Observo mi biblioteca y advierto lo distinta que es de la de los famosos que se fotografían delante de la suya. Hubo un tiempo en el que proliferaban en las revistas del corazón las fotos del chalé, la piscina, las caballerizas, la pista de tenis, la bodega o el salón comedor de las personas más populares del mundo de la farándula, la política y el ámbito empresarial. Y aquellos señores y señoras levitaban por aquellos espacios muy bien vestidos y muy contentos, en una especie de limbo inalcanzable para los que esperaban su turno en el practicante o la peluquería. Ahora aquella costumbre la han completado, o sustituido según el caso, por la de enseñar la biblioteca. Te ponen unas fotos en blanco y negro, que le da como más seriedad al asunto, y se ve al propietario, o propietaria, iluminado por unos dientes de dentífrico que muestra sin pudor, vestido como de andar por casa, pero bien, (arreglado pero informal que decía la canción), posando como quien hace una gracia espontánea y presumiendo con la existencia a sus espaldas de una estantería impresionante, de firmes paredes, baldas y listones de roble, cristal o metacrilato, que ocupa toda una pared o varias, repleta de gruesos volúmenes uniformados, de cubiertas en piel o tela, ediciones de lujo o muy antiguas, adornadas con dedicatorias empalagosas o farragosas de algún figura de la literatura que todavía colea, y algún que otro incunable que, naturalmente, no se va a parar a leer con todo lo ocupado que está salvo para salir en la foto. Todo muy limpio y ordenado, como papel de pared o fresco florentino, de anuncio en pocas palabras.
La mía, por el contrario, me refiero a mi biblioteca, es un desbarajuste de estanterías y baldas de distintas procedencias, estilos y colores, materiales y condición, de esas de móntelo usted mismo, con o sin instrucciones, modulares o fruto de la unión artesanal de varias hábilmente engarzadas, y recodos de pladur de cuando tiene uno algo de pasta, que dan mucho color a la casa porque se van repartiendo por toda ella, sea pasillo, dormitorio, cocina o cuarto de baño. Todo vale.
En ellas se apiñan del mismo modo, para no romper con la anarquía dominante, libros, librillos, libretas y librotes, incluso revistas y tebeos, de todas las formas y diseños. Colecciones incompletas o mutiladas, solteras, libros de quiosco, de ocasión, de segunda mano, distraídos y sustraídos, olvidados, recogidos del autobús o el metro, rescatados del contenedor de la basura o recibidos como obsequio del amigo que sabe que lees y cree que cualquier cosa, con o sin pastas, con hojas repetidas o sin algunas, de esta y aquella otra editorial, y también de ediciones respetables, pero en franca minoría, y que además, con los años, parecen terminar empatizando con los otros y camuflándose definitivamente entre ellos. Comparten espacio con las fotos de los niños de comunión, la niña en la graduación, los abuelos en un viaje por el extranjero y alguna que otra de la mascota que pasó a mejor vida; pero también con el recuerdo, el muñequito, el calendario, el reloj o un mando a distancia, incluso la caja de lata de costura. Se van amontonando, (todo ello), sobre las diferentes y repartidas baldas, en varias filas, según la profundidad de estas, derechos o tumbados por su altura, lo que les da cierto aspecto de cordilleras caprichosas o escalones de vagas mesetas. Pasando el dedo por alguno de ellos, sorprende el interés del polvo por la lectura, pues pese a la repetida acción del plumero recupera en pocas horas su bancada predilecta y se convierten en la nieve del relieve descrito.
Dicho esto. Lo que quería decir es que cualquier día le pego fuego a todo.
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