Las Navidades venían siendo muy tristes los últimos años, por la soledad. Antonio tenía pocos familiares y muy lejos. En la gran ciudad apenas conocía a nadie, desde que se quedó en paro a menos. Caminar sin rumbo fijo por la calle era su única distracción. Entretenerse mirando escaparates o contemplando las luces, ver pasar a la gente y envidiar cómo se cargaban de regalos o llenaban los restaurantes era lo que ocupaba su ocio. Aquel 24, a las puertas de la cena que haría sólo, decidió repetir su periplo habitual recorriendo las avenidas más concurridas. Tras hablar con una tía lejana por teléfono para desearle feliz Navidad, le vino a la memoria un olvidado recuerdo, el del viejo abrigo que en el pasado le regaló su padre, para hacer de él un hombre distinguido, que no pareciese a ojos de los demás un pusilánime. Nunca se lo había puesto, salvo el día que se lo probó en la tienda a regañadientes, y siempre lo rechazó por parecerle impropio de un joven; ni siquiera tuvo el detalle de ponérselo el día del entierro de su progenitor, haciendo gala de un ridículo ejercicio de rebeldía. Ahora, por algún inexplicable motivo, decidió buscarlo. Tras mucho registrar en el desvencijado armario lo halló dentro de una deformada caja de cartón, muy planchadito y cubierto por un deslucido plástico que denunciaba su procedencia: Galerías Preciados. Lo desenvolvió cuidadosamente y decidió ponérselo. Le quedaba como un guante. Era un gabán imponente de color azul oscuro, de corte sobrio, que le llegaba a las pantorrillas, repleto de botones negros que lo recorrían de arriba abajo, amplias solapas, rígidas y altas hombreras. Daba a su figura un aspecto severo y respetable.
- Parezco un señor – murmuró cuando, una vez abotonado hasta la nuez, se contempló en el espejo, sin terminar de aceptar que su difunto padre pudiese haber acertado.
- Con este aspecto sería capaz de comerme el mundo.
Y comprobando lo que abrigaba decidió salir a la calle con él puesto.
Era tal su apariencia de personaje distinguido que no dejaba pasar un cristal donde estudiarse con detenimiento, aprovechado el reflejo. Y se estiraba como para acomodarse en el interior del sobretodo y hacer suya la hechura de aquél, igual que el cangrejo con la caracola.
En una de las poses en la que sus manos bucearon en los bolsillos para mejor contemplarse detectó un papel, que resultó ser billete.
- Cincuenta euros – exclamó al desplegarlo. E imaginó que el mismo era obsequio de su padre, que se lo enviaba desde la tumba como premio por vestir a su gusto.
Se sintió agraciado, satisfecho, optimista. Salió decidido. Recorrió el centró de la ciudad cubierta de luces, soñando con su inesperado cambio de fortuna. Estaba convencido de que todos los transeúntes lo observaban con admiración y respeto, que los coches se detenían a su paso, que la guardia urbana le saludaba.
Así deambuló un tiempo impreciso, hasta que perdió por completo su noción. Y terminó despertando al notar la paulatina ausencia de su público.
Ya eran pocas las personas que quedaban en la calle, todos apuraban los últimos minutos previos a la cena cerrando las tiendas con las compras tardías. Pese a las bombillas led las vías iban quedando desiertas y silenciosas, asumiendo una extraña muerte de santa compaña. Poco a poco Antonio fue perdiendo el aplomo de los primeros momentos y empezó a considerar que era el momento apropiado para refugiarse en casa.
Pero por no perder del todo la ilusión del momento, buscó una parada de taxis para darse el gusto de imaginarse otro, dilapidando su nuevo patrimonio en una carrera sin importancia, pues no andaba lejos de su casa.
No tuvo suerte porque el último taxi salió delante de sus narices ocupado por una pareja de enjoyadas señoras cargadas de bolsas y satisfechas por su oportuna suerte.
Miró a un lado y otro, descubrió la avenida desierta, se encogió de hombros y siguió su ruta a pie. No muy lejos tropezó con un mendigo que, sentado en el suelo sobre un cartón, al amparo de un cajero automático, pedía unas monedas ofreciendo un mugriento gorro rojo al transeúnte. Era imposible no reparar en él. Antonio se detuvo a su altura. En un gesto espontáneo, sin reflexionar, echó mano a los bolsillos y buscó unas monedas, pero no halló sino el billete de cincuenta euros. Quedó petrificado sosteniéndolo en la mano, sin saber qué carta jugar, mientras el mendigo lo observaba con incredulidad y cierta agitación.
El influjo del abrigo hizo el resto. Antonio rompió el maleficio al que le sujetaba el titubeo y entregó el dinero al que lo esperaba, que se volcó en miles de gracias, casi que le hubiese besado la mano como antaño hiciera el siervo al señor. Él, con aplomo, se retiró en silencio, apretando el paso, queriendo olvidar o negar el trato que acababa de hacer con el pobre que dejaba feliz atrás.
No bien anduvo un trecho cuando recapacitó respecto a su absurdo proceder. Se propinó una bofetada en la frente y volvió diligente sobre sus pasos, hasta divisar al miserable, que ya recogía sus humildes enseres para mudarse.
- Espera – gritó haciendo al otro detenerse.
Cara a cara, Antonio no encontraba las palabras adecuadas para recuperar el dinero. Y al final optó por la solución que estimó más adecuada, de acuerdo con su carácter.
- ¿Te importaría quedarte con el abrigo? – suplicó, exhalando una generosa nube de vaho que huyó a la noche.
El increpado tuvo un gesto de incomprensión y de ira después, que le duró un suspiro al ver que el donante se desembarazaba de la prenda.
- Bueno – respondió indiferente.
Se lo quitó uno y se lo puso el otro. Y así como terminó de hacerlo éste se dio la vuelta y se alejó sin despedirse.
Y allí se quedó Antonio, con cara de tonto, sin abrigo y sin dinero.
- No, no era eso… – murmuró, sin valor para aclarar el malentendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario