Las dos mujeres se habían acomodado en el sofá del salón. Rosa estaba muy nerviosa y madame Dumont la arropaba con sus brazos.
- No te asustes, mujer, tranquilízate.
- No puedo. Son demasiadas cosas.
- Cuando regrese tu marido verás todo de otra manera.
Rosa se mordió el labio con la observación de la belga sobre su compañero. Decidió que era el momento de poner las cartas boca arriba.
- No volverá. Está preso.
- ¿José? ¿Cómo puede ser eso?
- Estamos metidos en un lío.
Apareció Monsieur Dumont que, al encontrar a las mujeres como queda dicho, preguntó por la causa. Camile le puso en antecedentes del suceso. El marido escuchó con atención el relato y esbozó una amplia sonrisa.
- Ne vous inquiétez pas. Nosotros le haremos compañía, Rosa – contestó en un torpe castellano que sorprendió a los de la casa pues creían que no entendía palabra, y eran incapaces de asimilar que chapurrease el idioma como acababa de demostrar.
- Nosotros también te protegeremos, mama – dijo Pablo muy serio para no perder el protagonismo de hombre de la casa que tantas veces le habían recordado para cumplir con alguna obligación.
- Y si hace falta, sacamos la pistola - anunció Lucía, con un desparpajo que, si bien dejó a los adultos sin palabras nada más escucharla, provocó a continuación entre estos una incontenible hilaridad.
- ¿Qué dices? – preguntó Rosa, entre sorprendida y divertida por la respuesta.
- ¡Qué niña más graciosa! – exclamó Camile sin poder contener una carcajada que respaldó Maurice con otra más ruidosa si cabe.
Daniel y Cecille también preguntaron a su madre la causa de sus risas. Cuando esta se lo aclaró, se miraron cara a cara y no pudieron evitar añadir el dato que conocían. El rostro de Camile palideció ante la revelación, expresión que no pasó desapercibida a Rosa.
- ¿Sucede algo?
Durante unos instantes nadie abrió la boca, pero el matrimonio belga tenía los ojos puestos en Pablo. Por fin, Camile rasgó el embarazoso silencio con una dulce voz de circunstancias.
- Estos niños… Son muy imaginativos. Fíjate, acaban de decirme que tu hijo esconde una pistola.
- La del señor Helmut, Pablo era su secretario – remató Lucia muy petulante para asombro de su madre y el matrimonio.
De entrada, Rosa quedó paralizada, pero de inmediato se levantó del sillón en el que descansaba, se descalzó y la emprendió a zapatillazos con el hijo que, cubriéndose como podía con ambos brazos, emprendió la huida.
Camile se incorporó y la detuvo como pudo, para evitar el maltrato del pequeño. Rosa se vino abajo y de nuevo se abrazó impotente a la otra.
- Estos hijos… Me van a matar a disgustos – sollozó.
La belga la consolaba y su marido, Maurice, sin pensarlo dos veces, corrió en busca de Pablo.
- Ahora, lo entiendo todo. Ese hombre viene buscando la pistola. Y nosotros, sin saberlo, hemos corrido un gran peligro – balbuceaba entre hipidos -. Tengo que avisar a la Guardia Civil ahora mismo.
- Pero mujer, tranquila. Son cosas de niños, fantasías. No te precipites. Esto tenemos que aclararlo con tranquilidad. Ya verás como todo es un juego.
- Que no, mama, que es verdad. Que la tiene escondida en el cachuchín del corral – confirmaba Lucia muy seria.
Alertada por la salida de la hija, Rosa quiso salir de la duda. Camile, arrastrada por la curiosidad y divertida por averiguar el fin de lo que consideraba una ocurrencia, se sumó a la pesquisa. Salieron todos al corral donde hallaron a Maurice, sujetando por un brazo al chico, sin perder la sonrisa.
- Vamos a aclarar esto inmediatamente – rugió su madre.
El otro, compungido, no dijo ni mu. Obediente se dejó conducir escoltado por el resto a donde señalaba la hermana.
Cuando llegaron al hueco que formaban los enseres acumulados sobre la pared el pequeño, cabizbajo, se introdujo y no tardó en regresar a la luz armado, para susto de los adultos. Sobre ambas manos, igual que si fuese una ofrenda a la patrona, presentaba el preciado objeto que los mayores no terminaban de creer.
Su madre no se atrevió a tomar la pistola que el hijo le ofrecía. Se hizo con ella Maurice que la contempló atónito. Después se la pasó a su esposa, que la observó con mucha atención y la empuño con mano experta. Rosa rumiaba en silencio el descubrimiento, sin reaccionar, temerosa de las repercusiones de tal hallazgo.
Tomó la iniciativa el belga y sin mediar palabra se dirigió a la inesperada galería y empezó a remover todos los enseres que obstaculizaban el paso, hasta dejar libre la pared vedada hasta ese instante, destapando el paso que utilizó el niño. Después de mucho escarbar y cubrirse de polvo, alcanzó algo que extrajo de la esquina del fondo del cuarto. Era un pequeño maletín negro. Conseguido el mismo, lo levantó con una mano para que todos pudiesen verlo y sonrió triunfante de oreja a oreja.
Desde ese instante entre el hombre y su mujer se produjo un largo diálogo en francés que ni Rosa ni sus hijos entendieron.
- ¿Qué sucede? – preguntó angustiada.
Sin soltar la pistola, Camile se dirigió a ella.
- Nada. Quizás este sea el motivo de las visitas de ese hombre que me contaste. Maurice se va a encargar de llevar este maletín a la policía. No te preocupes.
- Pero yo soy el secretario – protestó Pablo.
Su madre le arreó sin dudar un sopapo.
- ¿No te das cuenta del compromiso en el que nos has metido y todos los problemas que has originado? Cuando vuelva tu padre te vas a enterar.
Mientras ella regañaba al crío, Maurice registraba el interior del maletín y sacaba una carpeta. La abrió y puso toda su atención en unos documentos. Después retomó la conversación con su esposa.
Rosa percibió cierta euforia en su comunicación, por las exclamaciones y gestos que hacían, parecían celebrar algo, y tuvo un mal presentimiento.
Esperaba alguna explicación, pero no se la facilitaron. Maurice devolvió todos los documentos que halló al interior del maletín. Camile, sin embargo, no le devolvió la pistola.
Rosa quedó algo perpleja al ver que el hombre se marchaba sin mediar palabra. La belga advirtió su confusión.
- No te preocupes, va a la policía.
- Bien, pero…, ¿y la pistola? – balbuceo.
- Oh. ¡Qué tonta! Voy a dársela.
Salió tras su marido, pero sin darse mucha prisa. Rosa permaneció con los niños, que ya se entretenían en otras actividades más divertidas, carreras y saltos. Camile no tardó en regresar. Se oyó desde donde estaban el ruido del motor del coche alejarse.
- ¿Qué había dentro? – le preguntó Rosa nada más tenerla a su lado.
- ¿Cómo?
- Dentro del maletín.
- Ah, no sé. Papeles. Supongo que serían documentos personales. No le des más importancia.
Rosa no quedó muy convencida, pero Camile supo maniobrar con facilidad.
- Es mejor pensar en otra cosa ahora, pronto estará en manos de la Guardia Civil. Todo se aclarará y ese hombre no volverá a molestarte. ¿Sigues pensando en lo de marcharte de este pueblo y establecerte en Bélgica, o en Francia? Yo podría ayudarte. Una mujer joven como tú no tendía serias dificultades para encontrar un empleo de sirvienta en la casa de una familia rica. Tendrías un buen sueldo. Imagínate: trabajar en París o poder llevar a tus hijos a un buen colegio. Seguro que tu marido tendría una ocupación decente en alguna fábrica de automóviles.
Las palabras mágicas surtieron su efecto y la anfitriona se olvidó del suceso. La esperada oferta la llenó de entusiasmo. Creyó encontrar en aquel matrimonio la solución a muchos de sus problemas.
- Vamos a hablar de todo eso. Habrá que organizar vuestro traslado. Será fantástico. Podríais acomodaros en nuestra casa por un tiempo, hasta encontrar una ocupación. En Bruselas vivirás como una reina.
Con su alegre parloteo y vagas promesas la fue sometiendo a su voluntad.
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