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jueves, 19 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 4. El ojo de cristal.




A Pablo lo envió Rosa por hielo, una mañana. Y el muchacho corrió hasta la tasca del Dimas que era donde lo servían, cualquier excusa era buena para salir de la casa y callejear por el pueblo.

En la puerta del establecimiento había una cortina de tiras de colores de plástico que impedían el paso a las moscas y semejantes sin mucho éxito. El interior olía a vinazo espeso y reinaba la penumbra. El suelo estaba sembrado de colillas y la atmósfera era humo. Bajo una mesa un gato lamía con regodeo sus partes más íntimas.

Pablo entró sin reparar en los parroquianos, los reunidos le resultaban indiferentes por ser muchas las ocasiones en las que se había visto desempeñando la diligencia que allí le traía. Se fue derecho al mostrador y comenzó a golpear con una moneda la encimera de mármol. El dueño del negocio atendía el televisor, con un trapo sobre el hombro y un palillo entre los dientes. Al ímpetu del exigente, Dimas se volvió y le lanzó una mirada de Herodes. Captada su atención, el niño pidió sin rodeo media barra de hielo.

En la pantalla del receptor, que descansaba sobre una elevada balda, cubierto con una bandera del Recreativo de Granada, un Franco en blanco y negro, muy sonriente, inauguraba un pantano. La voz de Matías Prats competía con la barahúnda del local. 

Las aspas de un ventilador de pie, situado en una esquina, giraban monótonas y perezosa sobre su eje. Unas tiras de papel, atadas a la rejilla protectora, avisaban con su caprichoso zigzaguear de que estaba encendido. Sin embargo, nadie advertía su utilidad.

Varias moscas oportunistas trazaban cuadrados invisibles cerca del techo, regateando con agilidad obstáculos imaginarios, a golpes de inmediato cambio de sentido.

En este singular espacio marcado por tales vértices se repartían los concurrentes, parroquianos ineludibles.  Parecían reflexionar a su manera sobre el inútil pasar de las horas o la vida misma, aunque, en realidad, vivían el momento con intensidad.

Como el barman tardaba en acudir con el pedido, pues tenía que bajar por éste a una cava natural subterránea, sobre la que se había construido el piso del local, el niño se puso a estudiar, por aburrimiento y curiosidad, a los que allí se reunían. En su mayoría eran vecinos, gente mayor que conocía de vista. Pocos jóvenes. Charlaban, discutían, reían, fumaban, bebían, jugaban, pensaban o dormitaban. El grueso parecía ocuparse de asuntos intrascendentes, o trataba otros con cautela: el tiempo, el futbol, las mujeres. Los había que preferían robar cartas o estrellar fichas de dominó sobre las mesas, rellenar quinielas o crucigramas. Algunos, pocos, bebían en silencio y rumiaban cosas del pasado, pero también forjaban planes de futuro. Estudiaban su propio rostro reflejado en las paredes del vaso que tenían delante, con un curioso brillo en los ojos que revelaba nostalgia o desazón, quizás el abismo esponjoso que se abre a la borrachera.

Se trataba del escenario y la comedia de siempre, con los mismos protagonistas.

Sin embargo, tras repasar la jeta de todos, Pablo descubrió sentado junto a una pequeña consola, que servía para albergar viejos diarios y revistas, a un individuo alto y rubio, bien trajeado, un desconocido, que tenía una mirada definida por un estrabismo severo e inaudito.

El pequeño, por su condición, no pudo evitar la reacción de asombro que le produjo detectar aquellos ojos. El sujeto en cuestión, por la posición de la cabeza, parecía contemplar absorto las imágenes que desfilaban por la pantalla del televisor, pero, incomprensiblemente, una de las pupilas ponía su atención en el suelo; algo que Pablo sólo había visto hacer a los camaleones.

- ¡Chico, que se va a derretir! – le despertó la voz de Dimas. Y raudo se hizo cargo del bloque, que guardó veloz en la fresquera que llevaba al hombro. La obligación le ayudó a evitar la comezón que el misterio de aquella mirada le producía.

Cuando fue a salir del antro, preso de la rareza, volvió a fijarse en el hombre que despertó su atención. Advirtió con inquietud que éste le miraba, ahora atentamente con ambas pupilas, como si los ojos se hubiesen puesto de acuerdo o recuperado la normalidad. Pablo bajó los suyos y atravesó veloz la cortina que franqueaba la puerta. Intimidado y consecuente con la carga, corrió sin detenerse hacia la carretera que daba acceso al pueblo, sin poder quitarse de la memoria el gesto desabrido del bisojo. No pudo evitar volver la vista atrás en más de una ocasión, por si aquel le seguía, hasta que sobrepasó las últimas casas y se vio en la suya. Llegó sofocado y sediento, con la respiración agitada.

- ¿Ya estás aquí? Qué poco has tardado.

Cuando se sintió a salvo en el hogar y dio a su madre el encargo, meditó sobre lo acaecido. Se preguntó qué podría significar lo que había visto.

- Mama, en casa Dimas había un hombre que miraba a dos lados al mismo tiempo.

- ¿Qué dices? – preguntó Rosa sin prestarle mucha atención, pues estaba preparando la comida y navegaba entre pucheros y cucharones, peleando contra el calor y el reloj.

- Que con un ojo miraba a un lado y con el otro a otro.

- Sería un tuerto, tendría uno de cristal. Acércame esa fuente. Y vete a poner la mesa.

- ¿Cuántos platos pongo?

- Hoy sólo cinco.

Obediente corrió a cumplir la orden, seguido de su hermana que lo había oído todo.

- Yo quiero ver al hombre del ojo de cristal.

- Quita, tonta, que te asustarías.

- Mentira.

- Sí, porque te lo escupiría y te daría en toda la frente, y te quedarías calva.

Y la otra se puso a berrear, de la frustración o por hacerse notar.

Pablo no le hizo caso y siguió a lo suyo. Pero no podía dejar de darle vueltas en su cabeza a la experiencia. Tomó la chapa de un refresco que encontró en el suelo y se la puso como si fuese un monóculo.

- Mira, es mi ojo de cristal. Lo veo todo de colores.

- Déjamelo.

- Pues entonces tendrás que sacarte el otro.

Un cachete en el cogote le hizo cerrar la boca.

- No le digas esas tonterías a tu hermana. Sube a avisar al señor Helmut.

Pablo obedeció presto, impelido por el correctivo. Corrió escaleras arriba para avisar al huésped. Pero antes de entrar precipitadamente en la habitación de aquel, como acostumbraba a hacerlo, se detuvo un instante a meditar.

- ¿Le vas a decir lo del tuerto?

Era su hermana la que le hablaba. Lo había alcanzado. Pablo cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo hacía.

- ¿A ti que te importa? – respondió furioso. Y abrió la puerta sin llamar.

- Señor Helmut. A comer.

El aludido estaba tumbado sobre el colchón, mirando el techo. Al oír llegar a los niños salió de su ensimismamiento.

- ¿Ya es la hora? He debido quedarme traspuesto un momento. Ya mismo bajo – dijo, incorporándose para ponerse el calzado.

- Pablo ha visto a un tuerto – exclamó la niña.

- ¡Calla, tonta!

Ella sacó la lengua a su hermano y huyó.

Helmut no se inmutó siquiera, siguió atándose el cordón de uno de los zapatos.

- Vaya. ¿Has visto a un tuerto? - preguntó al fin.

- Era un hombre con un ojo de cristal – dijo el crío con aire muy competente.

- ¿Sí? Bajemos a comer - murmuró.

No volvió a tratarse el asunto. La familia y el huésped se reunieron a comer. Lo hicieron en silencio. Cuando se levantó el mantel, el señor Helmut se acomodó de nuevo en su cuarto. El matrimonio, después de recoger, se retiró a la siesta. Los niños dedicaron la hora del descanso a mearse y escarbar sobre un hormiguero que se había abierto en el corral.

El orden del cosmos permaneció indiferente a la pequeña tragedia que sufrió la colonia de insectos.

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