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martes, 11 de octubre de 2022

El portátil de la feminista

Al hilo del feminismo tengo que contar una, pero de las mejores anécdotas que me han pasado a lo largo de mi vida como docente. Esta era de esas veces que te toca acompañar a alumnado, (por no decir alumnos y alumnas, que se hace largo), a la selectividad, que hoy se llama de otra manera y no es lo mismo que antaño. Son esas mañanas que echas paseando por el hall del aulario mientras ellos se examinan de lo que les corresponda. Tú estás allí por si alguien llega tarde, no encuentra el aula, se olvida del carné, necesita ir a orinar o sufre un desmayo. Y si hay que llamar a alguna parte lo haces con tu teléfono. Te dan una tarjeta plastificada que te pones al cuello con una cinta de color verde y entras y sales libremente por donde todo el mundo lo hace, pero te crees importante. El primer día lo empleas en saludar a viejos compañeros, conocer su suerte y dónde recalan, tomar café, rajar de la Consejería o intentar arreglar el mundo. Los días siguientes ya no sabes ni dónde subirte.

En una de éstas, ya lo dije al principio, me pasó algo singular, que he callado hasta este momento por las repercusiones que pueda tener, pero que al suceder antes de la pandemia creo que habrá prescrito como todo lo que pasó antes de aquello, y he decidido que debe ser contado por la enseñanza que encierra que no es asunto para obviar.

Pues, es eso, ya digo que un día de aquellos, el segundo, cuando se hace más tediosa la espera y hay menos sobresaltos porque los aspirantes ya se han examinado de casi todo, había tomado yo la precaución de llevarme un libro para echar la mañana y evitar más debates. Con buena planificación el día anterior había estudiado el lugar donde podría sentarme y ausentarme en espíritu del ambiente que me rodeaba. Una mesa solitaria se escondía junto a una de las puertas que sólo se abren al exterior en caso de incendio y facilitan la penumbra e invitan al sesteo. El lugar me pareció idóneo y allí decidí sentarme la mañana a la que me refiero.

Estaba metido tan de lleno en el libro que no advertí que alguien había tenido una idea semejante a la mía, en lo que a asentarse se refiere, y fue el caer de un bolso muy cargado sobre el tablero de la mesa lo que me apartó de las Guerra Púnicas, cuando Aníbal se cambiaba de pelucas, (véase Diodoro Sículo).

Al levantar la vista descubrí a una señora acomodándose enfrente, repartiendo diferentes enseres sobre la mesa, entre ellos una botella de agua, un móvil y un portátil. No debiera ser ni más noven ni más vieja que yo, pero con menos tacto. La mujer debía andar muy ocupada porque tan pronto como se sentó tomó el móvil e inició una conversación con alguien al otro lado.

La lectura del libro se tornó confusa. Al día me puse de cómo iba a organizarse el próximo curso en un centro de secundaria, desconocido para mí hasta ese preciso momento, pero del que averigüé sin desearlo muchas cosas. Aquella mujer se desenvolvía mejor que Escipión en el campo de batalla, ordenando esto y aquello. Y, al tiempo que se comunicaba con quien debiera ser su subordinado, tecleaba impertérrita en un documento word lo que su mente fuese deduciendo de la conversación que mantenía u otra cosa distinta, contestar el correo o jugar al Candy Crush, no sabría decirlo.

En esto que oyéndola sin desearlo caigo en la cuenta de que la conozco de otra, de haberla visto hacía unos meses en el periódico, durante una intervención que hizo en un foro sobre el feminismo poniendo de vuelta y media el dibujo de un amigo, nunca mejor dicho, porque nada tenía que ver aquél con lo que pretendía explicar ella.

No voy a contarte paciente lector la de veces que tuve intención y firme propósito de salir de allí y buscarme otro refugio, pero por más que mis ojos recorrieron el hall no hallaron otro libre sino ocupado siempre.

Finalmente, cansado de batallar con Aníbal, Publio y aquella Teuta que me rodeaba, decidí que era mejor marcharse a dar una vuelta y escuchar a los pajarillos del campus. Pero he aquí que entonces se produjo el milagro. La señora se levanta antes que yo y me dice: 

- ¿Puede echarle un ojo al ordenador? Es que tengo que ir a hacer una cosa.

En ese instante el piloto micromachista que se enciende y me motiva una respuesta irreflexiva ante una dama.

- Sí, sí, no se preocupe usted que yo de aquí no me muevo – digo como capitán en el buque que se hunde y la miro alejarse mientras me froto las manos por hacerlo en la lectura.

Retorno a la conquista de la Bética, la batalla de Ilipa y la fundación de Itálica, cae Gades, se rinden los Cartagineses… Pasan los minutos.

Levanto la cabeza y advierto que una joven se está haciendo con el portátil. Delgada, rubia, pecosa, blanca de piel, con unos enormes ojos azules y además me sonríe.

- Hola – va y me dice.

- Hola, ¿qué hay? – respondo como autómata.

- Estoy recogiendo.

- Esto es de una señora.

- Sí, es de mi madre.

- Ah, pues muy bien.

Termina la muchacha de hacerse con los pertrechos de la batalla y sale con el ordenador bajo el brazo por la puerta de emergencia. Advierto que se ha dejado la botella de agua de la progenitora, pero ya es tarde para salir tras ella.

<<Qué distintas la madre y la hija>>, rumio en silencio.

En esto que miro alrededor porque descanse la vista y veo a lo lejos a la propietaria del PC acercarse pausadamente, lo hace desde la punta opuesta del edificio al lugar por donde salió su hija. Viene charlando con otra semejante, supongo que de asuntos muy serios por las señales de sus rostros y manos. Devuelvo la mirada al tablero y lo veo vacía salvo de torre de agua, y tengo un mal presentimiento.

Juzgo si marcharme o no. La otra está todavía lejos. Pero ahí llega, pasito a pasito, charla que te charla, directa a donde estuvo sentada. Me quiero convencer de algo, pero no lo consigo, la duda horada mi firmeza. Siento un hormigueo en las piernas. Es el momento de marcharse, me ordena el cerebro.

Me pongo de pie de un salto y en dos en la calle, por la puerta por la que huyó la joven, la que estaba más cerca. No quise mirar atrás ni detenerme a más averiguaciones. Oí jaleo, pero me animé a creer que de otro lado, quedé sordo. Al día siguiente simulé un resfriado, en la prensa no vino noticia. Deseo no haberme confundido. Pido discreción por si las moscas.


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