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domingo, 23 de octubre de 2022
sábado, 22 de octubre de 2022
A contar los frailes
Siendo niño, si echaba en falta a mis padres preguntaba a mi abuela por ellos. Su respuesta era siempre la misma, impertérrita, sin titubeos, sin apartar la vista de la costura o el puchero que vibraba al fuego.
- Han ido a un mandao.
Y aquello caía como una losa, se producía el silencio, no había más que aclarar, retorno a la pasión del juego.
Después, cuando aquellos aparecían por casa, siempre demasiado tarde para un chiquillo, les preguntaba por su ausencia.
- ¿Dónde habéis ido?
- A contar los frailes – decían con toda la naturalidad del mundo.
Y yo me lo creía y muchas veces me preguntaba por el misterio de aquel entretenimiento, que debía ser muy divertido por la de veces que acudían a él. Y me los imaginaba a un lado del claustro, contando a cada fraile que, encapuchados y en fila de a dos, lo recorrían al ritmo de gregoriano. Aún me parece verlos flotar, merced a sus hábitos ligeros, si me despierto a horas intempestivas, incapaz de adivinar la fisonomía de sus rostros, temeroso de descubrir su número, que no me revelaron mis padres.
miércoles, 19 de octubre de 2022
La estatua de Mendizábal
De Juan Álvarez Mendizábal hubo una estatua en Madrid, plaza del Progreso, hasta 1939. La derribaron las tropas franquistas cuando entraron en la capital. Su fama de anticlerical en el XIX provocó la destrucción de la imagen. La pieza era de bronce y obra de José Grágera, escultor asturiano. Una vez retirada y fundida quizás sirvió para forjar un angelote del Valle. No hay intención de rescatarla del olvido, tal vez por ser liberal el retratado. Bonita era.
viernes, 14 de octubre de 2022
El baño turco
A Julio Camba, anarquista furibundo en su juventud y columnista del ABC en su madurez, lo envió el diario La Correspondencia como corresponsal a Constantinopla, allá por los inicios del siglo XX, por un asunto en los Balcanes. Una vez que pisó el suelo de la capital turca, el joven gallego, sin detenerse a otra, entró en unos baños de los que allí se usan y se sometió a las expertas manos de un masajista para salir del entumecimiento, del que se sufre tras un largo viaje. El frote enérgico de aquellas garras extrajo unas oscuras tiras de piel del cuerpo del columnista.
- ¿Qué es esto? - protestó éste cuando el otro le mostró el trofeo.
El turco de anchos y corpulentos hombros le miró furibundo desde detrás de sus erizados mostachos, regados por minúsculas gotitas de agua y le increpó.
- Esto, señor mío, es su catolicismo.
O más o menos eso creyó entender Julio, que turco sabía poco. Por lo que guardó silencio hasta que acabaron con él, pero luego no asomó por la mezquita, como no acostumbraba tampoco a hacerlo por la parroquia.
El elixir de Checa
Checa era un segurata que vegetaba en la puerta de la residencia Blume, la de Madrid, y cuidaba de que no se colase ningún sujeto ajeno a la obra, que eran muchos porque allí se juntaban deportistas del extranjero que venían a estudiar a la Complutense y eso atrae a mucho baboso. Checa los despachaba con muy malas formas, pero se distraía con las piernas de las atletas y alguno se le colaban por el lateral. Era un tipo bajito y panzudo al que el traje le venía grande, y le daba mucho calor. Siempre estaba muy sofocado y le sobraban la porra y las correas. Tenía algo en la mirada que lo hacía diabólico, pero que lo mismo era el gesto por sufrir de almorranas por pasar tanto rato sentado a la ventana de la garita. Junto a esta había una máquina de bebidas y en cuanto tenía oportunidad pedía un sorbito de coca o rubia, Seven up o Trina, al que sacaba una. No despachaba al primo hasta que recibía su trago, a dar conversación no le ganaba nadie. Por pesado y carroñero lo conocían en todo el campus.
Un día acudieron unos de un colegio mayor cercano, gente alegre, bienintencionada, maleante y juguetona, ventaneros y bocazas. De ellos, tres de Córdoba, sevillanos otro trío y cuatro de Segovia. Casi como instigados y movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a donde Checa guardaba y lo estudiaron a conciencia, con chistes y anécdotas, futbol, rumbitas, menciones a tías buenas y filmes porno, buscándole las vueltas y el modo de sacar partido de su cojera.
Prepararon su broma contando con el apoyo incondicional del compañero con el que Checa se turnaba, que era un tipo espigado y seriote, pero muy hijoputa. Se hicieron con una lata de cerveza, de la que más gustaba a Checa, la vaciaron y se mearon dentro. Y se la dejaron puesta en la tarima donde éste se apoyaba para ver pasar las cachas.
Se llegó el gorrón en cuestión a la hora en la que el compañero salía y aunque vio más gente que de costumbre en la puerta no sospechó.
Ni un minuto tardó en echarle el ojo a la birra de úrico.
- ¿Quién se ha dejao eso ahí? – preguntó alargando la mano sin más preámbulos.
- Ni idea, ahí lleva to la mañana – le respondió el judas.
Y antes de que respirase nadie, que todos la contenían, le dio un tiento como el que se toma un chupito a una.
- Bah. Qué calenturra – dijo el bicho, renegando de ella y asentándola de golpe donde la cogió primero, pero tan ancho.
Y fue tan rápido, y tan sencillo, que nadie de los presentes le pilló el punto a la travesura, sino que unos y otros quedaron mudos y no tardaron mucho en retirarse a sus quehaceres con el rabo entre las piernas; y dejaron al Checa a lo suyo.
- No tiene fuerza. A ver si viene uno y saca otra – quedó rumiando, con los ojos fijos en la tragaperras.
martes, 11 de octubre de 2022
El portátil de la feminista
Al hilo del feminismo tengo que contar una, pero de las mejores anécdotas que me han pasado a lo largo de mi vida como docente. Esta era de esas veces que te toca acompañar a alumnado, (por no decir alumnos y alumnas, que se hace largo), a la selectividad, que hoy se llama de otra manera y no es lo mismo que antaño. Son esas mañanas que echas paseando por el hall del aulario mientras ellos se examinan de lo que les corresponda. Tú estás allí por si alguien llega tarde, no encuentra el aula, se olvida del carné, necesita ir a orinar o sufre un desmayo. Y si hay que llamar a alguna parte lo haces con tu teléfono. Te dan una tarjeta plastificada que te pones al cuello con una cinta de color verde y entras y sales libremente por donde todo el mundo lo hace, pero te crees importante. El primer día lo empleas en saludar a viejos compañeros, conocer su suerte y dónde recalan, tomar café, rajar de la Consejería o intentar arreglar el mundo. Los días siguientes ya no sabes ni dónde subirte.
En una de éstas, ya lo dije al principio, me pasó algo singular, que he callado hasta este momento por las repercusiones que pueda tener, pero que al suceder antes de la pandemia creo que habrá prescrito como todo lo que pasó antes de aquello, y he decidido que debe ser contado por la enseñanza que encierra que no es asunto para obviar.
Pues, es eso, ya digo que un día de aquellos, el segundo, cuando se hace más tediosa la espera y hay menos sobresaltos porque los aspirantes ya se han examinado de casi todo, había tomado yo la precaución de llevarme un libro para echar la mañana y evitar más debates. Con buena planificación el día anterior había estudiado el lugar donde podría sentarme y ausentarme en espíritu del ambiente que me rodeaba. Una mesa solitaria se escondía junto a una de las puertas que sólo se abren al exterior en caso de incendio y facilitan la penumbra e invitan al sesteo. El lugar me pareció idóneo y allí decidí sentarme la mañana a la que me refiero.
Estaba metido tan de lleno en el libro que no advertí que alguien había tenido una idea semejante a la mía, en lo que a asentarse se refiere, y fue el caer de un bolso muy cargado sobre el tablero de la mesa lo que me apartó de las Guerra Púnicas, cuando Aníbal se cambiaba de pelucas, (véase Diodoro Sículo).
Al levantar la vista descubrí a una señora acomodándose enfrente, repartiendo diferentes enseres sobre la mesa, entre ellos una botella de agua, un móvil y un portátil. No debiera ser ni más noven ni más vieja que yo, pero con menos tacto. La mujer debía andar muy ocupada porque tan pronto como se sentó tomó el móvil e inició una conversación con alguien al otro lado.
La lectura del libro se tornó confusa. Al día me puse de cómo iba a organizarse el próximo curso en un centro de secundaria, desconocido para mí hasta ese preciso momento, pero del que averigüé sin desearlo muchas cosas. Aquella mujer se desenvolvía mejor que Escipión en el campo de batalla, ordenando esto y aquello. Y, al tiempo que se comunicaba con quien debiera ser su subordinado, tecleaba impertérrita en un documento word lo que su mente fuese deduciendo de la conversación que mantenía u otra cosa distinta, contestar el correo o jugar al Candy Crush, no sabría decirlo.
En esto que oyéndola sin desearlo caigo en la cuenta de que la conozco de otra, de haberla visto hacía unos meses en el periódico, durante una intervención que hizo en un foro sobre el feminismo poniendo de vuelta y media el dibujo de un amigo, nunca mejor dicho, porque nada tenía que ver aquél con lo que pretendía explicar ella.
No voy a contarte paciente lector la de veces que tuve intención y firme propósito de salir de allí y buscarme otro refugio, pero por más que mis ojos recorrieron el hall no hallaron otro libre sino ocupado siempre.
Finalmente, cansado de batallar con Aníbal, Publio y aquella Teuta que me rodeaba, decidí que era mejor marcharse a dar una vuelta y escuchar a los pajarillos del campus. Pero he aquí que entonces se produjo el milagro. La señora se levanta antes que yo y me dice:
- ¿Puede echarle un ojo al ordenador? Es que tengo que ir a hacer una cosa.
En ese instante el piloto micromachista que se enciende y me motiva una respuesta irreflexiva ante una dama.
- Sí, sí, no se preocupe usted que yo de aquí no me muevo – digo como capitán en el buque que se hunde y la miro alejarse mientras me froto las manos por hacerlo en la lectura.
Retorno a la conquista de la Bética, la batalla de Ilipa y la fundación de Itálica, cae Gades, se rinden los Cartagineses… Pasan los minutos.
Levanto la cabeza y advierto que una joven se está haciendo con el portátil. Delgada, rubia, pecosa, blanca de piel, con unos enormes ojos azules y además me sonríe.
- Hola – va y me dice.
- Hola, ¿qué hay? – respondo como autómata.
- Estoy recogiendo.
- Esto es de una señora.
- Sí, es de mi madre.
- Ah, pues muy bien.
Termina la muchacha de hacerse con los pertrechos de la batalla y sale con el ordenador bajo el brazo por la puerta de emergencia. Advierto que se ha dejado la botella de agua de la progenitora, pero ya es tarde para salir tras ella.
<<Qué distintas la madre y la hija>>, rumio en silencio.
En esto que miro alrededor porque descanse la vista y veo a lo lejos a la propietaria del PC acercarse pausadamente, lo hace desde la punta opuesta del edificio al lugar por donde salió su hija. Viene charlando con otra semejante, supongo que de asuntos muy serios por las señales de sus rostros y manos. Devuelvo la mirada al tablero y lo veo vacía salvo de torre de agua, y tengo un mal presentimiento.
Juzgo si marcharme o no. La otra está todavía lejos. Pero ahí llega, pasito a pasito, charla que te charla, directa a donde estuvo sentada. Me quiero convencer de algo, pero no lo consigo, la duda horada mi firmeza. Siento un hormigueo en las piernas. Es el momento de marcharse, me ordena el cerebro.
Me pongo de pie de un salto y en dos en la calle, por la puerta por la que huyó la joven, la que estaba más cerca. No quise mirar atrás ni detenerme a más averiguaciones. Oí jaleo, pero me animé a creer que de otro lado, quedé sordo. Al día siguiente simulé un resfriado, en la prensa no vino noticia. Deseo no haberme confundido. Pido discreción por si las moscas.