- Tiene la palabra el honorable Jenkins.
La voz atronó en la sala. El corsario sufrió un respingo propio del que recibe una descarga de anguila y de inmediato se acercó a la mesa del tribunal, con el mismo deje en las piernas que si anduviese en cubierta un día de oleaje, pero sereno. El primer ministro, Robert Walpote lo observó de hito en hito cuando lo tuvo delante. Descubrió así su rostro desabrido y ajado por la sal marina y los filos españoles. La casaca desaliñada, los zapatos agujereados. Ni la peluca parecía estar en su sitio.
- ¿Qué tiene que decir en su defensa? – espetó el juez al reo rompiendo el silencio que se había producido a la llamada.
- Si he venido hasta este tribunal no ha sido para pedir clemencia sino justicia - exclamó desde una boca con muy pocos y amarillentos dientes.
- Explíquese.
Todos los ojos se pusieron en su figura y los oídos en su lengua.
- Nuestro rey Jorge ha sido ofendido. Vengo a exigir una reparación.
El fiscal no se dejó intimidar por su aspecto de filibustero. Con patibularios peores había bregado.
- ¿Es que va usted a negar que se apropió indebidamente del oro de su majestad? – le advirtió el magistrado, golpeando con la punta del bastón que esgrimía en el suelo.
- Por supuesto.
- ¿Cómo piensa demostrarlo?
- Con lo que perdí en la ocasión que pienso relatar.
La incredulidad y las manifestaciones de asombro se adueñaron de la sala.
- ¿Qué dice? Remítase a los hechos.
Walpote no daba crédito a la desenvoltura del pirata y se removía inquieto en su estrado.
- Señoría – dijo con altivez -, es lo que pienso hacer si me dejan.
El Juez hizo una inclinación de la cabeza, otorgándole la venia. Jenkins mudó la faz del rostro, que desde ese instante parecía subido al lo más alto del castillo de su navío.
- Capitaneaba la nave Rebecca por las aguas del Caribe, bien cargada de doblones españoles para su majestad, pero la mala fortuna nos hizo tropezar con La Isabela y su capitán León Fandiño.
Se produjo una exclamación unánime. A continuación, murmullos. El juez llamó al orden. Callaron.
- Prosiga.
- Pese a nuestros esfuerzos no pudimos esquivar su ataque y nos hicieron presos. Fandiño me señaló con la punta de la espada a la altura del entrecejo y me dijo: << Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve>>. ¡Y me cortó una oreja! No me dio tiempo a parpadear siquiera.
Volvió a alzarse el vendaval en la sala y ya no fueron murmullos sino gritos de venganza.
El juez volvió a reclamar orden y amenazó con expulsar a todos de la sala.
- ¿Qué pruebas tiene usted al respecto? – objetó el fiscal.
Todos los ojos volvieron a la figura del corsario.
Jenkins se quitó la peluca de un tirón y mostró a todos los presentes su cicatriz. Un feo muñón oscuro parecía señalar el lugar donde hubo una oreja igual que la cruz un tesoro en un mapa.
- Esa pudo perderla usted en cualquier otra ocasión – sentenció el magistrado alzando una ceja y esbozando una ladina sonrisa.
Lord Walpote observaba con aprensión el oído del pirata.
- Aquí tiene la prueba si no me cree – dijo Jenkins sacándose de un bolsillo de la casaca un frasco y mostrándolo por alto a todo el mundo. En un liquido oscuro navegaba una extraña masa.
- ¿Qué es eso? – preguntó el juez, ajustándose el monóculo y mirando con curiosidad el contenido del recipiente.
- Mi oreja, naturalmente. Conservada en el mejor ron de la isla de Nieves. Así me la dio Fandiño para enseñársela a nuestro rey. Si falta un poco es por la sed que abrasaba.
El primer ministro no pudo evitar el vómito.
Las voces se multiplicaron.
- Pido una indemnización para mi defendido, por su honradez. No menos que un barco de la Compañía de Indias – indicó el abogado sin perder la compostura.
Ya le jaleaban.
- ¡Hay que declarar la guerra a España por tal ofensa al rey!
Jenkins sonrió satisfecho. Había salvado el pellejo.
J.F.P.R. Tales.