De mis dibujantes favoritos he de destacar a Simon Bisley, cuyo estilo, sin duda, no va con el mío, por ser más barroco el suyo, pero que no ha hecho, conforme lo he ido conociendo mejor, sino provocarme admiración y respeto, para acabar calificándolo de artista genial, imprescindible e inolvidable. Es el diseño arriesgado de sus personajes, esa violencia contenida e incómoda, y el color fuerte y vigoroso de sus ilustraciones lo que me ha subyugado desde que tuve oportunidad de descubrir su obra; pero también su sutil sentido del humor para ridiculiza a aquellos galanes del cómic tradicional, introduciendo así una ruptura con la mitificación del héroe, que no deja de ser lo que en el fondo más me gusta. Cualquiera de sus ilustraciones posee ese equilibrio o armonía, tan clásica por otro lado, entre lo elevado y lo cómico, por exagerado, que bien serviría para demostrar palpablemente lo que discuto. Nunca me deja indiferente la lectura de los cuadernillos que dedicó a Lobo, el extraordinario personaje de la DC que crearon Slifer y Giffen allá por el lejano 83 del siglo pasado. Bien es cierto que el guion era de Grant, pero el arte de Bisley fue el que materializó el resultado final, tan irreverente. (A Lobo le debo el pensamiento de no querer estar ni en el cielo ni en el infierno, tampoco en el purgatorio). Bisley es colosal, en ocasiones lo saco a pasear y le permito guantear a Hergé. En las estanterías de mi casa se libran combates a muerte entre los dioses del arte gráfico. El comic hace soñar y también provoca Quijotes, temblad si encuentro una capa.
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