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miércoles, 31 de enero de 2024

El Cristo sevillano del que todo el mundo habla

No quería entrar en la polémica del Cristo porque me conozco, pero es que andáis todos provocando y no he tenido más remedio que dedicarle unas letras que son las que a continuación vienen. Por supuesto que estoy convencido de que es una obra de categoría, magna, respaldada por una técnica y una composición extraordinarias, algo relamida, y un equilibrio de luz y color incontestable. Es una imagen bella tras la que hay un reputado maestro o mago del pincel, es indudable. Este ha sabido dar a una figura tradicional de nuestra cultura un nuevo aire, más moderno, juvenil, con ribetes clásicos y académicos, que nos recuerda a las de Antínoo y otros púberes de la antigüedad que terminaron quemándose en los infiernos, pero también a los modelos de los anuncios de colonias, afeitadoras y calzoncillos que nos pasan por Navidad y fin de año. Por otra parte, y que conste que son apreciaciones personales y discutibles, pero que creo necesarias señalar, por haceros partícipes de mis cuitas, pienso, ya digo, que este Cristo tiene las orejas muy grandes, demasiado, cosa poco frecuente en la imaginería religiosa, o que se le ven mucho porque la melena no se las tapa. Con esa historia de que es un “resucitao”, insisten, parece que va a echar a volar con ellas, como el mismísimo Dumbo, puesto que los que tienen alas para hacerlo son los ángeles. Me recuerda, por seguir con el símil de la animación, a uno de los roedores del filme de la Cenicienta de Disney, o a un ratón Pérez, tiene la misma carilla y no le hace falta más que un pedacito de queso o un diente en la mano para pasar por él. Que el señor me perdone, pero lo veo así.

Seguro que ocupará una entrada destacada en los diccionarios de cristología. 


martes, 30 de enero de 2024

Antoñete Moral

Pasar por la puerta de aquella casa era para hacerlo corriendo. Lo mejor era evitarla, pero algunas veces, siendo niño, si no había más remedio, por las prisas o las circunstancias, no quedaba otra que rebasar sus jambas, eso sí, mirando sólo al frente, igual que el burro amparado por las orejeras. Allí vivía Antoñete Moral, un hombre de unos 30 años entonces, que tenían sujeto por unas cadenas a unas grandes argollas que colgaban de la pared del zaguán. Una reja oscura y oxidada a modo de jaula lo separaba de la calle y el resto del domicilio, donde vivía su familia, gente humilde del agro. En aquel pequeño espacio Antoñete se rebullía como el agua hirviendo, enredado entre los eslabones, pugnando por desvestirse de ellos como un Laocoonte desesperado. En aquellos combates contra la civilización alzaba los brazos y hacía crujir las cadenas, farfullado palabras incomprensibles que los más supersticiosos calificaban de diabólicas. Día tras día, mes tras mes, año tras año, así pasaba las horas Antoñete, con el único alivio que le producía la visita de su madre, para darle de comer y limpiarlo, aunque con no más palabras de consuelo que un cállate o estate quieto. Era temible su estampa, el cuero cabelludo a róales, el rostro y los hombros lacerados, las articulaciones cubiertas de heridas, descalzo y con la ropa hecha jirones. Gritaba y gemía como un poseso, en un remolino de salivajos que salpicaban su poblada barba.

- ¿Cómo está hoy Antoñete? – le decían las viejas vecinas que asomaban a verlo; y el mugía y se aferraba a los barrotes hasta que sus manos perdían el color por el esfuerzo vano, la rabia contenida.

Cuatro puertas antes de llegar a la suya ya se le oía resoplar y quejarse, golpear las paredes y los hierros que lo guardaban. Esa era la señal que te obligaba correr para no verlo. Y lo hacías la mayoría de las veces rezando o conteniendo la respiración para que no te sintiese llegar. Volabas.  Después, pasado el peligro, lo borrabas de tu mente, despreocupado de su suerte, hasta la próxima ocasión que no deseabas tener.

Un día Antoñete se escapó de la prisión, aprovechando un descuido de su madre. - ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! – se la oyó gritar.

El pueblo entero salió en su busca y captura. No fue complicado seguir su pista, acompañada de gritos de terror y alarma, pues tropezaba con todo, caía y se levantaba de nuevo, perdido en la libertad que no comprendía, pero que le daba alas en los pies.

- ¡Se ha escapado Antoñete! ¡Se ha escapado Antoñete! - Lo atosigaron por las calles y después por las eras, chicos y grandes, hombres y mujeres, acompañados de perros, llamándolo a voces y avisándose unos a otros de por dónde iba. Al final lo atraparon como se atrapa a una bestia, rodeándolo y echándole lazos, y lo devolvieron a su jaula.

Antoñete murió hace más de 40 años. Ya no existe el zaguán ni la reja. La casa tiene otro aspecto y otros dueños. Muy pocos lo recuerdan ya, y los que lo hacen prefieren no mentarlo, porque temen oír sus cadenas, que vuelva a escapar.


domingo, 28 de enero de 2024

El duendecillo de la nostalgia

Es el momento que sobreviene justo después de la siesta, ese en el que la razón está debilitada una vez que ha recorrido el mar del sueño y naufraga en la traicionera costa del recuerdo. Es en ésta donde habita el geniecillo de la nostalgia, un demonio que nos ataca con precisas imágenes de nuestro pasado, que nos recuerda lo atrás que quedó lo más maravilloso de nuestra existencia, y aprovecha para martirizarnos con lo perdido y lo pecado. Después sonríe y se retira veloz como un niño que ha cometido una pequeña travesura, como la lagartija que deja un vago simulacro de su presencia, sin darnos oportunidad de gozar lo vivido o poner remedio a lo que nos duele. Pero ya se ha esfumado, hasta mañana no recibiremos su visita y para entonces lo habremos olvidado y perdido la ocasión de atraparlo.


jueves, 25 de enero de 2024

La que vino en una Vespa

Llegó montada en una Vespa. Era una mujer de unos treinta. Vestía una rebeca fina de color verde claro, pantalón pirata azul marino y unas zapatillas deportivas blancas. Unas gruesas gafas de sol de pasta ocultaban la mitad su rostro y un pañuelo de colores llamativos, anudado a la cabeza, cubría su cabello. Traía una pequeña maleta como equipaje, sujeta a la bandeja posterior de los bultos con una goma elástica. Al entrar en el pueblo asustó a unas gallinas despistadas, que no estaban acostumbradas a vehículos motorizados y mal volaron rodeadas de plumones y acompañamiento de histérico cloqueo. El inusual ruido despertó todas las alarmas.

En el pueblo no la conocía nadie y, por supuesto, nadie la esperaba. A aquel remoto lugar de la geografía no acudían más que algunos vendedores una vez en semana o al mes, familiares que retornaban después de haber trabajado en el extranjero, muy de tarde en tarde, y poco más. Por eso llamó tanto la atención su llegada. 

Las primeras en advertir su presencia fueron Las Ciegas, que eran las vecinas de la primera casa. Dos solteronas que, por las tardes, para no aburrirse, mientras escuchaban el serial de la radio, fisgoneaban la calle al amparo y sombra de la persiana de listones de madera pintada de verde que cubría la ventana y oscurecía el interior de la vivienda. Percibían antes que nadie quién entraba y salía del pueblo: si el carro del vinero, si el cartero en bicicleta, si los gitanos de los ajos, si la Alsina con parientes… El caso es que controlaban a todo el mundo.

La joven visitante tuvo la ocurrencia de detener la Vespa junto al pilar de los siete caños, situado en mitad de la plaza principal, que daba de beber a todos los vecinos, fuesen personas o animales; justo en el preciso momento en el que un rebaño de cabras se encaramaba en las paredes de aquel para poder saciarse desde el borde. Por supuesto no entendieron de urbanidad y rodearon a la forastera, que se vio presa de tan sedientos personajes, y tuvo que hacerse a un lado con prontitud, comprobando con preocupación que su moto podía terminar en el suelo, cosa que afortunadamente no ocurrió, pues un muchacho armado de una vara impidió que sus huestes la tiraran.

Así se desarrollaba la situación cuando no tardaron en aparecer, movidos por la curiosidad, primero los niños que por allí jugaban y después el resto de los vecinos, con una excusa u otra, para mirarla y remirarla de lejos, y hacer miles de conjeturas sobre su presencia allí.

De este modo, algunas de las comadres que se reunieron en los soportales, dedujeron que era la hija de Los Chulos, los más ricos del pueblo, que hacía unos años habían mandado a la mayor a estudiar fuera. Pero no les resultaba apropiado que hubiese regresado de aquella guisa.

- Son ganas de llamar la atención – murmuró una.

Otra, sin embargo, apostó por una de las sobrinas del cura, que de muy chica se había criado fuera. Pero tampoco les cuadraba un regreso tan poco edificante para el familiar de un religioso.

Una de las viejas, de las que vivieron la guerra, la comparó con las comunistas que visitaban el pueblo y hacían teatro. Pero aquellas venían acompañadas y en autobuses.

Los hombres la observaban con detenimiento, pero confundidos. Les resultaba provocadora su indumentaria, pero también seductora. También les chocaba que manejase una moto y sobre todo que viajase sola.

- Esa es puta.

- Y de las caras – apuntó otro, mascando el extremo de un arrugado cigarrillo.

El municipal, que llegó a remolque, ajustándose los correajes y poniéndose la gorra derecha, la asaltó con la autoridad que el ayuntamiento le otorgaba.

- Muy buenas. Aquí no se puede aparcar – anunció muy serio.

La joven quedó un poco cortada ante el aviso, pero no se privó de hacer una observación que disparó a bocajarro al tiempo que se llevaba las manos a la cintura.

- Pues no hay ninguna señal que lo prohíba.

Por lo que dejó al guardia más descolocado de lo que venía, pues no se esperaba tal desparpajo en una mujer, sino una respuesta más sumisa.

En eso que apareció por una de las calles que daba acceso a la plaza el señor cura, avisado por unas beatas, que poco más o menos le pintaron que había acudido en diablo sobre ruedas.

El prelado se aproximó al cuadro descrito y se presentó como tal, secundado por la comitiva de devotas, todas vestidas de negro.

- Buenas tardes. Soy el cura de esta localidad, hermana. Hola Julián. ¿Qué es lo que pasa?

- Esta señorita, que ha aparcado indebidamente su vehículo.

- Ah, ¿pero usted conduce? – preguntó el primero, haciéndose de nuevas, cuando en realidad venía más que informado del suceso por sus acólitas.

- Por supuesto. Y la Vespa es mía – respondió ella muy ufana.

- Es una descarada – protestó por lo bajo una de la comitiva.

Acudió al jaleo el veterinario. Un hombre de mediana edad que llevaba pocos años en el pueblo, viviendo del cuidado de las bestias, pero leído y con estudios, que no vio sino a una chica moderna e independiente, como las que conoció en sus tiempos de estudiante universitario. Y con media sonrisa se acercó a ver cómo quedaba el encuentro con la nueva, que parecía combate. Era de los pocos en aquel rincón del mundo que lucían traje, al menos cuando no trabajaba.

- No pretenderá usted que pague una multa por una infracción que no está señalizada – se defendía ella.

- Oiga usted, señorita – respondió Julián, muy en su papel -, en este pueblo todo el mundo sabe que aquí no se puede aparcar.

- Pues hay que pensar en los que no son de aquí y, además, que no me he parado más que un momento para beber agua, pero estos animales no me han dejado – respondió mientras los mentados, entre balidos, se refrescaban ajenos a la disputa.

En estas estaban cuando se llegó a ellos La Chula, mejor vestida que para las ocasiones señaladas, para meter baza donde no la habían llamado.

- Buenas tardes caballeros. Don Ramón, Julián, señor veterinario. ¿Qué sucede? ¿Quién es esta mujer? – dijo, poniéndose a la altura de la joven, mirándola de arriba abajo, con cierta misericordia en el gesto, igual que si tratase con una perdida.

- Una infractora – señaló el alguacil, utilizando el vocabulario más apropiado para la ocasión.

- Vaya, vaya. Hay gente que no respeta nada. Y eso que algunos dicen venir de la capital – dijo con retintín.

La joven se quedó de piedra ante la actitud tan prepotente de la ricachona y tentada estuvo de soltarle una pulla, pero se moderó por educación y no le hizo más caso, sino que sencillamente la ignoró.

El veterinario, Luis, divertido con la situación, quiso mediar.

- Vamos a ver, Julián. Es evidente que esta señorita se ha detenido un momento aquí y las cabras le han impedido desplazar la motocicleta después. Creo que lo más conveniente es olvidarse de todo y dejarla marchar cuando haya satisfecho la sed.

- Es usted muy tolerante, y muy moderno – sentenció La Chula -. Y además no es de este pueblo.

- Yo creo que lo más prudente – atajó el cura -, es que la autoridad requise la moto. No es muy edificante que una mujer vaya conduciendo una por mitad del pueblo e incumpliendo las normas.

Las beatas aplaudieron.

Pese a que la mitad de su rostro estaba velado por las gruesas gafas, la joven palideció. No daba crédito a lo que estaba sucediendo.

Por suerte para ella, de la puerta del ayuntamiento surgió el alcalde, armado de su bastón, que acababa de despertar de la siesta.

- ¿Qué sucede aquí? – clamó.

El subalterno puso en antecedentes del suceso al superior.

- Pero, bueno. Vamos a ver. ¿Usted quién es? – preguntó el regidor a la aludida, que notó algo sofocada.

- Yo soy la nueva maestra – respondió muy serena. Y sacando una carta de la maleta que llevaba en la bandeja de la moto se la entregó.

- Estas son mis credenciales.

Los vecinos se quedaron atónitos. Una maestra. Aquello era lo nunca visto. Todo un acontecimiento.

Las vecinas se llevaron la mano a la boca, los hombres se perdieron en las sombras, la chiquillería sonrió con alegría.



miércoles, 24 de enero de 2024

La noche del murciélago

Fue la otra noche, en el momento de sacar la basura, que es esa tarea tan propia de hombres. La calle estaba desierta y la luz de las farolas iluminaba la niebla que emanaba de las alcantarillas, dándole un toque preciso de sal plateada que levita en la oscuridad. Salí enfundado en mi bata y calzando las zapatillas de paño, esas que dan tanta agilidad en los pies, y me dirigí al rincón donde enfilados para el reciclaje se reúnen los contenedores. Al principio no detecté sino una sombra, que imaginé gato, pero después perro por el tamaño, quizás un oso, temí. No me amedrentó su presencia ni renuncié a mi propósito que no era otro que librarme de la inmundicia, repartirla pacientemente en cada cajón creado al efecto. Sin apartarme un ápice de mi ruta llegué a la altura de la figura imponente y ahí llegó la sorpresa. Era Batman.

- Buenas – saludé, porque siempre he estado a favor de la educación y las buenas maneras, pero sin perder el aplomo que exige la tarea de distribución de basura. Una bolsa por allí, un cartón por acá, una botella acullá. 

- Hello – respondió el señor de la noche, en un inglés yanqui, de Gotham para ser más preciso. Y lo noté algo perdido.

- ¿What´s wrong? – le pregunté, contento de poder sacar partido a mi B2 en una ocasión como aquella, pues la postura en la que se hallaba debía ser incómoda incluso para un tipo tan fornido.

Bat se incorporó, miró a un lado y otro por encima de los contenedores, y me comentó, todo esto en inglés, que tenía un serio problema y andaba un poco perdido.

- Don´t worry, don´t worry – le dije, para que no sufriese por el desconcierto. A todos nos confunde la noche. - ¿What do you need? 

Me comentó que necesitaba aguja, dedal e hilo porque tenía un roto en una media. Y me enseñó la pierna. Y es verdad que a la altura de la nalga tenía un descosido. No hacía más que señalarlo y me invitó a meter el dedo como Jesús a Mateo en la herida, cosa que hice. Realmente era una situación algo embarazosa, pero actué con flema inglesa. No problem, repuse, después de la meticulosa exploración. Y le indiqué que trepase a la ventana del quinto que es donde vivo. Que luego nos veríamos allí y le haría un apaño. Bat asintió con la cabeza.

Nos despedimos y subí a mi casa. Busqué los instrumentos precisos en el costurero y esperé sentado en el alfeizar un buen rato al murciélago. Pues bien, no acudió. Supongo que encontró a otro samaritano. 


martes, 23 de enero de 2024

El sueño del faraón

Ha sido en la siesta cuando he soñado que estaba en el antiguo Egipto. Alguien tocaba muy mal la flauta. Descorro una cortina y me encuentro a un joven sentado al modo de los escribas egipcios en una nada oscura, como si flotase. Está calvo y tiene los ojos pintados a la moda de entonces, tiene los hombros y el pecho desnudos, viste un faldellín plateado.  Sostiene el instrumento, que recuerda a un aulós, con ambas manos, pero ya no tiene fuerzas para soplar, sus carrillos están vacíos, su respiración es quejumbrosa. Alguien que hay allí y no veo me murmura que es el faraón, que se está muriendo. Comprendo entonces por qué desafinaba. Tomo su cabeza entre las manos y le digo cara a cara: - no te apenes joven faraón, no morirás jamás, permanecerás para siempre en mi memoria. El muchacho muere y me despierto. Medito. Su vida no era más que un sueño, pero mío, una fantasía donde no hago sino ser un pequeño genio inmortal que arropa a un moribundo. Cosas como estas sólo se encuentran en viejos textos gnósticos, aquellos que dicen que nuestra existencia no es más que el sueño de un demiurgo que quizás jamás despierte.



viernes, 19 de enero de 2024

El camión asesino

Tuvo el atrevimiento de romper con todas las reglas, físicas y humanas, y llevarse por delante las tiendas donde dormían los reclutas. Tres fallecieron en el acto, otros tantos salieron quebrantados del maremágnum. Sucedió durante unas maniobras, de aquellas del Muriano, las que preceden a la jura de bandera.

Una vez que se hicieron las pesquisas oportunas, y no se encontró a otro responsable, el alto mando optó por arrestarlo. En un solar apartado que había junto a las cocheras le hicieron un sitio, y allí lo dejaron plantado para que cumpliese la condena.

Fui a conocerlo un día que me toco la guardia, hasta entonces no había sabido sino lo que de él contaban.

El monstruo mecánico permanecía inmóvil, indiferente a su suerte, contenido, pero conservando en su apariencia la promesa imprevisible de ponerse en movimiento. Sus grandes y rugosas ruedas lo separaban de la tierra, dando la sensación de que levitaba y, así de bien plantado, se enseñoreaba, orgulloso, igual que el anuncio del brandy en la cuneta, sobre el resto de sus semejantes, aparcados en monótona hilera. Yo lo contemplaba con respeto, como el maletilla al toro, y lo rodeaba sin dejar de estudiarlo, atento a cualquier movimiento, temeroso de un arranque de los suyos. No me detenía frente a él por si saltaba sobre mí, tampoco a ambos lados por si volcaba, ni detrás por si reculaba. Tras su frialdad metálica se escondía un asesino y yo era consciente de que el cetme no iba a servirme de mucho si sufría un volunto de los suyos, como los granaínos aquella fatídica noche. No hice sino rodearlo en un sentido y después en otro, sin hallar descanso en mi camino. Conté los minutos con cobardía y se me hicieron bíblicos, creí que el Sol se detenía.

A las dos horas acudió el alférez con el retén y di novedades. Quedó otro en mi lugar. Respiré aliviado.

Desde la distancia, aprovechando una revuelta, lo busqué y descubrí de nuevo su figura achaparrada, de ángulos rectos, estática, confundida con el color del roquedo, como bestia antediluviana o dragón que se hace el dormido, en realidad presta al asalto. Quizás aguardando el toque de retreta para desatar su furia.

Y la noche se acercaba.

- Ahí te vas a quedar – murmuró un veterano a mi vera, sin dejarme acertar a comprender si se refería a mi o al camión asesino.


jueves, 18 de enero de 2024

Sesenta millones de romanos

Tengo por uno de los mejores libros de historia de Roma el de Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. No me canso de leer y releer sus páginas. Ahora hay una nueva edición de este "clásico", con una recomendación de Mary Beard en portada, que no necesita. Lo interesante de este ensayo es que dedica sus páginas no a emperadores y senadores como viene siendo norma sino a gente del vulgo, aquellos que no son recordados y sin embargo fueron mayoría en todos los rincones del Imperio. Acostumbrado a arcos de triunfo, acueductos, anfiteatros, teatros y termas, calzadas, desfiles y campañas militares, cuando toca conocer las condiciones de vida de toda aquella gente que cohabitó con los grandes en tales escenarios se le quitan a uno las ganas de ser romano. Hay cosas que es mejor ver desde las gradas.


miércoles, 17 de enero de 2024

El demonio Nerón

De Nerón cuentan los antiguos que, aunque muerto, siguió siendo visto por muchos de la plebe deambular por las callejas de la vieja Roma, paseando entre las muchedumbres, sentado junto a las multitudes del circo, ascendiendo con los peregrinos las escalinatas del Capitolio. Siempre ataviado con la toga púrpura, la corona de laurel sobre la cabeza y el arpa en un brazo, pero sin llamar mucho la atención, discreto en sus evoluciones, lento en sus ademanes. De hecho, quienes afirmaban haberlo reconocido murmuraban con cierto temor que no parecía sino una sombra de lo que fue, un reflejo de un espejo, un extraño aliento o vaho presto a disiparse en cualquier instante. En cierta ocasión fueron varios los que quisieron verlo tumbado en el fondo de la piscina de las termas, a los pies de los ociosos, escondido entre los remolinos de aceite y orines. Pero también, afirmaban otros, en forma de cuervo, incluso de árbol seco.

Fueron los cristianos los que, con el aumento de los de su secta, se encargaron de alejar al fantasma de la ciudad. Acometieron con ardor las tareas propias del exorcismo en todos los lugares donde los paganos juraron verlo y de este modo conjuraron el maleficio, dejando memoria del remedio, por si decidiese regresar del Infierno, en los rollos del Apocalipsis.

Pero Nerón ha regresado. Su figura inconfundible ha empezado a proyectarse en las paredes de las ruinas de la que fue su casa, como una nueva suerte de cinematógrafo.

El papa ha empezado a trazar círculos en su entorno con preocupación. Sospecha que la fórmula del Apocalipsis ha caducado o ya no es eficiente para detener al Maligno.

Es de noche en Roma. Y junto al Coliseo se alza una elevada sombra, un extraño haz de oscuridad que apunta y se funde con el firmamento, como un obelisco maldito.




El diablo en la campana

La película “Qué bello es vivir”, un clásico de la Navidad, ha difundido la falsa idea de que cuando suena una campana es que un ángel ha obtenido las alas. Nada más lejos de la realidad. En la antigüedad, la romana, cuando sonaba una campana era indicio de que un demonio había caído preso, como la rata que lo hace en la ratonera, y manifestaba su descontento y rabia golpeando el metal del que ya no saldría, (sin la esperanza del genio de los cuentos que habita en la lámpara). Mucho ha llovido desde entonces.


viernes, 12 de enero de 2024

Una piedra maléfica

Una piedra. Clavada en el suelo, de forma cilíndrica y alta, igual que una columna. De esas que pueden llamarse menhir por su silueta, tan popularizada por los comics de Astérix, el galo. Si era o no una obra megalítica, se seguía discutiendo en el entorno académico. Algunos sostenían que era un capricho de la naturaleza y otros que la naturaleza no tiene ese tipo de caprichos. Lo más llamativo, sin embargo, es que algunas tardes, cuando el sol se ocultaba tras el horizonte, el megalito emitía un gemido. Por esta razón no faltó el que la relacionó con los colosos de Memnón, esas imágenes egipcias de piedra, representación del faraón Amenofis III, que en el pasado cantaban al amanecer. Pero se tomó por una coincidencia, por tratarse de culturas y civilizaciones muy distintas y separadas por el tiempo. Tampoco a su alrededor aparecieron tumbas o restos humanos, ni de construcciones primitivas. Además, los geólogos defendían la existencia de acuíferos en la zona, agua subterránea que al desplazarse originaba el singular zumbido. Tampoco enmudecieron los que lo relacionaron con la posible intervención de extraterrestres, convirtiéndola en un faro interestelar para naves de otras galaxias, pero sin mayor repercusión mediática.

Pese a todo, la piedra no era un destino turístico popular. Estaba muy retirada de cuanto suena a civilización. Ni carreteras ni caminos conducían a ella. Un sendero muy retorcido, por donde era fácil perderse, era lo único que permitía el acceso a tan inhóspito lugar. La piedra se asentaba en una meseta despejada, pelada de vegetación y castigada por el sol. Incluso los arraclanes la evitaban. No había un triste refugio en kilómetros a la redonda. 

Si en los últimos años ganó cierta popularidad fue por el asunto de la construcción de una nueva autopista, cuyo proyecto la hacía pasar justo por encima de donde la piedra se encontraba. Circunstancia que motivó cierta preocupación en algunos ámbitos como los mentados, por la destrucción que supondría del entorno y el monumento, natural o antrópico en sí.

Al final la obra no se hizo. No se sabe hasta qué punto influyó en el ánimo de los promotores la aparición del cadáver del ingeniero jefe sobre la cúspide de la roca, que el día anterior había estado haciendo las mediciones oportunas y observado con atención su fuste. Los operarios manifestaron haberlo visto algo confuso tras no acertar con unas cuentas, que garabateó en una libreta, cuyas cifras, por llamarlas de alguna manera, no se parecen a ningunas de las habitualmente usadas, sean árabes, romanas o griegas. Lo vieron apartarse de la roca trastabillando, caminando con torpeza mientras se aflojaba la corbata y se deshacía de la chaqueta y las gafas, como si le faltase el aire o se muriese de sed, hasta que pudo subirse al todo terreno que lo condujo hasta allí, para sentarse a descansar. Nadie lo molestó ni se preocupó de él hasta el día siguiente. 

No se pudo averiguar, pese a las numerosas hipótesis planteadas, el modo en el que el cuerpo pudo ser colocado donde se halló. El tronco del difunto estaba tumbado de espaldas, desnudo, y sobre el mismo, formando una macabra pirámide, se amontonaban las cuatro extremidades y la cabeza. Le habían arrancado los ojos e introducido los testículos en cada una de las cuencas.

Ninguna huella fue hallada, tampoco el arma homicida. Los interrogatorios a los trabajadores no arrojaron ninguna luz, nadie vio ni escuchó nada en toda la noche.

Respecto al móvil del crimen, no se pudo dar con una explicación convincente. Aunque circuló entre los más sensacionalistas el asunto de la venganza de un dios primitivo, descontento con la profanación de su santuario.

Las noticias de la actualidad política del día siguiente silenciaron con rapidez el extraño suceso del que apenas ya se habla. Quien consulte el Google maps advertirá qué la imagen proporcionada de la zona en cuestión no es nítida, sino una masa opaca. No pienses en visitar el lugar, si ya lo estás haciendo, sería una locura.


Espejismo de Navidad

Las Navidades venían siendo muy tristes los últimos años, por la soledad. Antonio tenía pocos familiares y muy lejos. En la gran ciudad apenas conocía a nadie, desde que se quedó en paro a menos. Caminar sin rumbo fijo por la calle era su única distracción. Entretenerse mirando escaparates o contemplando las luces, ver pasar a la gente y envidiar cómo se cargaban de regalos o llenaban los restaurantes era lo que ocupaba su ocio. Aquel 24, a las puertas de la cena que haría sólo, decidió repetir su periplo habitual recorriendo las avenidas más concurridas. Tras hablar con una tía lejana por teléfono para desearle feliz Navidad, le vino a la memoria un olvidado recuerdo, el del viejo abrigo que en el pasado le regaló su padre, para hacer de él un hombre distinguido, que no pareciese a ojos de los demás un pusilánime. Nunca se lo había puesto, salvo el día que se lo probó en la tienda a regañadientes, y siempre lo rechazó por parecerle impropio de un joven; ni siquiera tuvo el detalle de ponérselo el día del entierro de su progenitor, haciendo gala de un ridículo ejercicio de rebeldía. Ahora, por algún inexplicable motivo, decidió buscarlo. Tras mucho registrar en el desvencijado armario lo halló dentro de una deformada caja de cartón, muy planchadito y cubierto por un deslucido plástico que denunciaba su procedencia: Galerías Preciados. Lo desenvolvió cuidadosamente y decidió ponérselo. Le quedaba como un guante. Era un gabán imponente de color azul oscuro, de corte sobrio, que le llegaba a las pantorrillas, repleto de botones negros que lo recorrían de arriba abajo, amplias solapas, rígidas y altas hombreras. Daba a su figura un aspecto severo y respetable.

- Parezco un señor – murmuró cuando, una vez abotonado hasta la nuez, se contempló en el espejo, sin terminar de aceptar que su difunto padre pudiese haber acertado.

- Con este aspecto sería capaz de comerme el mundo.

Y comprobando lo que abrigaba decidió salir a la calle con él puesto.

Era tal su apariencia de personaje distinguido que no dejaba pasar un cristal donde estudiarse con detenimiento, aprovechado el reflejo. Y se estiraba como para acomodarse en el interior del sobretodo y hacer suya la hechura de aquél, igual que el cangrejo con la caracola.

En una de las poses en la que sus manos bucearon en los bolsillos para mejor contemplarse detectó un papel, que resultó ser billete.

- Cincuenta euros – exclamó al desplegarlo. E imaginó que el mismo era obsequio de su padre, que se lo enviaba desde la tumba como premio por vestir a su gusto.

Se sintió agraciado, satisfecho, optimista. Salió decidido. Recorrió el centró de la ciudad cubierta de luces, soñando con su inesperado cambio de fortuna. Estaba convencido de que todos los transeúntes lo observaban con admiración y respeto, que los coches se detenían a su paso, que la guardia urbana le saludaba.

Así deambuló un tiempo impreciso, hasta que perdió por completo su noción. Y terminó despertando al notar la paulatina ausencia de su público.

Ya eran pocas las personas que quedaban en la calle, todos apuraban los últimos minutos previos a la cena cerrando las tiendas con las compras tardías. Pese a las bombillas led las vías iban quedando desiertas y silenciosas, asumiendo una extraña muerte de santa compaña. Poco a poco Antonio fue perdiendo el aplomo de los primeros momentos y empezó a considerar que era el momento apropiado para refugiarse en casa.

Pero por no perder del todo la ilusión del momento, buscó una parada de taxis para darse el gusto de imaginarse otro, dilapidando su nuevo patrimonio en una carrera sin importancia, pues no andaba lejos de su casa.

No tuvo suerte porque el último taxi salió delante de sus narices ocupado por una pareja de enjoyadas señoras cargadas de bolsas y satisfechas por su oportuna suerte.

Miró a un lado y otro, descubrió la avenida desierta, se encogió de hombros y siguió su ruta a pie. No muy lejos tropezó con un mendigo que, sentado en el suelo sobre un cartón, al amparo de un cajero automático, pedía unas monedas ofreciendo un mugriento gorro rojo al transeúnte. Era imposible no reparar en él. Antonio se detuvo a su altura. En un gesto espontáneo, sin reflexionar, echó mano a los bolsillos y buscó unas monedas, pero no halló sino el billete de cincuenta euros. Quedó petrificado sosteniéndolo en la mano, sin saber qué carta jugar, mientras el mendigo lo observaba con incredulidad y cierta agitación.

El influjo del abrigo hizo el resto. Antonio rompió el maleficio al que le sujetaba el titubeo y entregó el dinero al que lo esperaba, que se volcó en miles de gracias, casi que le hubiese besado la mano como antaño hiciera el siervo al señor. Él, con aplomo, se retiró en silencio, apretando el paso, queriendo olvidar o negar el trato que acababa de hacer con el pobre que dejaba feliz atrás.

No bien anduvo un trecho cuando recapacitó respecto a su absurdo proceder. Se propinó una bofetada en la frente y volvió diligente sobre sus pasos, hasta divisar al miserable, que ya recogía sus humildes enseres para mudarse.

- Espera – gritó haciendo al otro detenerse.

Cara a cara, Antonio no encontraba las palabras adecuadas para recuperar el dinero. Y al final optó por la solución que estimó más adecuada, de acuerdo con su carácter.

- ¿Te importaría quedarte con el abrigo? – suplicó, exhalando una generosa nube de vaho que huyó a la noche.

El increpado tuvo un gesto de incomprensión y de ira después, que le duró un suspiro al ver que el donante se desembarazaba de la prenda.

- Bueno – respondió indiferente.

Se lo quitó uno y se lo puso el otro. Y así como terminó de hacerlo éste se dio la vuelta y se alejó sin despedirse.

Y allí se quedó Antonio, con cara de tonto, sin abrigo y sin dinero.

- No, no era eso… – murmuró, sin valor para aclarar el malentendido.

 

miércoles, 10 de enero de 2024

La tala

Era en estas fechas cuando mi tío Antonio, que cortaba con hacha, se quejaba de las podas, y se manifestaba muy crítico con los operarios responsables de ellas. Me contagió esa desazón por la manera de desarmar la naturaleza como si fuese un tablado de comedias de barrio o una plaza de toros portátil. Desconozco el criterio que anima a las personas que se ocupan de tan ingrata tarea, (órdenes de arriba, supongo), pero el resultado es de lo más descorazonador. He ahí unos árboles frondosos hace unos meses convertidos ahora en palos mutilados, que parecen clamar al cielo por la gran injusticia cometida contra ellos. Es verdad que de desnudarlos ya se encargó el otoño, pero conservaban el espacio que habían reconquistado con sus varas caprichosas y anárquicas como arterias y venas, bronquios y bronquiolos, de un organismo. Ahora muestran los viejos muñones y las heridas, prueba del ataque improcedente, y se convierten en piezas grisáceas de una extraña exposición en pleno casco urbano, que evitamos contemplar desviando la mirada hacia otra parte. Y es entonces cuando dudamos, con cierta desesperanza, de su resurrección en primavera.

 

martes, 9 de enero de 2024

El origen marrano del perro

Lo de que el perro viene del lobo es una mentira piadosa para los que aman a los chuchos, que son numerosos, y viven para ellos. Pero los que tenemos perro no por decisión propia sino porque así lo ha decidido el destino sabemos fehacientemente que el can viene del cerdo. De un cerdo prehistórico, sí, pero cerdo, guarro, marrano y todos los sinónimos que le corresponden. De hecho, en extremo oriente hay granjas de perros como aquí de gorrinos, y se los comen.
La deducción proviene de la observación diaria y simple, a golpe de vista, sin necesidad de esforzarse para apreciarlo. No hay materia en descomposición, llámese mierda, que no sufra la agresión del hocico del can, y en ocasiones un lametón oportuno. Tampoco evita éste el aroma del orín, sino que bucea en él con frenesí y disgusto, si descubre que es de otro.
Pese a que la alimentación la cubre, en teoría, con deliciosas bolas de pienso, anunciadas por TV, no pierde la ocasión de tragar como si fuese golosina todo lo que encuentra en la acera sea restos de comida, pañuelos llenos de mocos u masas gelatinosas de origen incierto. Costumbre esta última de imposible enmienda, ni con trucos como el de las galletas, que sólo sirven para afianzar sus sucias pautas y aprender el modo de conseguir premios por ello.
Es, en fin, esta criatura parasitaria que nos acompaña, amigo fiel e incondicional, (pese a todas las medidas correctoras que le impongamos,) que goza de la inmundicia, se la apropia y comparte con nosotros, y que nos quita el sofá o se sube a nuestra cama y pone carita de cordero degollado si pretendemos echarla, la que viene del cerdo.

sábado, 6 de enero de 2024

El demonio en el bostezo

En aquellos contornos empezaban a estar cansados de los excursionistas que acudían los fines de semana, gente de ciudad con intención de hacer senderismo por los caminos más recónditos del término. Los naturales los perseguían con la mirada cuando llegaban al pueblo y aparcaban sin pudor en cualquier parte; y les fastidiaba que se bajaran del vehículo sin dar siquiera los buenos días, sino ignorando a los vecinos que se juntaban en la plaza o se cruzaban con ellos. No había cosa que encendiese más los ánimos que aquella desenvoltura, comportarse como si ellos no existiesen o no estuvieran allí, delante de sus narices, o no tuviesen más valor que las paredes y muros de las viviendas que habitaban. Aquellos forasteros que parecían flotar sobre la realidad no venían sino a dejar el coche mal estacionado y hacer su santa voluntad, que no era otra que patear los caminos y senderos, fotografiarse, para presumir en la capital de lo que habían andado y contemplado, como si fuesen los descubridores de todo aquello.

Por eso los del pueblo tomaron un día la determinación de que todo el que recalase por allí, ya que lo hacía, se llevase de vuelta alguno de los muchos demonios que abundaban en los montes de los alrededores, pues ya estaban artos de ser sólo ellos los que tenían que soportarlos.

- Si vienen a pisar nuestras tierras y a robar nuestro paisaje, que también carguen a la vuelta con alguno de los que nos martirizan en cada loma o encrucijada – expuso uno de los más viejos, con el asentimiento y beneplácito de los reunidos junto al pilar de los siete caños, lugar favorito para los concilios locales.

- Es justo. Que no se lleven sólo lo bueno.

- Pero algunos paran, y compran pan y longanizas, vino o legumbres – objetó uno.

- A esos no – respondió el anciano con una colilla humeante entre los labios, pero sin mucho convencimiento.

Así determinaron que el pastor, que se conocía bien todas las veredas, le cortase el paso, haciéndose el encontradizo, al próximo urbanita que asomase por el pueblo. Y aprovechase para sugestionarlo, y de este modo facilitar el tránsito de cualquiera de los demonios de un cuerpo a otro.

Dio la casualidad de que fuesen tres los excursionistas que acudieron el viernes siguiente a la reunión descrita. Dos hombres y una mujer que, aunque compraron víveres en el colmado del pueblo no quedaron exentos del acuerdo del complot, porque los conjurados no estaban dispuestos a demorar más tiempo para ejecutar su venganza, con quien fuera, y lo mismo daba empezar con unos u otros. Sin manifestar intención alguna dejaron a los extraños deambular a su libre albedrío por el callejero y cuando los vieron perderse tras las eras depositaron su confianza en el cabrero, que buscó un atajo para toparse con ellos de modo que pareciese casualidad.

En cruce de dos caminos, donde se alzaba una cruz vieja, tropezaron los cuatro y el gancho lanzó sus redes.

- Muy buenas. Ustedes han venido hasta aquí a ver la gruta del diablo – les dijo, una vez que estuvieron a la misma altura.

- Buenos días. Pues no era ese nuestro propósito. No teníamos conocimiento de esa cueva que habla.

- Sería una lástima que volviesen a la ciudad sin haberla visto.

Para satisfacción de los curiosos el cabrero se ofreció de guía, asegurándoles que la guarida no estaba lejos, lo cual era cierto. No tardaron en llegar la boca de una caverna oscura y húmeda de innumerables vericuetos, que les hizo recorrer a la luz de un mechero asfixiado con riesgo de tropezar y caer las más de las veces.

- Aquí fue donde desapareció una muchacha y encontraron estas marcas de garras enormes – explicó al detenerse en un recodo y señalar con el bastón unas hendiduras en la pared de piedra.

- ¿Y eso qué quiere decir? – preguntó la mujer.

- Está muy claro. Es la señal de Satanás, que se la llevó para siempre al Infierno – respondió el cabrero sin inmutarse.

Los visitantes apenas contuvieron la risa ante lo que imaginaron superstición del cicerón, pero no se hicieron notar, sino que le dejaron seguir con su discurso.

Terminada la gira en el subsuelo, salieron a campo abierto y se despidieron. El cabrero se retiró satisfecho por haber sembrado en el alma de aquellos la imagen del maligno. Los excursionistas lo siguieron con la vista hasta que desapareció tras una loma y, después de reírse a su costa imitando sus gestos y vocabulario, determinaron que el sitio era bueno para descansar e incluso hacer noche, por lo que sacaron los bártulos y levantaron una tienda en la misma boca de la cueva.

Después de visitar las inmediaciones, retornaron al campamento y al abrigo de una lumbre, se sentaron y cenaron, hablando y comentando sobre lo vivido esa mañana. Satisfechos del recreo, agotados y con ganas de regresar para contar la aventura a sus amistades de la ciudad, fueron buscando el mejor rincón para recibir al sueño. No fue fácil porque apenas se acomodaron no tardaron en escuchar un lamento canino, que venía hacia ellos desde la profundidad de la gruta y les hizo conjeturar sobre su origen. La mujer experimento un escalofrío y uno de los hombres palideció cuando a la luz de la hoguera acudió una inesperada sombra oscura.

- Pero si es sólo un perro – exclamó con alivio el tercero, que sin miedo alargó un brazo para acariciar al can, y éste se mostró pacífico bajando la cabeza.

- Pobrecillo, estará perdido y tendrá hambre – comentó la mujer.

El animal se sentó a los pies del hombre y bostezó, abriendo la boca desmesuradamente, dejando a la vista la lengua y una poderosa dentadura. El que lo acogió entre las piernas, dejándose contagiar de la pereza que parecía padecer el animal, lo hizo también, estirazándose. Después, animal y humano, se miraron a los ojos unos instantes. Y fue ahí cuando el segundo empezó a sentirse incómodo. Tanto que sus compañeros se alarmaron al advertir cómo se agitaba.

- ¿Qué te sucede? Estás temblando.

- No sé. Me siento muy mal de repente – respondió sofocado.

- Estás sudando. Debes haberte enfriado. Te traeré una manta.

Entonces el perro se levantó y volvió a la cueva.

- Me siento fatal.

- Aquí tengo ibuprofeno.

- Quiero irme a casa – respondió, mientras le castañeaban los dientes.

Preocupados por su estado, decidieron que uno de ellos debía acercarse al pueblo y pedir ayuda. La mujer quedó con el convaleciente y el otro buscó el camino que lo devolvía a donde iniciaron la actividad recreativa que los había conducido a la situación descrita. Consiguió llegar al pueblo y pedir socorro. Acudieron varios lugareños a su petición y le siguieron al campamento, pero no hallaron sino sólo al hombre, sin conocimiento. De la mujer no se volvió a saber. Ni la Guardia Civil pudo dar con ella por más que recorrieron el interior de la cueva y los alrededores.

El excursionista que enfermó tuvo que ser ingresado en un siquiátrico, desde el día del suceso no volvió a ser el mismo, perdió la razón. Los especialistas que se ocuparon de su trastorno, tras un completo examen, terminaron indicando como signo significativo de su mal el empecinamiento en bostezar constantemente, como si tuviese intención de expulsar algo de su interior que no existía más que en su imaginación. El tercero no volvió a hacer excursiones fuera de la ciudad, permaneció en ella hasta el final de sus días.

 

 

 

 

 

miércoles, 3 de enero de 2024

Asunto de peleles

El jaleo que están armando por el asunto del pelele, que es una vieja costumbre, ancestral, que los gobernantes permitían para que el pueblo se desahogase. Rara es la aldea o villa de la geografía hispana que no tiene un monigote para apalear en las fiestas, una piñata para mayores, vamos. A bote pronto me viene a la cabeza el Peropalo extremeño, ese espantajo de paja al que apalean y decapitan, pero hay más. Tiene un libro el Ramón J. Sender que se titula Carolus Rex en donde se menciona el uso de estas figuras cuando la cosa se ponía fea para el hechizado rey Carlos II y su séquito, y había que apaciguar las aguas. O ahí está esa imagen dulce de Goya, rara en él, del manteo del pelele en la pradera de San Isidro u otra loma. Incluso en la representación de la pasión de  Cristo en Semana Santa hay cierto recreo en el escarnio de la divinidad, que no deja de ser una imagen de madera vapuleada.  Y es que hasta hace tres días no era extraño ver gente dando palos a estatuas de antiguos dictadores o figuras con corona, pero como parece que ahora hay que favorecer la convivencia en algunas provincias se va a acabar el cachondeo, nos van a civilizar.  Cualquier día se acaba ver arder un político en una falla, por ejemplo. Y es que no todo el mundo sabe digerir lo que significa estar en el poder, que es con todas sus consecuencias.


La gárgola feroz

 La iglesia tenía una gárgola que miraba raro. Era un remate de piedra con cabeza de lobo que parecía apoyar las patas delanteras sobre el borde del tejado con intención de saltar al vacío, y abría unas fauces enormes con muchos dientes, por donde vomitaba agua cuando llovía.

Cualquiera que cruzase por la calle que aquél hacía suya, casi siempre vacía, evitaba alzar la vista y mirarle el rostro, porque su expresión maligna amedrentaba al impertinente que osaba hacerlo, daba mal pálpito y producía en el alma una sensación gélida que amargaba la existencia para el resto del día. La gente de la localidad le guardaba el aire y nunca buscaba sus fauces si por obligación o azar pasaba por allí. Para algunos de los vecinos, sin embargo, daba suerte porque muchas veces, al caminar con la cabeza gacha y mirándose los pies, se habían encontrado bajo la misma un billete de cinco o veinte euros, 5 céntimos los menos agraciados. Por tales razones había quien la relacionaba con el Diablo, o con Mercurio los eruditos, por su trato con el vil metal. Era una extraña lotería la suya, pues pagaba con tales premios no se sabe bien qué favores inconfesables.

Justo en frente del vacío donde se asomaba y escupía la gárgola había una casa que tenía las ventanas y la puerta tapiadas. Hacía siglos que estaba deshabitada y a nadie se le había ocurrido hacer averiguaciones al respecto del motivo que obligó a ello. Sólo el monstruo de piedra parecía conocer su secreto y por eso para algunos no era sino su guardián.

Andando el tiempo el pueblo se abrió al progreso, que venía con el turismo, sacando a la luz su rico patrimonio bajo toneladas de roña. En este contexto aparecieron unos de la ciudad que paseando sin respeto por el barrio dieron con su fachada ciega. Les gustó su hechura clásica y, tras mucho discutir entre ellos, dispusieron las gestiones oportunas para hacerse con ella, con intención de abrir un hotel, con cocheras, spa, restaurante y solárium; pues por sus dimensiones y lugar en el que se asentaba se prestaba a ello y prometía pingues beneficios.

Tal ramillete de propuestas despertó al pueblo de su letargo y no tardaron en alzarse voces en contra del proyecto. La superstición se oponía a cualquier tipo de intervención en el inmueble, por miedo al lobo.

Pese al denuedo de los vecinos en su campaña, el proyecto siguió adelante porque el alcalde, hombre moderno y con aspiraciones al parlamento, advirtió que la iniciativa podría favorecer al municipio y su persona.

El día que tiraron abajo el muro que tapaba la puerta del caserón, bajo la atenta mirada de los inversores, el arquitecto, alcalde y concejales, se habían concentrado al acecho más de mil personas entre hombres y mujeres de todas las edades, movidas por la curiosidad y retenidas por las fuerzas del orden.

Con la pala de una excavadora amarilla a modo de ariete abrieron paso. Tras el estruendo y una vez que se disipó el polvo que levantó el derribo, cada cual afinó la vista para averiguar lo que había detrás de la demolición. 

Pasado el primer instante, cobrado el ánimo necesario, los principales penetraron con cierto temor a lo desconocido, dedicando al lugar que descubrían un repaso con detalle, que oscilaba entre el asombro y la admiración.

Un impresionante zaguán daba paso a un patio cuadrado, rodeado de arcadas de corte clásico, de medio punto y capiteles compuestos cubiertos de yedra. En el centro del claustro crecía una alta palmera, que rivalizaba en altura con el tejado, poblado de aves. En el segundo piso se enseñoreaba una galería del mismo corte del piso inferior, pero con remates del dórico, en la que se movían con pereza cientos de gatos. Unos colosales escudos de armas y panoplias de piedra, repartidos por las paredes, daban la pista sobre el linaje de los que fueron sus dueños, nobles y gente de iglesia, amantes de las antigüedades y la caza.

La satisfacción se manifestaba en el rostro de los interesados. El arquitecto ya aventuraba soluciones para repartir los espacios. El concejal de cultura, apoyado por el erudito local, ahondaba en el pasado histórico del pueblo, el alcalde se frotaba las manos. En la calle, la multitud conjeturaba sobre lo que se veía al fondo y determinaban los protagonistas.

Atentos al hallazgo, nadie reparo en la vieja gárgola, se habían olvidado por completo de su existencia y mala fama; el pueblo se agolpaba a sus pies sin miedo, sin el respeto que siempre le habían guardado.

Dicen los más viejos que esperó el momento oportuno para cumplir con su venganza, pues a la que se salieron del caserón los concejales e inversionistas, el lobo saltó sobre ellos y mató a cuatro, dejando heridos al resto, arrastrando en su caída tejas y cornisa.

Desde el suceso no volvió nadie a ocuparse de la casa. Se olvidaron o traspapelaron los proyectos al respecto. Limpiaron el escombro y tapiaron de nuevo su puerta. Como el lobo quedó hecho pedazos, sustituyeron su figura en la iglesia por la de un angelote bonachón. Hay quien defiende que de un tiempo a esta parte, quizás por la erosión o el mal de la piedra, su gesto ha cambiado y da cosa mirarlo.


lunes, 1 de enero de 2024

Venganza culinaria

Era muy jodido tropezar en cocina con el cabo Marcial, un reenganchado con muy malas pulgas, incondicional de los arrestos, porque le fastidiaban y mucho, cuando tenía guardia, los que se iban de permiso o tenían pernocta. Cualquier motivo era bueno para fastidiarle a uno el plan. He aquí que Ruiz, un asociado que provenía de otro cuartel y habían reubicado en el Córdoba X, el Muriano, se la guardaba por una ocasión en que con muy malos modos le obligó a recoger unos vasos que no eran suyos, y unos veteranos se habían dejado en las mesas del comedor.

- De aquí no sales hasta que traigas los vasos.

- Pero si no son míos.

- Este fin de semana no te vas de permiso.

Y así se ganó la venganza del otro.

Había observado Ruiz, las veces que le tocó cocina, que Marcial se ventilaba sin pestañear el plato del rancho que se presentaba al coronel, una vez que éste le daba el visto bueno. Todos los días, dos cocineros, vestidos de bonito, es decir, sin el mugriento mono que usaban entre los pucheros, acompañaban a Marcial al despacho del mando portando una bandeja de dos asas con una muestra del condumio para la tropa. Este ritual se llevaba a cabo a diario antes del toque de fajina. El coronel asentía sin probar bocado una vez que lo tenía sobre la mesa. Y así como despedía a los subalternos estos se lo llevaban por donde lo habían traído y quedaba en un rincón de la despensa a merced del hambre de Marcial, que lo devoraba con fruición cuando estimaba oportuno.

Tanteó Ruiz el modo, al verlo operar de tal modo, de darle su merecido y buscó la ocasión de condimentar adecuadamente el plato que se comía el chusquero. Como el sujeto salía al comedor a intimidar y poner orden, aprovechó el recluta para formar un salivajo y depositarlo entre los pellejos de los garbanzos. En esto que asomó Pastrana, que era uno de los cocineros y le llamó la atención.

- Chist. ¿Qué haces, picha?

- Nada, nada – respondió acojonado Ruiz, que ya se veía durmiendo en el calabozo el resto de la mili.

- Quita de ahí – dijo a empellones el marmitón, apartando al otro; y así como avisó, gargajeó y lanzó con puntería de experto un escupitajo verdoso allí donde cayó la salivilla de Ruiz.

Y sacando una cuchara de madera del bolsillo del mono de color indefinido removió con mucho esmero el caldo.

- El toque del chef – expuso muy serio ante el asombro del binomio.

Volvió Marcial después de unos partes en busca de su menú, tomó asiento y cubierto, y se lo merendó tan tranquilo, mientras Ruiz y el Pastrana se fumaban unos canutos en el cuarto de la basura.

- Así llevo alimentándolo to la mili. Que se joda – murmuró el pinche con los ojillos vidriosos y la risilla tonta.