Seguidores

domingo, 12 de enero de 2025

Efemérides franquistas, siempre de actualidad

Que digo yo que con eso del aniversario de la muerte de Paco se debería hacer algún tipo de fasto en los conocidos como órganos de Despeñaperros, a la altura de la Venta de Cárdenas, desviándose de la autovía, por ser este lugar de reunión, dicen que de peregrinación, de seguidores incondicionales, del que fue indiscutible influencer de la segunda mitad del siglo pasado y cuya fama se perpetua a la actualidad, y no pasa de moda, un tipo incombustible, vamos. Es Casa Paco, digo Pepe, un espacio más adecuado que el Instituto Cervantes, por ejemplo, para rememorar las décadas en las que el PSOE estuvo de vacaciones. (Conviene aprobar de una vez las asignaturas pendientes, es comprensible). El espacio, por su ubicación, no solo es comparable al de la sierra de Guadarrama, sino que apenas ha sufrido el impacto de la especulación urbanística, y de este modo se puede contemplar a placer el vuelo del águila real y otros pájaros singulares, por no hablar de la vegetación de encinas ricas en bellotas y alcornoques vestidos de corcho. Un lugar ideal para hacer senderismo reivindicativo si se estima oportuno. Próximo a las Navas de Tolosa, donde se dio el golpe definitivo a la morisma y principio del remate de la Reconquista. No faltaría en Casa Pepe condumio para satisfacer el hambre de conferenciantes y asistentes, ni recuerdos alusivos a la efeméride que llevarse de vuelta a casa. Salones y mesas, hay de sobra, sitio para aparcar más del necesario. En fin, es un no acabarse nunca, un repetir, una pena dejar pasar esta ocasión para el desarrollo económico de la zona.



jueves, 9 de enero de 2025

Oro nazi. Capítulo 29. El pájaro errante.



 

Esta vez no fue sólo Bartolo el que vio venir a Romerales. Antonio, con la mosca detrás de la oreja, no había dejado de asomarse a la ventana constantemente, por si hubiese algo de realidad en el aviso del subordinado. No tardó en identificar al polizonte entre el bullicio, por su estampa inconfundible.

Oyó las pisadas de su subordinado, que acudía a darle parte.

- Jefe. Ahora sí. ¿Lo dejo pasar? – preguntó.

- Qué remedio. Vuelve a la puerta y no lo retengas.

El interfecto no se detuvo ni a saludar, franqueó el zaguán, enfiló el pasillo y entró muy decidido al despacho, con la ira pintada en el rostro. 

- Muy buenas.

- Buenas. ¿Qué ha pasado? – preguntó con indiferencia Antonio - ¿Alguna avería?

- Quiero aclarar un asunto – respondió Romerales con la cara de listo que gustaba representar y sin esperar a que le ofreciesen una silla.

- Tú dirás.

- No soy gilipollas, ¿vale?

El sargento puso cara de póker.  No tenía claro por dónde iba a salirle el fulano, pero decidió facilitarle las cosas, que se le pasase el sofoco y se tranquilizase. Le invitó a tomar asiento.

- Tranquilo, tranquilo. ¿A qué viene ese lenguaje? –preguntó Antonio, que hizo una señal a Bartolo para que cerrase la puerta y le dejase a solas con el de La Política.

- Me quieres encasquetar un muerto y por ahí sí que no paso.

- ¿Y ahora lo dices? ¿En qué estabas pensando esta mañana? Yo ya he enviado mi informe.

- Pues haces otro.

- Vamos a ver. Siéntate. ¿De dónde has sacado esa ropa? Te viene grande.

- No me cambies de tema. He hecho mis averiguaciones, ¿sabes?

A Antonio le brillaron los ojos.

- ¿Qué?

- Lo sabes perfectamente. Os habéis confabulado contra mí.

- ¿Qué disparate estás diciendo? Explícate – exigió el sargento, sin saber si reír o llorar.

- Yo no he matado a nadie. ¿Estamos? Alguien me robó la pistola y mató al hombre ese.

- Y luego la dejó junto al cadáver como el que pierde un mechero, ¿no?

El Pistolas se quedó mudo. Parpadeó y tiró con otro argumento.

- La mujer de José no me ha reconocido.

- ¿La mujer de José? ¿Has estado en la iglesia?

- Hace un rato y … - dijo El Pistolas, advirtiendo que se había olvidado de algo. 

- ¿Y por qué debería hacerlo? - Continuó Antonio -. Ella no te vio. Yo tampoco. Pero alguien disparó sobre Klaus. Y la bala es de tu pistola, que encontramos a su lado. ¿No será que estabas borracho, te fuiste a celebrarlo después de darle el tiro y ahora no te acuerdas de nada?

Romerales volvía a perder fuelle. El olvido del maletín, la pérdida del arma reglamentaria y las aclaraciones de Antonio le confundieron. 

Antonio, que lo notó moderarse, le ofreció de fumar. Pero la reacción de El Pistolas de rechazo le hizo recapacitar. Empezó a pensar si no habría un cabo suelto, alguno más. 

- Te van a dar un ascenso. ¿Qué más quieres? – respondió al fin, descartando vagos pensamientos.

Poco a poco, como le sucede al champán, Romerales fue perdiendo vigor.

- Ya. Bueno. Tenía algo para ti, pero no sé dónde lo he dejado.

- ¿El qué? – le preguntó el sargento encendiendo un Jean.

- Una cosa que me dio el cura.

- ¿Algún recado?

- No – aclaró Romerales -. Un maletín.

Antonio pegó un respingo y de inmediato soltó la cerilla que sujetaba entre las manos. Se había quemado los dedos con la llama.

- ¡Coño! – protestó lanzándola lejos.

- Cuidao - dijo Romerales. 

Antonio, para disimular, reunió toda su sangre fría, se mordió la lengua, y orientó a Romerales respecto a lo que debía hacer, para quitárselo definitivamente de encima.

- No ha sido nada. ¿Qué me decías?

- Nada, que me he olvidado…

- ¿Y dónde te lo has dejado? – se anticipó el sargento.

- Creo que en la farmacia. Me paré un rato allí. El boticario me iba a contar algo del muerto, o eso decía, pero la verdad es que no le presté mucha atención… Creo que no es más que un cotilla.

- Bueno, bueno. Volviendo a lo nuestro. No podemos seguir así. Tengo cosas que hacer. Así que, por favor, quédate aquí hasta que salga el próximo autobús. Deja de dar vueltas por el pueblo y enredar. ¿De acuerdo? En Granada ya estarán preguntando por ti.

Y sin más dilación se levantó, tomó su tricornio y se marchó fuera dejando al otro sentado en la silla y sumido en sus pensamientos.

Al pasar por la garita se aproximó a Bartolo y le hizo algunas indicaciones.

- No le pierdas de vista, que no se desvíe un ápice cuando salga por esta puerta del camino a la parada del bus. Asegúrate de que si sale sea para coger una Alsina.

El otro asintió.

Dada la orden, el sargento se dirigió sin detenerse a la farmacia, temía por la suerte del maletín. Apretó el paso y confió en que el de La Política no tuviese la ocurrencia de seguirle.

Romerales, por su parte, permanecía conmocionado, perdido en los vericuetos de su memoria a plazos. Cuando advirtió que se había quedado solo se levantó igual que un autómata y salió por la puerta del despacho. Su primera intención fue abandonar definitivamente el cuartelillo y dirigirse al bar más cercano a la parada del bus, para hacer tiempo hasta su salida. Pero al pasar por el hueco que daba al calabozo tuvo la ocurrencia de bajar a ver al preso. Sin dudarlo enfiló las escaleras con cuidado, apenas había luz en la galería, y se asomó a la celda del que buscaba.

José estaba sentado en una banqueta, con la espalda apoyada en la pared. Ni se inmutó cuando vio asomar la cabeza del verdugo.

Romerales lo miró y remiró un buen rato, gozando de su situación privilegiada respecto al preso. Por fin estalló en amenazas.

- Te has librado de esta, pero tenemos una cuenta pendiente. No me olvides.

Sin embargo, José no se pronunció a la provocación. Permaneció en su actitud indiferente, perdida la vista en el infinito, igual que si fuese una figura de cera.

El Pistolas lo achacó al miedo y sonrió con malicia. Muy ufano se retiró y salió a la calle.

Bartolo, alarmado, quiso retenerlo con vagas excusas, pero el policía no quiso dar su brazo a torcer. Se excusó diciendo que necesitaba respirar aire puro, que la cefalea lo estaba martirizando y necesitaba dar un paseo. Bartolo se despidió de él, aunque no lo dejó de seguir con la mirada mientras pudo.

lunes, 6 de enero de 2025

Oro nazi. Capítulo 28. El encargo.



Don Simón, el boticario, lo identificó de inmediato pese a su nueva indumentaria, especialmente por el maletín que llevaba en una mano, que fue lo que avivó su interés. Lo vio pasar por delante del escaparate. Sin dudarlo un momento se deshizo de la bata, colgó el cartel de cerrado en su establecimiento y salió tras él. Como advirtió que el de La Política se encaminaba al cuartel, apretó el paso para ponerse a su altura y hacerse el encontradizo. No estaba dispuesto a perder al pájaro.

- Disculpe. Me llamo Simón. Soy el farmacéutico – dijo nada más llegarse a él.

- Buenas – respondió Romerales algo desconcertado por el atrevimiento del otro, que no conocía y al que dedicó un repaso visual sin embarazo alguno.

- Quería comentarle una cosa. Es importante.

- ¿Qué cosa?

- Sobre el asunto del alemán. Ya sabe.

Romerales se detuvo y puso el foco de su atención en el que le abordaba. Le produjo la sensación de encontrarse ante una persona con cierta distinción. La revelación le había despertado del ensueño en el que se encontraba. Aquello sonaba interesante.

- ¿Tiene algo que decirle a un representante de la ley? – preguntó, con media sonrisa, inmerso ya en el personaje cinematográfico que gustaba de interpretar.

- Por supuesto. Pero sígame, es algo que no conviene exponer en un lugar tan concurrido – le respondió y le indico que le acompañase.

Para Bartolo también fue una sorpresa la aparición de El Pistolas en la plaza. Reconoció su estampa sin titubear. Nada más identificarlo dejó la garita y fue a largárselo a su superior. El catalán repasaba el diario y se tomaba una copita de coñac en su despacho, por prescripción médica.

- Jefe … Mi sargento. No se va a creer quién viene por ahí.

Antonio tuvo un mal pálpito. La herida del brazo empezó a dolerle.

- No me jodas – se levantó de la silla de un salto y abandonó el despacho.

- ¿Dónde vas? – exclamó su mujer que ya lo interceptaba por el pasillo -. El teniente médico te ha ordenado reposo.

Pero no podía detenerlo nadie. Sin embargo, cuando llegó al portón de entrada y recorrió la plaza con los ojos no lo identificó entre la gente.

- No lo veo.

Bartolo se rascó la cabeza bajo el tricornio.

- Yo tampoco. Pero juraría que era él, por la forma de andar, y venía derechito al cuartel.

Antonio lo censuró con la mirada.

- A ver si estamos más atentos. No estoy para bromas.

No había sido confusión del guardia sino realidad, pero don Simón ya había captado a El Pistolas como queda dicho y lo introducía en su tienda con la sugerencia de proporcionarle una importante información.

Romerales se dejó agasajar, le gustaba sentirse importante. Se paseó por el interior con la chulería que le caracterizaba, igual que si tomase posesión del establecimiento. Se puso a mirar los estantes, como si buscase la pista de un crimen inconfesable. El olor a medicinas pareció estimular su imaginario olfato.

- Un lugar muy interesante. Muy ordenado y limpio. ¿Es usted el propietario?

- Sí. Me alegro de que aprecie la disposición de los productos.

Tras el reconocimiento de la botica, Romerales se quitó las gafas de sol, entornó los ojos y, adoptando una actitud de cazador astuto que contempla a su presa, quiso saber la razón de tanto misterio.

- Usted dirá.

Simón no se dejó intimidar más que en apariencia.

- Llevaba un tiempo esperando la oportunidad de entrevistarme con usted, pero me ha sido imposible conseguirlo antes. Le he visto muy ocupado y no quería entorpecer su labor.

- Ha tenido suerte, tenía intención de tomar la próxima Alsina – respondió el otro, para dar a entender que era un hombre ocupado.

- ¿Sí? Me alegro. Pero, póngase cómodo, puede dejar ese pesado maletín en esta silla, la tengo para las clientas – le sugirió mientras se la facilitaba.

El de La Política no puso objeción a la oferta. Así pudo llevarse las manos a la cintura para, echando atrás el faldón de la chaqueta, dejar a la vista el mango de la pistola.

- Bien. Explíquese. ¿Qué sabe del alemán?

- Más de lo que se imagina. Yo era la persona que le ayudo a buscar alojamiento. A él y al otro. El que falleció ayer en el tiroteo.

A Romerales, que tenía en principio intención de hacerle alguna pregunta sobre los aludidos, se le encendieron todas las alarmas.

- ¿Qué sabe del tiroteo?

- Bueno, lo que todo el mundo. Que el tuerto murió.

- ¿Se tiene noticia de por quién fue abatido?

- Hay muchos rumores – respondió Simón con cautela -. Pero nadie quiere hablar, todo el mundo prefiere evitar problemas.

- ¿Se dice algo de mí?

Aquel interés por la muerte de Klaus animó a Simón a incidir en el tema, con el propósito de distraer a El Pistolas. Nada mejor que recurrir al alago para seducir a un vanidoso.

- Todo el mundo celebra su valentía.

Aunque no era exactamente lo que quería escuchar, Romerales se sintió satisfecho por el dato que le facilitaba.

- ¿Todo el mundo?

- Sí, la gente del pueblo. Se está comentando en todas partes, es la comidilla del día - aseveró.

Buscando el modo de confirmar la sospecha que le venía corroyendo todo el día, Romerales hizo la pregunta de otra forma para oír lo que deseaba.

- ¿Hubo testigos?

Simón presintió, por la deriva de la conversación, de que a Romerales le preocupaba algo; lo leyó en su rostro. Revisó en la memoria lo que llevaban hablado y creyó dar con la clave. Decidió jugársela para tantear su reacción. Con avidez se volcó por la vía que se le abría.

- Por supuesto, varios. Claro que … Hay quien afirma que disparó otra persona …, que no fue usted – añadió, dejándolo caer.

Aquello fue suficiente para que El Pistolas diese una patada en el suelo, apretase los puños y saliese disparado de la tienda, sin acordarse de lo que dejaba atrás. Simón no esperaba una resolución tan rápida del desafío que se había propuesto y celebró conseguir el maletín de una manera tan sencilla.


domingo, 5 de enero de 2025

La Gran Biblioteca de Córdoba

Cuentan las fuentes que en una de las alas del palacio de los califas de Córdoba, situado al oeste de la mezquita, se encontraba la Gran Biblioteca, superior en volúmenes a la de Medina Azahara, y de mayor antigüedad. Allí se reunían miles de manuscritos. Los gruesos muros la aislaban del bullicio del exterior, y las arcadas que facilitaban la comunicación entre sus habitaciones y el patio interior permitían escuchar el sonido del agua de los surtidores y canales que lo recorrían, y el canto de los pájaros.  Las paredes de las salas de lectura del edificio estaban pintadas de verde, por ser este el color que los cordobeses estimaban más adecuado para inducir a la lectura. En sus talleres se enseñaba caligrafía y encuadernación, pero también gramática y poética. Más de un centenar de mujeres se encargaba de hacer copias de los textos, con una cuidadosa letra, que se vendían al público curioso y erudito venido de todas partes del mundo conocido: Europa, África y Asia. De entre ellas destacaba Fátima La Vieja, que dedicó su vida a la escritura y murió virgen. Para los más ignorantes se disponía de lectores e incluso de ediciones de los textos en varias lenguas. Un eunuco se encargaba de exponer el índice donde se reseñaban los títulos almacenados, para satisfacer los deseos de estudiosos y posibles compradores. Los libros estaban disponibles en piel de gacela, pero también en papel, siglos antes de que los italianos generalizasen su uso. La vieja biblioteca pasó al olvido y hoy solo puede visitarse en sueños, como cuento de mil y una noches.


sábado, 4 de enero de 2025

Estampas irreverentes dan la campanada

La burla o escarnio de las imágenes cristianas no es algo nuevo, sino que se viene produciendo desde sus orígenes. Ahí está como ejemplo el célebre grafito de Alexámenos o Palatino, en el que se representa a Jesús crucificado con cabeza de asno. O los textos satíricos de Luciano de Samósata, cuando se ocupaba del falso profeta Peregrino. No es un fenómeno, por tanto, de los tiempos que corren y que afecte sólo a los católicos, sino a todos los cristianos desde antiguo. Por otra parte, al ocuparnos de los católicos, hemos de referir que, en muchas ocasiones, probablemente con alguna intención didáctica, también han recurrido a lo largo de su historia a la burla de su propia doctrina. Y de este modo hallamos en las pinturas y relieves de la arquitectura de sus templos, sobre todo medievales, muchos ejemplos irreverentes, poco respetuosos con la jerarquía y en los que incluso predomina lo pornográfico. Y si echamos un vistazo a la tradición oral, nos encontramos con lugares imaginarios donde Cristo dio tres voces o se ató las sandalias, por no referirnos a conocidos insultos y maldiciones que andan en boca de todos, o símiles castrenses referidos a la limpieza del fusil que vomitaban los sargentos y cabos en épocas no muy lejanas, frases que en nada perjudicaron a la fe de los cristianos viejos, pero parece que sí a los modernos.


La cabalgata del camello hambriento

Para cabalgata de reyes aquella de Madrid que tuvimos ocasión de ver en la Plaza Mayor, al amparo de los soportales, yo diría que fue en el 70, porque mi hermano era muy pequeño y acostumbraba a ir en brazos. El gentío era impresionante y la rivalidad por ocupar la primera fila muy reñida, no se respetaba la edad, sino que aquello era un sálvese quien pueda. De este modo, una pareja muy peripuesta de mediana edad se nos coló delante. Se añadía el hecho de que llovía a ratos y un señor se quejaba de que le habían metido la varilla de un paraguas en el ojo y otro muy chuleta no se hacía responsable. Mi tío Antonio pescó un hueco pese a la dificultad y, actuando de parapeto, me permitió estar delante de la multitud; mi madre y mi tía quedaron en un segundo plano tras nosotros y se fueron relevando a la hora de alzar a mi hermano para que no perdiese detalle, como si fuese un monito que cambiase de rama. Mi padre se entrampó buscando aparcamiento y no pudo sumarse a nosotros hasta que la policía urbana cerró el paso de la comitiva pisoteando las boñigas de los animales. 

La anécdota surgió cuando en el entusiasmo que precede a la llegada de los reyes, mi hermano identificó a uno de ellos y, sorprendido, alzó su bracito para señalarlo con el dedo. Dio la casualidad, tan apretados como estábamos, de que el botón de la manga de su abrigo se enganchó en los rizos del pelo de la señora de al lado, y resultó ser peluca, que salió volando hasta las patas de los camellos. (Recuerdo a estos cargados de paquetes envueltos en papel del Corte Inglés, y me parecieron insuficientes para todos los niños del mundo, pero no expresé mi preocupación a mis mayores, sino que me lo rumié solo). A mi lado, mientras tanto, la tragedia se acrecentaba y la propietaria del postizo gritaba y lloraba por la pérdida que, si no recuerdo mal, terminó en el estómago de uno de los sufridos animales, que con habilidad la atrapó entre los dientes, mientras ella se arrancaba de la cabeza los pocos que le quedaban. Qué apuro pasó mi madre.


jueves, 2 de enero de 2025

Oro nazi. Capítulo 27. El hijo pródigo.



No mucho después de que el autobús sobrepasase la curva que lo borraba definitivamente de la vista de los habitantes del pueblo, Romerales se incorporó de su asiento y ordenó al conductor que parase, y se bajó. Nadie protestó por ser quien era el que lo demandó. El bus siguió su viaje una vez que el policía puso pie en tierra.

Así que se vio solo en la cuneta, Romerales pasó revista a sus recuerdos. No tenía las ideas muy claras, pero sospechaba que era víctima de un ardid. Siempre se había considerado a sí mismo un balarrasa, pero llevaba muchos años aprendiendo a sobrevivir y no estaba dispuesto a que se riesen de él aprovechándose de sus torpezas.

Tenía a tiro de piedra la casa de Rosa y fue hacia ella en cuanto que la Alsina se perdió en la siguiente rasante. Pero no tardó en descubrir que en el porche había un soldado.

Estuvo observándolo un rato hasta que vio que se le unía otro y charlaban un rato. Después el que vio primero echó a andar y rodeó la casa como hizo antes su compañero. Ambos estaban de guardia y se iban turnando, sin mucho entusiasmo.

Romerales dedujo que el ejército se había hecho cargo de vigilar la vivienda.

Estuvo atento a los movimientos del que hacia la ronda hasta que le pareció oportuno introducirse en la casa. Lo hizo por el lado del muro que ya conocía. No le costó ningún problema penetrar en el patio trasero. Allí descubrió al perro atado al pilar, muerto y cubierto por una manta de moscas. Nadie se había tomado la molestia de enterrarlo. Apestaba.

Avanzó hasta la puerta de la cocina, estaba abierta e ingresó en el interior. Llegó al salón, hizo un recorrido visual, miró por todos los rincones y, al no encontrar a nadie, subió a los dormitorios para cerciorarse de que estaban vacíos como ya sospechaba. Los habitantes de la casa la habían abandonado precipitadamente.

Hizo un recorrido exhaustivo por el interior de la vivienda, sin saber a ciencia cierta qué es lo que andaba buscando o estaba haciendo. Revolvió todo lo que pudo y más.

En su exploración se detuvo más de lo debido en el dormitorio donde habían estado durmiendo los belgas. Allí se distrajo registrando sus maletas. Lo que más atrajo su atención fueron las prendas íntimas de Camile. No paró de manosearlas hasta cansarse, con una libidinosa sonrisa en los labios. Se guardó unas bragas en el bolsillo y se apropió de un sombrero de paja de Maurice.

Después de mucho sopesarlo, decidió marcharse. Pero entonces pensó que podía llevarse también unos pantalones. Los de su viejo camarada le daban demasiado calor. Sin dudarlo, se hizo con unos del belga. Aunque le quedaban algo largos, de cintura podrían pasar por suyos. Entonces fue cuando se le ocurrió pasarse de nuevo por la iglesia y devolverle a Julián los que le pertenecían.

Salió por donde hubo entrado cuando tuvo ocasión, atento a los movimientos de los guripas, y con su nueva indumentaria marchó al pueblo sin detenerse ni hacerse notar dentro de lo posible, evitando corrillos de mujeres.

Cuando llegó a la parroquia reconoció al chico de José. Estaba sentado en las escaleras de acceso, martirizando a una lagartija que no se atrevía a salir de una grieta. No muy lejos su hermana Lucía jugaba con otras niñas al tejo entre salto y salto.

Con suma prudencia penetró en el templo, se descubrió, y tras deambular entre los pilares buscó la sacristía donde esperaba encontrar a su camarada, pues supuso que debía estar preparando el siguiente oficio.

Fue Julián, o don Buenaventura, el que lo identificó antes. Salió a recibirle de entre las sombras.

- ¿Te hacía camino de Granada?

Romerales no se lo esperaba y sufrió un sobrecogimiento. Pero se recompuso con prontitud.

- No pensaba irme sin despedirme primero – acertó a responder.

- Muy bien, es una decisión que ennoblece tu alma de pecador irremisible – dijo con cierta mordacidad el cura -. Sin duda es el arrepentimiento el que te ha traído de regreso al abrigo de estas paredes.

- Te he traído también el pantalón que me prestaste – comentó, para ganarse la confianza de su viejo amigo.

- No era necesario, pero se agradece – le dijo el otro mientras los acomodaba en su antebrazo.

- ¿Cómo va todo?

- Como siempre, no ha cambiado mucho la cosa de ayer a hoy. Mi vida es pura rutina, no es como la tuya. Tengo entendido que anoche cazaste a un importante delincuente.

El Pistolas sonrió maliciosamente.

- Eso dicen.

- Ah, ¿es que no fue así?

- Sí, sí. Claro. Pero…

Don Buenaventura no le dejó terminar la frase y la acabó a su manera.

- Pero no te quedes ahí. Pasa, pasa conmigo a la sacristía. Dentro podremos hablar con más tranquilidad. Le diré a Rosa que nos prepare algo, ya es hora de almorzar.

- ¿A Rosa? – preguntó incrédulo.

Sumiso le acompañó donde el otro le indicaba.

- Sí, ya sabes. Por seguridad se ha quedado en mi casa con sus hijos. Te está muy agradecida. Corrieron un serio peligro.

Romerales estaba aún más confundido. Empezaba a temer que todo lo que le habían contado era cierto, sin acabar de admitirlo.

- Ven. Nos sentaremos aquí.

El sacerdote empezó a trasladar objetos que ocupaban una mesa para hacer sitio. Y fue a amontonarlos sobre un mueble lleno de cajones.

- ¡Rosa! – llamó.

Al instante acudió la mujer que al percatarse de la visita saludó muy educada.

- Tráenos café y tostadas con ajo – ordenó el cura.

Romerales quedó algo cohibido por la aparición. Pero también perplejo por la indiferencia de ella respecto a su presencia allí. La sospecha resurgió en su mente.

- ¿Qué te pasa? Te has quedado mudo – le dijo don Buenaventura una vez que Rosa salió por donde había entrado.

- No, nada. Estaba pensando - respondió.

- Vaya, vaya. Recapacitando. Eso es buena señal. Creo que tenemos tiempo de sobra hasta la salida del autobús para charlar y que me ayudes a vestirme. Ya tienes experiencia.

- Pues… claro, claro – respondió.

La mujer entró de nuevo y dejó el servicio, pero en ningún momento miró a Romerales ni le dirigió la palabra.

- Si necesita algo más avíseme.

- Si hija, sí. Yo te llamaré.

Ambos hombres se quedaron de nuevo a solas.

- ¿No tomas nada?

- No. Es que he desayunado tarde. No tengo apetito.

- Ponte un café por lo menos – propuso el religioso.

Obediente a la oferta del amigo se sirvió una taza.

- Estás muy silencioso. ¿Qué te sucede? – le preguntó el cura muy metido en su papel.

El Pistolas empezó a cobrar cierto valor y decidió encararse con su viejo camarada Julián.

- Hay algo que no me cuadra y no dejo de darle vueltas.

- ¿Qué quieres decir?

- Tengo la sensación de que están jugando conmigo.

El cura siguió comiendo su tostada con toda tranquilidad.

- ¿Jugando a qué? – pregunto entre bocado y bocado.

- Creo que en este pueblo me han tomado por gilipollas – dijo muy serio, buscando respuestas en los gestos del viejo compañero de fatigas.

Don Buenaventura notó cierta ira en la aseveración y le devolvió la mirada con frialdad, mientras masticaba muy despacio. Al poner sus ojos en los del otro apreció un brillo especial y malicioso en ellos.

- ¿Por qué has llegado a esa conclusión? – expuso, intentando restar importancia a las sospechas del camarada.

El Pistolas empezó a perder la paciencia.

- No me vengas con cuentos. La primera vez me la diste, pero ahora no lo vas a conseguir. Tú también estás compinchado.

Don Buenaventura no se alteró.

- ¿Se pude saber de qué puñetas estás hablando? Se te va a enfriar el café.

El Pistolas, haciendo gala a su mote desenfundó la pistola y apuntó a su anfitrión, que no se dejó amedrentar por el desafío.

- ¿Qué haces, loco? Estás amenazando a un ministro de la Santa Madre Iglesia Apostólica y Romana. Despierta, ya no estamos en la checa. 

- Deja de tocarme los huevos, Julián. Y cuéntame de una puta vez qué pasó anoche. ¿A qué estáis jugando conmigo?

- ¿Qué te pasa? Habla claro.

- Esa mujer… Anoche salvé su vida y las de sus hijos y hoy ni me reconoce. ¿Me habéis tomado por tonto?

El cura mordió la tostada y masticó con suavidad el pan, que crujía alegre. El aceite y el ajo le daban un gusto delicioso, para chuparse los dedos.

Después, muy parsimonioso, tomo su taza y dio un sorbo al café.

- Está asustada, como todos. Has sufrido muchas impresiones estos días. ¿Qué esperabas?

- No me vengas con cuentos. No eres más que un farsante.

- Anoche mataste a un hombre. Creí que venías a confesar.

- ¿Por qué me quieren hacer cargar con un muerto?

- Porque tú lo mataste. Estabas tan borracho que no lo recuerdas.

- ¿Tú me viste?

- Yo no estaba allí – confirmó y, sin hacer una pausa, cambió de tema en la dirección que le interesaba -. Por Dios, ¿estás ciego? Es la culpa lo que te corroe por dentro. No quieres limpiar tu alma. Arrepiéntete, confiesa. Da la cara, acepta tu error con virilidad.

Romerales, frente a la determinación del amigo, dudo. Se sintió desfallecer. Bajó el arma

- Vamos, tranquilo. Estás sometido a mucha presión. No quería ofenderte con mis palabras – se excusó comprensivo el clérigo, al reparar en la actitud derrotista del otro.

Llamaron a la puerta y asomó Rosa.

- Padre, le buscan. Ramón se está muriendo.

El cura reaccionó al deber que le llamaba.

- Vaya por Dios, ahora mismo voy, diles que no tardo.

Despidió a la mujer y se encaró de nuevo con el amigo.

- Está claro que no es el día del perdón de tus pecados. Conviene que hagas penitencia. Rezaré por ti. 

Se levantó y empezó a prepararse, pero se detuvo un instante.

- Por cierto, aquí tengo una cosa para Antonio. Me vas a hacer un gran favor si se lo llevas – dijo y tomó un maletín de piel oscura que había sobre un chifonier, y se lo puso delante, junto a lo que quedaba del desayuno.

Romerales no le prestó ninguna atención. Se limitó a asentir con la cabeza.

- No puedo entretenerme más. Me alegro de haberte visto y confío hacerlo en un futuro. Ya sabes dónde está el confesionario.

Y salió de la sacristía no sin recordarle que llevase al cuartelillo el maletín.

El Pistolas quedó solo. Se sentía muy cansado. La resaca pasaba factura. El dolor de cabeza no se le iba. Por una ventana le llegaba el ruido de la calle. Fuera jugaban los niños. Podía oír perfectamente lo que decían. Recordó su infancia, él también tuvo tiempo de jugar y divertirse, pero hacía mucho tiempo de aquello.

Se levantó al fin, a desgana. Tomó el maletín y salió con él a la calle. Sin voluntad propia se encaminó al cuartelillo. Pero en el camino volvió a invadirle la duda. Empezó a mirar con odio a cuantos se cruzaban con él. Imaginaba que a sus espaldas se reían de lo que hubiese pasado la noche anterior. Sin embargo, entre los vecinos, lo más comentado era su inesperada reaparición. Todo el mundo lo hacía camino de Granada.


Guerra incivil, pero proletaria

Dramáticos sucesos acaecieron en Málaga durante la primera quincena del mes de junio de 1936. UGT y CNT solventaron sus diferencias operativas e ideológicas a tiros, con el resultado de varias víctimas. El origen del conflicto estuvo en la convocatoria de huelga en los saladeros por parte de la CNT. Los pescadores de UGT se oponían a la misma porque les impedía el desembarque y venta de la pesca. El 10 de junio el concejal comunista Rodríguez González recibió cuatro disparos por la espalda mientras inspeccionaba el puerto. Miembros de las juventudes socialistas y comunistas respondieron al ataque libertario asesinando a Ortiz Azevedo de la CNT. Desde ese momento los tiroteos se intensificaron en varios barrios de la ciudad, provocando varias muertes. La Guardia Civil quiso poner orden, pero le fue imposible. Fue necesaria la presencia de la guardia de Asalto Republicana para frenar la escalada. Ni la presencia de diputados ni de líderes sindicales en los diferentes entierros que se celebraron evitaron, pese a las llamadas a la reconciliación, los altercados, que se repitieron hasta el día 15. Balas perdidas acabaron con la vida de la niña Francisca Manzanares de 11 años. Una inmensa muchedumbre acudió al sepelio.


miércoles, 1 de enero de 2025

Los desayunos del padre

De lo más traumático de lo que llaman infancia era el día que mi madre amanecía enferma y mi padre nos preparaba el desayuno. No era complicado: un tazón de leche con galletas María. No hay otro más delicioso, puedo jurarlo. Pero por alguna extraña razón mi padre lo convertía en un engrudo repugnante, apto para pegar papel en las paredes. Era patético verlo intentar desenvolverse en la cocina, y no acertar a encontrar una cuchara. Estaba tan perdido que no nos provocaba sino más incertidumbre, la sensación de estar al borde de un profundo precipicio. Calentaba la leche hasta que se desbordaba, y llenaba los tazones de nata y galleta hecha papilla. Comer aquel menjunje se convertía en un suplicio, por lo que quemaba y la espesura de la que gozaba, (es increíble descubrir en qué pueden convertirse unas simples galletas mojadas en leche), y todo ello acompañado de regañinas y amenazas, el recuerdo del hambre después de la guerra o la que pasaban los niños de África, y algún que otro cogotazo, por no comer. Después nos asomábamos al dormitorio a ver cómo seguía la convaleciente, deseando que se se restableciese cuanto antes. En ocasiones, afortunadamente, si estaba una abuela en casa, la primera comida del día pasaba el examen porque, aunque novedosa en las formas y los productos, resultaba sabrosa.


martes, 31 de diciembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 26. El héroe.




Romerales se despertó con un insoportable dolor de cabeza. Necesitó varios minutos para comprender dónde se encontraba. Era la primera vez que veía el dormitorio. Las fotografías que había en la mesita de noche le facilitaron una pista.

Se levantó poco a poco, renqueando. Y se dirigió al espejo de la puerta del armario, un armatoste oscuro. Allí pudo advertir su mala estampa. Estaba hecho una ruina. Nadie daría un céntimo por el sujeto que tenía delante.

Salió del embrujo de su propia facha y recorrió con la mirada la estancia. La cabeza comenzó a darle órdenes.

A un lado había un lavabo portátil de forja. Tomó la jarra de la balda inferior y llenó de agua la palangana. Se miró a los ojos, los tenía enrojecidos. Se lavó la cara varias veces hasta que recuperó por completo la razón. Advirtió que necesitaba un buen afeitado. A un lado halló jabón, una brocha y una navaja. Silbando muy bajito el Trágala rasuró cuidadosamente su jeta, llevando el ritmo con la hoja afilada, como si decapitase nobles.

Después de aclararse se secó con una oportuna toalla situada a mano, y con la ayuda de un peine se ordenó los pelos de la cabeza y del bigote, recreándose en la meticulosidad del ejercicio.

Más despierto, cuando se reconoció como gustaba de verse, examinó de nuevo el entorno y reflexionó sobre su presencia en aquel dormitorio. No recordaba cómo había terminado allí. Por más que esforzaba su cerebro no consiguió sino una respuesta dolorosa, una protesta, de lo más profundo de aquel. 

Sobre la cómoda encontró su traje. La camisa estaba lavada y planchada. Había dormido en ropa interior.

Tomó las prendas de vestir y volvió al espejo. Muy parsimonioso recompuso su estampa. Se fue abrochando los botones de la camisa con lentitud, mientras intentaba recordar los sucesos de la jornada anterior. Después se empleó con el nudo de la corbata, que ajustó con fuerza al cuello, como si imaginase estar ahogando a alguien.

Tomó y golpeó con energía sus pantalones, para librarlos del polvo que él imaginaba y no existía. Alguien se había encargado de cepillarlo, como el resto del traje. Confundido se puso la chaqueta y, del todo aderezado, se contempló de nuevo tal que un Narciso. Estimó que era el momento de enfrentarse de nuevo con el mundo.

Pero entonces advirtió que le faltaba algo. La sobaquera estaba huérfana. ¿Dónde estaba su pistola?

Abrió la puerta del cuarto de un tirón y se encontró al chico de la pelota en el pasillo, jugando a su juego favorito.

- Buenos días, Romerales.

- Muy buenos – respondió algo perplejo.

Por el pasillo venía Manu con un bebé en brazos.

- Ha sido niña – dijo muy sonriente mientras se la mostraba.

El de La Política no entendía nada.

- Enhorabuena – respondió, por seguir la corriente al otro.

Confundido se dirigió al chico.

- ¿Tienes por ahí tabaco?

- Claro. Yo sé dónde lo guarda mi padre.

Asomó Bernarda.

- Buenos días. Vaya nochecita. ¿Va a desayunar algo?

- Pues… claro – respondió más confundido aún.

- Antonio me lo ha contado todo, es usted un héroe.

Regresó el de la pelota con un paquete americano y se lo dio a El Pistolas, que lo recibió perplejo.

- Muchas gracias – dijo y se lo guardó en el bolsillo.

- Ahora mismo le llevamos el desayuno al despacho de mi marido – apuntó la anfitriona.

- Ah. Bien, bien.

Romerales volvió a refugiarse en el dormitorio para intentar recordar lo sucedido el día anterior. La cabeza le dolía más y más, pero también el costado. No llegó a ninguna conclusión.

Salió de nuevo al pasillo y se encaminó al despacho del sargento, al fondo vio a Bartolo haciendo guardia en el portón de entrada. Este último le hizo una señal inequívoca de victoria. Romerales no acertó a averiguar el motivo y deambuló como sonámbulo hasta llegar a su destino.

Antonio le esperaba sentado detrás de la mesa de su despacho. Tenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano pasaba las hojas del diario.

- Buenos días - saludó el intruso.

- Pasa hombre, pasa – invitó el sargento -. Estarás molido. Menuda noche.

Sobre una carpeta, junto al teléfono, Romerales descubrió su pistola.

Apareció Bernarda llevando una bandeja en la que podía verse, entre otras cosas, un cartón de churros y un tazón humeante lleno de chocolate.

- Hay que celebrar la ocasión. El nacimiento y el éxito de su empresa – dijo ella para asombro del huésped, que cada vez entendía menos lo que sucedía.

Los hombres quedaron solos de nuevo.

- Bueno. Ya está todo. He dado parte a la comandancia. Es posible que te condecoren.

El Pistolas se quedó con la boca abierta.

- Pero come, hombre, come, que se te van a enfriar.

A Romerales se le despertó el apetito. Tomó un churro y lo mojó en el chocolate. Con tanto ímpetu que desbordó el líquido espeso de la taza. A continuación, se lo llevó a la boca bien mojado.

Al sentirlo en la lengua, abrió los ojos como platos. Hizo un gesto de dolor y se le saltaron las lágrimas. El chocolate estaba hirviendo. Antonio lo miraba con cierto recreo.

- Cuidado. A ver si te vas a atragantar – dijo con sarcasmo.

El de La Política escupió el bocado y dio un puñetazo en la mesa.

- Ya está bien. Deje de jugar conmigo. ¿Qué pasa?

El Catalán mantuvo la calma y puso cara de palo.

- ¿Qué dices? ¿Qué juego?

- ¿Qué es toda esta historia que te traes con tu mujer?

- ¿Qué historia? – preguntó Antonio.

- Lo que pasase ayer – protestó Romerales.

El sargento frunció el ceño y lo escrutó, sospechando que el otro andaba algo perdido.

- ¿Es que no recuerdas nada?

- ¿Qué tengo que recordar?

Antonio se recostó en la silla e hizo una mueca, el brazo le dolía. Sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Romerales y se llevó otro a la boca. Lo encendió con mucha parsimonia y después pasó el mechero al acompañante para que encendiese el suyo.

Cuando ambos dieron las primeras chupadas, el sargento rompió el silencio.

- Anoche mataste al tuerto.

- ¿Cómo? ¿Qué tuerto? – respondió cruzando los dedos.

- El nazi.

- No entiendo nada de lo que dices.

- Vamos a ver, Romerales – le respondió Antonio mientras se enderezaba -. Anoche salimos en busca de los contrabandistas. ¿No recuerdas lo del paquete de cigarros? - le dijo mientras le enseñaba el del que estaban fumando.

- Sí, más o menos sí.

- Ea, pues luego nos fuimos a buscar al que había dado un tiro.

El de La Política empezó a recordar.

- Sí… ya. Nos separamos.

- Eso, y luego dimos con él. ¿No? Lo descubrimos en la casa de Rosa, la mujer de José, el preso. ¿No recuerdas que estabas aquí por lo de la muerte del otro alemán?

- Sí, claro que sí.

- Pues allí sorprendimos a este, al tuerto, y a dos más que estaban de tapadillo con la más que probable intención de robar algo en la casa de Rosa.

- Sigue.

- Pues eso. Quisieron huir, me disparó el bizco. Bartolo salió tras él, pero este se llevó al chico de Rosa de rehén. Entonces llegase tú y le diste pasaporte. Un tiro limpio en la sien. Fuiste muy oportuno. La madre te está muy agradecida.

Dio otra calada al cigarro y continuó.

- Lo malo es que los otros escaparon. Pero ya les darán caza en la carretera.

Romerales se quedó observado fijamente a Antonio, a través del humo del Camel que ascendía lentamente hasta el perezoso ventilador del techo, como una vaporosa columna salomónica. El sargento ni se inmutaba, le devolvía la mirada con aire suficiente.

- Vas a tener que hacer memoria - le aconsejó de sopetón -. En Granada te van a hacer muchas preguntas. Parece ser que eran un grupo de delincuentes, antiguos trabajadores del consulado alemán, probablemente miembros del partido …, ya sabes. Estaban aquí para ajustar cuentas con Helmut, por unos negocios turbios que no hemos conseguido averiguar. Se ve que su muerte les pilló de sorpresa y se habían compinchado para buscar algo que el otro tenía. Todo esto es muy complicado para nosotros, Romerales. Conviene que te andes con ojo cuando tengas que dar razón de todo este jaleo.

El de La Política escuchó con atención la retahíla de explicaciones y recomendaciones. Inconscientemente se llevó una mano a la funda, donde no estaba la pistola.

- Falta una bala – anunció Antonio al intuir su intención –. Estaba incrustada en la cabeza de Klaus.

- Quiero mi pistola.

El Catalán le devolvió una mirada severa.

- No te comportes como un crío. Haré la vista gorda, perder el arma reglamentaria es una falta grave. Ahora te la devolveré.

- Pero…

- Ya sé lo que vas a decirme. Que no te acuerdas de nada. Lo entiendo. Pero será mejor no añadir más detalles al informe.

- Yo no he matado a nadie – protestó.

- Ha sido una noche muy larga, Romerales. Estuve esperando al juez hasta las seis de la madrugada para levantar el cadáver, mientras tú dormías, borracho como una cuba, en el calabozo, ajeno a tus propias andanzas. Debía haberte dejado allí y dar parte de tu negligencia.

Romerales, reflexivo, se acarició la barbilla. Dudó. Quiso cambiar de tema.

- ¿Y José?

Antonio no respondió de inmediato. Dio una profunda calada al cigarro que tenía entre los labios y lo volvió a depositar sobre el cenicero antes de soltar el humo por la boca.

- Olvídate de eso. Él y su mujer están limpios. Se vieron atrapados en este embrollo, no tienen culpa de nada.

- Pero lo del Olite… - insistió, como el animal moribundo que se revuelve.

- ¿A dónde quieres llegar?... Te repito que lo olvides. Hay alguien arriba interesado en que nada de eso salga a la luz. Pondría en tela de juicio algunas decisiones que se tomaron al final de la guerra. El asunto es otro, no mezcles las cosas, aquí viniste a otra cosa. Céntrate en lo que se te viene encima.

- Ya, ya…

- Mira, te voy a leer el informe que he redactado por si hay algo que se me ha escapado y me corriges. Pon mucha atención.

Romerales agachó la cabeza y abrió bien los oídos.

Un par de horas más tarde, El Pistolas, armado de nuevo, se despedía del cuartelillo y marchaba a tomar una Alsina. Bernarda le obsequió con una bolsa de higos chumbos.

- Si un día vamos a Granada, podemos tomarnos juntos unos piononos. A Antonio le encantan.

El marido asintió con una sonrisa forzada, dedicándole en silencio a su mujer unos singulares elogios que ella intuyó mientras se regodeaba en su enfado.

El guardia y el policía se encaminaron hasta la parada. Formaban un dúo singular. El primero estaba deseando perder de vista al otro y este no sabía dónde ponía los pies.

El autobús estaba en marcha. Los viajeros subían maletas al portaequipajes y buscaban en el interior un sitio donde acomodarse.

El de La Política tropezó con el escalón, aunque se recompuso veloz de su torpeza. Tras incorporarse como si tal cosa, sonrió de forma forzada, y una vez en el interior se sentó donde le vino en gana, valiéndose de su autoridad, ocupando dos plazas.

Los viajeros se despedían. Antonio hizo el saludo militar a Romerales, que desde el otro lado de la ventanilla le miraba embobado.

El vehículo rugió, empezó a traquetear. Los rezagados se acomodaron como pudieron. El chofer metió la primera y las ruedas iniciaron su movimiento. Los vecinos que llenaban la plaza se fueron haciendo a un lado.

Subió el autobús despacito por la cuesta de la rambla y los que acudieron a la despedida lo siguieron con la vista hasta que se perdió en lo alto de la colina.

Antonio, tan pronto como se aseguró de que la Alsina desaparecía por completo, retornó al cuartel. No hizo sino pisar el umbral y tomar una determinación. La Bernarda le notó la intención y le puso mala cara.

- Tengo una cosa que hacer – dijo.

- El médico te ha dicho que descanses – le respondió ella.

- Bah, esto no es nada. Apenas me rozó la bala. Vete a lo tuyo, déjame hacer.

La mujer se alejó refunfuñando y quedó solo.

El sargento dio un paseo por la plaza, aparentemente sin rumbo fijo, para detenerse finalmente frente al escaparate de la farmacia. Dentro estaba don Simón atendiendo a unas clientas. Se fumó un cigarrillo y aguardó a que saliesen.

Cuando vio despejado el establecimiento entró.

- Buenas tardes tenga usted.

- Hombre, Antonio. ¿Cómo te encuentras? ¿Te duele mucho? – respondió con una familiaridad no correspondida.

- Bien, bien, los sanitarios del ejército tienen mucha maña. Menos mal que había un teniente médico de guardia en el campamento. Acudieron de inmediato.

- Vaya, pues me alegro – respondió el boticario -. ¿Bien por el cuartel? ¿Y la niña?

- Fenomenal. Una preciosidad. Y los padres tan contentos. Ni le cuento como está mi mujer.

- Ya, ya me imagino. ¿Quieres algo? – preguntó el boticario.

- Pues mire, sí. Es que hay algo que no se me va de la cabeza y no acabo de encontrarle un sitio donde ponerlo.

- ¿Quieres un analgésico?

- No es eso. Es que tengo una duda.

- Qué difícil me lo pones. No sé a qué te refieres – le respondió indiferente Simón.

- Sí, hombre. Anoche nos encontramos. ¿No lo recuerda? Cuando me comunicó que Klaus había abandonado su hostal.

El propietario del establecimiento frunció el ceño, como si hiciese un esfuerzo.

- Claro que lo recuerdo – exclamó -. Menos mal que lo atrapasteis. Era un tipo peligroso.

- Si. Eso parece. El caso es que, pensando, desconozco qué es lo que usted hizo después de vernos.

- No sé. ¿A qué te refieres?

- ¿Por qué no estuvo en el parto?

Don Simón sonrió.

- Si estuve. Pero sólo al principio. Cuando vi que la partera lo sacaba todo adelante me volví a mi casa.

- ¿Y quién le dijo a usted que la mujer de Manu iba a parir?

- Pues… creo que fue su hijo, el futbolista – respondió con una sonrisa forzada -. No recuerdo bien, fue todo tan inesperado.

- ¿Lo cree? ¿No lo recuerda?

El boticario esbozó una sonrisa.

- ¿A qué has venido Antonio?

- Quiero que me aclare esos detalles.

En ese momento entró un cliente. Quería un remedio para el dolor de muelas. Don Simón le atendió. En unos instantes volvieron a quedarse solos y el aludido se explicó.

- Vamos a ver, Antonio. A mí no me líes. Yo no conocía a ese tipo de nada, ni al otro. Simplemente serví de interprete al tuerto para que encontrase aquí un alojamiento. Ignoraba por completo que existiese una relación entre ambos.

El sargento le escrutó con el deseo no confesado de leer en los pliegues de su rostro algo, el hombre que tenía enfrente parecía incómodo, pero no se achantaba.

- Usted sabe algo que no quiere contarme. Algo relacionado con sus compatriotas.

- Ah, era por eso. Pareces olvidar que en Alemania no podíamos convivir. Nos separan muchas cosas.

- Lo sé, don Simón. Conozco toda su historia desde que llegó aquí. Y siempre he sospechado que no vino a este pueblo por casualidad.

- ¿Me tomas por un cazador de nazis? – preguntó sonriendo.

- No le he dicho nada de eso. ¿Por qué llega a esa conclusión?

- Mi buen amigo, no juegues conmigo. He sufrido peores interrogatorios que el tuyo. Estas imaginando cosas.

Antonio apretó el puño del brazo sano. Era consciente de que no podía probar nada, pero quería dar a entender que no se le escapaba ningún detalle.

- No me ha aclarado qué hizo usted la tarde noche de ayer.

- Nada. Seguir los tiros, como todo el mundo. Y después de pasarme por el cuartelillo a ver a la mujer de Manu, volví a mi casa y me acosté. Si no recuerdan si estuve o no allí se debe a lo ocupadas que estaban. No se lo tendré en cuenta.

- Don Simón – le llamó el sargento con una pizca de ira -. Iré al grano. Hay un objeto muy valioso que está provocando crímenes. Si usted sabe algo al respecto le recomiendo que me lo comunique.

- No sé de qué me hablas, pero si me entero de ese “algo” te lo diré. Tenlo por seguro.