, y tuve la ocurrencia de señalar a mi padre, sin mala intención, que uno de los tochos tenía un defecto. En su interior había una página arrugada, haciendo una mueca insoportable al que la recorría con la mirada.

Mi padre, muy serio, analizó el detalle. Tras un concienzudo examen determinó que debíamos repasar el diccionario página por página por si existían más casos como el descrito. No voy a contar la tarde que pasamos dándole vueltas y vueltas a los volúmenes, para descubrir con decepción que todos tenían uno o varios fallos de impresión o cosido.

Hecho el escrupuloso examen, mi padre ordenó que embalásemos todo de nuevo. El siguiente paso fue llamar a la editorial y exigir que nos lo descambiasen.

No tardaron más de una semana en presentarse los repartidores con otra columna de cajas. Depositaron las nuevas y se llevaron las viejas.

Con toda la parsimonia que exigía la ocasión repetimos el proceso de escudriñamiento de los recién llegados. Para nuestra decepción, en varios de los susodichos aparecieron defectos, como en el caso anterior u otros de otro tipo, más agresivos a la vista si cabe.

Esta vez mi padre decidió adoptar medidas drásticas.

Tomó unos folios, de los de la marca Galgo que se decían holandesas, e hizo tiras de papel con la orden de que fuésemos introduciéndolas en la página que presentase algún defecto. A cada libro le hicimos un lindo penacho.

Acto seguido, enredó a mi tío Berna, que debía estar allí pasando unos días, y se presentaron los dos en la librería Espasa de Madrid, la de la Gran Vía, con las cajas. En cada una de ellas viajaban los tochos con los papelitos delatores. Tras discutir con uno de los dependientes, les cambiaron los que llevaban por otros.

De nuevo en casa se repitió la operación descrita en ocasiones anteriores y el resultado fue el mismo.

Mi padre, incansable, o por el gusto de hacerse con una edición impoluta, volvió a cargar el diccionario en el coche y, en esta ocasión, acompañado por mí, exigió la obra que deseaba. Allí aterrizamos, dejando el coche en doble fila, cuando podía hacerse, e iniciamos el desembarco del material defectuoso.  Ni te cuento lo que pesaban las cajas cuando del vehículo las trasladé al interior de la tienda. Nunca me fue tan evidente el peso del saber.

Poco tardaron en atendernos al asomar de tal guisa por la puerta de la librería, al aviso de las campañillas, para sorpresa de otros clientes y lectores más modosos que, por el gesto de sus caras, debieron tomarnos por gitanos del rastro que venía a hacer un cambalache.

- Una casa del prestigio de Espasa no puede permitirse esta impresión – aducía mi padre ante un dependiente que no levantaba la cabeza del mostrador mientras pasaba las páginas mancilladas por las tiritas de papel.

- Tiene usted, razón, tiene usted razón – repetía avergonzado o simulándolo.

El caso es que apareció por allí otro más viejo y bajito que debía ser su jefe y, tras escuchar el caso, y, probablemente, conocedor de las referencias propuso un trato a mi progenitor.

- Es un problema de la partida. Llévese usted dos diccionarios y quédese con los tomos que estén mejor de cada uno. Devuelva después el resto.

A mi padre le pareció la idea aceptable.

Tomamos la oferta y regresamos a casa, 24 tomos en total, la línea de flotación del vehículo amenazaba ruina en el trayecto.

¿Qué cómo acabó la historia?

Pues muy sencillo. En casa de mis padres hay un diccionario de 12 tomos, y en la mía otro idéntico. Coincidió todo ese ir y venir con la mudanza y, en el traslado de Madrid a Córdoba, perdiéronse todas las pistas y las ganas de dar más viajes. Espasa hizo mutis. Mi padre ya estaba con otros fascículos. Fue una jugada maestra, que de hacerse aposta no sale.

Hoy el taco de tomos no sirve para nada. Por temor a sufrir de una hernia no he vuelto a menearlo de donde lo puse hace años. Estoy por hacer con él unos taburetes o un poyete para unos tiestos. Tentado de devolverlo por si colase.



miércoles, 7 de diciembre de 2022

El ladrón de imágenes

Con motivo de mi primera comunión y para sacarle partido al traje, supongo, por aquello de tener un imperecedero recuerdo del sacro acontecimiento, mi padre me llevó a un estudio fotográfico que había en la calle Bravo Murillo, no muy lejos del colegio de los Salesianos, en Madrid. No sé qué referencias tendría mi progenitor de aquel negocio, pero debieron de ser buenas porque estaba bastante retirado de casa.

Llegué vestido de paisano y mientras esperábamos a que nos atendiesen, en la misma sala de espera me puse el atuendo de marinerito, que era lo que entonces se estilaba para tales eventos. Por alguna razón que desconozco, igual era para una sorpresa, no nos acompañó mi madre y el asunto quedó entre varones. Una señora que aguardaba allí celebró lo guapo que estaba de tal guisa, por lo que mi padre, que no era muy ducho en lo de vestirme y aderezarme, quedó satisfecho de la compostura. A mí lo que más me gustaba del conjunto era el silbato y una cruz muy moderna de plata, o alpaca, quién sabe, que parecía una pistola del futuro.

Por fin salió de detrás de una puerta un tipo alargado, calvo, pero con un poblado mostacho, y gafas gruesas de pasta. Era el fotógrafo. Tras los saludos y reverencias de rigor nos hizo pasar a su despacho y escuchó atento las explicaciones e indicaciones de mi padre, que sabía ponerse muy zalamero y persuasivo cuando era oportuno.

Tras la perorata, el artista tomó la iniciativa y me hizo sentarme frente a unos focos y una cámara. Detrás de mí puso unos mosaicos de marquetería y, cuando quedó contento con la composición, me dio dos o tres fogonazos. Allí quedé inmortalizado.

Para rematar la faena, el de la cámara me invitó a arrodillarme en un reclinatorio de atrezo y a unir las manos en actitud de rezo, mirando al infinito. Y, flash, flash, otros dos o tres destellos. Creo que estuve viendo esferas toda la tarde.

Terminada la función nos despedimos y quedó concertado que en unos días estarían las fotos, y podríamos recogerlas.

Pasó una semana y por fin acudió a casa mi padre con los resultados. Una baraja de cartas para abuelas, tíos y demás parientes. Sólo traía las fotos del fondo de madera, en las que mi menda aparecía sentado, muy serio y estirado. Tanto que parecía un monarca bizantino o un santo de los del Greco. De la otra versión no vino ninguna porque, según contó mi padre, el fotógrafo no estaba satisfecho con el resultado y las había destruido por no pasar la vergüenza de tener que enseñarlas.

Así quedó la cosa, cada cual tan contento con su copia. Pero ahí no acabó este cuento, ¿qué imaginabas?

Poco tiempo después, estando en el cole, acudió un compañero, (no recuerdo si Iván o Perales, igual era otro), diciendo que él y su madre me habían visto rezando en un escaparate. Aquello me sonó muy raro.

Y no mucho después, una tarde, más temprano de lo habitual, se presentó mi padre en casa, alterado, y sin dar muchas explicaciones me tomó de la mano, que era como entonces se llevaba a los niños a cualquier parte, y me arrastró al estudio fotográfico del principio, sin decir esta boca es mía.

Allí, después de una larga espera, terminó por atendernos el mismo sujeto de gafas de Mortadelo del que hablé al principio. Mi padre le reclamaba la foto del escaparate y, para demostrar que le pertenecía, me presentaba como prueba del delito. Con media sonrisa, el ladrón de almas se excusaba dando buenas razones.

- Ese de la foto no es su hijo. Esa foto es una creación mía – argumentaba, con un tono de voz y cierto aire de superioridad que hacían de mi padre un cateto.

Aunque yo era un niño de 7 años, comprendí perfectamente lo que aquel mago decía. Desde entonces lo he tenido muy claro, lo lejos que está la realidad de la creación. Pero a mi padre no le valían tales sutilezas. Y yo, aunque en silencio, estaba de su parte, que para eso me compraba los pulgarcitos del Guerrero del Antifaz. Con buenas maneras y una sonrisa forzada, insistió e insistió en su propósito, llevarse la imagen, hasta que el otro, cansado o avergonzado, cedió en sus pretensiones.

- No discutamos más. Cuando cambie el escaparate podrá pasar a recogerla.

Mi padre volvió por ella, por supuesto. Ahí la tengo en casa, sobre la estantería. Parezco un angelito, es una obra de arte. Pero ese niño no era yo, yo era un diablo, no es más que una foto, asunto de una luz sobre una superficie de celulosa y plata. No te engaño.



viernes, 2 de diciembre de 2022

Las grandes llanuras

Se llamaba Angélica y me dio un guantazo por pegar un moco en el marco de una puerta. Fue en el colegio, ella era la directora y yo un mocoso de 4 años. Todavía me duele la mejilla izquierda si recuerdo, como ahora, el hecho.

Salíamos al patio en fila india, que es como entonces se iba a todas partes, vestidos con nuestro baby blanco de líneas azules que se cruzaban y formaban cuadraditos, apoyando la mano derecha en el hombro del compañero, supongo que para no perdernos o porque era el uso, y ajenos por completo al progreso de la civilización cristiana. En esos instantes yo me imaginaba vaquero. Ya llevaba sobre la cabeza sombrero de ala ancha, cartucheras y pistolas al cinto, botas con espuelas y un pañuelo rojo a la garganta. Se acercaba el momento de reclamar mi rol de sheriff, que hacía todos los días subido a un banco de madera. No tenía un momento que perder, la competencia por el cargo era grande. Incluso notaba entre las piernas agitarse a Relámpago, que era el caballo que me acompañaba a todas partes, y ya lo hacía con cierto nerviosismo, consciente de que tocaba recorrer las grandes llanuras. 

Al pasar por la puerta del despacho de la mentada, noté algo muy molesto en el interior de mi nariz. Era una sensación insoportable, picaba y me impedía respirar, por lo que decidí librarme de ella. Sin más tiempo a la reflexión introduje el dedo índice, que ya era colt, en el orificio nasal, como experto otorrino, y extraje el objeto responsable de la obstrucción, una masa gelatinosa de un verde limón llamativo que envolvía una pequeña piedra marrón oscuro, tan grande como la cabeza de una chincheta. Lo observé con atención un instante, no dejaba de ser muy llamativo, tenía su atractivo, provocador como un seno, he de confesarlo.

Sin más preámbulos, que la curiosidad fue un instante, deposité dicha criatura en el lugar más apropósito que encontré, que no fue otro que el descrito al inicio del relato. Deslicé como un pincel sobre el lienzo mi dedo y allí quedó parte de mi persona, una firma indeleble de mi paso por aquellas aulas de las que guardo gratos recuerdos amén de muchos palos.

- ¡Guarro! – gritó desacompasada la señorita Angélica, muy repintada, (así la recuerdo), haciendo acto de presencia en mi vida, que hasta entonces ignoraba y no me parecía muy distinta al mobiliario que llenaba aquel reducto.

Y me arreó un soberano tortazo que me hizo escuchar campanas, (como lo cuento). ¡Qué fuerza tenía aquella mujer! Por algo era la que mandaba. En las aulas siempre mandan los fuertes, como ahora.

No me preguntes, querido lector, por la suerte de mi compañero, ese hijo huérfano que dejé pegado allí, ni por la persona que se encargó de apadrinarlo o borrarlo definitivamente del lugar que ocupó, porque lo ignoro. El oeste americano me esperaba fuera. Sin detenerme a recibir otra, corrí a reunirme con mis amigos, notando la brisa agitar mis cabellos, y reclamar en vano entre la multitud el papel que me correspondía, pues llegué tarde, y hube de conformarme con el de ayudante, porque hasta el de comisario estaba cogido. Ese día fue raro, ¿recuerdas, Relámpago? Ese día no fui el sheriff.

Angélica, no te olvido.