Hace veinte años yo me cruzaba habitualmente con don Santiago Carrillo por el paseo marítimo del Rincón de la Victoria. Iba el señor muy sonriente, sin enseñar los dientes, de la mano de una señora muy distinguida, como sólo saben serlo las ricas que son de izquierdas. Y a ambos les acompañaba un sujeto del que no guardo memoria por lo insulso o poco glamour que gastaba. Igual era un chofer, pinta de segurata no tenía. Yo empujaba mi carrito cargado de mellizos y lo observaba con atención, detalle que, supongo, me agradecía. En muchas ocasiones estuve por detenerme y decirle algo, presentarme, darme a conocer y hacerle una pregunta, por el eurocomunismo o Rumanía, e incluso decirle que en cierta ocasión le otorgué mi voto, esos romanticismos de juventud. Pero me contenía, porque nunca he sabido dirigirme a los famosos. Me surge el dilema de tratar con la persona o el personaje. Si me ocupo de la persona no sé de qué hablarle, puesto que no la conozco. Y si se trata del personaje no se me ocurre otra cosa que tratarlo como tal, aunque me importe un pimiento de quien se trate, más que nada para que no se sienta menos famoso, siempre he sido generoso con los soberbios.
Pues con el político, ni lo uno ni lo otro, era un encuentro que se producía a diario a una hora determinada, por coincidencia de horario, si más, y ahí quedó eso. Pasaron los años y dejamos de vernos. No es algo que me entristezca, sí el hecho de que ya no empujo el carrito de mis niños, que asomaban sus piececitos desnudos mientras yo imaginaba quimeras.
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