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martes, 1 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 8. Los nuevos inquilinos.



Cuando José regresó a su casa encontró a su mujer presa de un ataque de nervios. Los niños estaban asustados. Todos se le abrazaron. El hombre sospechó que algo grave había sucedido al sentir que ella temblaba. Durante unos segundos aguardó a que Rosa se tranquilizase. En la sazón en la que la notó sosegada, repartió sonrisas y promesas, y mandó a los niños a jugar al corral. Cuando quedaron solos, padre y madre, le preguntó la causa de su desasosiego.

- ¿Qué ha pasado?

- Un hombre entró en casa.

- ¿Qué? ¿Quién era?

- No sé, no pude verle la cara. Me agarró por la espalda y no me pude rebullir.

- ¿Qué quería?

- Buscaba el maletín del señor Helmut.

- ¿Qué maletín?

- No lo sé. Ya le dije que aquí no había nada suyo, que se lo habían llevado todo. Pero me amenazó con hacerle algo a los niños si no se lo llevaba a las chumberas.

José meditó tras escuchar el testimonio y le restó importancia.

- Bah. Algún espabilado que ha querido sacar tajada de la desgracia ajena. No hay que darle mayor importancia.

- Tengo miedo. Deberíamos avisar a los civiles.

- No te sofoques. Yo me encargaré. Me acercaré a ver si ese cobarde es capaz de dar la cara.

- ¿Qué vas a hacer?

- Tú déjame. 

- No me vuelvas a dejar sola.

- Va a ser un momento. Vuelvo enseguida.

José hizo caso omiso de las protestas de la mujer y se encaminó a la loma donde crecían las chumberas, rebosantes de higos. Rodeó el lugar para hacerse ver varias veces.

Después de fumar un par de celtas con cierto frenesí, de ir y venir, subir y bajar por lo alto del cerro, José decidió que ya había hecho el tonto demasiado rato. Buscó sombra bajo un cercano alcornoque y esperó paciente a que alguien acudiese al reclamo. El sol castigaba sin piedad el higueral, iluminando sus espinas. Un lagarto subido a una piedra, de las que debieron servir alguna vez de muro, se dejaba hostigar por los rayos y mantenía una posición desafiante a sus efectos. Del suelo emergía un fuego invisible que lo quemaba todo y hacía bailar con frenesí el aire de la superficie.

José miró en derredor impaciente, pero sabedor de su derrota. Usó una mano de visera y oteó el horizonte, fijando su atención allí donde por la noche veía parpadear luces. Fue la última oportunidad que le dio al hipotético chantajista que, naturalmente, no asomó un pelo. A continuación, volvió sobre sus pasos. Maldijo el día en que recaló en aquel pueblo. Sabía que muchos se la tenían guardada, enemigos sin otro motivo que la envidia. Sospechaba, con el fundamento que le daba la experiencia en tal ambiente, que el asalto a Rosa no había sido sino obra de algún malafollá del lugar, y ya le empezaba a poner cara. En esa reflexión se concentraba cuando despertó a la realidad. Con el rabillo del ojo advirtió un movimiento.

Del cambio de rasante de la carretera emergió un vehículo, cuya trayectoria siguió José frunciendo el ceño. Era un auto oscuro y de grandes dimensiones. Matrícula extranjera, como no podía ser de otro modo. Desde la altura en la que se encontraba, el hombre pudo contemplarlo sin impedimento. Un mal presentimiento le asaltó al advertir que reducía la velocidad, invadía lentamente la cuneta y se detenía precisamente a la puerta de su casa. 

Se apartó del higueral de chumbos y descendió la pendiente levantando una espesa nube de polvo hasta la carretera.  La recorrió a paso ligero, con el firme propósito de llegar cuanto antes a la vivienda, con la preocupación marcada en la frente, surcada de gotitas de sudor.

Un Citroën imponente, de los que llamaban tiburón, de un flamante color negro, obstruía la entrada. José le echó un rápido vistazo, sobre la marcha, y se dirigió precipitadamente a la puerta, que encontró abierta y atravesó en un santiamén.

Al verse en el interior se detuvo bruscamente. Allí descubrió algo que no imaginaba. Su mujer charlaba apaciblemente con unos extraños. Lucía y Pablo junto a ella, los miraban con mucha atención.

El grupo estaba formado por una mujer, un hombre y dos niños. Los acompañaba un pequeño perrito lanudo que no hacía más que rodearlos, ladrando y sacando la lengua. A todas luces se trataba de una familia de turistas.

El hombre era un tipo alto y delgado. Sobre su nariz descansaban unas gruesas gafas de pasta color carey y lucía un pequeño bigote. Sonreía mucho. Llevaba puesto un pequeño sombrero de paja y vestía una amplia camisa de rombos azules y negros, que caía arrugada sobre un blanco pantalón corto. Remataban sus pies unos calcetines arropados por unas negras sandalias de firmes tiras de piel y gruesa suela. 

La mujer, menuda, vestía un pantalón de los que llaman de pirata muy ceñido, que no le llegaba más que a las pantorrillas y una camiseta de colores muy escotada. Se cubría el cabello con un pañuelo floreado cuyos picos anudados a la altura del cuello colgaban hasta el pecho. Llevaba puestas unas gafas de sol negras y sonreía con la misma intensidad que el hombre.

Los niños vestían ambos iguales, con una ropa idéntica, pantalones cortos azules y camisetas de rayas horizontales rojas y blancas. No debían de tener edades muy diferentes a las de los de la casa. Parecían muy educados, por su inexpresividad y compostura. Apenas se movían, intimidados por los de su edad, morenos y tiznados de suciedad.

- José, pasa – anunció Rosa -, no te quedes ahí. Este es mi marido.

La pareja puso toda su atención en el hombre, al que saludaron efusivamente.

Rosa estaba relajadísima, José no creía que fuese la misma persona que dejó minutos atrás. Sus miedos habían desaparecido por completo. Atendía con una amplia sonrisa a los visitantes, tal vez contagiada por las de aquellos.

- Es un matrimonio de Bélgica. Monsieur y madame Dumont. Van camino de Málaga y han decidido detenerse a descansar aquí unos días. Preguntan si tenemos habitaciones libres.

- Encantada. Mucho gusto – dijo la mujer, en un castellano entrecortado. El marido de ésta balanceo cordialmente la cabeza varias veces, y ella continuó hablando –. Es un sitio muy bonito. Son muy bellas las vistas al mar en esta parte. Nos gustaría descansar aquí. ¿Es posible hacerlo? Su mujer ha dicho que tenía que consultarlo con usted.

José tardó en reaccionar. Estaban produciéndose muchos acontecimientos inesperados en el mismo día. Su mente barajaba posibilidades a toda velocidad. Pero determinó que todo aquello podría beneficiarle no sólo económicamente. Rosa y los niños no se quedarían solos en casa.

- Bienvenidos. Precisamente ahora está la casa libre.

- Eso les he dicho yo – corroboró su mujer.

- Se pueden instalar con toda comodidad en la segunda planta, así podrán disfrutar del paisaje que ofrecen los balcones. ¿Han traído equipaje? – respondió solícito.

- Sí, en el maletero. Son varias maletas.

- Yo se las entraré. Pablo, ven a ayudarme.

Salieron. Monsieur Dumont fue con ellos para hacerse cargo de alguna.

- No se moleste, señor. Ya nos ocupamos el chico y yo. Usted suba con su mujer arriba, que Rosa les enseñará las habitaciones.

Como el extranjero no parecía entender, tuvo que quitarle una que ya había cogido y hacerle señales con las manos y gestos con la cara para que captase la idea. Extrañado primero, pero sonriente después, el belga aceptó la iniciativa del que iba a ser su casero. 


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