Llegó montada en una Vespa. Era una mujer de unos treinta. Vestía una rebeca fina de color verde claro, pantalón pirata azul marino y unas zapatillas deportivas blancas. Unas gruesas gafas de sol de pasta ocultaban la mitad su rostro y un pañuelo de colores llamativos, anudado a la cabeza, cubría su cabello. Traía una pequeña maleta como equipaje, sujeta a la bandeja posterior de los bultos con una goma elástica. Al entrar en el pueblo asustó a unas gallinas despistadas, que no estaban acostumbradas a vehículos motorizados y mal volaron rodeadas de plumones y acompañamiento de histérico cloqueo. El inusual ruido despertó todas las alarmas.
En el pueblo no la conocía nadie y, por supuesto, nadie la esperaba. A aquel remoto lugar de la geografía no acudían más que algunos vendedores una vez en semana o al mes, familiares que retornaban después de haber trabajado en el extranjero, muy de tarde en tarde, y poco más. Por eso llamó tanto la atención su llegada.
Las primeras en advertir su presencia fueron Las Ciegas, que eran las vecinas de la primera casa. Dos solteronas que, por las tardes, para no aburrirse, mientras escuchaban el serial de la radio, fisgoneaban la calle al amparo y sombra de la persiana de listones de madera pintada de verde que cubría la ventana y oscurecía el interior de la vivienda. Percibían antes que nadie quién entraba y salía del pueblo: si el carro del vinero, si el cartero en bicicleta, si los gitanos de los ajos, si la Alsina con parientes… El caso es que controlaban a todo el mundo.
La joven visitante tuvo la ocurrencia de detener la Vespa junto al pilar de los siete caños, situado en mitad de la plaza principal, que daba de beber a todos los vecinos, fuesen personas o animales; justo en el preciso momento en el que un rebaño de cabras se encaramaba en las paredes de aquel para poder saciarse desde el borde. Por supuesto no entendieron de urbanidad y rodearon a la forastera, que se vio presa de tan sedientos personajes, y tuvo que hacerse a un lado con prontitud, comprobando con preocupación que su moto podía terminar en el suelo, cosa que afortunadamente no ocurrió, pues un muchacho armado de una vara impidió que sus huestes la tiraran.
Así se desarrollaba la situación cuando no tardaron en aparecer, movidos por la curiosidad, primero los niños que por allí jugaban y después el resto de los vecinos, con una excusa u otra, para mirarla y remirarla de lejos, y hacer miles de conjeturas sobre su presencia allí.
De este modo, algunas de las comadres que se reunieron en los soportales, dedujeron que era la hija de Los Chulos, los más ricos del pueblo, que hacía unos años habían mandado a la mayor a estudiar fuera. Pero no les resultaba apropiado que hubiese regresado de aquella guisa.
- Son ganas de llamar la atención – murmuró una.
Otra, sin embargo, apostó por una de las sobrinas del cura, que de muy chica se había criado fuera. Pero tampoco les cuadraba un regreso tan poco edificante para el familiar de un religioso.
Una de las viejas, de las que vivieron la guerra, la comparó con las comunistas que visitaban el pueblo y hacían teatro. Pero aquellas venían acompañadas y en autobuses.
Los hombres la observaban con detenimiento, pero confundidos. Les resultaba provocadora su indumentaria, pero también seductora. También les chocaba que manejase una moto y sobre todo que viajase sola.
- Esa es puta.
- Y de las caras – apuntó otro, mascando el extremo de un arrugado cigarrillo.
El municipal, que llegó a remolque, ajustándose los correajes y poniéndose la gorra derecha, la asaltó con la autoridad que el ayuntamiento le otorgaba.
- Muy buenas. Aquí no se puede aparcar – anunció muy serio.
La joven quedó un poco cortada ante el aviso, pero no se privó de hacer una observación que disparó a bocajarro al tiempo que se llevaba las manos a la cintura.
- Pues no hay ninguna señal que lo prohíba.
Por lo que dejó al guardia más descolocado de lo que venía, pues no se esperaba tal desparpajo en una mujer, sino una respuesta más sumisa.
En eso que apareció por una de las calles que daba acceso a la plaza el señor cura, avisado por unas beatas, que poco más o menos le pintaron que había acudido en diablo sobre ruedas.
El prelado se aproximó al cuadro descrito y se presentó como tal, secundado por la comitiva de devotas, todas vestidas de negro.
- Buenas tardes. Soy el cura de esta localidad, hermana. Hola Julián. ¿Qué es lo que pasa?
- Esta señorita, que ha aparcado indebidamente su vehículo.
- Ah, ¿pero usted conduce? – preguntó el primero, haciéndose de nuevas, cuando en realidad venía más que informado del suceso por sus acólitas.
- Por supuesto. Y la Vespa es mía – respondió ella muy ufana.
- Es una descarada – protestó por lo bajo una de la comitiva.
Acudió al jaleo el veterinario. Un hombre de mediana edad que llevaba pocos años en el pueblo, viviendo del cuidado de las bestias, pero leído y con estudios, que no vio sino a una chica moderna e independiente, como las que conoció en sus tiempos de estudiante universitario. Y con media sonrisa se acercó a ver cómo quedaba el encuentro con la nueva, que parecía combate. Era de los pocos en aquel rincón del mundo que lucían traje, al menos cuando no trabajaba.
- No pretenderá usted que pague una multa por una infracción que no está señalizada – se defendía ella.
- Oiga usted, señorita – respondió Julián, muy en su papel -, en este pueblo todo el mundo sabe que aquí no se puede aparcar.
- Pues hay que pensar en los que no son de aquí y, además, que no me he parado más que un momento para beber agua, pero estos animales no me han dejado – respondió mientras los mentados, entre balidos, se refrescaban ajenos a la disputa.
En estas estaban cuando se llegó a ellos La Chula, mejor vestida que para las ocasiones señaladas, para meter baza donde no la habían llamado.
- Buenas tardes caballeros. Don Ramón, Julián, señor veterinario. ¿Qué sucede? ¿Quién es esta mujer? – dijo, poniéndose a la altura de la joven, mirándola de arriba abajo, con cierta misericordia en el gesto, igual que si tratase con una perdida.
- Una infractora – señaló el alguacil, utilizando el vocabulario más apropiado para la ocasión.
- Vaya, vaya. Hay gente que no respeta nada. Y eso que algunos dicen venir de la capital – dijo con retintín.
La joven se quedó de piedra ante la actitud tan prepotente de la ricachona y tentada estuvo de soltarle una pulla, pero se moderó por educación y no le hizo más caso, sino que sencillamente la ignoró.
El veterinario, Luis, divertido con la situación, quiso mediar.
- Vamos a ver, Julián. Es evidente que esta señorita se ha detenido un momento aquí y las cabras le han impedido desplazar la motocicleta después. Creo que lo más conveniente es olvidarse de todo y dejarla marchar cuando haya satisfecho la sed.
- Es usted muy tolerante, y muy moderno – sentenció La Chula -. Y además no es de este pueblo.
- Yo creo que lo más prudente – atajó el cura -, es que la autoridad requise la moto. No es muy edificante que una mujer vaya conduciendo una por mitad del pueblo e incumpliendo las normas.
Las beatas aplaudieron.
Pese a que la mitad de su rostro estaba velado por las gruesas gafas, la joven palideció. No daba crédito a lo que estaba sucediendo.
Por suerte para ella, de la puerta del ayuntamiento surgió el alcalde, armado de su bastón, que acababa de despertar de la siesta.
- ¿Qué sucede aquí? – clamó.
El subalterno puso en antecedentes del suceso al superior.
- Pero, bueno. Vamos a ver. ¿Usted quién es? – preguntó el regidor a la aludida, que notó algo sofocada.
- Yo soy la nueva maestra – respondió muy serena. Y sacando una carta de la maleta que llevaba en la bandeja de la moto se la entregó.
- Estas son mis credenciales.
Los vecinos se quedaron atónitos. Una maestra. Aquello era lo nunca visto. Todo un acontecimiento.
Las vecinas se llevaron la mano a la boca, los hombres se perdieron en las sombras, la chiquillería sonrió con alegría.