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sábado, 30 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 20. Los conjurados.


 

Maurice se reunió con Klaus en las proximidades de una antigua torre vencida por el tiempo. En algún momento de su historia desafió impertérrita a los vientos que azotaban la costa y resistió al empuje de las olas que chocaban con el acantilado y horadaban sus cimientos. Ahora que ya no era más que un vestigio de un mundo inexistente, olvidada su utilidad, apenas conservaba de su original estructura un tambor entrecortado de unos cuatro metros de altura, y se asemejaba a la dentadura mellada de una criatura prehistórica. Los sillares de lo que fueron sus muros se repartían de forma anárquica por el suelo, como la fruta madura caída del árbol. Pocos eran en el pueblo los que acudían a aquel rincón tan apartado, salvo el cabrero y su hambrienta tropa de brotes tan jugosos como rebeldes a la dentellada. Tenía mala fama entre el vecindario por ser a media tarde lugar de encuentro entre homosexuales. Pero era un entorno muy celebrado por los visitantes extranjeros como área de recreo. En temporada alta proliferaban allí las tiendas de campaña. En ciertos círculos de excursionistas gozaba de popularidad por las rutas que podían recorrerse, al abrigo de la naturaleza virgen y que conducían a pequeñas calas libres de aglomeraciones.

Uno de sus principales atractivos era que albergaba un profundo pozo, que imponía por el tamaño de su brocal y la oscuridad de su interior, donde parecía dormitar un monstruo. Desde allí podía escucharle el eco del oleaje y en días de marea alta lamentos escalofriantes procedentes del fondo marino.

Maurice y Klaus tenían acordado desde hacía tiempo reunirse en este lugar descrito, representando una coincidencia. A su alrededor paseaban e intercambiaban las oportunas impresiones hasta separarse. Si alguien reparaba en ellos, sólo podía sacar dos conclusiones, pero no le daba mayor importancia.

Uno dejaba su vehículo apartado de la vieja construcción y hacía el resto del camino a pie. El otro simulaba practicar el senderismo para detenerse junto a los gruesos bloques de piedra desmoronados.

No tenían una hora fijada para hacerlo, sino que confiaban en unas señales previamente acordadas. Maurice atravesaba una calle del pueblo montado en su vehículo y se paraba en un punto determinado, exactamente donde Klaus tenía alquilada una habitación. Desde la ventana de esta o desde la puerta de un bar cercano acechaba el paso del camarada. El otro se detenía un instante y hacía sonar el claxon sin motivo aparente. Era la contraseña para después acercarse donde queda dicho.

Pero en esta ocasión fue la casualidad o la fortuna la que les hizo coincidir a la entrada del pueblo.

Klaus, convencido de haber dado el esquinazo al guardia que lo rondaba, retornaba al núcleo urbano, amparado por los árboles de la cuneta y se aventuraba a cruzar la carretera, justo en el momento en que Maurice, al volante de su Tiburón, surgió de la curva. Este último dio un frenazo, abrió la ventanilla, y de inmediato invitó al otro a subir al vehículo. No se detuvo a más, en cuanto lo tuvo a su lado pisó el acelerador.

 - Agáchate.

En lugar de penetrar en el pueblo tomó el desvío que conducía a la torre donde acostumbraban a citarse, un camino sin asfaltar por donde a duras penas podía circular un auto como el suyo o cruzarse con otro. Por fortuna no era un trayecto frecuentado. Cuando tuvo a la vista la edificación, aparcó tras un típico murete de piedras que servía de límite a una huerta e invitó al pasajero a seguirle.

Klaus quedó algo confundido, pero sólo hasta que advirtió con satisfacción que Maurice llevaba un maletín en la mano, probablemente, dedujo, el de Helmut.

Caminaron con prudencia en dirección a la torre, tras haberse asegurado de que estaba libre de curiosos. La tarde avanzaba y las sombras se alargaban, factor que favorecía su improvisada junta. No muy lejos un pastor reunía sus cabras y se retiraba.

- Lo has conseguido.

- ¿Lo dudabas? Ha sido más sencillo de lo esperado.

- ¿Qué has hecho con la mujer y los niños?

- Nada. Camile se ha quedado con ellos.

- No conviene dejar cabos sueltos.

- Tranquilo. Todo está previsto. Ya tenemos un plan. Se vendrán con nosotros. Les buscaremos una ocupación en Bélgica.

Klaus no quedó muy convencido, pero tenía que admitir que sus camaradas habían vencido con otras artimañas, era señal de su habilidad para manejar la situación.

Se aposentaron junto a la base de la atalaya, sobre algunos de los sólidos sillares.

- ¿Qué tenemos?

- Todo. Parece mentira. Mejor de lo que pudiésemos imaginar.

- Veámoslo.

Maurice manipuló el cierre y levantó la solapa del maletín.  Con delicadeza sacó el cuaderno de anotaciones que guardaba. Satisfecho se lo ofreció al otro, que lo abrió y fue leyendo con detenimiento, con el único ojo que se lo permitía, cada una de las páginas.

- Bien, bien - asentía.

- No tenemos más que averiguar qué es lo que indica. El oro debe de estar ahí.

Sin embargo, tras el entusiasmo inicial, la euforia se fue enfriando. Klaus hizo un mohín. Conforme avanzaba en la lectura, su semblante se fue ensombreciendo. No iba a ser tan sencillo.

- Este maldito Helmut hizo bien su trabajo y pocas son las pistas que dejó para desenredar este galimatías.

- Pero ahí se ven unas coordenadas, hay un croquis.

- Bah. Puede referirse a cualquier lugar de la costa granadina, no necesariamente a este pueblo. Necesitamos un punto de referencia para situarnos. Un indicio. Esto y nada es lo mismo.

- No seas aguafiestas.

Bucearon en el resto de documentación: recortes de prensa, tarjetas de visita, fotografías. En un folio doblado había pintado un círculo negro y una extraña red alrededor, parecía un dibujo caprichoso fruto del aburrimiento.

- Esto nos va a llevar días. ¿Lo ha visto Camile?

- No le di oportunidad.

- Imbécil. Ella es la más apropiada para averiguarlo.

- ¿Qué sugieres?

- Vamos a la casa, allí lo estudiaremos más despacio.

- ¿Estás loco? – protestó Maurice -, ¿qué haremos con la dueña? No conviene que se entere de nada. Ya sabe demasiado. Quería ir con el cuento a la Guardia Civil.

- Habrá que matarlos – concluyó muy serio Klaus.

- No digas disparates – respondió el otro, alarmado de las intenciones que abrigaba -. No necesitamos esa publicidad.

- Lo haríamos del modo que pareciese un asalto del maquis o de los contrabandistas. En esta sierra se esconden muchos – respondió el tuerto, exponiendo un plan que venía elaborando de antiguo.

- ¿Y cómo justificaríamos nuestra ausencia? Rápidamente acudirían a buscarnos. 

- Lo de siempre. Pasaportes falsos, un billete de barco... No es tan difícil. ¿Te estás volviendo blando?

- No quiero más problemas. La policía española no es tonta. Se trataba de algo muy sencillo, y ya se está complicando demasiado. ¿Qué te sucede? ¿A qué viene esa propuesta? No te conozco.

Klaus enmudeció, no quiso alertar al otro con el tropiezo que había tenido con el representante de la benemérita. Era consciente de su torpeza y de que ya lo tenían identificado.

Interrumpido así el diálogo que les enfrentaba volvieron a concentrarse en los documentos que tenían delante.

- Vamos a necesitar ayuda – confirmó con frustración Maurice.

- Volvamos a la casa y que Camile se haga cargo.

- Iré yo solo. Nos veremos de nuevo aquí mañana, a esta misma hora.

Klaus, contrariado, se mordió el labio inferior, pero aceptó la determinación de su compañero. Se le presentaba el problema de esconderse en algún sitio hasta la próxima entrevista.

Devolvieron todo el material al maletín y se dirigieron a donde habían dejado el vehículo.

- Te acercaré hasta el pueblo, pero no más. No conviene que nos vean juntos.

- No te preocupes. Márchate tú, ya me las apañaré yo solo para llegar.

Maurice no puso objeción alguna a la decisión de Klaus y se despidió de él donde tuvo aparcado el coche. Durante el regreso fue rumiando su contrariedad por el resultado de la reunión. Prácticamente estaban como al principio. La única esperanza residía en la habilidad de Camile si querían acabar cuanto antes con el misterio. Si no lo conseguían tendrían que facilitar el material a otros miembros del partido para que hallasen el oro. No soportaba la idea de un fracaso.

Klaus, por su parte, estuvo sopesando si volver o no a su residencia en el pueblo. Se sentía vigilado, pero tenía que recuperar sus cosas antes de irse y, por supuesto, hacerlo sin levantar sospechas.


viernes, 29 de noviembre de 2024

El porno enmascarado

Mi afición por el erotismo y lo que algunas consideran pornografía nació de la contemplación de obras de arte.  Había, y hay, en mi casa una enciclopedia Salvat obra del insigne historiador José Pijoan, el autor de aquellos primeros tomos de la Summa Artis de Espasa Calpe, que cito por ser su obra más celebrada. La de Salvat era una historia del arte menos ambiciosa que esta última, con menos enjundia, pero más moderna y con fotos a todo color, imagino que también mucho más económica. La protegía mi padre en una de las baldas más altas de una estantería que ocupaba toda la pared del saloncito, aquel espacio que antaño tenían todas las casas para recibir las visitas. Era un cuarto pequeño pero muy rimbombante, con sillones modulares, una alfombra de gruesas hebras, (ideal para jugar a perder los madelmanes en la selva), una mesita para las pastas y el café de sobremesa, y una mesa de corte clásico, rodeada de muchas sillas. No sé ni cómo ni cuándo descubrí aquel tesoro de papel, sólo recuerdo que para alcanzarla tenía que subirme a la mesa y luego apoyarme en uno de los estantes. Movido siempre por la curiosidad, y aprovechando los ratos que por alguna razón u otra nos quedábamos solos en casa mi hermano y yo, trepaba hasta las alturas y me hacía con un tomo, para darle un concienzudo repaso. De este modo fui descubriendo que las mujeres de Creta llevaban las tetas al aire y que la diosa Afrodita se agachaba para taparse las suyas, pero enseñaba el culo. Los tomos del arte medieval me resultaban menos interesantes, sin embargo, el del Renacimiento era de mis favoritos. Allí había un montón de cuadros de gente que corría en pelotas y parecía pasárselo bomba. Uno de los más entretenidos era el jardín de las delicias de El Bosco, pero también los de Tiziano, en donde el común no solo perdía la ropa, sino que, además, el decoro y la sed a base de vino.  En otro tomo se podían ver las dos versiones de la Maja de Goya, de las cuales yo ya conocía una por las bolsas de patatas La Maja, y era algo que me llamaba mucho la atención, que aquella señora hubiese terminado teniendo una fábrica de patatas fritas. Otro tomo muy chulo era el último, el de arte contemporáneo, porque se veía una estatua hiperrealista de una mujer sentada en cuclillas y le colgaban las tetas, aunque estaba muy seria y pensativa. Pero mi página favorita era aquella en la que había un cuadro de Tiziano, Tintoretto tenía uno parecido, en el que había una dama totalmente desnuda sobre un diván acompañada de un angelote, mientras un señor engolado la contemplaba y tocaba él órgano, y se titulaba Venus recreándose con el amor y la música. Realmente no entendía qué es lo que pasaba allí, pero me parecía fascinante. En fin, que, de este modo, me fui haciendo con una culturilla pictográfica hasta que un día descubrí lo que escondía el Interviú, pero eso ya era otra película.

jueves, 28 de noviembre de 2024

De cuando éramos del PSOE

Creo recordar que fue en el curso del 82-83, cuando le pregunté a Ignacio Larrea si era de Fuerza Nueva y me dijo que no. Yo era nuevo en el colegio, venía de un instituto de Madrid y estaba allí para cursar 2º de BUP, buscaba hacer amigos, o lo intentaba. La pregunta se la hice porque en la pulsera del reloj de Ignacio había una banderita de España, y eso se consideraba muy facha, una tontería como otra cualquiera. Entonces Larrea me preguntó si yo lo era y yo le dije con una sonrisita que no, que era, sin serlo, del PSOE, que era el partido que entonces iba a ganar las elecciones, porque así se me ocurrió sobre la marcha. Mi nuevo amigo no me dijo más, pero al día siguiente, entre clase y clase, se allegaron a mi pupitre él y otros camaradas suyos, me rodearon y les anunció que yo era del PSOE, que no era, y me miraron todos muy quedos. Entonces Ignacio me aconsejó que tuviese cuidado porque en aquel centro había muchos fachas. Como era una situación totalmente nueva para mí, no comprendí nada y al manifestar cierta indiferencia creo que me gané su respeto. Larrea y los suyos eran falangistas. El curso siguiente coincidimos en la clase de electrónica y formamos un pintoresco grupo para hacer los trabajos de bombillas y baterías. Fue entonces cuando le empecé a pasar los cómics de Carlos Giménez, aquellos con guion de Ivá de España, Una, Grande y Libre, los tres cuadernillos, y Larrea flipaba, les cogió gusto a aquellos panfletos izquierdistas, por lo bien que dibujaba Giménez los detalles y lo atrevido de los guiones. Unas veces se sonreía y otras nos decía muy serio que aquello era verdad, refiriéndose a alguna historieta en concreto. Aquel fue un curso muy divertido, leyendo cómics y conectando cables. Nunca olvidaré que medió por mi ante El Carreto, el profe, para que me aprobase la electricidad. COU lo hice en el López Neyra y perdimos el contacto. La última vez que lo vi fue en una fiesta de fin de año, que se metió a parar una pelea, de esas en las que se envuelven los universitarios antes de terminar en cogorza. 


 

domingo, 24 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 19. Conversión y penitencia.



El Pistolas, después de la costalada, salió por piernas como pudo, tropezando y haciendo cabriolas, escupiendo maldiciones, condenando a la infancia y celebrando las virtudes de Herodes, el afamado rey judío de los relatos bíblicos. Recorrió varios metros a salto de mata hasta esconderse tras un murete de piedras de los que delimitan las huertas. Allí se detuvo un rato, al abrigo de unos alcornoques, en cuclillas, resoplando y sudando como un cerdo.

De la escaramuza con los pequeños llevaba como trofeos un descosido en la entrepierna y varios lamparones de cal y arena repartidos por la chaqueta y el pantalón. Vestía los zapatos sucios, la camisa al vuelo como faldón y la corbata tan desajustada que daba para dos cuellos. Su aspecto era el característico del que ha sufrido un serio varapalo, semejante al del que se mete en un encierro y es revolcado por un novillo.

Como abrigaba la intención de regresar al pueblo y no le agradaba que le tomasen por desaliñado, no le quedó otra que acicalarse para no llamar la atención más de lo que ya hacía por ser pública su presencia allí. Con esas premisas simuló como pudo su apariencia, cepillándose aquí y allí a base de enérgicos manotazos. Enderezando la compostura, remetiéndose los picos de la camisa bajo el pantalón, hasta dejarla bien tirante y sentirse cómodo; ajustándose el cinturón de nuevo para no perder la composición. Después se escupió en ambas manos para recomponer el peinado, igual que si fuese un gato, y en el pañuelo para quitarse mugre de la cara. Por esta razón se ayudó del mechero, que era metálico y le devolvía un retrato deformado del careto. Con los mismos avíos la emprendió con los zapatos hasta dejarlos más o menos lustrosos y negro el útil de tela, que hizo una pelota y tiró bien lejos. Cuando ya se sintió aderezado, retomó los ademanes fardones que le caracterizaban, se llevó un cigarro a la boca, calzó las gafas oscuras que acostumbraba y con impasible ademán se incorporó a la vía silbando bien alto el Cara al Sol, de cuya letra no conocía sino el arranque, pues el resto no le preocupó nunca.

Retornó así a la población, tan chulo como un ocho, sin otra mácula que el feo descosido a la altura del trasero, que simulaba con la chaqueta parda mussoliniana que lucía.

Caminado sin un plan previsto, ofuscado por los sucesos, rumiando la duda entre ir al cuartelillo a calentarle las orejas a José o dar otra vuelta acompañada de unas cañas, pero sin acabar de decidirse por alguna, terminó por entrar en la parroquia, que le salió al paso, como Dios a San Pablo, y estimó acertado el local para tomar el fresco y ordenar las ideas.

El templo estaba a oscuras, por lo que tardó un rato en habituar la vista y determinar los bultos.

Cristianos, pero muy católicos, había pocos a esa hora, salvo las beatas de rigor que consideran la iglesia parte del salón de su casa y se acomodan juntas en las primeras filas a rezarle al santo en venerable competición o seguir al cura en sus entradas y salidas, para ponerlo de vuelta y media después.

Romerales se acomodó en uno de los bancos del fondo, que era la entrada, a un lado de la nave lateral de la derecha que tenía en frente una capilla oscura donde destacaba la llamativa cruz de los caídos, amparada por una placa de mármol con el nombre escrito de todos los mártires que padecieron persecución en los alrededores durante la reciente cruzada. Allí dejó caer la vista, en el letrero de “Caídos por Dios y por España”, mientras se tentaba el roto del pantalón y acariciaba el modo de hacerse con otro al salir, pero no recordaba ninguna tienda salvo un colmado de todo un poco, en cuya puerta colgaban bañadores y bermudas para extranjeros, cuya oferta no le seducía.

Así dejaba correr los minutos, en estas elucubraciones, gozando de la fresquita que dan los edificios religiosos por la oscuridad y los techos altos, hasta que asomó por detrás del memorial un monaguillo pelón, perdido en un traje apropiado a su ministerio, pero de talla superior, y que se puso a encender velas con entusiasmo por la lumbre, proporcionando llama a unas y otras en caprichosa anarquía. Tras él, dándole instrucciones y cogotazos, el cura párroco, con cara de pocos amigos.

El Pistolas, así como vio moverse al último, y por sus hechuras y fisonomía, recordó a un tipo semejante que conoció durante la guerra, compañero de andanzas, hurtos y paseos. Incrédulo al principio, convencido después, dedujo que aquel individuo le resultaba muy familiar y no era otro sino el que sospechaba.

Se puso en pie, salió al pasillo y apoyando la mano en el respaldo de cada uno fue salvando los bancos camino de la capilla para cerciorarse de su presentimiento, y a cada paso que daba su corazón latía más fuerte, pues la duda se disipaba y convertía en certeza.

Se detuvo a un metro escaso del sacerdote, ignorante de su presencia, y acertó a llamarlo por su nombre.

- Julián.

El religioso sufrió una parálisis momentánea, igual que si le hubiesen arrojado un cubo con agua fría. Sin volverse al lugar del que provino la voz, ordenó al chico que marchase a colocar el misal, el leccionario y el Libro de la Sede en su correspondiente atril. Cuando desapareció de su vera se encaró con el visitante.

- Soy el padre Buenaventura, ¿Qué desea?

El Pistolas parpadeó un instante, pero no se dejó engañar.

- Vamos, Julián, que nos conocemos – comentó sonriente.

Derrotado, incapaz de negar lo evidente, el cura, con el ceño fruncido, se revolvió.

- ¿Qué quieres?

- Vamos, vamos. ¿Qué modales son esos? – cantó victorioso Romerales -. ¿Ya no quieres tratos con los camaradas?

- Chis. Baja la voz. Hace mucho que tú y yo no lo somos – respondió desabrido el viejo amigo.

- No te imaginaba tan beato y con ese hábito, con lo que te gustaba el fuego... 

- Yo tampoco te hacía a ti tan facha, con lo que te gustaba perseguirlos.

Romerales sonrió.

- Uno se adapta.

- Ya te veo, ya.

- Como tú. ¿Cuándo fue tu conversión?

Don Buenaventura, o Julián, resopló y adoptó una actitud muy digna.

- En la cárcel, pero la mía fue real. Allí tuve tiempo de reflexionar y decidir mi camino.

- Vaya, vaya.

- ¿Qué pasa? ¿No me crees? – objetó furioso.

- Claro, claro. No te pongas así. 

- ¿A qué has venido? – respondió con intención de cortar por lo sano cuanto antes.

- Ha sido casualidad. Pero seguro que tú sabías que yo estaba por aquí.

- En este pueblo se sabe todo.

- Todo no – observó con malicia.

Sin prestarle más atención, el sacerdote, apartándose de él, se aproximó al presbiterio, retiró el cubremantel del altar y comprobó que todas las toalletas para el oficio estaban limpias. Del mismo modo, revisó el cáliz y las vinagreras, la bandeja para la comunión y el resto de los enseres.

Romerales le siguió impertérrito, con las manos en los bolsillos y sin respeto al escenario que allí se preparaba, haciendo el papel de convidado inesperado o de personaje que se ha equivocado de obra y no casa con el argumento. Las beatas advertían ese contraste entre su presencia y la del sacerdote, que preparaba eficiente su representación.

En uno de sus giros tropezaron uno con otro, con la mala fortuna de hacer caer una escandalosa patena, que presuroso recogió del suelo el monaguillo, pero desató la ira del religioso, que ya empezaba a perder la paciencia.

El cura no estaba dispuesto a tolerar la actitud torpe, indiferente y provocadora del intruso. Además, se le echaba encima la hora de la misa y ya había revolver de feligreses en el templo, demasiado atentos, para su gusto, a la nueva situación.

- Sígueme – le dijo repentinamente al de La Política, que no replicó.

Se reunieron en la sacristía. El monaguillo, que resultó un mono eficiente, ya preparaba los ornamentos.

- Salvador, toma las canastas de las limosnas y ponlas a los pies del altar.

- ¿No se viste, padre? – objetó el niño.

- Este señor me ayuda, corre.

Romerales quedó de una pieza, al verse en aquel desafío. El otro le señaló un estante.

- Ahora me voy a vestir como corresponde y no como aquella vez, ¿recuerdas? Anda, ve dándome lo que te indique.

Romerales sonrió, recordó la anécdota a la que se refirió el camarada, la ocasión en la que asaltaron un convento y se vistieron con lo que pillaron más a mano que no fueron sino prendas como las que ahora tenía delante. Un camarada les hizo una foto. Por suerte no se les veía la cara en aquella, que tuvieron por gracia pintársela, y así no terminaron en el paredón como otros que participaron en la broma y denunciaron después.

- ¿A qué esperas?

Atento al cura, El Pistolas obedeció a sus instrucciones, pero sin acertar la más de las veces por su ignorancia a lo que le decían.

- Esa no, melón, la otra.

El sacerdote, atento a su tarea, le dedicaba a cada pieza bordada que recibía del otro una oración, unas en castellano y otras en latín, que sonaban misteriosas al foráneo y lo dejaban con la boca abierta. Con torpeza se las iba facilitando: el amito, el alba, el cíngulo, la estola y finalmente la casulla, y el cura se las iba poniendo solemnemente.

Cuando terminó la singular ceremonia y Romerales pudo contemplar a su antiguo colega de aquella guisa, coronado además por un bonete, perdió la confianza que le dio al principio la familiaridad y barruntó que aquél era ya otro.

- Y ahora quédate y luego hablamos si no tienes nada mejor que hacer – le instruyó Julián bajo su nueva apariencia, al tiempo que el monaguillo se ponía a su lado y ambos salían a escena.

Romerales permaneció un rato embobado, sin recordar dónde se había metido. Mezclando recuerdos aún vivos con los recientes acontecimientos.

Tardó un rato en salir a la misa, que ya avanzaba en el rito con su viejo amigo de protagonista situado frente al altar y dando la espalda a los fieles, rodeado de numerosas velas encendidas, efectuando movimientos aprendidos y repetitivos con mucha parsimonia.

Cuando llegó el momento de la lectura del evangelio, subió al púlpito y lo hizo primero en latín y después lo aclaró en castellano, con alguna licencia, apoyado por el silencio y la atención respetuosa de los reunidos. Su voz tronó bajo las bóvedas.

Se le escuchó esto:

<< En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a Cesarea de Felipe.

- ¿Quién dice la gente que soy yo? - preguntó Jesús.

-  Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, y otros, uno de los profetas - le contestaron.

- Y vosotros, ¿quién decís que soy?

- Tú eres el Mesías – contestó Pedro. >>

Don Buenaventura recalcaba cada palabra de forma pausada, con acento grave, satisfecho desde su posición preeminente, sin perder de vista al viejo conocido que deambulaba perdido tras los gruesos pilares que sujetaban la vieja bóveda. Sabedor de lo supersticioso que era el otro, interpretó su papel con todas las herramientas que le proporcionaba la tradición, la institución y el traje.

En la homilía cargó contra los mentirosos, sin otro interés que el de amedrentar a Romerales.

Se alargó la misa lo que quiso el cura, los fieles miraban el reloj de reojo, y éste se regodeaba en sujetar a su conocido con alusiones al pecado y el Infierno.

Al punto que cesó la tempestad, los asistentes al oficio se marcharon aliviados. Quedó el templo vacío y don Buenaventura despidió al monaguillo, y reclamó la atención del amigo, al que notó tembloroso. 

- ¿Cómo se encuentra tu fe?

Romerales se rascó la cabeza.

- ¿Qué quieres de mí? - respondió al fin.

- Que recapacites, confiesa tus múltiples pecados. Yo lo hice, piensa en el Infierno. Tienes que evitar la condenación eterna de tu alma. ¿Qué dices?

El Pistolas retornó al mutis, cuando recuperó el temple acercó la boca al oído del cura.

- ¿No tendrás por ahí un pantalón viejo que prestarme?


El desierto, de placas solares, avanza

Lo que antes eran campos de olivar, de esos donde Machado veía revolotear lechuzas, ahora proliferan las placas solares, que son un caparazón negro que no deja crecer la yerba, como la huella del caballo de Atila. Poco a poco veo desaparecer en derredor hectáreas y hectáreas de árboles, que son los encargados de fijar al suelo el temido CO2, en beneficio de la rentabilidad de la electricidad, que va a salvarnos del cambio climático, nos dicen. Hay políticos muy serios y con profundos bolsillos que apuestan por estas soluciones; yo apostaría por proteger la flora, que da un tono verde-plata al horizonte nada desdeñable.


sábado, 23 de noviembre de 2024

Gladiator y van 2

Pocas veces me he dormido en la sala de un cine, pero me ha pasado. Ayer, sin ir más lejos, casi que no despierto. Igual fue porque la abrieron hace poco y los asientos son de esos que regulas con un mando, te acomodas y te traen un emparedado si lo pides. Pero lo cierto es que no pedí nada. Por eso deduzco que es que la peli no era muy buena. Dicen que las segundas partes no lo son, no siempre, pero en este caso venía a confirmarse la sospecha. Gladiator, que quiere decir gladiador, no deja de ser un remake de la primera, con otros protagonistas y algún repescado. Se deja ver a ratos, porque medios para reproducir la antigüedad, aunque sea de mentirijillas, no faltan, y se hace atractiva. Ahonda en los tópicos creados por la original, abundan los moros, los emperadores se parecen a los javis y los buenos a los héroes de Marvel. Gladiator convierte el estoicismo de Marco Aurelio en una serie de frases vacías y rimbombantes. Imagino que el final, esa concentración de pretorianos y legionarios, azules y rojos, habrá deleitado a todos aquellos que disfrutan con los desfiles de disfraces y tambores, aunque lo más probable es que se hayan quedado con las ganas de ver qué fuerza ganaba en el choque, que es el tipo de cosas que gustan a los frikis de esta naturaleza y discuten a la salida de una proyección de romanos. Lo más divertido, en mi humilde, pero serena opinión fue el senador, una monada. Por lo demás, el rinoceronte era plato común y su cuerno la viagra de entonces. Eché en falta unos toros en la arena, y cocodrilos del Nilo en lugar de tiburones, que son cosas de Spielberg. En definitiva, un buen film para un cine de verano de los de antaño.


jueves, 21 de noviembre de 2024

Aquel profesor de literatura y música

Yo tuve y aún guardo en la memoria a un profesor de lengua y literatura que me dio clase en 2º de bachillerato, ya viviendo en Córdoba, que llamábamos don Víctor y también El Sapo. Era un individuo singular, siempre vestido con una bata blanca, como los de biología, imagino que para no mancharse de tiza. Como todo buen profesor de secundaria no sólo daba clase de lo suyo sino también de otras disciplinas como religión o música, estoy seguro de que, si le hubiesen dado la oportunidad, también matemáticas o inglés, aunque no supiese, porque incluso en estos tiempos que corren se dan tales situaciones, imagínate antes. Este don Víctor era un hombre agraciado, de blue eyes, con cierto aire a lo Freddie Mercury, pero más afeitado, con una boca demasiado grande de lado a lado, que le daban aspecto de personaje de cuento de hadas, donde el príncipe recuperaba su porte nobiliario con el beso, no consentido, de una agraciada dama, y de ahí su mote. Don Víctor era buen profesor, era un hombre paciente que pretendía dárselas de duro, sin conseguirlo. Llamaba a su mesa y te interrogaba sobre Quevedo, por ejemplo, sin que te hubieses tomado la molestia de repasarlo. A mí me preguntó una vez por la obra de aquel y le respondí que había escrito entremeses. A don Víctor no le pareció creíble el dato, pero le apunte que en mi casa tenía una antología del entremés y aparecía su nombre, de lo cual no estaba muy seguro, y se calló, pero creo que no me puso el positivo. No fue la primera ni la última vez que intenté dársela con queso. Las clases de música, por otra parte, eran muy entretenidas, se traía una flauta o nos hacía cantar a coro con ayuda de un libro de canto de color azul, que mi amigo Domínguez tenía lleno de caricaturas suyas. Esta pequeña pinacoteca nos proporcionaba gratos momentos y circulaba con cierta asiduidad por los pupitres. Allí estaba un sapo vestido con su bata, o tocando la flauta, en ocasiones acompañado de su mujer, la sapa, e incluso alguno de sus sapitos, y, sobre la mesita del comedor, una pecera con un renacuajo dentro. A mi me gustaba poner a don Víctor en un brete, con algún comentario inapropiado si se abría debate en el aula, cuando tocaba la tutoría. Un día, mucho tiempo después, me lo encontré en la estación de tren comprando un billete, nos saludamos y se acordaba de mi nombre. Tengo que mirar si en aquella antología venía o no Quevedo. No le pregunté a dónde viajaba, quizás no hubiese querido contármelo.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Un viejo profesor de dibujo, comunista

Tuve un viejo profesor, allá cuando estudiaba 1º de bachillerato que se definía como comunista, y no era un tipo al uso. Era un señor de traje y corbata, silencioso y que en ocasiones perdía los nervios y nos mandaba callar. Entonces nos llamaba anarquistas, que sonaba muy feo, y poco más. Yo lo engañaba con mis comics y, aunque malos, debieron de gustarle porque al final me puso matrícula, que se ve que por aquel entonces podía hacerse incluso en primero. También nos confesó una tarde que se había dedicado parte de su vida al dibujo animado. De este dibujante no recuerdo el nombre, es posible que aparezca su firma en mi librito de calificaciones, ese que me abrieron en el Poetas, de Madrid. En aquel claustro del 80 había gente de todas las ideologías, pero mucha que se definía de izquierdas y militaba en algún sindicato, e incluso en partidos de orientación comunista, más allá del PCE, resultaba inimaginable hacer lo contrario. El profesor de dibujo no se parecía a ninguno de estos últimos ni el el vestir. Fue entonces cuando empecé a comprender que se trataba de una especie de dinosaurio en extinción, un tipo sacado de una novela decimonónica de corte socialista, un comunista del otro lado del muro, uno de los últimos representantes de una izquierda racional trasnochada. Creo que no tardó muchos años en jubilarse, quizás ese mismo curso. Por su culpa me decidí a estudiar diseño. Pero por otras circunstancias no pude hacerlo, el destino me tenía reservado perderme por los laberintos de Córdoba. Sin embargo, aún recuerdo sus correcciones.


martes, 19 de noviembre de 2024

La alegría de las bolas del dragón

 40 años hace de Dragón Ball que para algunos, los de mi quinta al menos, fue un volver a empezar, recuperar la ilusión perdida, cuando de la tele borraron Mazinger Z y nos arrebataron parte de la infancia, la más robótica. Lo que nos llegó primero de las bolas fue la serie de TV, y ya nos enganchamos, por su sentido del humor, erotismo y grandes aventuras. Más tarde vinieron los comics, llamados manga. La alegría nos duró poco porque ya entonces la progresía la emprendió con Goku y sus secuaces, y de este modo incluso en la universidad se censuraba su "extremada crueldad" y se tachaba de perniciosa para los infantes. No faltó la consabida campaña contra el manga: "la violencia del dragón", escribió algún pirado en la prensa más izquierdista, ni te cuento en algunas tertulias televisivas. No hicimos ni caso, incluso nos atrevíamos a organizar charlas, exposiciones y jornadas sobre nuestros pintorescos héroes, para escándalo de algún catedrático. Ahora reunimos en casa las viejas ediciones y las nuevas, es una singular enfermedad la del fetichismo, de la que uno no pretende curarse. Creo que al hilo de la entrada voy a calzarme unas zapatillas, de esas sencillas de suela plana, haré unas cabriolas y lanzaré y una honda vital, imaginado que va contra tanto moralista, más que nada por hacerme la ilusión de luchar contra las normas, por fastidiar a los pijos de izquierdas, que se hacen viejunos.


domingo, 17 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 18. El preciado objeto.



Las dos mujeres se habían acomodado en el sofá del salón. Rosa estaba muy nerviosa y madame Dumont la arropaba con sus brazos.

- No te asustes, mujer, tranquilízate.

- No puedo. Son demasiadas cosas.

- Cuando regrese tu marido verás todo de otra manera.

Rosa se mordió el labio con la observación de la belga sobre su compañero. Decidió que era el momento de poner las cartas boca arriba.

- No volverá. Está preso.

- ¿José? ¿Cómo puede ser eso?

- Estamos metidos en un lío.

Apareció Monsieur Dumont que, al encontrar a las mujeres como queda dicho, preguntó por la causa. Camile le puso en antecedentes del suceso. El marido escuchó con atención el relato y esbozó una amplia sonrisa.

- Ne vous inquiétez pas. Nosotros le haremos compañía, Rosa – contestó en un torpe castellano que sorprendió a los de la casa pues creían que no entendía palabra, y eran incapaces de asimilar que chapurrease el idioma como acababa de demostrar.

- Nosotros también te protegeremos, mama – dijo Pablo muy serio para no perder el protagonismo de hombre de la casa que tantas veces le habían recordado para cumplir con alguna obligación.

- Y si hace falta, sacamos la pistola - anunció Lucía, con un desparpajo que, si bien dejó a los adultos sin palabras nada más escucharla, provocó a continuación entre estos una incontenible hilaridad.

- ¿Qué dices? – preguntó Rosa, entre sorprendida y divertida por la respuesta.

- ¡Qué niña más graciosa! – exclamó Camile sin poder contener una carcajada que respaldó Maurice con otra más ruidosa si cabe.

Daniel y Cecille también preguntaron a su madre la causa de sus risas. Cuando esta se lo aclaró, se miraron cara a cara y no pudieron evitar añadir el dato que conocían. El rostro de Camile palideció ante la revelación, expresión que no pasó desapercibida a Rosa.

- ¿Sucede algo?

Durante unos instantes nadie abrió la boca, pero el matrimonio belga tenía los ojos puestos en Pablo. Por fin, Camile rasgó el embarazoso silencio con una dulce voz de circunstancias.

- Estos niños… Son muy imaginativos. Fíjate, acaban de decirme que tu hijo esconde una pistola.

- La del señor Helmut, Pablo era su secretario – remató Lucia muy petulante para asombro de su madre y el matrimonio.

De entrada, Rosa quedó paralizada, pero de inmediato se levantó del sillón en el que descansaba, se descalzó y la emprendió a zapatillazos con el hijo que, cubriéndose como podía con ambos brazos, emprendió la huida.

Camile se incorporó y la detuvo como pudo, para evitar el maltrato del pequeño. Rosa se vino abajo y de nuevo se abrazó impotente a la otra.

- Estos hijos… Me van a matar a disgustos – sollozó.

La belga la consolaba y su marido, Maurice, sin pensarlo dos veces, corrió en busca de Pablo.

- Ahora, lo entiendo todo. Ese hombre viene buscando la pistola. Y nosotros, sin saberlo, hemos corrido un gran peligro – balbuceaba entre hipidos -. Tengo que avisar a la Guardia Civil ahora mismo.

- Pero mujer, tranquila. Son cosas de niños, fantasías. No te precipites. Esto tenemos que aclararlo con tranquilidad. Ya verás como todo es un juego.

- Que no, mama, que es verdad. Que la tiene escondida en el cachuchín del corral – confirmaba Lucia muy seria.

Alertada por la salida de la hija, Rosa quiso salir de la duda. Camile, arrastrada por la curiosidad y divertida por averiguar el fin de lo que consideraba una ocurrencia, se sumó a la pesquisa. Salieron todos al corral donde hallaron a Maurice, sujetando por un brazo al chico, sin perder la sonrisa.

- Vamos a aclarar esto inmediatamente – rugió su madre.

El otro, compungido, no dijo ni mu. Obediente se dejó conducir escoltado por el resto a donde señalaba la hermana.

Cuando llegaron al hueco que formaban los enseres acumulados sobre la pared el pequeño, cabizbajo, se introdujo y no tardó en regresar a la luz armado, para susto de los adultos. Sobre ambas manos, igual que si fuese una ofrenda a la patrona, presentaba el preciado objeto que los mayores no terminaban de creer.

Su madre no se atrevió a tomar la pistola que el hijo le ofrecía. Se hizo con ella Maurice que la contempló atónito. Después se la pasó a su esposa, que la observó con mucha atención y la empuño con mano experta. Rosa rumiaba en silencio el descubrimiento, sin reaccionar, temerosa de las repercusiones de tal hallazgo.

Tomó la iniciativa el belga y sin mediar palabra se dirigió a la inesperada galería y empezó a remover todos los enseres que obstaculizaban el paso, hasta dejar libre la pared vedada hasta ese instante, destapando el paso que utilizó el niño. Después de mucho escarbar y cubrirse de polvo, alcanzó algo que extrajo de la esquina del fondo del cuarto. Era un pequeño maletín negro. Conseguido el mismo, lo levantó con una mano para que todos pudiesen verlo y sonrió triunfante de oreja a oreja.

Desde ese instante entre el hombre y su mujer se produjo un largo diálogo en francés que ni Rosa ni sus hijos entendieron.

- ¿Qué sucede? – preguntó angustiada.

Sin soltar la pistola, Camile se dirigió a ella.

- Nada. Quizás este sea el motivo de las visitas de ese hombre que me contaste. Maurice se va a encargar de llevar este maletín a la policía. No te preocupes.

- Pero yo soy el secretario – protestó Pablo.

Su madre le arreó sin dudar un sopapo.

- ¿No te das cuenta del compromiso en el que nos has metido y todos los problemas que has originado? Cuando vuelva tu padre te vas a enterar.

Mientras ella regañaba al crío, Maurice registraba el interior del maletín y sacaba una carpeta. La abrió y puso toda su atención en unos documentos. Después retomó la conversación con su esposa.

Rosa percibió cierta euforia en su comunicación, por las exclamaciones y gestos que hacían, parecían celebrar algo, y tuvo un mal presentimiento.

Esperaba alguna explicación, pero no se la facilitaron. Maurice devolvió todos los documentos que halló al interior del maletín. Camile, sin embargo, no le devolvió la pistola.

Rosa quedó algo perpleja al ver que el hombre se marchaba sin mediar palabra. La belga advirtió su confusión.

- No te preocupes, va a la policía.

- Bien, pero…, ¿y la pistola? – balbuceo.

- Oh. ¡Qué tonta! Voy a dársela.

Salió tras su marido, pero sin darse mucha prisa. Rosa permaneció con los niños, que ya se entretenían en otras actividades más divertidas, carreras y saltos. Camile no tardó en regresar. Se oyó desde donde estaban el ruido del motor del coche alejarse.

- ¿Qué había dentro? – le preguntó Rosa nada más tenerla a su lado.

- ¿Cómo?

- Dentro del maletín.

- Ah, no sé. Papeles. Supongo que serían documentos personales. No le des más importancia.

Rosa no quedó muy convencida, pero Camile supo maniobrar con facilidad.

- Es mejor pensar en otra cosa ahora, pronto estará en manos de la Guardia Civil. Todo se aclarará y ese hombre no volverá a molestarte. ¿Sigues pensando en lo de marcharte de este pueblo y establecerte en Bélgica, o en Francia? Yo podría ayudarte. Una mujer joven como tú no tendía serias dificultades para encontrar un empleo de sirvienta en la casa de una familia rica. Tendrías un buen sueldo. Imagínate: trabajar en París o poder llevar a tus hijos a un buen colegio. Seguro que tu marido tendría una ocupación decente en alguna fábrica de automóviles.

Las palabras mágicas surtieron su efecto y la anfitriona se olvidó del suceso. La esperada oferta la llenó de entusiasmo. Creyó encontrar en aquel matrimonio la solución a muchos de sus problemas.

- Vamos a hablar de todo eso. Habrá que organizar vuestro traslado. Será fantástico. Podríais acomodaros en nuestra casa por un tiempo, hasta encontrar una ocupación. En Bruselas vivirás como una reina.

Con su alegre parloteo y vagas promesas la fue sometiendo a su voluntad.

sábado, 16 de noviembre de 2024

En tiempos de Maricastaña

Por estas fechas era cuando siendo niño nos poníamos ciegos de castañas asadas a la luz y el calor de la lumbre. Una experiencia inolvidable que me condujo a la conclusión de que el infierno no debía de ser tan malo como contaban. El rito se celebraba junto a la chimenea y no se encendía ni una bombilla porque con las llamas teníamos suficiente para reconocernos y saber dónde poníamos las manos. Un kilo o dos de castañas era el menú más codiciado cuando el sol se había retirado del todo y cargabas con el frío a hombros. Se partían una a una y se acomodaban entre las brasas, hasta que se abrían del todo y se ponían blandas. En ocasiones, por descuido o deseo de hacer una gracia, se colaba una entera y estallaba al rato, interrumpiendo la distracción propia del que pela, masca y traga, pero generando sorpresa primero y risas después entre la concurrencia, aviso también para los glotones. Cogerlas, por hambre que tuvieses, era peligroso y había que servirse de unas tenazas o de una paleta del brasero para retirarlas del hogar. Y en el borde se quedaban, igual que futbolistas en el banquillo, hasta perder el brillo que las había animado y se volvían cenicientas. Tomabas una, dos si eras hábil y discreto. Con mucho tiento y paciencia la pelabas al ritmo de soplos, sobre ella y los dedos, y después te la llevabas a la boca y se te antojaba un bollo dulce. Cuando se acababan sobrevenía un vacío muy grande, algo así como si se hubiese escapado el alma a la gloria. Claro que sigue habiendo castañas en la tienda, pero con el microondas no estás ni en el cielo ni el infierno, sólo en este desteñido mundo.

jueves, 14 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 17. Testimonio y negocios.



(El personaje es imaginario, el testimonio real).

 

Antonio, tras un prudente intervalo propicio al reposo, visitó al preso. El otro estaba fatigado, pero sosegado, mirando al oscuro infinito. El suboficial le ofreció un cigarro americano que aceptó con gratitud. Al darle lumbre, el rostro de José denunció el maltrato recibido

- ¿Cómo estás?

- Bien, mi sargento. ¿Durará mucho?

El Catalán chasqueó la lengua con disgusto.

- No lo sé. Este asunto se va complicando poco a poco. Hay muchos cabos sueltos.

- Yo no puedo decir más.

- Ya. Te creo. Pero ese imbécil de Romerales tiene varias cosas en la cabeza. Aunque su misión sea otra, trae su obsesión por ajustar cuentas.

- ¿Y tiene que hacerlo conmigo? – interrogó José, con el rostro rayado por la sombra de los barrotes del ventanuco que daba a la calle.

- Contigo y con quien haga falta. En tu caso, te precede el expediente. Sigues siendo un sospechoso, pese a la sentencia favorable. Hay gente que no perdona ni un tropiezo.

José hizo un gesto de rabia e impotencia, llevándose los puños a la boca para mordérselos, a riesgo de quemarse las cejas con la ascua del cigarrillo.

- ¿Cuántas veces voy a tener que explicarlo? Yo no tengo nada que ver con aquel desastre. ¿Sabe usted lo que llevo sufriendo desde entonces? Rara es la noche que no me despierto bañado en sudor reviviendo la escena.

Antonio lo escuchaba con atención. No era la primera oportunidad que tenía de ver a José así, ni sería la última que escucharía aquella historia. No tenía intención de hacerle callar puesto que había roto a contarla. Podría haberlo hecho con aquella excusa, pero prefería oírla de nuevo. Experimentaba un placer morboso en aquel cúmulo de dramáticos sucesos. Gozaba como el niño que oye y atiende la exposición una y mil veces del mismo cuento.

- Yo no hacía más que cumplir órdenes. Lo he repetido hasta la saciedad y además no disparé. La orden la ejecutó la batería de arriba.

- Tranquilo, tranquilo – murmuró Antonio, reposando su brazo sobre el hombro del cautivo.

- Vimos venir el barco. Cada vez estaba más cerca de la costa. Lo hacía despacio, iba cargado de soldados. Estaban alegres, se les oía perfectamente cantar. Los de la batería de abajo, la que había más próxima a la costa, no abrieron fuego. Lo dejaron pasar. Mi compañero y yo, que estábamos a cargo de la segunda, no supimos qué hacer. Nadie nos transmitió una orden y decidimos no disparar. El buque siguió avanzando. Todo seguía en calma. Pero entonces oímos un crujido ensordecedor sobre nuestras cabezas. Un proyectil cruzó el aire como un meteoro e impactó en la popa de la nave. El disparo se había producido desde uno de los tres cañones de la posición que había en el cerro más alto.  El barco se hundió en un periquete, fue visto y no visto. Los hombres que iban en él se lanzaban al agua desesperados, muchos no sabían nadar y se ahogaban. Nadie de la costa acudió a ayudarles. Nosotros nos debatimos entre permanecer en nuestro puesto o socorrer a los supervivientes. Vimos perecer a la mayoría entre inútiles gritos de socorro y terror. Ahora mismo parece que los oigo en mi cabeza. Fuimos incapaces de movernos de nuestro puesto por miedo al castigo de nuestros superiores. No queríamos que nos tomasen por desertores. Me enteré después de que se dio orden de no rescatar a nadie. Menos mal que actuamos con prudencia.

José hizo una pausa. Temblaba. Se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una larga chupada antes de proseguir.

- Luego aparecieron los comunistas, ¿sabe? Eran gente con muy mala leche. Venían cuatro o cinco, apuntándonos con sus fusiles. Nos preguntaron enfurecidos que por qué no habíamos disparado. Temí por mi vida. Les dije que nadie nos había dicho que lo hiciéramos. Al final, después de amenazarnos, se fueron por donde habían venido. Allí nos quedamos hasta que el pelotón bajó a reemplazarnos. Después, en cuestión de horas, vino el caos y el desorden. Los mandos desaparecieron. Nosotros, los soldados, éramos gente de reemplazo, cumplíamos el servicio militar, no sabíamos qué hacer. No pensamos en huir. Aguardamos, esperamos en nuestro puesto la orden de un superior. Después aparecieron los nacionales. Nosotros nos limitamos a formar en el patio y esperar. Un oficial nos ordenó ponernos firmes y lo hicimos a una. En ese momento comprendí que la guerra había terminado. Nos llevaron en un camión a Murcia y nos concentraron con otros en un mercado de abastos. No había oficiales ni milicianos, sólo hombres sucios, todos habían perdido las insignias y aquello que pudiese delatar su graduación. Después vinieron los juicios y los fusilamientos. Yo pude salir de allí… ¿Me puede dar un vaso de agua, mi sargento?

Antonio despertó del embrujo. Se apartó y regresó poco después con un botijo.

- Gracias.

- ¿Por qué no desobedeciste? Podías haber rescatado a alguno de aquellos desgraciados.

- Mi sargento… Le juro que quise hacerlo, pero fui cobarde. Tenía miedo a la muerte. En la guerra, digan lo que digan, todos eran enemigos, los tuyos y los de más allá. Cualquiera tenía una excusa para matarte. ¿Lo hubiese hecho usted?

El Catalán se cruzó de brazos. No contestó.

- Usted es un militar, pero yo no era más que un muchacho que sacaron de su pueblo para ganar una guerra.

Dio otro trago al botijo.

- Y ahora estoy envuelto en otra historia que no me corresponde. ¿Qué tengo que ver con ese tío, el Helmut? Que se ha muerto en mi casa, bien. ¿Y qué? Podía haberlo hecho en la plaza, a la vista de todo el mundo – protestó -. ¡Maldita sea mi casta!

Antonio se acomodó en el silencio, enajenado, y dejó solo a José con su inquietud. Volvió a su despacho y avisó a Bartolo, al que vio al otro lado de la ventana, haciendo guardia en la garita de la entrada. Este acudió de inmediato a la orden.

- ¿Qué sabes del bizco? – inquirió el sargento.

- Nada. Pero en el pueblo hay gente que dará el aviso si aparece.

- Otra cosa. ¿Hay tarea esta noche?

- Está el asunto muy parado. Con el jaleo este del alemán y El Pistolas no se atreven a salir. Eso me han dicho – respondió el subordinado.

- Igual quieren que nos lo creamos.

- Pues también es verdad, mi sargento.

- Vamos que tener que vigilar esta noche la gruta de La Virgen, aunque le joda al cura, no sea que les dé por dejar un fardo allí. No sería la primera vez. Pero no me fio de Romerales, es capaz de aprovechar nuestra ausencia para visitar al preso.

- La mejor manera de no perderle de vista es que se venga con nosotros, así hará bulto, jefe – comentó Bartolo.

El sargento meditó la objeción. No le pareció una idea descabellada y para suerte de Bartolo no cayó en la cuenta del inapropiado término utilizado para referirse a su persona.

- Vete a ver por dónde anda y te lo traes, aunque sea de los cojones – ordenó con resignación -. Igual nos sirve para algo, como dices, … y se lleva un tiro.