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martes, 8 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 10. El curioso.


 Esa misma mañana, mientras tenía lugar la entrevista descrita entre los miembros del orden, José había tenido otra con un vecino. Este era un cabrero, que se encaminaba al monte con su rebaño. José le salió al encuentro como si fuese casual.

- Hola Rubén. ¿Hay tarea?

El otro, chiflaba a las cabras con un silbato de caña. Pasó de largo sin mirarle a la cara.

- Ninguna – dijo, como si hablase solo.

José encendió un cigarrillo. Con el rabillo del ojo siguió su derrotero, rodeado de rumiantes, y lo vio esfumarse y confundirse con la vegetación en un recodo. Hizo un gesto de disgusto. Titubeo, pero optó por pisar su senda. Caminó a una prudente distancia, sin perderlo de vista, pero tampoco escondiéndose, simulando dar un paseo.

Rubén se detuvo en una loma y se acomodó sobre unas piedras mientras las cabras ahondaban el terreno en busca de raíces. José se le acercó, lo suficiente para que le oyese el otro.

- ¿Hay tarea?

- Ninguna. Ya te lo he dicho.

- ¿Por qué?

- Te haces notar demasiado. No conviene que nos vean juntos. No insistas.

- ¿Yo?

- Lo del muerto ha levantao sospechas. Está muy agitao el monte. No conviene arriesgar.

- Pero.

- Adiós, José.

Se levantó de su asiento y llamó a los animales. Inició de nuevo su periplo, lento y polvoriento, ajeno al dolor del menesteroso.

José quedó solo, perdido en sus pensamientos. Finalmente, consciente del no definitivo, dio media vuelta y se volvió por donde había venido. En su semblante llevaba los sellos del disgusto y la preocupación.

Al llegar a la casa se encontró con los belgas, que salían a tomar un baño.

- José, ¿tendremos problema de aparcamiento? – le preguntó ella.

- Ninguno. Pueden dejar el coche en la playa - contesto, mientras reparaba en las piernas de la mujer.

Ella le agradeció la noticia. El marido sonrió sin haberse enterado de nada. Montaron a los niños y enfilaron la carretera cuesta abajo.

Rosa salió a la puerta al verlo llegar.

- Qué pronto has vuelto. ¿Dónde has ido?

- Había poco que hacer. He dado una vuelta. ¿Qué tal los huéspedes?

- Muy apañados. Ella es muy agradable. El marido sólo ríe.

- Ya me he dado cuenta. ¿Y los chicos?

- ¿Los suyos? Muy educados.

- No. Los nuestros.

- Por ahí andan. Si te vas a quedar podías echarme una mano – propuso ella.

- ¿Qué pasa?

- Podrías ayudarme a ordenar los cuartos.

- Mujer.

- No quiero quedarme sola.

- ¿Otra vez con eso? – protestó él -. No quiero que vivas con miedo.

- Estoy tentada de contárselo al sargento.

- No hagas locuras. Eso sólo puede traer problemas. Hazme caso y no le des más importancia. Hay mucho desgraciado suelto.

- Sí, pero igual que ha entrado ese puede entrar otro con peores intenciones – respondió ella con preocupación.

- Bah. Ahora mismo estamos a salvo. El pueblo entero nos señala. Aquí todo se sabe, quién va y quién viene… Por desgracia.

- ¿Qué quieres decir, José?

- Nada. Cosas mías. Venga, vamos a la faena – reconsideró -. ¿Por dónde empezamos?

Rosa dudó un instante, intentando comprender a su marido. Pero, al ver el cielo abierto, le puso en antecedentes.

- Vamos a empezar por el del señor Helmut. Está como se quedó. No me he atrevido a tocar nada desde la visita del fulano aquel. Pero ya va siendo hora de poner un poco de orden.

- Sea – dijo él dispuesto a obedecer.

Entraron en el cuarto. Nadie había entrado allí tras los sucesos acaecidos y las gestiones oportunas de la autoridad, salvo el misterioso visitante, que lo había desvalijado. La luz matutina penetraba con fuerza por la ventana, pocas rendijas quedaban a oscuras. A lo lejos, el mar se mostraba en calma.

- Vamos a cambiar las sábanas y a hacer la cama. Mira cómo lo dejaron todo entre unos y el otro.

José echó a un lado la colcha y desnudó el colchón, lo que quedaba de él. El somier enseñó sus agresivos muelles en la maniobra, mientras crujía.

- Ahí tienes una funda nueva. Pónsela. Eso es. Dale la vuelta y reparte la lana. Deberíamos cambiarle el relleno.

- Bah. Lo que hay que hacer es comprar uno nuevo de esos de espuma – protestó José.

- Esos dan más calor.

Rosa agarró el cepillo, se inclinó y lo pasó por debajo de la cama.

- Sólo hay polvo – señaló él.

- Claro. ¿Qué esperabas?

Terminaron de colocar el colchón y extendieron la sábana limpia.

Movieron el armario y el resto de los muebles. Devolvieron los cajones a sus huecos. 

- Dale a todo con el trapo – ordenó a su marido.

Rosa barrió el resto de la cámara.

Sin mediar más palabras cada cual se hizo cargo de una labor. En poco tiempo lo dejaron todo en orden.

- Sube un cubo con agua. Que quiero fregar.

- Si así está bien.

- Déjame hacer.

El hombre bajó por la fregona. Cuando regresó encontró a su mujer turbada, con el miedo en la cara.

- ¿Qué te pasa? ¿Has visto al Diablo?

Rosa alzó un brazo tembloroso y señaló la ventana. Él fue a asomarse, pero ella se lo impidió.

- ¿Qué sucede? - protestó José y la echó a un lado. Sin pensarlo dos veces se apoyó en el alfeizar. Sacó medio cuerpo y miró a un lado y otro. Tras hacerlo no comprendió el motivo de la zozobra de su esposa. Se volvió encogiéndose de hombros.

- Había un hombre – acertó a decir ella.

- ¿Qué? No digas tonterías. Sería un gato.

- Sí, créeme, había un hombre fuera, mirando lo que hacía. Huyó en cuanto advirtió que lo había visto.



domingo, 6 de octubre de 2024

Franco, presente.

Se siguen haciendo chistes de Franco e incluso libros de chistes de Franco porque Franco no pasa de moda, Franco será siempre Franco y malo el día que no asome su bigotito en las tiras cómicas junto a un báner. Es un chicle del que se puede tirar y tirar, porque es goma que no se gasta, y luce bien en la solapa. Sin embargo, es una verdadera pena que no haya chistes de Espartero, Narváez, O´Donell, Prim, Serrano, Pavía, Martínez Campos, Primo de Rivera o cualquier otro de esos generalotes que no han faltado en esta piel de toro extendida. Sería muy edificante repasar sus vidas y de paso recordar la historia de España que empieza mucho antes del 36. Es curioso que después de tanto militar haciendo la revolución liberal se haga famoso el que nos devolvió al tradicionalismo. Pero como tampoco se hacen ya chistes de Fernando VII, nadie sabe qué fue esa palabra tan rara y los progres sueñan con Frankenstein, que les da vida.


sábado, 5 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 9. El Pistolas.

 

Llegó unos días después de los sucesos relatados. Era un sujeto de andares chulescos, vestido con traje claro y corbata azul con nudo pequeño al cuello, del que llamaban “wilson”. Ocultaba su rostro tras unas opacas gafas oscuras y un enorme mostacho. Llevaba el pelo engominado y exhibía unas patillas gruesas e hirsutas. Se detuvo un instante en la puerta, recorrió con la mirada la plaza y después bajó las escalerillas del bus sin prisa, con la seguridad de saberse dueño de la situación, por la autoridad que representaba, y sonriente.

Era el poli de La Social. Ya se había hecho notar durante el trayecto, pegando voces y soltando amenazas. Le gustaba jactarse de su cargo y así intimidar al personal, pues, según afirmaba, era como jugar con ventaja. 

En cuanto que el resto de los viajeros se diseminó por los aledaños de la parada corrió la noticia. Y Romerales, que era como se hacía llamar, empezó a representar su papel, ufano de su éxito. Sacó un paquete de Jean del bolsillo, tomó un pitillo con los dedos, se lo llevó a los labios y lo encendió con mucha serenidad. Tras exhalar la primera bocanada de humo hizo como si mirase a todo el mundo y a nadie en concreto de cuantos había en ese momento en la plaza, esbozando una sonrisa de medio lado, simulando que conocía a todos o que guardaba sus nombres en un archivo secreto.

Mientras evolucionaba de tal guisa, los corrillos lo anunciaban y no tardó en estar en boca de todos los habitantes de la localidad que el de La Social estaba allí.

Algunos ya conjeturaban sobre el motivo de su presencia en el pueblo.

Romerales, muy tranquilo, dio varias caladas más a su cigarrillo y se encaminó muy derechito hacia el primer bar que divisó, pues venía seco de decir constantes tonterías durante el viaje. Entró muy serio, despejando a ambos lados las tiras de colores que le vedaban el paso, sin quitarse las gafas, a riesgo de tropezar con una silla y darse un trompazo. La luz del exterior proyectó su sombra dentro, dándole una envergadura de la que carecía. Aguardó unos instantes en esa posición, hasta que cesaron los murmullos. Entonces dio un paso firme adelante y dejó que la cortina se cerrase a sus espaldas. El local quedó de nuevo a oscuras, iluminado tan solo por la pantalla de un televisor subido a una repisa, en el que no se emitía nada, salvo la carta de ajuste.

Avanzó despacio, por no decir a tientas, deteniéndose constantemente, como si estudiase el interior. En realidad, no veía ni torta, su única referencia era el rectángulo de la tele sito en una esquina, que le servía de faro en aquella marea.

Los allí reunidos, acostumbrados a la oscuridad, esperaban el momento oportuno para que tropezase, aguantar la risa y hacer unas coplas después.

- ¿Qué desea? – le preguntó el barman, por ganarse su simpatía o que no terminase en brazos de alguien.

A la voz, Romerales supo a dónde debía dirigirse, y así se arrimó a la barra no sin poder evitar una silla, que simuló apartar de una patada.

- Ponme algo fresquito. Hace muncha caló.

- Lo que usted quiera, amigo.

- Un cocacola con ron. Y con hielo – aventuró.

Nadie despegó los labios para comentar algo al respecto de la petición, que sonó de película a los congregados.

El camarero le puso la bebida y la acompañó de unas aceitunas partidas y pringosas, y unos chanquetes fritos con pimientos. En cuanto que Romerales tuvo en la mano el vaso le dio un trinque como quien bebe agua y hace gárgaras para aclarar la garganta. Fue lo más sonado del establecimiento en todo el día.

Contento de haberse ganado el respeto o al menos el silencio de los parroquianos, optó por modificar su actitud. Sin previo aviso comenzó a golpear la barra del local con fuerza.

- ¿Qué pasa aquí, es que se ha muerto alguien, coño?

Tal pregunta despertó los recelos de los reunidos, porque a nadie escapó el detalle de que aquel esbirro estaba allí por el reciente fallecimiento de un extranjero.

Para no delatarse ninguno, por miedo a representar alguna inconveniencia que diese a entender algo indeseado, poco a poco se reanudaron los diálogos, murmullos al principio, pero más animados después. Cada cual simuló volver a lo suyo. Hubo quien hizo más ruido que de costumbre, para demostrar que controlaba la situación y no tenía nada que ocultar.

Romerales se sintió satisfecho por imaginar que si el resto hablaba había sido porque les había dado permiso, a su manera.

Para que no quedase duda sobre su condición, inició una conversación absurda con el barman, contra los yanquis, como excusa para mostrarse muy cabreado y poder levantar los brazos una y otra vez. Con la chaqueta abierta, dejaba a la vista la pipa acomodada por debajo del sobaco. Con tanto descaro que delataba la intención, por algo le apodaban El Pistolas.

Los parroquianos le observaban sin decidirse por reír o llorar, pero guardaban las formas por miedo. Nadie quería pasar por sospechoso.

Bartolo, atento por indicación de su superior a la llegada de extraños al pueblo, advirtió que tenía que ser el que esperaban en cuanto lo vio bajar del autobús de línea y menudear de aquel modo, y de inmediato le fue con el aviso al sargento.

- Mi sargento, ahí está ese.

- ¿Estás seguro?

- Viene dando el cante, no puede ser otro. Ha entrado en el bar del Eusebio y está armando bronca.

- ¡Mierda! – murmuró El Catalán apretando los puños -. Romerales, fijo. Tenía la esperanza puesta en que se hubiesen equivocado de nombre. Han tenido que enviar al más malafollá de toda Granada. No quiero que le pases ni una, ¿me oyes? Cuando aparezca por aquí le haces esperar en la puerta como a todo el mundo. ¡Qué se joda!

El Pistolas no fue puntual porque, amante del protagonismo, se dedicó a callejear igual que si inspeccionase algo, interpretando una misión imaginaria. Deteniéndose en cada esquina o entrada a cualquier establecimiento, para mosquear o poner de los nervios al propietario, como le gustaba; y también a rondar a las pocas veraneantes que quedaban en el pueblo, anunciando a todo bombo las bondades de las carnes de aquellas. 

- Este imbécil va a espantar lo poco que nos queda – murmuraba el de un colmado, al verlo babear como un perro con hambre tras unas suecas de pelo pajizo y hombros bronceados.

Una nube de chiquillos le seguía a ver dónde paraba y qué hacía, imitando sus movimientos o jugando a policías y ladrones a su alrededor.

Cuando se cansó de andar sin rumbo buscó el cuartelillo y se plantó literalmente en la puerta porque le cerraron el paso.

- Soy Romerales, el de La Social.

- Aquí no se entra sin autorización.

- ¿Es que no han llamado de la Dirección General?

- ¿Tiene o no tiene autorización?

- No me he acordado de traerla, pero si llaman a Granada se lo pueden confirmar.

- Ahora no estamos para llamar a ninguna parte, el sargento está muy ocupado.

- Bueno, dígale usted que quiero verle.

- Ya le he dicho que ahora no atiende. Se espera usted sentado en este banco y ya le avisaré.

La bancada era un escalón adosado al muro castigado sin piedad por el sol.

El Pistolas esbozó media sonrisa sujetando un palillo entre los dientes y se encaró al guardia. Pero Bartolo mantuvo su cara de mala ostia y le aguantó la mirada, entre otras cosas porque no le veía los ojos y podía contemplarse en los cristales de las gafas como el que galantea con su propio rostro en un espejo.

- Pues me siento. Me siento a esperar – dijo el policía, reculando ante la actitud severa del otro -. No tengo prisa.

Se aposentó y sintió el latigazo del calor en el culo. Dio un respingo y cambió el gesto de la cara. Se hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo arrugado para secarse el sudor de la frente.

- Ahí no hay quien pueda arrellanarse.

El civil ni se inmutó.

Romerales quiso entonces buscar sombra. No tuvo oportunidad de hacerlo porque Antonio, que había escuchado la conversación, salió a la puerta y le llamó.

- ¿Es usted el subinspector Romerales?

- El mismo – respondió con sequedad, pues en otras ocasiones había tratado con el sargento y no le cuadraba que no le conociese.

- Pase. Le estaba esperando. Se ha retrasado mucho – dijo, dándole la espalda de inmediato.

El Pistolas se quedó con la mano en posición de darla, sin que Antonio se la estrechase. Confuso, aguanto el envite y procedió a seguirlo con el rabo entre las piernas.

- Me he entretenido recorriendo el pueblo. Quería conocer el carácter de los vecinos –comentó con cierto rescoldo.

- Son gente humilde y trabajadora.

- Ya. Como todos.

- Aquí respondo yo por ellos – rebatió tajante el sargento.

Entraron en el cuarto que el suboficial usaba a modo de despacho. Una mesa de roble, repleta de carpetas, retratos y un crucifijo, lo llenaba por completo. A un lado la bandera de España con el escudo del águila de San Juan y al otro, sobre la pared, el retrato del Generalísimo, otro de José Antonio y el del duque de Ahumada. La ventana, grande, iluminaba la habitación y desde ella podía verse la garita, la plaza y parte de la playa.

El de La Política rio para sus adentros. Con ojos ladinos reparó en toda la parafernalia del régimen que rodeaba a El Catalán. 

- Siéntese, Romerales. ¿A qué se debe su visita exactamente? – preguntó Antonio haciéndose el despistado y ofreciéndole una silla.

- ¿No se lo han comunicado?

- Sí, pero ya sabe cómo son los documentos oficiales, poco explícitos – corrigió.

- Es por el tema del nazi.

- El señor Helmut.

- El mismo – confirmó el de la brigada político-social.

- ¿Qué problema hay? – preguntó Antonio con una cara muy seria.

- Nada importante. Es pura rutina. Ya sabe que estamos detrás de estos individuos, más que nada para tenerlos controlados de algún modo. Los americanos están muy pesados.

- Su muerte fue natural - zanjó el sargento -. Así lo acreditó el forense.

- Si. He leído en informe. Pero existen lagunas sobre el motivo de la presencia de este hombre aquí. Me gustaría hablar con los propietarios de la casa donde se hospedó.

- Ya hablé yo con ellos. No parecían saber nada.

El Pistolas entornó los ojos, como si midiese al sargento.

- Hoy día nadie sabe nada. Por eso conviene ayudar a recordar, para aclarar mejor las cosas.

Quedaron en silencio. En la calle se oía el traqueteo de un motocarro.

- ¿Qué se propone?

- Quiero hablar con el tal José ese, nada más. Lo tenemos fichado.

- Me parece bien. Pero será en mi presencia.

- ¿Cómo?

- Yo soy aquí la autoridad. Y quiero tener conocimiento de primera mano de lo que suceda o se averigüe.

Romerales torció la sonrisa y respondió chulesco.

- Por supuesto. Yo no me escondo de nada.

- Como debe ser. ¿Dónde se va a alojar esta noche?

- ¿No tienen ustedes aquí sitio? – preguntó algo perplejo el de La Social.

- En el calabozo – respondió con franqueza el civil.

El Pistolas quedó con cara de tonto.

- No me venga con bromas – acertó a protestar.

- Se lo digo en serio. Ahora tenemos sitio. Así podrá usted comprobar de primera mano lo bien que están nuestras instalaciones.

Romerales volvió a sonreír con su palillo entre los dientes.

- ¿Le importa si fumo?

- En absoluto.

- ¿Quiere? – le dijo ofreciendo un cigarrillo.

El sargento alzó la mano como si parase el tráfico. Romerales se llevó el suyo a la boca y lo encendió. Aspiró con fruición.

- ¿Me va a enseñar la maleta del muerto?

- Hay poco que ver. Ropa sucia.

- ¿Dinero?

- Poco. Lo justo para ir tirando. 

- ¿Armas?

- Ninguna.

- Apuesto a que José lo desvalijó primero – comentó Romerales muy solemne, igual que había visto hacer a Bogart en las películas de misterio.

- No lo creo – suspiró Antonio -. Aunque sospecho que quiere sacar algo. Me dijo que le debía dinero, pero su mujer dejó claro que no.

El Pistolas celebró por dentro la confidencia del sargento. Éste se había dejado llevar por su celo profesional y había bajado la guardia. Era una pequeña victoria, que el de La Social se guardó de airear. Antonio, por el contrario, lamentó el desliz.

- Bueno. Creo que saldré a buscar un sitio donde comer, estoy esmallao.

- No es necesario – corrigió la Bernarda, mujer de El Catalán, que asomó oportuna a la puerta, sin solicitar venia -. Se queda usted con nosotros.

Al sargento le mudó la cara. Pero la parienta lo ignoró a sabiendas.

- ¿Qué necesidad tiene de estar dando vueltas por este pueblo, que no hay nada de nada? Si le toman a usted por un turista le sacan los pocos cuartos que traiga. Ni pensarlo, se queda usted aquí y nos cuenta cómo están las cosas en la capital.

- Muchísimas gracias…

- Bernarda – confirmó ella.

El rostro del sargento enrojecía por momentos.

- Gracias de nuevo, doña Bernarda. Le estoy muy agradecido – dijo sonriente El Pistolas.

- Ahora mismo le digo a la chica que ponga otro plato. ¿Le gustan a usted las judías con chorizo?

- Muchísimo.

- Lo digo por los gases. Hay gente a la que les sientan fatal. A mi marido, por ejemplo.

- Bernarda – mugió el sargento -, haz el favor de ocuparte de la mesa que tenemos una cosa importante de la que tratar.

- Claro, claro. Todo es importante, menos tu mujer – refunfuñó -. No le haga usted mucho caso, es su carácter – remató antes de desaparecer por donde había venido.

- Qué mujer tan hospitalaria – comentó Romerales, para quitarle hierro al asunto.

El sargento echaba chispas. Bartolo se sonreía en la garita.

miércoles, 2 de octubre de 2024

El libro que imaginaste, porque no lo encontraste

Eso de ir a la librería y que no tengan el libro que buscas es algo difícil de digerir. El proceso es silencioso pero latente. Te viene a la mente un título por el que sientes curiosidad, que has visto en alguna de esas páginas del internete donde lo venden de segunda mano pero muy caro, y en tu bendita inocencia crees que, por un golpe de suerte, van a tenerlo impoluto en el almacén de la librería más chachi piruli de tu ciudad, esa donde tú haces singulares hallazgos de higos a brevas y presentan libros de vecinos tuyos. Llegas con toda la ilusión del mundo y arrebuscas entre los anaqueles, cubriéndote de polvo y dejándote la vista, para terminar claudicando y tener que dirigirte al hortera, que te mira con benignidad santoral. Allí, junto a la pantalla del ordenador le das la referencia y te lo busca. No lo tienen. Y no te lo van a poder facilitar. Y te quedas con un disgusto muy grande que no te lo calma ni las obras completas de don Miguel de Cervantes. Entonces te pillas el último de García Lorca, Lorca y sus perros, que es lo último del falangista, y te marchas canturreando el romancero gitano, pero a tu aire, que no se rían de tí los Escobedo o los Cortés. Y haces un esfuerzo enorme por olvidar aquel título, que no te lo perdonarás en lo que de vida te quede. Los mejores libros serán siempre los que no leíste, pero imaginaste.


martes, 1 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo8. Los nuevos inquilinos.



Cuando José regresó a su casa encontró a su mujer presa de un ataque de nervios. Los niños estaban asustados. Todos se le abrazaron. El hombre sospechó que algo grave había sucedido al sentir que ella temblaba. Durante unos segundos aguardó a que Rosa se tranquilizase. En la sazón en la que la notó sosegada, repartió sonrisas y promesas, y mandó a los niños a jugar al corral. Cuando quedaron solos, padre y madre, le preguntó la causa de su desasosiego.

- ¿Qué ha pasado?

- Un hombre entró en casa.

- ¿Qué? ¿Quién era?

- No sé, no pude verle la cara. Me agarró por la espalda y no me pude rebullir.

- ¿Qué quería?

- Buscaba el maletín del señor Helmut.

- ¿Qué maletín?

- No lo sé. Ya le dije que aquí no había nada suyo, que se lo habían llevado todo. Pero me amenazó con hacerle algo a los niños si no se lo llevaba a las chumberas.

José meditó tras escuchar el testimonio y le restó importancia.

- Bah. Algún espabilado que ha querido sacar tajada de la desgracia ajena. No hay que darle mayor importancia.

- Tengo miedo. Deberíamos avisar a los civiles.

- No te sofoques. Yo me encargaré. Me acercaré a ver si ese cobarde es capaz de dar la cara.

- ¿Qué vas a hacer?

- Tú déjame. 

- No me vuelvas a dejar sola.

- Va a ser un momento. Vuelvo enseguida.

José hizo caso omiso de las protestas de la mujer y se encaminó a la loma donde crecían las chumberas, rebosantes de higos. Rodeó el lugar para hacerse ver varias veces.

Después de fumar un par de celtas con cierto frenesí, de ir y venir, subir y bajar por lo alto del cerro, José decidió que ya había hecho el tonto demasiado rato. Buscó sombra bajo un cercano alcornoque y esperó paciente a que alguien acudiese al reclamo. El sol castigaba sin piedad el higueral, iluminando sus espinas. Un lagarto subido a una piedra, de las que debieron servir alguna vez de muro, se dejaba hostigar por los rayos y mantenía una posición desafiante a sus efectos. Del suelo emergía un fuego invisible que lo quemaba todo y hacía bailar con frenesí el aire de la superficie.

José miró en derredor impaciente, pero sabedor de su derrota. Usó una mano de visera y oteó el horizonte, fijando su atención allí donde por la noche veía parpadear luces. Fue la última oportunidad que le dio al hipotético chantajista que, naturalmente, no asomó un pelo. A continuación, volvió sobre sus pasos. Maldijo el día en que recaló en aquel pueblo. Sabía que muchos se la tenían guardada, enemigos sin otro motivo que la envidia. Sospechaba, con el fundamento que le daba la experiencia en tal ambiente, que el asalto a Rosa no había sido sino obra de algún malafollá del lugar, y ya le empezaba a poner cara. En esa reflexión se concentraba cuando despertó a la realidad. Con el rabillo del ojo advirtió un movimiento.

Del cambio de rasante de la carretera emergió un vehículo, cuya trayectoria siguió José frunciendo el ceño. Era un auto oscuro y de grandes dimensiones. Matrícula extranjera, como no podía ser de otro modo. Desde la altura en la que se encontraba, el hombre pudo contemplarlo sin impedimento. Un mal presentimiento le asaltó al advertir que reducía la velocidad, invadía lentamente la cuneta y se detenía precisamente a la puerta de su casa. 

Se apartó del higueral de chumbos y descendió la pendiente levantando una espesa nube de polvo hasta la carretera.  La recorrió a paso ligero, con el firme propósito de llegar cuanto antes a la vivienda, con la preocupación marcada en la frente, surcada de gotitas de sudor.

Un Citroën imponente, de los que llamaban tiburón, de un flamante color negro, obstruía la entrada. José le echó un rápido vistazo, sobre la marcha, y se dirigió precipitadamente a la puerta, que encontró abierta y atravesó en un santiamén.

Al verse en el interior se detuvo bruscamente. Allí descubrió algo que no imaginaba. Su mujer charlaba apaciblemente con unos extraños. Lucía y Pablo junto a ella, los miraban con mucha atención.

El grupo estaba formado por una mujer, un hombre y dos niños. Los acompañaba un pequeño perrito lanudo que no hacía más que rodearlos, ladrando y sacando la lengua. A todas luces se trataba de una familia de turistas.

El hombre era un tipo alto y delgado. Sobre su nariz descansaban unas gruesas gafas de pasta color carey y lucía un pequeño bigote. Sonreía mucho. Llevaba puesto un pequeño sombrero de paja y vestía una amplia camisa de rombos azules y negros, que caía arrugada sobre un blanco pantalón corto. Remataban sus pies unos calcetines arropados por unas negras sandalias de firmes tiras de piel y gruesa suela. 

La mujer, menuda, vestía un pantalón de los que llaman de pirata muy ceñido, que no le llegaba más que a las pantorrillas y una camiseta de colores muy escotada. Se cubría el cabello con un pañuelo floreado cuyos picos anudados a la altura del cuello colgaban hasta el pecho. Llevaba puestas unas gafas de sol negras y sonreía con la misma intensidad que el hombre.

Los niños vestían ambos iguales, con una ropa idéntica, pantalones cortos azules y camisetas de rayas horizontales rojas y blancas. No debían de tener edades muy diferentes a las de los de la casa. Parecían muy educados, por su inexpresividad y compostura. Apenas se movían, intimidados por los de su edad, morenos y tiznados de suciedad.

- José, pasa – anunció Rosa -, no te quedes ahí. Este es mi marido.

La pareja puso toda su atención en el hombre, al que saludaron efusivamente.

Rosa estaba relajadísima, José no creía que fuese la misma persona que dejó minutos atrás. Sus miedos habían desaparecido por completo. Atendía con una amplia sonrisa a los visitantes, tal vez contagiada por las de aquellos.

- Es un matrimonio de Bélgica. Monsieur y madame Dumont. Van camino de Málaga y han decidido detenerse a descansar aquí unos días. Preguntan si tenemos habitaciones libres.

- Encantada. Mucho gusto – dijo la mujer, en un castellano entrecortado. El marido de ésta balanceo cordialmente la cabeza varias veces, y ella continuó hablando –. Es un sitio muy bonito. Son muy bellas las vistas al mar en esta parte. Nos gustaría descansar aquí. ¿Es posible hacerlo? Su mujer ha dicho que tenía que consultarlo con usted.

José tardó en reaccionar. Estaban produciéndose muchos acontecimientos inesperados en el mismo día. Su mente barajaba posibilidades a toda velocidad. Pero determinó que todo aquello podría beneficiarle no sólo económicamente. Rosa y los niños no se quedarían solos en casa.

- Bienvenidos. Precisamente ahora está la casa libre.

- Eso les he dicho yo – corroboró su mujer.

- Se pueden instalar con toda comodidad en la segunda planta, así podrán disfrutar del paisaje que ofrecen los balcones. ¿Han traído equipaje? – respondió solícito.

- Sí, en el maletero. Son varias maletas.

- Yo se las entraré. Pablo, ven a ayudarme.

Salieron. Monsieur Dumont fue con ellos para hacerse cargo de alguna.

- No se moleste, señor. Ya nos ocupamos el chico y yo. Usted suba con su mujer arriba, que Rosa les enseñará las habitaciones.

Como el extranjero no parecía entender, tuvo que quitarle una que ya había cogido y hacerle señales con las manos y gestos con la cara para que captase la idea. Extrañado primero, pero sonriente después, el belga aceptó la iniciativa del que iba a ser su casero. 


lunes, 30 de septiembre de 2024

De cuando me cruzaba con el Carrillo

Hace veinte años yo me cruzaba habitualmente con don Santiago Carrillo por el paseo marítimo del Rincón de la Victoria. Iba el señor muy sonriente, sin enseñar los dientes, de la mano de una señora muy distinguida, como sólo saben serlo las ricas que son de izquierdas. Y a ambos les acompañaba un sujeto del que no guardo memoria por lo insulso o poco glamour que gastaba. Igual era un chofer, pinta de segurata no tenía. Yo empujaba mi carrito cargado de mellizos y lo observaba con atención, detalle que, supongo, me agradecía. En muchas ocasiones estuve por detenerme y decirle algo, presentarme, darme a conocer y hacerle una pregunta, por el eurocomunismo o Rumanía, e incluso decirle que en cierta ocasión le otorgué mi voto, esos romanticismos de juventud. Pero me contenía, porque nunca he sabido dirigirme a los famosos. Me surge el dilema de tratar con la persona o el personaje. Si me ocupo de la persona no sé de qué hablarle, puesto que no la conozco. Y si se trata del personaje no se me ocurre otra cosa que tratarlo como tal, aunque me importe un pimiento de quien se trate, más que nada para que no se sienta menos famoso, siempre he sido generoso con los soberbios.

Pues con el político, ni lo uno ni lo otro, era un encuentro que se producía a diario a una hora determinada, por coincidencia de horario, si más, y ahí quedó eso. Pasaron los años y dejamos de vernos. No es algo que me entristezca, sí el hecho de que ya no empujo el carrito de mis niños, que asomaban sus piececitos desnudos mientras yo imaginaba quimeras.



sábado, 28 de septiembre de 2024

Oro Nazi. Capítulo 7. El sospechoso.

 

Cuando bajó de la camioneta con el resto de los trabajadores, sudoroso, oliendo a humo de caña y repleto de arañazos, la camisa y el pantalón sucios, José apreció que la plaza estaba más concurrida de lo habitual y los vecinos allí reunidos lo escudriñaban con cierta expectación. Descubrir entre los curiosos a su propio hijo, esperándole, le puso sobre aviso. Barruntó para sus adentros que algo malo había sucedido en su ausencia.

- ¿Qué pasa? ¿Qué haces tú aquí? – interrogó a Pablo cuando lo tuvo a su vera, sin aspavientos ni alzando la voz.

- Papa, se ha muerto el señor Helmut – soltó el crío.

- ¿Cómo? - preguntó incrédulo, intentando conservar la calma.

- El sargento quiere que te pases por el cuartelillo.

- ¿Y tu madre y tu hermana?

- Están bien.

Recibido el aviso, José quiso aclarar cuanto antes su papel en aquella historia. Ambos se dirigieron sin tardanza a tratar el asunto con la autoridad, seguidos por todos los ojos de cuantos le vieron bajar del vehículo.

Bartolo, el guardia que había en la puerta del cuartel le franqueó el paso y condujo a padre e hijo hasta el despacho. Antonio le aguardaba. 

- Dile al chico que espere fuera – ordenó el sargento al verlos entrar.

Quedaron solos.

- Toma asiento. ¿Lo sabes ya?

- Me lo acaba de decir el crío.

Antonio El Catalán sacó unos cigarrillos de una caja y ofreció uno a José, que lo aceptó. Con un mechero de yesca encendió ambos. Le dio un par de chupadas largas y profundas al suyo, hasta que notó los pulmones llenos, después expulsó el humo lentamente y lo estudió en su ascenso al techo de la habitación.

Los dos hombres disfrutaron unos instantes de la etérea atmósfera del tabaco encendido. 

Una vez que Antonio reunió las ideas necesarias pasó a hacer las preguntas pertinentes.

- ¿Qué sabías de ese Helmut?

- Nada – respondió José de inmediato -. Era un hombre muy discreto. Apenas abría la boca. No salía de su cuarto más que a pasear antes de dormir y no se relacionaba con el resto de los huéspedes.

- Ya. Era alemán, ¿sabes? Estuvo aquí en España durante la guerra.

- No tenía ni idea – respondió José sumiso, mirando al infinito.

- ¿No recuerdas nada en especial? Algo que te llamase la atención. 

- Nada.

- ¿Era un tipo tan formal como asegura tu mujer?

- Pues… No tengo queja.

- Un buen negocio entonces, ¿no? – comentó con cierta malicia el sargento.

José quedó algo confundido, sin alcanzar a discernir con claridad el objeto del comentario. Dio una calada al cigarro y optó por añadir una puntualización.

- Tampoco es eso… Lo único que puedo decir en su contra es que nos debía el último mes. Pero prometió pagarme en breve. Me aseguró estar esperando un dinero de un negocio – respondió, arrepentido en parte de la confesión, por no saber si traería algo bueno o malo como consecuencia. Notó que se le humedecían las manos.

Quedaron en silencio tras la declaración, mirándose cara a cara a través del humo. El sargento ni se inmutó tras lo oído. Estampó lo que le quedaba del pitillo contra el cenicero como si pusiese un sello y dio por terminada la entrevista.

- Bueno. No quiero preocuparte, pero esto traerá cola. Ya he dado parte a Granada y vendrán los de La Político-social haciendo preguntas. Ahora están muy pendientes de toda esa gente que se refugió aquí, quieren cortar flecos, por los americanos y todo eso de la ONU. En fin – cortó, temiendo haber sido demasiado explícito. No podía permitirse ciertas debilidades, se decía a sí mismo -. Vete a casa, tu mujer estaba muy asustada.

José se reunió con su hijo en la calle y juntos se alejaron de la puerta del cuartel. Antonio, mientras aquellos se apartaban, asomó a la puerta y se acercó a Bartolo murmurando:

- Esto va a traer cola.

Los civiles quedaron en silencio observando cómo ambos tomaban el camino de la rambla y se alejaban. Sobrecogía verlos tan vulnerables y desamparados.

- A todo esto, ¿cómo está la mujer de Manu?

- Está con dolores, pero dice la comadrona que es pronto -. Respondió Bartolo.

Padre e hijo caminaron sin despegar los labios, conscientes de que eran el centro de atención. Los vecinos ya hacían cábalas por la suerte del Rosario. No se hablaron hasta verse en lo alto de la cuesta, más allá de las últimas casas.

- ¿Cómo quedó mama?

- Estaba preocupada, pero ya se le pasó.

- ¿Y vosotros?

- Bien. Papa, ¿era el señor Helmut un hombre importante?

- No lo sé – respondió y se detuvo en seco. Tomó a su hijo en brazos y le aleccionó –. Nosotros no sabemos nada de míster Helmut, ¿entiendes? Te pregunten lo que te pregunten tú di siempre que no sabías nada.

El pequeño asintió, percibía la ansiedad en el tono de las palabras de su padre.

Al llegar a la casa, Rosa salió a recibirle. Se fundieron en un abrazo.

- ¿Qué te han hecho?

- Nada. Sólo me han preguntado qué sabía de él. Ya les he dicho que era un hombre muy discreto y que apenas salía. No creo que nos den más problemas.

José calló, no quiso comentarle nada acerca de la posible visita de La Social. Confiaba en que todo aquel cúmulo de contrariedades pasase pronto y se quedase en un mal recuerdo. No por ello obvió el detalle de prepararse para lo que pudiese acontecer. Con la mente empezó a recitar su letanía, sin olvidar puntos y comas, que repetía periódicamente para sacar el pescuezo si las cosas se torcían.

Al día siguiente de los acontecimientos descritos, los miembros de la pequeña familia retornaron a sus obligaciones habituales del resto del año. La casa había quedado al fin sin huéspedes y ya había que buscarse la vida con otra actividad. Se hacía necesario reubicarse también.

José se levantó temprano y bajó al pueblo en busca de faena, en lo que fuese, y los niños se refugiaron en el corral a jugar, aprovechando los pocos días que quedaban antes de reincorporarse a la escuela. Rosa se dedicó a limpiar la casa y a preparar las habitaciones para volver a hacer vida familiar en ellas. Cuando más atareada estaba, oyó golpear con energía la aldaba de la puerta que daba a la calle. Salió a abrir y comprobó estupefacta que no había nadie.

Miró a izquierda y derecha, a lo lejos. Nada, no se veía un alma por los alrededores. Se quedó algo extrañada, juzgó que había sido una jugarreta de su imaginación y decidió volver a sus quehaceres.

No obstante, intuyó que algo no andaba bien. Se asomó al corral a comprobar cómo se entretenían los niños. Descubrió que estaban distraídos con sus juegos, como sospechaba.

En el corral tenía faena. Repasó los comederos de los animales y baldeó el patio. Se entretuvo con las plantas que crecían allí. Observó los muros y las paredes, determinó que necesitaban una mano de cal.

Después de valorar las necesidades de la fachada, estimó que era oportuno retomar las tareas con las que inició el día, se hizo con un cubo lleno de agua y regresó al interior de la casa.

Barrió y pasó la fregona por las dos plantas, atenta a la novela de una emisora de radio que acostumbraba a oír. El serial se recreaba en las desdichas que sufría la protagonista, una joven huérfana, y su desafortunada existencia no vaticinaba señales de cambio en un futuro inmediato. Ahora acababa de descubrir que el torero al que amaba carecía de miembro viril, por haberlo perdido en una corrida. El descubrimiento lo hacía mientras él dormía, y la sorpresa la obligaba a salir huyendo del dormitorio donde estaban. Un piano aporreado daba más dramatismo a la escena, antes de dar paso a la alegre música de los comerciales.

Rosa no se perdía un episodio. Que cada día resultaba más imposible, pero siempre edificante.

Después de adecentar los dos pisos y dejarlos de limpios como a ella le gustaba, se armó de valor y subió a la cámara, con la intención de hacer lo mismo. Al entrar en ella se llevó una gran sorpresa. La habitación estaba revuelta. La cama había sido movida de sitio. El colchón destrozado, lo habían desarmado por completo, y enseñaba sus vísceras de lana, trapos y muelles. Miró en derredor y comprobó horrorizada que también se habían empleado a fondo con el mobiliario. Las puertas y cajones abiertos, algunos por el suelo. 

Alguien había hecho todo eso, quizás buscase algo, pero allí no había nada que encontrar. 

Rosa quiso salir de inmediato y pedir ayuda, pero unas manos poderosas la retuvieron. Sintió con angustia que le inmovilizaban un brazo. Antes de que pudiese hablar le habían tapado la boca. A su espalda escuchó una voz quebrada, de acento áspero.

- Chist. No grites y no te pasará nada.

La mujer quedó paralizada por el miedo. No hizo amago alguno de defenderse. Tal vez su sumisión le salvó la vida o el hecho de que el agresor tenía otros intereses.

- Si respondes pronto no le pasará nada a tus hijos.

Ella asintió.

El que la sujetaba cesó en la presión que ejercía sobre su boca y se la dejó libre para que contestase.

- ¿Dónde está el maletín?

- ¿Qué?… ¿Qué maletín? – balbuceó.

- No te hagas la tonta – le respondió la voz mientras le retorcía el brazo -. El maletín de Helmut.

- La Guardia Civil… Se llevaron la maleta, se lo llevaron todo.

- A mí no me engañas. Sé que había un maletín. Quiero que lo encuentres. Cuando aparezca lo vas a llevar a las chumberas del cerro y allí lo vas a dejar. ¿Ha quedado claro? Te estaré vigilando. No intentes engañarme. No lo intentes o mataré a tus hijos – sentenció.

Rosa sintió que desfallecía. En ese momento cesó la presión y el extraño la soltó. Cayó estrepitosamente de rodillas, sin tener oportunidad de reconocer a su asaltante. La rapidez del desenlace no le dio más oportunidad que ver fugazmente los zapatos negros de éste al marcharse. Impotente, se puso a llorar como una Magdalena, bañando el suelo con sus lágrimas y cubriéndolo con su cabello.

Cuando recobró la cordura y tuvo el valor suficiente salió del cuarto a gatas, se agarró a la baranda con fuerza para incorporarse y bajó confusa y entumecida la escalera, con riesgo de caer y rodar sobre los escalones. Salió al corral tambaleándose y se puso a llamar como loca a sus hijos, con los ojos humedecidos y una agitación desacompasada en el corazón. Cuando aparecieron, ignorantes al drama y temerosos por alguna regañina inesperada, se fundió con ellos en un fuerte abrazo. Los pequeños no supieron interpretar con exactitud el suceso.

- ¿Qué pasa, mama? ¿Por qué lloras?

- ¿Dónde estabais? ¿Dónde estabais? – les reprochó.

Unidos a una, soportaron juntos el pánico de la madre en silencio.

Tras el desasosiego la mujer se serenó, no precisamente de inmediato sino muy despacio, y les ordenó entrar con ella en la casa y que no se apartasen un momento de su lado. Cerró puertas y ventanas, se sentaron todos juntos en un sofá formando una piña y aguardaron pacientes el regreso del padre.