Ha sido en la siesta cuando he soñado que estaba en el antiguo Egipto. Alguien tocaba muy mal la flauta. Descorro una cortina y me encuentro a un joven sentado al modo de los escribas egipcios en una nada oscura, como si flotase. Está calvo y tiene los ojos pintados a la moda de entonces, tiene los hombros y el pecho desnudos, viste un faldellín plateado. Sostiene el instrumento, que recuerda a un aulós, con ambas manos, pero ya no tiene fuerzas para soplar, sus carrillos están vacíos, su respiración es quejumbrosa. Alguien que hay allí y no veo me murmura que es el faraón, que se está muriendo. Comprendo entonces por qué desafinaba. Tomo su cabeza entre las manos y le digo cara a cara: - no te apenes joven faraón, no morirás jamás, permanecerás para siempre en mi memoria. El muchacho muere y me despierto. Medito. Su vida no era más que un sueño, pero mío, una fantasía donde no hago sino ser un pequeño genio inmortal que arropa a un moribundo. Cosas como estas sólo se encuentran en viejos textos gnósticos, aquellos que dicen que nuestra existencia no es más que el sueño de un demiurgo que quizás jamás despierte.
Seguidores
martes, 23 de enero de 2024
El sueño del faraón
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario