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sábado, 21 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 5. La visita.



 

Un par de días después del que queda dicho, Helmut salió a hacer su habitual recorrido. La noche se dejaba iluminar a puntos por multitud de estrellas, que parecían querer mirarse en el espejo del mar. El relente refrescaba, subía desde la costa y el paseante sintió un breve escalofrío en el cogote. Reinaba una atmósfera arrulladora producida por miles de chirridos de grillos cebolleros a los que se insensibilizaba el oído. En ese contradictorio ruidoso silencio no tardó en advertir que alguien le seguía. Los años habían hecho de Helmut un hombre sensible a cualquier señal que significase peligro. Unos cautelosos pasos a su espalda hacían crujir la grava de la cuneta. Helmut disimuló a sabiendas de que le pisaban los talones, actuó como si nada. Impertérrito, no varió su zancada, pero puso el resto de sus sentidos en hallar una vía de escape.  En un recodo de la carretera aprovechó para apartarse de la cuneta y se escondió tras un grueso alcornoque desnudo de corcho. Parapetado, contuvo la respiración y aguardó al misterioso rastreador. No tardó en surgir de la oscuridad una figura alargada que se delineó sobre el horizonte del mar.

El sujeto que avanzaba se detuvo perplejo, al hacerse consciente de que había perdido a su presa. Giró sobre sus talones y miró de un lado a otro, permitiendo a Helmut observarlo y estudiar su envergadura y movimientos. Poco tardó en percatarse de que la sombra expresaba unos gestos y modos en sus improvisados actos que le resultaban familiares. Puso más atención en los pequeños detalles que pudieran delatar al confundido. Cuando se cercioró de que era la persona que sospechaba lo llamó por su nombre.

- Klaus, Klaus – repitió casi en un susurro.

El otro se detuvo, inmovilizado por el sonsonete de su nombre. Miró a un lado y otro desconcertado, incapaz de averiguar el lugar del que procedía la voz. Una oportuna furgoneta pasó por la carretera e iluminó un segundo a Helmut, el tiempo suficiente para que Klaus pudiera reconocer al emisor, que le hacía un gesto de aproximación con una mano. Cesó el relámpago producido por el faro y se dirigió hacia donde había visto al que le pareció espectro. Ambos se refugiaron al abrigo del mismo árbol.

- Helmut. Por fin. Me ha costado mucho encontrarte.

- Hay que ser prudentes - cortó el otro en seco.

- Y discretos. Y tú no lo has sido – le reprendió.

- ¿Lo dices por los guardias? No son ningún problema. Reciben órdenes de arriba. No tuve más que contarles una historia y mencionar algunos nombres. No han vuelto a molestarme en todo este tiempo.

- Pero dieron parte a sus superiores de tu presencia aquí. Ese sargento es muy puntilloso, no parece español. Hay que andarse con mucho ojo. La situación ya no es la misma. Franco se ha vendido a los norteamericanos. Los judíos nos pisan los talones.

- Bah. No exageres. ¿Está todo preparado?

Klaus calló un instante, como si buscase las palabras adecuadas para responder.

- Hay…, ¿cómo explicarlo? … Un cambio de planes. Sí, eso es.

- ¿Qué quieres decir? – exclamó contrariado Helmut.

Un motocarro interrumpió su diálogo, subía la cuesta con lentitud, petardeando. La luz del vehículo blanqueó sus semblantes, el ojo de cristal de Klaus brilló al reflejo, se había movido y resultaba chocante.

Quedaron cegados y esperaron pacientes a que el vehículo se perdiese en la lejanía tras su foco oscilante para retomar la discusión.

- El partido ha decidido invertir el oro en la causa – anunció el tuerto sin más rodeo.

- ¿Qué tontería estas diciendo? – protestó con incredulidad Helmut -. Estaba claro desde el principio que lo repartiríamos a partes iguales entre los que salimos de allí.

- Eso fue antes. Las cosas han cambiado, ¿sabes? Algunos han recapacitado, han decidió retornar a la política, pero sin precipitarse. La actual situación nos beneficia, los rusos miran con recelo y hostilidad a los americanos, que necesitan aliados. Hemos de convencerles de nuestro indiscutible anticomunismo, como ha hecho Franco. Ese dinero puede facilitar mucho las cosas.

- Imbéciles. La guerra ha terminado. Perdimos. Es hora de rehacer nuestras vidas – reclamó el otro consciente de lo inútil de su parecer.

- Es la decisión que hemos tomado – sentenció con gravedad el tuerto.

- A mí no me habéis preguntado - respondió Helmut desafiante.

- Tienes que obedecer – susurró Klaus, como si hablase consigo mismo.

Advirtieron que alguien bajaba hacia el pueblo, por los andares parecía un borracho. Canturreaba y chasqueaba los dedos a un ritmo alegre. Callaron hasta que rebasó la cuneta. Ni reparó en la presencia de los foráneos.

Helmut estaba acalorado. Retomó sus objeciones a las prescripciones del otro.

- Nunca, ¿me oyes? Jamás. Díselo al resto. O hacemos las cosas como decidimos o me llevaré el secreto a la tumba - amenazó.

- ¿Qué dices? Estás loco. Si no obedeces enviarán más gente a buscarte. No podré hacer nada por ti. Recapacita.

- Aparta – dijo, y con un veloz movimiento apoyó el frío cañón de una luger sobre la sien del tuerto -. No te hagas el fuerte conmigo o perderás algo más que otro ojo. Lárgate de aquí. No quiero volver a verte.

- Has firmado tu sentencia de muerte – le respondió el intimidado, mientras se retiraba trastabillando, temeroso de la reacción inesperada del agresor.

Los dos hombres se separaron, engullidos por la noche y el chillido de los grillos, ahora insoportable. Klaus, gobernado por la decepción y el resentimiento, tomó el camino al pueblo. Helmut aligeró sus pasos hacia la casa. Entró en silencio y subió con mucha cautela las escaleras hasta su cuarto, pero de un tirón. Llego asfixiado al rellano por el esfuerzo. No se detuvo a recuperar el resuello. Entró y cerró la puerta. No dio la luz. A tientas registró los lugares donde tenía sus pertenecías. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la severa oscuridad del interior. Tomó su maleta, la depositó sobre la cama y la abrió. Después, se dirigió a la pared que ocupaba un mueble. Vació precipitadamente los pocos cajones y estantes de los que disponía este, y puso su ropa y demás enseres en el interior de aquélla. La operación apenas le ocupó unos segundos. Una vez que admitió tenerla preparada la cerró.

Inmediatamente se puso a cuatro patas. Buscaba el pequeño maletín oscuro que trajo. Estaba colocado de pie y pegado a la pared que hacía esquina, justo bajo el cabecero de la cama, tras la escupidera, un lugar de difícil acceso para un tipo de su envergadura. No quiso hacer ningún ruido moviendo el armazón del lecho para conseguirlo. Lo extrajo de aquel espacio con cierta incomodidad, reptando como un gusano y con miedo a quedar atrapado. Hubo un momento en el que la situación le resultó de una comicidad inaguantable. El orinal, a un roce, hizo bailar su contenido con peligro de volcarlo sobre el piso.

Conseguido su objetivo, recuperó la compostura y se sentó a descansar un momento en el catre, que crujió.

Con el maletín entre ambas manos pasó revista mentalmente a la habitación. Se fijó en la pequeña ventana, que destacaba por permitir la tímida invasión de cierta claridad evanescente. Se acercó hasta ella y la abrió. Asomó la cabeza para observar el tejado. Notó en las orejas el bocado de humedad que ascendía desde la costa. Con la mano tanteó las tejas superiores, buscó una rendija, una grieta. Quedó decepcionado por su inútil esfuerzo.

Miró el horizonte, el mar estaba en calma.

Volvió a poner su atención en el interior de la cámara que le servía de cuarto, buscando un lugar apropiado para esconder algo. Se puso de puntillas, se arrodilló, revolvió, pero nada le resultó satisfactorio para su propósito. Empezó así a dar vueltas con el maletín en la mano sin encontrar lo que ansiaba, realizando una extraña danza repetitiva, sin aparente trascendencia, que no lo conducía a parte alguna. 

Se sintió mareado. Le faltaba el aire. Advirtió que los brazos no le obedecían. Experimentó un repentino y fuerte dolor en el pecho, se le doblaron las piernas y se derrumbó sin terminar de comprender qué le estaba sucediendo exactamente. Creyó hundirse en un remolino que lo arrastraba a lo desconocido. Después se fue todo.

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