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martes, 23 de enero de 2024

El sueño del faraón

Ha sido en la siesta cuando he soñado que estaba en el antiguo Egipto. Alguien tocaba muy mal la flauta. Descorro una cortina y me encuentro a un joven sentado al modo de los escribas egipcios en una nada oscura, como si flotase. Está calvo y tiene los ojos pintados a la moda de entonces, tiene los hombros y el pecho desnudos, viste un faldellín plateado.  Sostiene el instrumento, que recuerda a un aulós, con ambas manos, pero ya no tiene fuerzas para soplar, sus carrillos están vacíos, su respiración es quejumbrosa. Alguien que hay allí y no veo me murmura que es el faraón, que se está muriendo. Comprendo entonces por qué desafinaba. Tomo su cabeza entre las manos y le digo cara a cara: - no te apenes joven faraón, no morirás jamás, permanecerás para siempre en mi memoria. El muchacho muere y me despierto. Medito. Su vida no era más que un sueño, pero mío, una fantasía donde no hago sino ser un pequeño genio inmortal que arropa a un moribundo. Cosas como estas sólo se encuentran en viejos textos gnósticos, aquellos que dicen que nuestra existencia no es más que el sueño de un demiurgo que quizás jamás despierte.



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