El verano empezó como el anterior. Poco a poco las casas del pueblo se llenaban de turistas, unos repetían y otros acudían por referencias. Las familias del lugar se iban sumando a la lucrativa actividad. Acondicionaban las viviendas y se deshacían en atenciones con los posibles clientes, fijando condiciones sobre la marcha. A la de Rosa, muy frecuentada, acudió un hombre de hombros anchos y pelo de color rubio, entrecano, muy recortado. Era un tipo imponente. Sus ojos eran azules y estaban escondidos tras gruesos pliegues de piel. Tenía un mentón poderoso y su boca dibujaba una mueca que hacía difícil imaginar un rostro sonriente en cualquier circunstancia. Vestía un traje negro e inapropiado para la estación. Su equipaje no era sino una gran maleta y un maletín oscuro que llevaba esposado con una correa a la muñeca.
Se presentó sin avisar, como tantos otros, golpeando enérgicamente la puerta de la casa. Cualquiera, por precaución o miedo, no le hubiese abierto. Pero Rosa no podía perder la oportunidad de ganar otro alquiler, pues el sujeto buscaba alojamiento. Le hizo sitio en la cámara, en el último piso, allí donde eran visibles las enceradas vigas de pino que sostenían el techo y no había más que un pequeño ventanuco, por el que podría salir un niño al tejado. No parecía un hombre exigente y pagó por adelantado, iniciativa siempre agradecida.
- Mi nombre es Helmut – dijo, en un castellano con fuerte acento extranjero.
Al subir la escalera, sus pasos marciales y pesados habían resonado en la casa. Pablo y su hermana, que jugaban en la cocina, acudieron a ver al nuevo, movidos por la curiosidad propia de los de su edad. No se hicieron los remolones para salvar los escalones que los separaban del huésped. Los dos traían los ojos abiertos como platos. Venían descalzos, sucios y despeinados. Lucía acudía con dos velas palpitantes del color de sus ojos, resbalando sobre el labio superior.
El extraño, sin embargo, lejos de incomodarse con su presencia, los recibió con cumplidos y elogios, afectuoso, cariñoso, como si fuese otra persona distinta a la que aparentaba, celebrando las virtudes de los hermanos. Rosa se sintió halagada.
Helmut se sacó un pañuelo del bolsillo y limpió los mocos a Lucía, que, indiferente a la higiene, no se alteró un ápice.
- Qué niña tan guapa. Tú pareces buen chico. Serás mi secretario – dijo, mientras le acariciaba la cabeza con la mano izquierda, a la que le faltaba el dedo meñique.
Pablo asintió, intimidado por el hombretón, satisfecho por la confianza que depositaba en él.
- Sólo tienes cuatro dedos – indicó la niña.
- ¡Lucía! – recriminó la madre.
- No se preocupe, son cosas de niños, mujer. Sí, lo perdí. Un día saldremos a buscarlo – les dijo, guiñando un ojo.
Después de las presentaciones, el recién llegado se deshizo del maletín, que depositó tras una destartalada caja de madera que hacía las veces de mesita de noche, abrió la maleta y empezó a repartir sus ropas sobre el viejo camastro que Rosa tenía allí preparado para las visitas inesperadas.
- Si necesita alguna cosa no tiene más que avisarme – explicó Rosa -. Vamos, niños.
- Ya, ya. Gracias – murmuró Helmut, muy concentrado en tan simple tarea.
Aquella vez fue la primera que intercambiaron unas palabras y también una de las pocas. El señor Helmut resultó ser un huésped muy reservado. No era hombre locuaz, característica, por otro lado, que lo asemejaba al dueño de la casa. Salió poco de aquel cuarto. Sólo cuando oscurecía y la noche invitaba al reposo o la reflexión avisaba de que iba a dar un paseo, pero no tardaba en regresar.
Al día de su llegada y acomodo en la casa, el sargento de la guardia civil, don Antonio, fiel a su rutina, pasó y preguntó por los hospedados. Rosa le dio cuenta de los que allí descansaban. Al referirse a Helmut, el de la benemérita quiso indagar al respecto, por ser nuevo y singular. Lo habitual era recibir familias.
- ¿Cuál es su lugar de origen?
- Pues no me lo ha dicho, pero es extranjero, seguro, por el acento.
- ¿Cuál es su vehículo?
- Creo que vino en la Alsina.
- ¿Dónde puede estar ahora?
- Está aquí. No sale mucho – indicó la mujer.
- Dígale que queremos hablar con él.
- Ahora mismo se lo digo.
- No es necesario – respondió serio -. Que se pase por el cuartelillo cuando tenga oportunidad, pero sin demorarse demasiado.
Rosa respondió que por supuesto. Que no se olvidaría de decírselo en cuanto que lo viera. Y así lo hizo cuando el mentado bajó de su cuarto para dar su paseo al anochecer.
- Ahora mismo voy. No soy ningún delincuente – respondió, esbozando una tímida sonrisa, tras apreciar el gesto de preocupación en el rostro de la mujer.
- Es un poco tarde.
- La policía no duerme – respondió con sorna.
José llegaba en ese momento y se cruzó con él en la puerta. Casi tropezaron el uno con el otro. Le dejó pasar y lo observó hasta que desapareció por la carretera.
- ¿Dónde va el huésped? – preguntó a su mujer cuando entró en la cocina.
- Al cuartel.
- ¿A estas horas? – preguntó José incrédulo.
- Ha sido decisión suya.
- ¿Le falta algo?
- Nada. Es que vinieron a buscarlo los civiles.
José sintió seca la garganta.
- Ah, vale. Nosotros no sabemos nada. Solo se hospeda aquí – respondió el hombre, como si repitiese una lección bien aprendida o un conjuro que evitase males mayores.
Helmut regresó una hora más tarde. Escoltado por la pareja de la guardia civil. José, desde una de las ventanas de la casa, los vio llegar. Temió alguna mala jugada del destino. Pero advirtió cierta cordialidad entre las fuerzas del orden y su realquilado. Pudo comprobar que se despedían amigablemente. Cuando el extranjero entró en la casa lo abordó sin contemplaciones.
- ¿Algún problema, míster Helmut?
El aludido se sorprendió un instante. Después sonrió y recobró su habitual aplomo.
- Bien, bien, José. Ninguno… Eres tú el que parece tenerlos – respondió, con una misteriosa entonación y un guiño. Y sin añadir más, se retiró a su cuarto, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca.
José endureció la expresión de su rostro y se fue a la cocina. Tomó una botella de aguardiente de un estante, llenó el culo de un vaso y lo bebió de un golpe.
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué bebes a estas horas? – le recriminó su mujer al verlo actuar de aquel modo.
- Nada. Cosas mías – dijo, sacando un cigarrillo y llevándoselo a los labios -. ¿Y los chicos?
- Ya los mandé a la cama.
- Míster Helmut ya ha regresado.
- Ah, muy bien. ¿Y qué?
José se encogió de hombros.
- Habla poco.
El ruido que producían los grillos era ensordecedor. Cantaban con la aparente intención de hacer saltar la quietud de la noche en pedazos.
- Voy a dar un paseo – estalló el hombre, y los insectos parecieron enmudecer por un momento.
- No tardes.
- Cuanto acabe el cigarro – respondió, avivando de una chupada la brasa de la punta.
Se salió a la carretera y buscó un sendero que terminaba en otro cerro, donde crecía un higueral de chumbos. Cuando llegó, buscó amparo tras los brazos erizados de una chumbera y fumó a placer escuchado la redoblada macumba de los grillos. A lo lejos, en la sierra, advirtió unas luces que se encendían y apagaban. Tragó saliva y puso toda su atención en ellas. Después las luces se apagaron definitivamente.
Sintió frío en el cogote. En el cielo titilaban las estrellas. El mar recogía la imagen luminosa de la luna y la zarandeaba sin moverla del sitio en el que caía. José escrutó la lejanía ignota e impredecible del ponto. Ensimismado, creyó oír voces pidiendo socorro en la lejanía, de ahogados tal vez, y se le erizó el bello de los brazos. Fue un espasmo de terror que amainó poco a poco, como el humo que se perdía en la lobreguez. Dio una última calada al cigarro y lo tiró a sus pies. Después de aplastar la colilla con la suela de la zapatilla de esparto regresó a la casa. A su paso se amortiguaba la melodía repetitiva de los insectos, que a él resultaba un murmullo acusador.
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