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miércoles, 30 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 14. El interrogatorio.

 

 

El Pistolas fue puntual a su cita. Antonio le esperaba como en la anterior ocasión en la entrada principal del cuartelillo, junto a los suyos. Se saludaron con cierta frialdad. Romerales sugirió hacer el careo en el despacho del sargento, para intimidar al sospechoso rodeándolo con los símbolos del régimen. Pero el suboficial no estaba dispuesto a que le desordenase el cuarto o algo peor.

Al final determinaron que se haría en el pasillo que daba a las celdas donde se encontraba el sospechoso. Ambos se encaminaron al calabozo.

Al Pistolas le chocó que no hubiese ningún escribiente. Pero Antonio se lo aclaró antes de que preguntase el por qué.

- Tengo a la pareja en un asunto. Yo me encargaré de levantar acta.

Romerales se sonrió. Asoció la ausencia a su casual hallazgo, por el diálogo de los fulanos del callejón, pero se guardó de decir nada.

José los recibió en silencio, aliviado porque era el fin de la espera, pero no hizo gesto alguno que lo delatase. Miró de refilón al Pistolas porque, aunque curtido en aquellas entrevistas, nunca sabía a ciencia cierta con qué sujeto iba a topar. Ciertos ademanes del policía le resultaron familiares, alguna alarma sonó en su interior. Pero lo que tenía claro es que, por fea que se pusiese la cosa, no pensaba soltar prenda. 

Romerales no lo identificó al principio, por la poca luz de interior, pero empezó a barruntar si no sería el mismo tipo de los higos y todo aquello una burla de los civiles.

El sargento abrió la celda e invitó a José a salir y sentarse en un taburete de tres patas que había en el pasillo, junto a una mesita coronada por una jarra de agua, un vaso, un cuaderno y un lápiz. Justo sobre su cabeza pendía una bombilla desnuda que colgaba de unos cables pelados que amenazaban descarga eléctrica. Una cucaracha hacía equilibrios para subir al techo. 

Al Pistolas se le quedó la cara de idiota al ver la escasez de medios. Tampoco le hizo mucha gracia no encontrar un asiento. Sólo había una silla, que ocupó el sargento. Antonio se percató de la decepción del visitante, con cierto gozo.

- Luego haremos el informe a máquina. Esto es solo para tomar notas – explicó circunspecto antes de sentarse.

Romerales estudió el origen de la luz y advirtió que estaba muy alta, demasiado para hacer los juegos que a él le gustaban y que tantas veces había visto interpretar en las películas americanas de gánsteres.

- ¿No tiene un flexo? – preguntó con decepción.

El Catalán, que le había leído el pensamiento, le respondió muy suficiente.

- Yo me apaño con esta bombilla.

Antonio y José quedaron acomodados donde queda dicho y Romerales se situó de pie detrás del segundo.

Las primeras preguntas, que hizo el sargento, fueron las habituales, de oficio: nombre, edad, condición civil, lugar de residencia, trabajo, etcétera, etcétera. Pero sin prisas, Antonio jugaba con la paciencia del extraño.

El Pistolas echaba en falta la musiquilla de la máquina de escribir, el alegre galopar de las teclas sobre el papel que le sonaban a tamborileo marcial o de ametralladora, por lo que tardó un rato en habituarse al rasgar de la punta del lápiz sobre el papel y meterse en el personaje que más le gustaba. Pero, cuando se situó en la escena y le llegó el turno, no tardó en tomar la iniciativa y exhibir sus maneras.

- Vaya, vaya, José. Total, que no eres de aquí.

- Ya se lo he dicho al sargento – respondió lacónico el aludido.

- Si, es verdad. Muy lejos de tu tierra, ¿no?

- Pche. Esto también es España.

La observación incomodó al de La Social, pero se repuso de inmediato.

- Hombre, nos ha salido ingenioso el muchacho – comentó y empezó a moverse de un lado a otro, dando cortos paseos a ninguna parte. Empezó a tomarle gusto al eco de sus pasos, que se repetían en los recovecos de las celdas.

Antonio no le prestaba la mayor atención. Le dejaba actuar y dibujaba monigotes en los márgenes de la hoja.

- Bueno. ¿Qué puedes contarnos de Helmut?

- Lo que le dije al sargento. No hay más.

- ¿Estás seguro de que no se te olvidó nada?

- Seguro.

- ¿Sabías que era alemán?

- No le pregunté de dónde era. No se lo pregunto a nadie. Me limito a alquilar habitaciones.

- Hay que informar a la autoridad competente.

- Es lo primero que hago cuando acude alguien a mi casa. Pero no soy quién para hacer indagaciones.

Romerales se detuvo un instante. Quería romper la dinámica del diálogo.

- ¿No querrás que le pregunte a tu mujer o a tus hijos? Tal vez ellos sepan que era alemán.

- Ellos no saben nada.

- Ya veremos.

José no quería dejarse llevar por el pánico. Se limitaba al guion aprendido.

El de La Social se quitó la chaqueta, que acomodó en el respaldo de la silla, y se remangó las mangas de la camisa.

- Tú eres de Sabiote, ¿Verdad? – comentó, aunque se conocía el historial del preso.

- Ya lo he mencionado muchas veces.

- ¿Sabes lo que dicen de los de tu pueblo?

- Algo he oído.

- Se nota que eres de allí.

- Gilipollas hay en todas partes.

El guantazo sorprendió incluso a Antonio, por lo veloz en su ejecución. José lo recibió impasible y se quedó tan fresco, únicamente apretó los puños.

- Vamos a volver al principio – exclamó con tranquilidad el interrogador mientras se frotaba las manos -. ¿A qué se dedicaba Helmut?

- Ya se lo dije al sargento. Estaba todo el día en la casa. Sólo salía al anochecer, daba una vuelta y volvía a guardarse. Nunca crucé con él más de dos palabras.

- Vaya, vaya. Un tipo discreto – comentó El Pistolas.

- Eso me pareció.

- Sargento, ¿no tiene usted un palo?

Antonio frunció el ceño.

- Los americanos siempre hablan de las corrientes eléctricas. Tonterías. No hay nada mejor que un palo para hacer cantar – comentó El Pistolas.

- Déjate de palos y flamencos, y vamos al grano. No tengo todo el día – respondió el sargento cansado de las fanfarronadas del otro.

- Claro – respondió el de La Política y al tiempo que lo decía obsequió a José con un capón de refilón en la sien, que le hizo estremecerse de dolor.

- Coño – protestó.

– Tienes la cabeza muy dura, te la voy a ablandar una miajilla.

El Pistolas ya se iba calentando; venía la parte que más le gustaba, aunque le jodía no tener a mano siquiera un mango de escoba para explayarse.

- ¿Dónde hiciste la guerra, José?

- Donde me tocó.

- Vaya, vaya – comentó y al tiempo se sacó unos grilletes del bolsillo del pantalón con los que sujetó al sospechoso al respaldo de la silla -. Es para que no te caigas -, comentó haciéndose el gracioso, sin serlo.

José no opuso resistencia, lo sabía inútil. Antonio aguardó a ver dónde terminaba el otro.

El Pistolas sacó la suya muy ceremonioso y aplicó el cañón a la sien del de Sabiote.

- ¿Mataste a muchos fascistas? – murmuró sarcástico.

- Soló obedecía órdenes.

- Claro, claro. ¿Y por qué?

- Porque si no lo hacías te fusilaban.

- ¿Quién?

- Los comunistas.

Como respuesta, Romerales le tiró bruscamente de la oreja derecha mientras le clavaba la Star en el moflete del mismo lado, provocándole una dolorosa oposición.

- Cabrón, eso tuvieron que hacer contigo, fusilarte.

- ¡Romerales! – bramó el sargento.

- ¿Qué pasa? – objetó con desgana el agresor. 

- Estás aquí para otra cosa.

- Este estuvo en Cartagena y fue procesado por lo del Olite – escupió.

- Aquello quedó aclarado en el juicio. Este hombre no era más que un soldado. Obedecía órdenes. No viene al caso – expuso Antonio, que conocía bien los antecedentes del detenido.

- Este era de los de la FAI, que me conozco su cuento.

- Mucho sabes tú – le soltó José con rabia, como el que lanza un dardo envenenado.

Antonio quedó confuso, sin entender aquella observación. Pero la reacción del de La Social fue violenta, la emprendió a golpes con el preso, usando la pistola como martillo sobre yunque, (la cabeza de José crujió), hasta hacerle sangrar a borbotones.

- ¡Confiesa, cabrón confiesa!

- ¡Romerales! – gritó El Catalán abalanzándose contra el ejecutor para sujetarle el brazo - ¿Qué haces? ¿Estás loco?

- Este mierda se ha creído que ya se ha escapado. Aquí lo sabemos todo y no se olvida nada. No nos chupamos el dedo - gritó en el forcejeo.

- ¿Pero a qué coño has venido tú a este pueblo? ¿A cazar rojos o a lo del alemán? – le espetó Antonio.

- ¡A las dos cosas!

- Tú eres un gilipollas – le dijo, al tiempo que le proporcionaba un empellón y le hacía perder el equilibrio a riesgo de caer al suelo.

Herido en su amor propio, El Pistolas alargó el brazo y encañonó con la suya al de la benemérita, que ni se inmutó.

- A ver si tienes huevos de disparar – le increpó éste.

Los dos quedaron enfrentados, mirándose a la cara, separados tan solo por el preso, que con la cabeza gacha temió por la vida del sargento.

Tras unos segundos que resultaron horas, se escuchó, en mitad del silencio, el ruido de unas gotas caer sobre el suelo. Un charco crecía bajo los pies de los hombres.

Romerales miró el suelo y rompió a reír.

- ¡Este mierda se ha meado! – celebró y bajó el arma.

Efectivamente, José se había orinado. El piso se cubría de un líquido oscuro y sanguinolento.

El sargento no perdió el aplomo.

- Ya hemos tenido bastante por hoy. No te quiero ver hasta mañana.

- Vaya, vaya. Pues no se hable más. Ya seguiremos – dijo Romerales bien pagado de sí mismo.

Se llevó la pipa al sobaco, se desarremangó la camisa y se puso la chaqueta con mucha parsimonia. Encendió un pitillo y marchó por el pasillo hasta la escalera silbando.

Antonio lo fulminó con la mirada.



domingo, 27 de octubre de 2024

La vida es de un expediente X

 Hay un algo raro en esto de despertarse a destiempo y no hallar el momento del almuerzo o de la cena que motiva que no nos situemos en lo cotidiano. Los cambios de hora, que obedecen a los caprichos de los que nos guían, nos apartan de la realidad diaria y nos obligan a inventarnos otra. Es en estos días cuando no distingues entre la vigilia y el sueño. La mañana te cunde más, porque estás en la de ayer, y la tarde se te hace noche cuando te asomas por el café. Si a esto lo acompañas con lo de un señor que iba para santo, pero tocaba culos tras echar el pestillo, o que todo el mundo es terrorista para Israel y los coreanos están en la frontera con Rusia, empiezas a sospechar que lo de la IA es más serio de lo que parecía, que estamos perdidos en un episodio de expediente X.

martes, 22 de octubre de 2024

Mi amigo Fernando el pirata

Un día memorable fue aquel en el que cursando la EGB, quinto curso, don Evelio, que era el maestro de todo un poco y hábil repartidor de guantazos, pidió un voluntario para recitar el poema que ese día aparecía en la lectura del libro de Lengua y Literatura. El poema no era otro sino el de La canción del pirata, esa de Espronceda, que todos conocíamos en parte, pero no por completo. He aquí que surgió de entre los pupitres, como el que se asoma por la proa del buque, nuestro compañero Fernando Cembrero, que lo sabía enterito y estaba dispuesto a superar el trago. Se puso de pie. A un lado dejó el libro y mirando al infinito, muy serio y muy formal, como exigía la circunstancia, puso en el aire el poema y creó la atmósfera en la que se desenvolvía el pirata. Uno a uno entonó cada verso, sin pausa y sin tropiezo. Se produjo un silencio imposible en una que aquellas pobladas aulas, porque Fernando con su aplomo y conocimiento nos dejó sin habla. Ya estábamos subidos al barco, algunos trepaban el mástil, otros afilaban los cuchillos, uno izaba la bandera del cráneo y los huesos, aquel se ajustaba la pata de palo, el otro se colocaba bien el parche del ojo; ese día Fernando fue nuestro capitán. Hay derivas inolvidables, aquella no la superó Homero.


lunes, 21 de octubre de 2024

El rito de la sandía

De los momento de la infancia era épico el ritual de la sandía, ese postre indispensable del verano. Se compraba la más grande cuando nos juntábamos todos los primos y se hacía tajadas respetando el centro, que mi abuela llamaba corazón y reservaba a mi tío que era su favorito, aunque lo disimulase. El juego o la gracia consistía en decir que no nos gustaba, tomar la porción entre las dos manos, probar un poquito y, tras saborearla, hundir la cabeza en ella y ventilárnosla en un periquete. La celebrada hazaña concluía con pulpa y jugo de sandía por todas partes, alguna que otra amenaza de ahogo, toses y muchas risas, después las tías repartían tortas o cachetes. Las sandías siguen estando buenas, pero he de reconocer que ya no son tan divertidas como entonces, quizás porque ya no juego a probarlas o mi abuela no esté para cortarlas.


Oro nazi. Capítulo 13. El detenido.



Romerales, tras dar cuenta del frugal menú del cuartelillo y contar a la anfitriona anécdotas de la capital, ganándose así su simpatía y acabando con la paciencia del marido, pasó la tarde recorriendo el pueblo, averiguando dónde podía pasar la noche. No le agradaba la idea de sufrir el catre del calabozo por bien que se lo hubiese pintado el sargento.  Por tal motivo se hizo notar aún más en la localidad, no ocultaba que disfrutaba con aquella popularidad que su presencia generaba allí donde se presentaba, se sentía importante. En algún que otro garito le invitaron a un trago, con toda seguridad para ganarse un salvoconducto o lavar el buen nombre de un apellido indiciado. Algunos parroquianos, por su parte, aprovechaban para convertirse en confidentes y denunciar a algún vecino que les hacía la vida imposible o al que tenían rabia, o una cuenta pendiente. A todos atendía el de La Social entre copa y copa, aceitunillas y pescaitos fritos, aprovechando, decía, que no estaba de servicio. Iba así reuniendo, entre chistes y bromas de mal gusto, la información que le interesaba, para el asunto que le había traído u otros en los que andaba o venían de antiguo, y justificaban su sueldo. Nada caía en saco roto. A todo le sacaba partido, o se lo sacaría.

Por fin, después de mucho gastar suela y llenar la vejiga, dio con sus carnes en la casa de La Concha, un putiferio muy celebrado en el entorno donde acudían turistas y viajantes, a conocer, decían, los bailes españoles y en especial, los más avispados, la entrepierna de las bailarinas. El local se ubicaba en las proximidades de la playa, pero apartado del resto de las viviendas; tenía un par de pisos, y el bajo era el espacio abierto al público. La decoración era un maremágnum de adornos y objetos sin conexión que le daban un aspecto folclórico y rural, pero resultaba atractivo a los nórdicos. Cartelones de acontecimientos taurinos, banderillas y escarapelas, la cornamenta de un ciervo, peinetas, mantones de Manila, fotos de folclóricas y estampas de santos en los huecos de las paredes; varios pufs marroquíes repartidos por el suelo, columnas salomónicas de un retablo barroco coronadas de macetones con geranios y otras excentricidades conviviendo en buena armonía. Allí se unió el policía a la parranda, de las guitarras, las palmas, el taconeo, el ir y venir de volantes de lunares, tetas, muchas tetas y el tintorro peleón con el que la mayoría de los parroquianos claudicaba; y cuando le entró el sueño por seguir la jarana se acostó con una de Ronda, de piernas robustas, que en cuatro saltos no tardó en dejarlo para el arrastre, roncando como un cerdo después de revolcarse en el cieno. Momento que aprovechó la amazona para largarle un escupitajo de un luminoso verde limón en el entrecejo. Arropado de este modo, feliz como un niño, Romerales pasó lo que restaba de noche.

Al día siguiente, despertó el figura cuando casi era la hora de almorzar. No le dio mayor importancia, era reacio a madrugar. Sin perder la calma, cuando se situó y recordó dónde había rematado el día, se incorporó y buscó el modo de acicalarse. Pidió agua y le pasaron una escupidera llena, detalle que tomo a guasa, sin ver mala intención. Se aseó como pudo, tirando más agua al suelo que otra cosa y dejándose la mierda en las orejas para mejor ocasión. Tomó la camisa y el traje arrugado, condecorado de posos de café y coñac, y se vistió silbando el himno nacional. Antes de irse del antro soltó varias gracietas a la dueña del local y sus distinguidas discípulas, que se las rieron con paciencia y rabia contenida porque se hizo el longui a la hora de pagar el servicio. Y en el momento en que se cansó de dar la lata se despidió y se dirigió al cuartelillo, sin desviarse más que en una churrería que estaban cerrando, en la que hizo acopio de sustento.

El sargento le aguardaba en la mismísima puerta, al resguardo del dintel del portón con cara de pocos amigos.

- ¿Has desayunado? – le preguntó Antonio, a sabiendas de que lo había hecho por las pistas que traía en la mano.

- Unos churros ahí en la plaza – dijo, enseñando un par de ellos ensartados por un junco. Traía los dedos tan pringosos que reparo producía darle una mano.

- Lo tuyo no es la discreción, Romerales – manifestó con desagrado el civil -. Ya he ordenado a la pareja que traiga a José.

- Fenómeno. Ese ha contado todo antes de que salga el autobús de la una – expuso con suficiencia.

- ¿Ya tienes el billete? – cortó en seco el sargento.

- Ninguna prisa. Es un decir.

- Ah.

La vía pública ganaba actividad conforme avanzaba la mañana. Había cierta expectación entre los viandantes al advertir que las fuerzas del orden se reunían en la fachada principal del cuartel. Todo el mundo imaginó acertadamente, por costumbre, que algo estaba a punto de suceder. Ya circulaban rumores sobre una posible detención y se mencionaba algún nombre.

Cuando acudió José escoltado por los dos números, uno a cada lado, cesaron las cábalas. Venía con la cabeza gacha, mirándose los pies. Unos callaron y otros exigieron al resto un reconocimiento a sus sospechas. “Ya lo decía yo”, “estaba cantao que venía por éste”, “siempre sospeché que era rojete”, comentaban los últimos para darse importancia. Hubo quien mencionó la mala fortuna de la mujer y los hijos.

Sin embargo, el hecho de aparecer en la plaza, custodiado como queda dicho, pero cargando con una espuerta repleta de higos chumbos no hizo sino sembrar cierto desconcierto y generar nuevas controversias.

Lo habían sorprendido no muy lejos de la casa, cerca de la chumbera, con la carga que traía. No era asunto de mucha importancia, pero como todo tiene un amo, la autoridad se aprovecha de cualquier motivo para amedrentar al sospechoso; y, en este caso, a los guardias le vino que ni pintado encontrarlo en tales circunstancias, con las manos en la masa. José maldijo su mala suerte, pero era consciente de que el motivo de la declaración iba a ser otro.

Incluso Antonio zozobró frente a la estampa del sospechoso, por inesperada, pero consideró que podría ser oportuno para desviar la atención y no generar más incertidumbre entre los vecinos.

Por otra parte, era la excusa perfecta para fastidiarle el plan a Romerales, que ya se hacía en Granada.

Romerales no pensó en nada más que en el personaje que se acercaba escoltado. Como no lo conocía físicamente, tampoco le ayudó la facha que traía, por lo que concluyó que no era el que esperaba.

- Vaya, vaya –comentó el sargento cuando tuvo delante a José -. ¿Esto qué es? No sabía que te dedicases a robar fruta.

- Usted sabe, mi sargento, que todos en este pueblo toman higos de la chumbera de la rasante, no soy el primero ni el último – se excusó el sospechoso.

- Ya, ya. Pero es a ti a quien hemos pillado. Ahora nos vas a explicar que pensabas hacer con esto y a pagar la correspondiente multa. Bartolo, lleva eso a la cocina y conduce a éste al calabozo. Luego hablaremos.

Así como entraron los tres, Antonio modificó el programa y despachó a Romerales.

- De momento vamos a dejar para más tarde la entrevista. Ahora quiero aclarar con este fulano lo de la fruta.

- No me jodas.

- No me hables así.

- Voy a perder La Alsina.

- No es mi problema.

- Tengo cosas que hacer en Granada.

- Nadie te retiene. Tú veras.

Al de La Política no le hizo gracia el cambio de planes. Estaba deseando algo de acción, acabar temprano y volverse para casa con el deber cumplido, y aquello le ponía de los nervios. Pero se guardó de expresar su disgusto y cerró la boca apretando los dientes. 

Antonio le miraba con el rabillo del ojo y se regocijaba por dentro notando el mal simulado gesto de frustración del otro.

Mientras tanto, uno de los guardias condujo al sospechoso al abrigo de la umbría que daban los calabozos, y lo dejó instalado en uno.

- ¿Me vais a tener mucho rato aquí? Por lo menos dad razón en mi casa de que estoy preso.

- No te quejes. Ya se lo habrán contado a tu mujer, aquí las noticias vuelan.

José no quedó muy conforme, le reconcomía una preocupación.

- Dile al sargento que quiero decirle una cosa, es importante.

- Vaya. ¿A qué viene esa prisa? ¿No podías habérselo dicho antes?

- Es urgente. Hazme el favor – suplicó José.

Al apreciar cierta preocupación en el tono del preso, el guardia buscó a su superior para hacerle la confidencia, con discreción, para que El Pistolas no se coscase.

- Mi sargento. Que dice su mujer que entre un momento.

El Catalán quedó en suspenso, a sabiendas de que su mujer no estaba. Pero siguió la corriente al subordinado para no levantar la liebre.

Romerales se revolvió.

- ¿Cuándo vuelvo?

- De aquí a un par de horas.

- ¿Con la caló?

 - ¿No querrás que lo hagamos por la noche?

Dejó al Pistolas en la puerta, con Bartolo de cancerbero y se fue por intuición al calabozo. Allí encontró al otro esperándole sumido en la congoja.

- ¿Qué pasa José?

- Mi sargento – dijo el preso agarrado con ambas manos a los barrotes -. Tengo miedo por mi mujer. Hay un tipo rondando la casa desde hace días, desde la muerte del alemán.

El guardia lo escuchó incrédulo.

- ¿Y ahora lo dices?

- No quise darle importancia, por no asustarla, pero como se va a quedar sola…

Antonio se rascó la coronilla al tiempo que rezongaba.

- ¡Explícate!

- Un día se metió en la casa y la amenazó con hacerle algo a los críos.

- ¿Por qué motivo?

- Parece ser que quería algo que pertenecía a míster Helmut. Pero nosotros no tenemos nada.

- ¿Cómo es?

- Mi mujer nunca ha podido verle la cara.

- ¿Y su voz?

- A ella le resultó extraña, pero no sabría decirle más.

El sargento, quedó pensativo. Empezó a sospechar que la muerte que había detrás de todo aquello no era tan fortuita como supusieron al principio.

- Bueno. No te preocupes. Le diré a una pareja que se pasee discretamente por tu casa a ver qué ve – dijo -. Otra cosa. No quiero que le cuentes nada de esto al tipo que estaba conmigo en la puerta, ¿estamos?

- Sí, mi sargento.

Tras el intercambio de pareceres, Antonio se salió con Bartolo a la puerta de la calle y buscó con los ojos a Romerales, pero este ya se había perdido entre la gente.

- Bartolo. Te quiero a ti o a Manu en la casa de la Rosa. Y el que no se quede allí que me vigile al Romerales.

- Sus órdenes, jefe.

- Te la estás jugando – le recordó El Catalán con mal gesto.

- ¡Mi sargento! – respondió cuadrándose.

Los dos subalternos se juntaron y salieron a una en direcciones opuestas. Antonio los contempló alejarse, procesando la información que había recibido de José.

El Pistolas ya andaba lejos, buscando la sombra, para evitar el sol y el calor, se dedicó a callejear como el día anterior. Como no iba muy pendiente de donde ponía los pies, al girar en una bocacalle chocó con un tipo alto y, por la envergadura de aquel, casi termina en el suelo. Se revolvió furioso, con la valentía que le daba saber que tenía una pistola a la altura del sobaco y formaba parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Pero al ponerse cara a cara con el otro, le flaquearon las piernas. Enfrente tenía un sujeto membrudo de mirada extraviada, con un ojo que parecía no mirar a ninguna parte. El detalle no era insignificante para el de la político-social, pues, pese a la chulería, sufría de superstición por ser nieto de santera. Su primera reacción fue cruzar los dedos al posible mal que irradiase el otro.

El largo se excusó con educación y al hacerlo con acento extranjero Romerales, haciendo el cangrejo, se desinfló del todo.

- No pasa nada, hombre, un tropiezo lo tiene cualquiera – respondió con una sonrisa forzada, apresurando el paso para evitar cuanto antes el mal fario del desconocido, que dedujo tendría por el manifiesto estrabismo.

Ya no tuvo más fijación que la del encontronazo, por más que intentó pensar en otra cosa. No hallaba el momento de volver al cuartel para ocuparse de lo que le había traído hasta aquel pueblo, y olvidar así cuanto antes lo acaecido. Deambuló como nave sin piloto hasta que, por casualidad, al entrar en un callejón yermo, que parecía deshabitado, se encontró con una furgoneta decauve que obstaculizaba el paso. Iba a volverse por donde había venido cuando notó la presencia de un grupo de individuos al otro lado. Descargaban fajos y hablaban entre sí muy quedos. Le resultaron sospechosos desde el primer instante. Advirtió que era la ocasión deseada para cambiar de tema que no fuese el maldito ojo. Metido en faena, parapetado tras el morro del vehículo, aplicó el oído para escuchar qué se traían entre manos los aludidos.

- Esta noche no hay tarea.

- ¿Por qué? – protestó alguien.

- Está la cosa muy achuchada.

- ¿Qué quieres decir?

- Mucho movimiento.

- ¿Lo dices por lo del José?

- Es mejor dejarlo por unos días. Bueno, éste es el último. Llévate la camioneta.

Romerales, ahora más despierto, reculó y se fue al extremo del callejón para que no lo descubriesen. Se ocultó en el hueco de una puerta dando la espalda a la vía, como el que hace una necesidad imperiosa, y esperó a que el vehículo saliese. Después, volvió por donde vino y recorrió el callejón hasta el final, donde vio a los otros descargar.

Reinaba el silencio más absoluto y todo estaba cerrado a cal y canto. El portón de la cochera donde estuvieron guardando los bártulos de la camioneta parecía una muralla inexpugnable. Romerales miró con detenimiento el acceso cerrado. Incluso se pegó a la madera y puso la oreja para intentar escuchar algo en el interior. Pero fue inútil porque no era sino una entrada a un patio, cosa que él no podía imaginar. Sin embargo, tuvo la ocurrencia de estudiar el firme en derredor y así halló un paquete de cigarros americanos, nuevecito, sin abrir, aunque aplastado.  Se había quedado pillado entre la pilastra del marco de la puerta y esta. Lo extrajo con satisfacción y se lo llevó al bolsillo. Dio por acertada la pesquisa y se aplicó a otra tarea. Consultó el reloj y comprobó que aún era temprano, lo suficiente para tomarse unas cañas en un chiringuito antes de “entrevistar” al fulano. Por lo demás, su indagación no pasó desapercibida, sin que él lo sospechase, pues desde una ventana cercana, tras una persiana verde de madera, alguien lo estuvo acechando.

domingo, 20 de octubre de 2024

Los dos Machado, el bueno y el malo

Ahora sacan a relucir a los dos Machado, el bueno y el malo, y van a ver como perdonan al malo. Atrás y en el olvido quedaron las fotos de ambos con don Miguel Primo y su hijo en la presentación de La Lola se va a los puertos, porque al dictador le gustaba mucho el teatro. Después los liberales trajeron la república y se la merendaron los socialistas, empezó la revolución. Antonio y Manuel buscaron el modo de salvar el pellejo, cada cual donde le atrapó la guerra. El Machado bueno quedó en el rojo y después marchó al exilio, y su tumba es hoy centro de peregrinación. El malo, al que sorprendió el alzamiento en Burgos tuvo la deferencia de definirlo como carlistada, y para sobrevivir a su gracia tuvo que estar desdiciéndose el resto de la guerra, hasta alcanzar el perdón. Así pasó al Nodo y la historia como el poeta del panegírico al vencedor de la cruzada, durante el desfile de la victoria. De los dos Machado fue Manuel, el de carácter festivo y transgresor, el que hizo la bohemia y se corrió las borracheras en París con Gómez Carrillo, (nuestro Wilde), y Rubén Darío, (hoy un maltratador). Es Manuel el menos poético de los Machado, según se vea, es discutible, pero, en el fondo, el más humano, porque se hundió en el fango. Con el perdón de los moralistas hay que limpiarse el culo. Nunca lo he condenado. Siempre he estado del lado de los indisciplinados y disruptores, incluso en el aula.



sábado, 19 de octubre de 2024

Cine y libre asociación

Existe en la memoria colectiva de infancia una cinematografía popular que no supera el cine de Almodóvar ni el de otros igual de celebrados, y son aquellos títulos tan sugerentes para el recuerdo que animaban las noches de los cines de verano y podías contemplar desde las gradas de la plaza de toros u otro recinto habilitado al uso, véase Tres supermanes en Tokio, Drácula contra Frankenstein o El Zorro y los tres mosqueteros, por citar algunos títulos. Eran películas a contracorriente, que incumplían las reglas del espacio tiempo, pero que nos hacían soñar con lo imposible que facilita la libre asociación. Siempre ha existido un arte transgresor que provocaba a los académicos, para que otorgasen su condena. Conviene no prestarles atención y acudir al rescate, la memoria nos pertenece, porque la infancia es sagrada, pero, sobre todo, original.

Retrospectiva de Miguel del Moral en Córdoba



Exposición retrospectiva del pintor Miguel del Moral en la sala Cajasol de Córdoba, una de las figuras más representativas del grupo Cántico. Miguel era un pintor de maneras clásicas, con modos del Picasso menos cubista y trazos del Vázquez Díaz más geométrico. Se especializó en rostros juveniles de singular ambigüedad, produciendo imágenes que hoy pueden resultar empalagosas y trasnochadas, pero son expresión de una sincera búsqueda de la belleza, quizás la de los ángeles.


Los efebos de Pedro Abad




Dos magníficos efebos de bronce expuestos en el museo arqueológico de Córdoba, semejantes al de Antequera, pero procedentes de Pedro Abad, esperan la visita y homenaje de curiosos y aficionados a las artes y la arqueología. Fueron recuperados de un expolio por la Guardia Civil y hoy lucen, tras una concienzuda restauración, donde queda dicho. Uno presenta los rasgos clásicos de la escultura griega y se relaciona con Dionisos por un tocado de uvas y hojas de parra. Sin embargo, la del otro es una fisonomía norteafricana, por la nariz que retrata, tal vez perteneciente a un esclavo mauritano o númida. No evites la visita.


viernes, 18 de octubre de 2024

Otra más de César González Ruano y Federico García Lorca

 “(…), Lorca quiere hacerme una pregunta:

- ¿Qué le ha gustado más de la obra, o qué le ha disgustado menos?

- Su profundo andalucismo, que no se pronuncia. Su luz, su acento, su fantasma, es esencialmente andaluz. Nadie duda, desde que se levanta el telón, dónde estamos. Pero no hay patio, amigo mío: no hay flores inútiles, no hay mocitas de las que dicen Josú. Creo, querido Federico, que esto, tan pueril en apariencia, es esencialísimo. Hay la diferencia de ser inteligentes o ser tontos. Así, en plural. En plata. Plata es lo de usted, y oro de pandero gitano. Oiga usted, Federico, cómo aplaude Cassou y la misma guardia civil...”

César González Ruano, entrevista a Federico García Lorca, Margarita Xirgu y Cipriano Rivas Cherif, con motivo del estreno de la Zapatera Prodigiosa, revista Crónica, 1930.

jueves, 17 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 12. Los Belgas.

 

Al llegar la noche, los huéspedes acudieron a cobijarse en sus habitaciones. Los niños corretearon de un lado a otro, en busca de los anfitriones, para jugar, ya se iban conociendo. Los cuatro menudos no mostraban dificultad para entenderse, pese a la barrera del idioma. Incluso iban aprendiendo unos de otros alguna que otra palabra o expresión, que utilizaban viniese o no a cuento.

El matrimonio Dumont manifestaba su habitual alegría y despreocupación. El marido reía por todo. La esposa, Camile, la única que dominaba el castellano, daba conversación a Rosa. Era dada a la charla y cualquier motivo era oportuno para iniciarla. La dueña de la casa se sentía muy acompañada cuando ella estaba, no tenía muchas distracciones y la belga se las proporcionaba en abundancia, hablándole de la vida en Bruselas o los viajes que acostumbraban a hacer por el continente. Todo lo que la extranjera le describía le sonaba a película de Hollywood y más de una velada se había quedado embobada con lo que oía contar sobre diversas capitales europeas. Descubría un mundo completamente distinto al que conocía y recapacitaba al respecto, comparado con el suyo, tan rutinario. Por otra parte, tal relación de novedades le permitían olvidar los recientes sucesos acaecidos en su casa, que la traían sobresaltada. La imagen del acosador se difuminaba y perdía el recelo que despertaba en su alma el recuerdo de aquél.

- Ah, qué bello es viajar. Hemos estado en tantos lugares. ¿No conoce usted París? Ah, la ciudad de la luz, debería visitarla con su marido alguna vez. Es una ciudad extraordinaria, llena de sorpresas y lugares inolvidables. El lugar ideal para una pareja de enamorados. ¿Verdad, Maurice? – parloteaba incesante madame Dumont.

- C´est vrai, c´est vrai – contestaba al instante el aludido, mostrando una alegre dentadura de dientes blancos como la nieve bajo su ridículo bigote.

José los dejaba charlando en el porche, desinteresado de los alardes de la belga, se apartaba lo suficiente y paseaba por los alrededores, encendiendo un cigarro tras otro, preocupado por diversas razones, laborales y personales, no sólo por la amenaza que sufría su mujer y él no acertaba a comprender. 

Cada vehículo que subía o bajaba la cuesta, cualquier persona que lo hiciese por la cuneta, despertaba sus recelos y hacía aumentar su sensación de inseguridad. Desde que acabó la guerra pasó a formar parte de los sospechosos. Su orientación ideológica nunca estuvo clara del todo, ni el bando al que perteneció realmente. Durante años había sido prudente y fiel a la versión que dio a los vencedores, que lo admitieron con reservas en el reino de los vivos. Lo cual no impidió que ocasionalmente saliese a relucir de nuevo su caso y volviesen los interrogatorios. Había asumido el delicado equilibrio en el que debía mantenerse para sobrevivir. Era consciente de que esperaban de él cualquier traspiés, una pequeña incongruencia en su discurso, para acusarle de crímenes de guerra.

Tras los acontecimientos de los últimos días se sentía vigilado, más de lo habitual. No contaba con muchos amigos en el pueblo y eso le hacía abrigar la recurrente idea de marcharse lejos cualquier día, sin avisar a nadie. Pero no se atrevía, por los hijos y por la seguridad que le proporcionaba la posición de la mujer, propietaria de una casa y una pequeña huerta, heredera de una familia pudiente venida a menos. Lo que imaginó que sería iniciar una nueva vida lejos de su tierra y libre de problemas se había convertido en un suplicio, una ratonera de donde era difícil escapar. Y en esas divagaciones se quemaba el alma.

Mientras los mayores actuaban como queda dicho, los niños jugaban en el corral seguidos del perrito faldero, entre risas y chillidos. Sin darse cuenta, empezaron a compararse. Se desafiaban en la carrera y después apostaron por la altura, aspectos en los que no se diferenciaban especialmente. Unas cosas trajeron otras y finalmente se vieron envueltos en una curiosa competición por ver quién tenía más cosas valiosas. Se había producido una enconada rivalidad entre ambas parejas.  La soberbia los cegaba y apoyaban su autoestima en la posesión de objetos materiales. De momento ganaban los belgas, porque presumían de sus juguetes caros y objetos fabricados en serie, pero desconocidos para los niños pueblerinos, como un chaleco salvavidas de color amarillo o un tubo de plástico con boquera de goma para poder respirar bajo el agua. Eso el chico, la niña presumía de una muñeca que hablaba cuando le tiraba de una anilla que tenía a la espalda, y de unas gafas de sol de colores similares a las que habitualmente usaba su madre. Su perrito, en comparación con el que lleno de moscas dormitaba en el patio atado a un pilar, también les daba muchos puntos.

Los locales no podían sino morirse de envidia, reconocer su miseria o su vulgaridad, y recurrían con cierto orgullo a una piedra blanca muy pulida o un pedazo de vidrio muy gastado por las olas, en el caso de Lucia, o a un tirachinas y una lagartija muerta en el de Pablo.

La desigual contienda encendía los ánimos de aquellos que veían perder su ascendente sobre los foráneos. Entonces, Pabló tuvo una oportuna inspiración y, sin valorar su alcance, indicó por señas a los émulos que lo siguiesen. Movidos por la curiosidad, los pequeños corrieron tras sus pasos a riesgo de tropezar con las irregularidades del firme y caer. Él los condujo al fondo del corral, allí donde no alcanzaba la intensidad de luz de la pequeña bombilla rodeada de insectos que lo iluminaba peor que bien.

Sumergidos en la oscuridad, siguiendo a su guía, alcanzaron los cuartos que en el pasado tuvieron alguna función y ahora no eran más que espacios de almacenaje, apartados de los que utilizaban como dormitorio en verano. Pablo se detuvo en la entrada del más retirado, uno que amenazaba ruina. y ordenó a los que le seguían que aguardasen allí. Se hizo a un lado y penetró por una rendija muy estrecha abierta entre la montaña de cosas acumuladas y la pared. Por un momento dio la sensación de que era engullido por la mole informe de aperos y sacos allí acumulados. Los pequeños contuvieron la respiración esperando su retorno. Sólo pudieron oír su forcejeo en el interior de la gruta artificial con un objeto no identificado.

Cuando volvió a asomar la cabeza, los llevó a un lugar algo más iluminado, justo bajo el alfeizar de la ventana de la cocina, donde se guarecía una salamanquesa que huyó precipitadamente. Allí, con la satisfacción pintada en el rostro, Pablo dejó constancia de la importancia de su tesoro, sabedor de su triunfo.

Los extranjeros quedaron admirados. Indiferente la pequeña Lucía, conocedora del recurso.

Pablo sostenía sobre sus manos, igual que si se tratase de una delicada joya, la Luger de Helmut, como fiel depositario del legado de su jefe. Lucía se encargó de anunciar a los otros que su hermano era el secretario del difunto, información que naturalmente no entendieron, por no conocer la lengua en la que se les transmitió, pero que no mermó el poder de la sorpresa producida por la presentación del fascinante instrumento.

El momento mágico se quebró al instante, pues la señora Dumont ya reclamaba a sus retoños para irse a dormir. Era la campana que anunciaba el final de recreo.

- Daniel, Cecille, il est temps d’aller dormir.

Silenciosos, muy sobrecogidos por la inaudita revelación del amigo, obedecieron a la orden materna como autómatas y abandonaron el área de juego con la sensación de derrota.

Pablo, muy satisfecho, seguido muy de cerca por su hermana, retornó al lugar secreto y depositó su mayor posesión donde la había cogido previamente, nadie podría encontrarla a menos que levantase todos aquellos chismes inservibles que la cubrían. Tenía intención de llevarse el secreto a la tumba, como se cuenta en los libros de piratas.


martes, 15 de octubre de 2024

Leer ya es un rito

Toda religión es un negocio. La literatura, que ya es un negocio, se convierte en religión, para garantizar su rentabilidad. Clubs, círculos, talleres, cursillos, jornadas, eventos amparados por las editoriales, reúnen a los neófitos y los educan en el consumo del libro. Los lectores se dejan guiar y escuchan en vivo o por videoconferencia a los popes del nuevo credo. Estos les hablan y adoctrinan con aquello de que los libros diferencian a los lectores del resto, y que son una obra de amor, expresión de la búsqueda de la sabiduría y la belleza, o terapéuticos. Pero ahí está el Mein Kampf. El escritor es un actor, un buen vendedor, un embajador de la editorial. Atrás quedaron los bohemios borrachos y apestosos que mendigaban tostadas al sol de la Puerta del idem. El que triunfa es el influencer y, si escribe, mejor. 



domingo, 13 de octubre de 2024

Civilizadores

El drama de los conquistadores españoles es que no fueron llamados piratas, sino civilizadores y evangelizadores. Si hubiesen sido definidos como lo que en realidad eran: ladrones, asesinos, violadores, borrachos, esclavista, filibusteros, bucaneros y pechelingues, serían ahora protagonistas de películas e historietas, novelas y estampas de rol, más famosos que Barbarroja o Drake, a los que pondrían cara Johnny Deep o Pedro Pascal, por citar alguno. Aquellos fulanos no tenían más ley que la que imponía su espada, es lo que hacen ahora sus descendientes con pistola en una mano y coca en otra.


Oro nazi. Capítulo 11. La biografía.



 

Antonio despidió a Romerales hasta la hora de comer. Desde la ventana comprobó cómo se dejaba tragar por una cercana tasca. Cerciorado de su desaparición, se volvió hacia el mueble repleto de archivadores que tapaba la pared donde estaba la puerta de entrada al despacho. Cogió uno y lo abrió. Se puso a buscar entre todos los escritos que había dentro hasta que dio con el que buscaba, que sacó de inmediato y puso sobre la mesa.

A continuación, encendió un cigarro y se colocó las gafas. Con el papel en la mano fue hacia a la ventana, para aprovechar mejor la luz que entraba, y se puso a leer su contenido. Era la declaración que Helmut hizo el día que acudió al cuartel. El sargento recordó al sujeto en cuestión. En aquella primera entrevista le resultó un tipo afable y simpático, con un buen sentido del humor. En ningún momento renegó de su credo político, pero, llegado el caso, se permitía la licencia de bromear sobre el mismo, incluso imitó al führer.

Las letras del texto ponían en evidencia el estado de la máquina. Los brazos metálicos de algunas teclas se habían desviado por el uso, y el molde dejaba una huella fuera de la línea de escritura. O el papel presentaba un pequeño orificio si una de aquéllas se había pulsado con más energía de la conveniente. También se advertían los errores, las correcciones y las manchas. No faltaban las firmas y el sello. La de Helmut resultaba improvisada, indecisa. Todo le proporcionaba al conjunto un curioso carácter humano, pese a la frialdad y monotonía de las fuentes de metal, domesticadas por el desgaste de su empleo como queda dicho, empleadas para dejar constancia de aquella lejana conversación aparentemente intrascendente.

Leyó con más atención algunas de las frases, las que reproducían las ingeniosas respuestas de Helmut, sin poder evitar una sonrisa en los labios. Fue deteniéndose en las que le resultaron más chocantes y entonces no, pues ahora podía hacerlo con otra perspectiva, tras el óbito.

Profesión: viajante. 

Se llevó la mano a la barbilla y se la mesó como si la tuviese poblada y formase una perilla. Era un acto reflejo que acostumbraba a hacer cuando reflexionaba.

- Bartolo – llamó.

- Sus órdenes – respondió el subordinado desde la calle.

- Entra un momento.

El otro asomó al instante por el despacho.

- Bartolo, ¿tú recuerdas alguna agenda o folleto en el interior de la maleta del alemán?

El aludido enmudeció unos instantes.

- Sólo había ropa sucia, algo de dinero, la documentación… ¿por qué lo dice?

- Porque este hombre era vendedor y lo normal es que llevase un muestrario de su producto.

El guardia se encogió de hombros.

- Estaba de vacaciones.

- Puede que no. José nos dijo que se traía entre manos un negocio. 

- Es verdad.

Los dos quedaron en silencio. El humo del cigarro que dejó olvidado en el cenicero se deslizaba sinuoso hasta las alturas, lento y caprichoso en sus formas, como una bailarina desnudándose de velos.

- Y la pluma, mi sargento.

Antonio espabiló.

- ¿Qué?

- La pluma del nazi. No estaba en la maleta.

El suboficial recordó vivamente el momento en que Helmut había estampado su firma en el registro con una elegante pluma estilográfica Montblanc de color negro. La horquilla plateada del capuchón reproducía la figura de un águila del III Reich. Una pieza de coleccionista que despertaba la atención e interés de cualquiera.

- Es cierto.

- ¿La tendrá el José?

- Quizás.

Antonio se perdió de nuevo en sus razonamientos. No fue más que un instante.

- Bartolo. Ni una palabra a Romerales.

- Sí, jefe.

- Como vuelvas a llamarme “jefe” te arrestó una semana. Ya no estás en los carabineros, a ver si te enteras – le dijo alzando la voz.

- A sus órdenes, mi sargento – respondió cuadrándose.

- Voy a salir. Quiero hacer una averiguación. A Bernarda le dices que ha surgido una urgencia, pero que vuelvo pronto. Que empiecen a comer sin mí si tardo.

- A sus órdenes.

Cuando el sargento se quedó solo tomó el teléfono, y ordenó a la operadora que le pusiese con la comandancia de Granada. El Catalán permaneció atento al auricular unos segundos, hasta que le dieron línea.

- Hola, sí. Buenas tardes… Antonio… Hombre… ¿Qué tal la familia? Nosotros bien… Me alegro. Oye, te llamo por un asunto… Pues mira, la muerte de un alemán que estaba por aquí de vacaciones… Pues no lo sé. Por eso llamo… Helmut Kiecke, creo, o algo así. Es lo que apuntamos… Espera que mire la firma… No entiendo bien la letra… Eso… Vale, espero.

Con habilidad encendió otro Jean mientras sujetaba el aparato, haciendo pinza con el cuello y el hombro. Después, entre calada y calada, jugueteó con el cable hasta que le respondieron.

- Aquí sigo… Ajá… ¿La embajada alemana?... De los que salieron pitando en el 45. Ya, ya… ¿Cajero?... El consulado de Barcelona… Vaya, vaya… No sabía nada… Nada, no me ha dicho nada… Pues muchas gracias, ya te contaré…

Cambió alguna que otra impresión más con su correligionario, que lo atendía solícito al otro lado del aparato, y dio por terminada la conversación. Acabó el cigarro y meditó sobre la misma mientras contemplaba el retrato del Duque de Ahumada, serio como cualquier militarote del XIX. A su cerebro acudió otra imagen, de su juventud. Recordó unas órdenes y las prisas. Tiros. Aquel verano el mundo se volvió muy complicado. Tenían que tirar contra los militares en lugar de contra los anarquistas.

El ladrido de un perro le sacó del pasado.

Después decidió acercarse a la casa de José, o Rosario, como lo llamaban los vecinos.

Una vez que se vio en la calle, sin mucha prisa para no levantar sospechas, se dirigió primero a la playa para dar un paseo sin rumbo. Cuando lo estimó prudente, después de un rodeo considerable, se encaminó a la salida del pueblo, donde se alzaba la casa de Rosa.