Seguidores

sábado, 28 de septiembre de 2024

Oro Nazi. Capítulo 7. El sospechoso.

 

Cuando bajó de la camioneta con el resto de los trabajadores, sudoroso, oliendo a humo de caña y repleto de arañazos, la camisa y el pantalón sucios, José apreció que la plaza estaba más concurrida de lo habitual y los vecinos allí reunidos lo escudriñaban con cierta expectación. Descubrir entre los curiosos a su propio hijo, esperándole, le puso sobre aviso. Barruntó para sus adentros que algo malo había sucedido en su ausencia.

- ¿Qué pasa? ¿Qué haces tú aquí? – interrogó a Pablo cuando lo tuvo a su vera, sin aspavientos ni alzando la voz.

- Papa, se ha muerto el señor Helmut – soltó el crío.

- ¿Cómo? - preguntó incrédulo, intentando conservar la calma.

- El sargento quiere que te pases por el cuartelillo.

- ¿Y tu madre y tu hermana?

- Están bien.

Recibido el aviso, José quiso aclarar cuanto antes su papel en aquella historia. Ambos se dirigieron sin tardanza a tratar el asunto con la autoridad, seguidos por todos los ojos de cuantos le vieron bajar del vehículo.

Bartolo, el guardia que había en la puerta del cuartel le franqueó el paso y condujo a padre e hijo hasta el despacho. Antonio le aguardaba. 

- Dile al chico que espere fuera – ordenó el sargento al verlos entrar.

Quedaron solos.

- Toma asiento. ¿Lo sabes ya?

- Me lo acaba de decir el crío.

Antonio El Catalán sacó unos cigarrillos de una caja y ofreció uno a José, que lo aceptó. Con un mechero de yesca encendió ambos. Le dio un par de chupadas largas y profundas al suyo, hasta que notó los pulmones llenos, después expulsó el humo lentamente y lo estudió en su ascenso al techo de la habitación.

Los dos hombres disfrutaron unos instantes de la etérea atmósfera del tabaco encendido. 

Una vez que Antonio reunió las ideas necesarias pasó a hacer las preguntas pertinentes.

- ¿Qué sabías de ese Helmut?

- Nada – respondió José de inmediato -. Era un hombre muy discreto. Apenas abría la boca. No salía de su cuarto más que a pasear antes de dormir y no se relacionaba con el resto de los huéspedes.

- Ya. Era alemán, ¿sabes? Estuvo aquí en España durante la guerra.

- No tenía ni idea – respondió José sumiso, mirando al infinito.

- ¿No recuerdas nada en especial? Algo que te llamase la atención. 

- Nada.

- ¿Era un tipo tan formal como asegura tu mujer?

- Pues… No tengo queja.

- Un buen negocio entonces, ¿no? – comentó con cierta malicia el sargento.

José quedó algo confundido, sin alcanzar a discernir con claridad el objeto del comentario. Dio una calada al cigarro y optó por añadir una puntualización.

- Tampoco es eso… Lo único que puedo decir en su contra es que nos debía el último mes. Pero prometió pagarme en breve. Me aseguró estar esperando un dinero de un negocio – respondió, arrepentido en parte de la confesión, por no saber si traería algo bueno o malo como consecuencia. Notó que se le humedecían las manos.

Quedaron en silencio tras la declaración, mirándose cara a cara a través del humo. El sargento ni se inmutó tras lo oído. Estampó lo que le quedaba del pitillo contra el cenicero como si pusiese un sello y dio por terminada la entrevista.

- Bueno. No quiero preocuparte, pero esto traerá cola. Ya he dado parte a Granada y vendrán los de La Político-social haciendo preguntas. Ahora están muy pendientes de toda esa gente que se refugió aquí, quieren cortar flecos, por los americanos y todo eso de la ONU. En fin – cortó, temiendo haber sido demasiado explícito. No podía permitirse ciertas debilidades, se decía a sí mismo -. Vete a casa, tu mujer estaba muy asustada.

José se reunió con su hijo en la calle y juntos se alejaron de la puerta del cuartel. Antonio, mientras aquellos se apartaban, asomó a la puerta y se acercó a Bartolo murmurando:

- Esto va a traer cola.

Los civiles quedaron en silencio observando cómo ambos tomaban el camino de la rambla y se alejaban. Sobrecogía verlos tan vulnerables y desamparados.

- A todo esto, ¿cómo está la mujer de Manu?

- Está con dolores, pero dice la comadrona que es pronto -. Respondió Bartolo.

Padre e hijo caminaron sin despegar los labios, conscientes de que eran el centro de atención. Los vecinos ya hacían cábalas por la suerte del Rosario. No se hablaron hasta verse en lo alto de la cuesta, más allá de las últimas casas.

- ¿Cómo quedó mama?

- Estaba preocupada, pero ya se le pasó.

- ¿Y vosotros?

- Bien. Papa, ¿era el señor Helmut un hombre importante?

- No lo sé – respondió y se detuvo en seco. Tomó a su hijo en brazos y le aleccionó –. Nosotros no sabemos nada de míster Helmut, ¿entiendes? Te pregunten lo que te pregunten tú di siempre que no sabías nada.

El pequeño asintió, percibía la ansiedad en el tono de las palabras de su padre.

Al llegar a la casa, Rosa salió a recibirle. Se fundieron en un abrazo.

- ¿Qué te han hecho?

- Nada. Sólo me han preguntado qué sabía de él. Ya les he dicho que era un hombre muy discreto y que apenas salía. No creo que nos den más problemas.

José calló, no quiso comentarle nada acerca de la posible visita de La Social. Confiaba en que todo aquel cúmulo de contrariedades pasase pronto y se quedase en un mal recuerdo. No por ello obvió el detalle de prepararse para lo que pudiese acontecer. Con la mente empezó a recitar su letanía, sin olvidar puntos y comas, que repetía periódicamente para sacar el pescuezo si las cosas se torcían.

Al día siguiente de los acontecimientos descritos, los miembros de la pequeña familia retornaron a sus obligaciones habituales del resto del año. La casa había quedado al fin sin huéspedes y ya había que buscarse la vida con otra actividad. Se hacía necesario reubicarse también.

José se levantó temprano y bajó al pueblo en busca de faena, en lo que fuese, y los niños se refugiaron en el corral a jugar, aprovechando los pocos días que quedaban antes de reincorporarse a la escuela. Rosa se dedicó a limpiar la casa y a preparar las habitaciones para volver a hacer vida familiar en ellas. Cuando más atareada estaba, oyó golpear con energía la aldaba de la puerta que daba a la calle. Salió a abrir y comprobó estupefacta que no había nadie.

Miró a izquierda y derecha, a lo lejos. Nada, no se veía un alma por los alrededores. Se quedó algo extrañada, juzgó que había sido una jugarreta de su imaginación y decidió volver a sus quehaceres.

No obstante, intuyó que algo no andaba bien. Se asomó al corral a comprobar cómo se entretenían los niños. Descubrió que estaban distraídos con sus juegos, como sospechaba.

En el corral tenía faena. Repasó los comederos de los animales y baldeó el patio. Se entretuvo con las plantas que crecían allí. Observó los muros y las paredes, determinó que necesitaban una mano de cal.

Después de valorar las necesidades de la fachada, estimó que era oportuno retomar las tareas con las que inició el día, se hizo con un cubo lleno de agua y regresó al interior de la casa.

Barrió y pasó la fregona por las dos plantas, atenta a la novela de una emisora de radio que acostumbraba a oír. El serial se recreaba en las desdichas que sufría la protagonista, una joven huérfana, y su desafortunada existencia no vaticinaba señales de cambio en un futuro inmediato. Ahora acababa de descubrir que el torero al que amaba carecía de miembro viril, por haberlo perdido en una corrida. El descubrimiento lo hacía mientras él dormía, y la sorpresa la obligaba a salir huyendo del dormitorio donde estaban. Un piano aporreado daba más dramatismo a la escena, antes de dar paso a la alegre música de los comerciales.

Rosa no se perdía un episodio. Que cada día resultaba más imposible, pero siempre edificante.

Después de adecentar los dos pisos y dejarlos de limpios como a ella le gustaba, se armó de valor y subió a la cámara, con la intención de hacer lo mismo. Al entrar en ella se llevó una gran sorpresa. La habitación estaba revuelta. La cama había sido movida de sitio. El colchón destrozado, lo habían desarmado por completo, y enseñaba sus vísceras de lana, trapos y muelles. Miró en derredor y comprobó horrorizada que también se habían empleado a fondo con el mobiliario. Las puertas y cajones abiertos, algunos por el suelo. 

Alguien había hecho todo eso, quizás buscase algo, pero allí no había nada que encontrar. 

Rosa quiso salir de inmediato y pedir ayuda, pero unas manos poderosas la retuvieron. Sintió con angustia que le inmovilizaban un brazo. Antes de que pudiese hablar le habían tapado la boca. A su espalda escuchó una voz quebrada, de acento áspero.

- Chist. No grites y no te pasará nada.

La mujer quedó paralizada por el miedo. No hizo amago alguno de defenderse. Tal vez su sumisión le salvó la vida o el hecho de que el agresor tenía otros intereses.

- Si respondes pronto no le pasará nada a tus hijos.

Ella asintió.

El que la sujetaba cesó en la presión que ejercía sobre su boca y se la dejó libre para que contestase.

- ¿Dónde está el maletín?

- ¿Qué?… ¿Qué maletín? – balbuceó.

- No te hagas la tonta – le respondió la voz mientras le retorcía el brazo -. El maletín de Helmut.

- La Guardia Civil… Se llevaron la maleta, se lo llevaron todo.

- A mí no me engañas. Sé que había un maletín. Quiero que lo encuentres. Cuando aparezca lo vas a llevar a las chumberas del cerro y allí lo vas a dejar. ¿Ha quedado claro? Te estaré vigilando. No intentes engañarme. No lo intentes o mataré a tus hijos – sentenció.

Rosa sintió que desfallecía. En ese momento cesó la presión y el extraño la soltó. Cayó estrepitosamente de rodillas, sin tener oportunidad de reconocer a su asaltante. La rapidez del desenlace no le dio más oportunidad que ver fugazmente los zapatos negros de éste al marcharse. Impotente, se puso a llorar como una Magdalena, bañando el suelo con sus lágrimas y cubriéndolo con su cabello.

Cuando recobró la cordura y tuvo el valor suficiente salió del cuarto a gatas, se agarró a la baranda con fuerza para incorporarse y bajó confusa y entumecida la escalera, con riesgo de caer y rodar sobre los escalones. Salió al corral tambaleándose y se puso a llamar como loca a sus hijos, con los ojos humedecidos y una agitación desacompasada en el corazón. Cuando aparecieron, ignorantes al drama y temerosos por alguna regañina inesperada, se fundió con ellos en un fuerte abrazo. Los pequeños no supieron interpretar con exactitud el suceso.

- ¿Qué pasa, mama? ¿Por qué lloras?

- ¿Dónde estabais? ¿Dónde estabais? – les reprochó.

Unidos a una, soportaron juntos el pánico de la madre en silencio.

Tras el desasosiego la mujer se serenó, no precisamente de inmediato sino muy despacio, y les ordenó entrar con ella en la casa y que no se apartasen un momento de su lado. Cerró puertas y ventanas, se sentaron todos juntos en un sofá formando una piña y aguardaron pacientes el regreso del padre.

No hay comentarios: