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martes, 27 de febrero de 2024

Días de invierno

Cuando hace este frío me acuerdo de Madrid y de cómo lo sentía en los pies. Una actividad muy divertida camino del colegio era patinar sobre los charcos, o quebrarlos. Si no te andabas con ojo te mojabas. El agua cortaba como el filo de una navaja. Cuando entrábamos en el aula nos quitábamos los zapatos y poníamos los pies sobre el radiador, si había, el poco rato antes de que entrase el maestro. Un día mi hermano se mojó más de la cuenta y volvimos a casa acompañados del ruido de sus suelas. Íbamos muy sorprendidos porque eso sólo lo habíamos visto en los dibujos animados. Ya no hay inviernos de aquellos más que en un rincón del recuerdo, pero a ratos creo escuchar el lamento de sus zapatos.


domingo, 25 de febrero de 2024

Simón Bisley, a modo de oda a

De mis dibujantes favoritos he de destacar a Simon Bisley, cuyo estilo, sin duda, no va con el mío, por ser más barroco el suyo, pero que no ha hecho, conforme lo he ido conociendo mejor, sino provocarme admiración y respeto, para acabar calificándolo de artista genial, imprescindible e inolvidable. Es el diseño arriesgado de sus personajes, esa violencia contenida e incómoda, y el color fuerte y vigoroso de sus ilustraciones lo que me ha subyugado desde que tuve oportunidad de descubrir su obra; pero también su sutil sentido del humor para ridiculiza a aquellos galanes del cómic tradicional, introduciendo así una ruptura con la mitificación del héroe, que no deja de ser lo que en el fondo más me gusta. Cualquiera de sus ilustraciones posee ese equilibrio o armonía, tan clásica por otro lado, entre lo elevado y lo cómico, por exagerado, que bien serviría para demostrar palpablemente lo que discuto. Nunca me deja indiferente la lectura de los cuadernillos que dedicó a Lobo, el extraordinario personaje de la DC que crearon Slifer y Giffen allá por el lejano 83 del siglo pasado. Bien es cierto que el guion era de Grant, pero el arte de Bisley fue el que materializó el resultado final, tan irreverente. (A Lobo le debo el pensamiento de no querer estar ni en el cielo ni en el infierno, tampoco en el purgatorio).  Bisley es colosal, en ocasiones lo saco a pasear y le permito guantear a Hergé. En las estanterías de mi casa se libran combates a muerte entre los dioses del arte gráfico. El comic hace soñar y también provoca Quijotes, temblad si encuentro una capa.


sábado, 24 de febrero de 2024

Un Moranco en el gym

Un día asomó por el gimnasio de mi barrio el gay de los Morancos. El gimnasio Olimpia estaba donde acababa Jaén y ponían la feria, y ahora se asienta el bulevar. Por entonces estaban levantando bloques y trazando calles, que es el orden en el que en este país se urbaniza. El letrero del Olimpia mostraba al hombre vitruviano metido en un círculo y un cubo, el mismo que popularizó Leonardo. Aunque hace tanto de aquello que igual me lo imagino. Allí estuve yendo unos años, cuando no era padre, tenía tiempo libre y ninguna preocupación. Se ve que me puse en forma porque mi amigo Vicente me comentó que parecía un monigote de los de Tom of Finland. Entre sus paredes me hinchaba de hacer bicicleta estática, abdominales y pesas, hora y media todos los días, excepto los domingos. Podría contar muchas anécdotas de aquel sitio, pero por esta vez tendréis que conformaros con la que empecé esta entrada.

Ya digo que una tarde apareció por allí el Moranco. En realidad, me lo encontré haciendo dorsales. Al pronto me resultó familiar y no tardé en caer en la cuenta de quien era. Estaba el hombre muy seriote, a lo suyo, abierto de patas y tirando de la cuerda, subiendo y bajando placas de acero entre resoplido y resoplido. La verdad es que no tenía ni pizca de gracia, y se le notaba algo cohibido, cortado, porque supongo que era consciente de que todo el mundo se estaba fijando en él, lo cual era cierto; no era muy normal entonces, supongo que ahora tampoco, encontrarte con un Moranco en un gimnasio de Jaén haciendo pesas. Aunque todo es posible.

Por entonces Jorge andaba algo tocado por el asunto del Arny, que traía cola, el famoso pub sevillano que amargó la vida a más de uno, y mantenía muy entretenidos a los televidentes que no son sino votantes, mientras en la política se sucedían los escándalos.

No creo que aquello fuese razón de peso, pero ya digo que nadie se le acercó, al verlo tan callado y tan apartado de la multitud. En aquel gimnasio la gente acostumbraba a hacer tertulia entre aparato y aparato. Ibas para una hora y te tirabas dos. Siempre había alguien con quien charlar. Y como aquel fulano miraba al infinito y parecía tan estirado nadie quiso romper el hielo a su favor. Lo que sí se rompió fue un espejo, cosa habitual porque uno de los musculitos que allí acudían se había olvidado de la pinza y una pesa había salido rodando a verse. Factor que desvió la atención que hasta ese momento había provocado el humorista en off. Para completar el surrealista cuadro se arrejuntaron allí unos cuantos con pinta de costaleros, de esos de las clases más populares, pero tradicionalistas, con dotación deportiva de lo más singular, acompañados de perro y todo, (allí ya entraban cuadrúpedo, mucho antes de que se inventasen lo del bienestar animal y esas cosas de ahora), un dóberman sonriente y sin orejas, tan afable y sociable como el que más. Liaron un jaleo impresionante y no sólo no se percataron de la presencia del Moranco, o le hicieron el vacío, sino que además se convirtieron ellos en los protagonistas de la tarde con sus voces, ladridos y chascarrillos. Yo creo que Jorge se marchó de allí muy contrariado, con poca moral, o a lo mejor con más chistes para la actuación que tenía esa noche para Canal Sur, con motivo de inicio del año televisivo. De todo esto me enteré después, porque me lo dijo Francis, el coach, (como se dice ahora), del gym, y porque además me lo contó después mi peluquero de entonces, Tony, que se enteraba de todo lo concerniente a los famosos que se hospedaban en el recién inaugurado Infanta Cristina, y conservaba como trofeo junto a su título de peluquero una foto con Marlen Mourreau, de un día que la rubia explosiva acudió a retocarse el flequillo. Siempre se le ponían los ojillos maliciosos cuando relataba la anécdota y aprovechaba para hacer un comentario sobre sus formas más sobresalientes.

Y eso es todo. La vida, incluso en Jaén, da para un puñado de anécdotas.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Manara en el antro del cíclope

He de confesar que con el tiempo fui cogiendo cariño a José María, el de Totem. Con “cariño” no quiero decir una estrecha amistad, sino que le busqué un hueco en la parte de la memoria donde se refugia la nostalgia, que es algo que endulza el pasado y lo hace parecer mejor y perdido. Ahora puedo decir que le tomé afecto y lo echo en falta. Pero hasta ese momento El Gordo no era sino un tipo singular en el devenir de mi lejana juventud comiquera, algo así como tratar con Polifemo e intentar escapar de sus garras con algún subterfugio. Recuerdo aquella vez, una de las primeras, que me presenté en la tienda que regentaba en busca del tomo HP y Giuseppe Bergman, de Milo Manara, aquel de la biblioteca Totem, con la esperanza de que lo tuviese y la intención de comprarlo. Fantástico aquel recopilatorio del gran dibujante italiano, con historietas que no tenían ni pies ni cabeza, pero que resultaban muy chistosas y exhibían seductoras mujeres. Una obra que inició una grata relación entre sus heroínas y mi persona, tan impresionable al grafismo erótico, ese singular antro de las sirenas que todo aprendiz de dibujante explora.

Pero retornemos a la gruta del cíclope, que es donde estábamos al inicio, otro día hablaremos de mujeres ponderadas. Era una de aquellas tardes en las que Josemari estaba en su mejor estado de febrilidad comercial. Ojo avizor, despiertos los oídos, atento al menor gesto, en mitad de la tienda como el domador en la jaula de los leones. Así como me vio entrar y solicitar mi demanda debieron pitarle todas las alarmas.

- Claro que lo tengo – afirmó, con la energía que le caracterizaba en aquellas lides y no tardó un segundo en sacar de entre un montón de tebeos el susodicho, igual que el que tira a fijo porque sabe dónde está el centro de la diana.

Para mí fue una sorpresa su eficiencia, entonces lo conocía poco. Pero mayor fue descubrir que lo que me ofrecía era un ejemplar sin pastas, de bordes erosionados y páginas manchadas por alguna incomprensible razón que no detalló. Y aquello no parecía importarle, pero yo lo consideré una mierda.

- Toma, llévatelo, está de puta madre – expuso sin pudor.

En ese instante no comprendí si me hablaba en serio o yo estaba soñando.

Por fortuna, tal vez por tratarse de un comic, objeto por el que siempre he sentido una especial devoción, reaccioné como debía en circunstancias tan adversas como las mentadas pese a mi bisoñez.

- Es que ahora no tengo dinero – respondí entrecortado, encogiendo los hombros y confiado en que tal abracadabra me salvaría del asalto del fenicio.

- No importa, no importa. Te lo llevas y ya me lo pagarás – insistía, como si no existiese problema alguno en cuanto a crédito o confianza, esgrimiéndolo como una espada afilada y clavándomelo en el pecho igual que si estuviésemos en un duelo a muerte y se imaginase vencedor. Touché.

El álbum estaba para tirarlo directamente a la cesta de la basura y yo no estaba dispuesto a pagar el mismo precio que si estuviese nuevo, que era, como yo temía, lo que pretendía cobrarme.

Era habilidoso y persuasivo como la serpiente, no escatimaba excusas para colocarme el producto.

- ¿Esto? Esto no es nada – señalaba -. Está un poco usado, nada más.

Y abría y cerraba sus páginas delante de mis narices, igual que el mago que enseña el interior de su sombrero, como si así pudiese disimular que estaba para tirarlo.

A la vista de su actitud no tuve otra que reforzar mi objeción.

- Que no, que no… Es que no voy a tener dinero en mucho tiempo, … en muchísimo – recalqué con los ojos tan abiertos y carita desangelada como niño de Paracuellos, de lo mucho que me costó decírselo, porque me cuesta mucho mentir, he de confesar. Conociéndome, que siempre claudico al asalto de los trepas, aún me sorprendo de mi atrevimiento. Un cómic es un cómic, para otras cosas trago sapos.

Por fortuna, tal maniobra afectó a su instinto comercial y modificó su actitud, para mi alivio.

- Ah, bueno – me respondió muy serio y se volvió cabizbajo para depositarlo justo de donde lo sacó. Ya probaría con otro pardillo, leí en su calva.

Respiré aliviado. Había salido bien parado de aquel primer combate. Pero hubo muchos más, Josemari daba para un serial. De hecho, fueron tantos a lo largo de los años que no perdí la ocasión de llevarlos al papel y se convirtieron en una buena retahíla de chistes con él como protagonista. Desgraciadamente pasarán al olvido, salvo para algunos privilegiados que tuvieron ocasión de leerlos, o mejor, de vivirlos.


martes, 20 de febrero de 2024

El Javi y su espectáculo

Se llamaba Javi y era muy popular en el barrio de Saconia aunque no era de allí sino de las casas que había donde acababa aquél. EL Javi era algo mayor que todos nosotros, más o menos un par de años, que en esas edades de la infancia parecen siglos y te convierten en un hombre, aunque no pases de los 12. Se había ganado la fama por su singular entretenta que consistía en sentarse en un murete y reírse de todo el que pasaba. Así, si pasaba un hombre calvo y con lentes de gruesa montura empezaba a gritar “Mortadelo, Mortadelo”, como si pregonase la llegada del superagente de la CIA; y provocaba regocijo y risas entre los que le rodeábamos. Si en una nueva ocasión aparecía por nuestro lado una señora gruesa, indicaba con el mismo desparpajo y voz sonora: “la Ramona, la Ramona”; y aquello se convertía en el despiporre. Venga niños rodando y partiéndose de risa por los suelos.

Era de esta guisa tan poco convencional cómo nos distraíamos algunas de las largas tardes de verano. Pero como nada en este mundo es eterno, resultó que en una de sus explosiones de similitudes fisionómicas tropezó con uno que le prestó la suficiente atención como para comprender que se refería a él, y Javi se llevó de recuerdo un par de guantazos muy bien dados, de lado a lado, de esos que son difíciles de olvidar.

Pudimos verlo tras el resultado lloriqueando de un rincón a otro el resto de la tarde, en plan víctima, a él que siempre había gustado de ser juez y verdugo con las burlas. Era verdaderamente chocante aquel espectáculo. Tras la experiencia perdió mucho atractivo e influjo entre los menores. Después de aquello al Javi no es que dejásemos de verlo, sino que empezó a asomarse menos por el barrio, hasta desaparecer definitivamente y no darnos ni cuenta.

Pero he de confesar que, algunas veces, cuando me pongo a recordar, me crecen las orejas de diablillo y me parece estar subido al poyete donde él se sentaba, en pantalón corto y con las piernas recogidas como si fuese un escriba egipcio, y llamo Torrebruno a uno porque pasa y se le parece. Y después echo a correr, que no me pase lo que al Javi.


lunes, 19 de febrero de 2024

La Odisea de la lectura

Si bien es cierto que soy un enganchado a la lectura, he de reconocer que no soy un lector atento a lo que leo. La prueba es que cuando me pongo a leer también empiezo a imaginar, de ahí a enlazar unas cosas con otras, recuerdos y experiencias, o invenciones mías; y cuando quiero acordar, me he leído tres páginas y no me he enterado de nada porque estaba en otra historia. Por lo que he de volver al principio y descubrir dónde y por qué motivo perdí la brújula. No es éste asunto que me preocupe, pues forma parte de mi programación, la que tenga inserta en el ADN. Pero sí que me fastidia cuando lo que seguía era interesante y descuidé en el camino. Por otra parte, muchas veces, al terminar el libro, dudo respecto a lo leído y con el tiempo, si retomo sus páginas, descubro que allí no está lo recordado, sino otra cosa, mucho menos interesante que lo imaginado. Por lo que deduzco que cualquier lectura no es sino nave que sale de un puerto, sin destino definido, al acomodo del lector y sus años de polizonte en navegaciones semejantes. Toda lectura es un viaje a lo desconocido. Ni siquiera el patrón sabe con seguridad dónde atracará su barco.


domingo, 18 de febrero de 2024

Audiencia con el príncipe

Yo tuve un compañero en el colegio que se llamaba Heredia, pero acudía al nombre de Charly. Charly tenía el pelo oscuro y algo rizado. Su melena, que le llegaba hasta los hombros, lo asemejaba a los Austrias menores. En un dedo tenía una enorme verruga, como anillo de obispo, que provocaba cierto rechazo al detectarla, pero no le impedía tener una letra impecable.

Charly vestía con elegancia, pero a la antigua. Al pronto te daba la sensación de verlo salir de las páginas de un folletín decimonónico, nunca perdió el aura de cuento que lo caracterizaba, pero sin sombrero de copa. El cuello de sus camisas era de un blanco impecable y en ocasiones lo rodeaba con corbata de nudo pequeño. Juraría, si no me la juega la memoria, que las mangas terminaban en puñetas, como las de un juez del supremo. Calzaba botas camperas, de tacón alto, aunque después se popularizaron, pero hay que reconocer que fue pionero al respecto.

Charly no se juntaba con mucha gente durante el recreo. Rara vez se le veía dar patadas a un balón. Prefería sentarse a la sombra de un falso plátano que había en el patio y charlar con los de su reducido círculo, entre los que terminé, sin darme cuenta. La tertulia de Charly versaba sobre temas diversos, pero modernos, elevados para mi coeficiente intelectual, y creo que ahí residía el secreto de su éxito, pues me hipnotizaba. Nunca tuve ocasión de mantener una conversación larga con él, me limitaba a oír su discreto discurso y creo que me aceptó entre los suyos por eso, por saber escuchar. Aunque es posible que también fuese porque de chico yo era muy moreno y me confundían con Mowgly.

Charly se portaba muy bien en clase, era de los que atendían y sabía, copiarse de él era garantía de éxito. Los maestros lo trataban con respeto, como si se las entendiesen con una persona importante. Parecían dudar cuando lo llamaban al orden. Y si alguna vez tuvieron necesidad de imponerle un castigo, este fue suave, nunca lo vi recibir un golpe.

Un día, el que mejor se entendía con él me hizo una confesión sorprendente. Charly era un príncipe gitano.

Al curso siguiente, cuando subimos a sexto de EGB, dejó de venir al colegio. Debió de cambiar de residencia y de colegio. O tal vez volvió al cuento del que imaginé que salió.


sábado, 17 de febrero de 2024

Mañanas fugaces

 No hay nada más prometedor que la mañana de un día soleado, sobre todo si es un sábado, mejor que el domingo, porque el domingo es un otoño y el sábado siempre una primavera. Te levantas con ganas de vivir y te arrepientes de haber pensado en la muerte la noche anterior. Deseas correr como un loco y no perderte nada, porque imaginas que hay mucho que ver. Subes, bajas, vas y vienes. Que si hay que poner orden en la casa, que si la compra, que si el niño, que si un arreglo... Cuando quieres acordar es ya la una y eres consciente de que no has hecho nada, nada de lo que considerabas tan importante. Te paras a la cañita y adviertes que se hace tarde para comer. Así lo haces y te atrapa la siesta. Pasó esa estrella fugaz que imaginaste eterna. La felicidad es una caja de fósforos, conviene encenderlos uno a uno.


viernes, 16 de febrero de 2024

La biblioteca de un infame

Observo mi biblioteca y advierto lo distinta que es de la de los famosos que se fotografían delante de la suya. Hubo un tiempo en el que proliferaban en las revistas del corazón las fotos del chalé, la piscina, las caballerizas, la pista de tenis, la bodega o el salón comedor de las personas más populares del mundo de la farándula, la política y el ámbito empresarial. Y aquellos señores y señoras levitaban por aquellos espacios muy bien vestidos y muy contentos, en una especie de limbo inalcanzable para los que esperaban su turno en el practicante o la peluquería. Ahora aquella costumbre la han completado, o sustituido según el caso, por la de enseñar la biblioteca. Te ponen unas fotos en blanco y negro, que le da como más seriedad al asunto, y se ve al propietario, o propietaria, iluminado por unos dientes de dentífrico que muestra sin pudor, vestido como de andar por casa, pero bien, (arreglado pero informal que decía la canción), posando como quien hace una gracia espontánea y presumiendo  con la existencia a sus espaldas de una estantería impresionante, de firmes paredes, baldas y listones de roble, cristal o metacrilato, que ocupa toda una pared o varias, repleta de gruesos volúmenes uniformados, de cubiertas en piel o tela, ediciones de lujo o muy antiguas, adornadas con dedicatorias empalagosas o farragosas de algún figura de la literatura que todavía colea, y algún que otro incunable que, naturalmente, no se va a parar a leer con todo lo ocupado que está salvo para salir en la foto. Todo muy limpio y ordenado, como papel de pared o fresco florentino, de anuncio en pocas palabras.

La mía, por el contrario, me refiero a mi biblioteca, es un desbarajuste de estanterías y baldas de distintas procedencias, estilos y colores, materiales y condición, de esas de móntelo usted mismo, con o sin instrucciones, modulares o fruto de la unión artesanal de varias hábilmente engarzadas, y recodos de pladur de cuando tiene uno algo de pasta, que dan mucho color a la casa porque se van repartiendo por toda ella, sea pasillo, dormitorio, cocina o cuarto de baño. Todo vale.

En ellas se apiñan del mismo modo, para no romper con la anarquía dominante, libros, librillos, libretas y librotes, incluso revistas y tebeos, de todas las formas y diseños. Colecciones incompletas o mutiladas, solteras, libros de quiosco, de ocasión, de segunda mano, distraídos y sustraídos, olvidados, recogidos del autobús o el metro, rescatados del contenedor de la basura o recibidos como obsequio del amigo que sabe que lees y cree que cualquier cosa, con o sin pastas, con hojas repetidas o sin algunas, de esta y aquella otra editorial, y también de ediciones respetables, pero en franca minoría, y que además, con los años, parecen terminar empatizando con los otros y camuflándose definitivamente entre ellos. Comparten espacio con las fotos de los niños de comunión, la niña en la graduación, los abuelos en un viaje por el extranjero y alguna que otra de la mascota que pasó a mejor vida; pero también con el recuerdo, el muñequito, el calendario, el reloj o un mando a distancia, incluso la caja de lata de costura. Se van amontonando, (todo ello), sobre las diferentes y repartidas baldas, en varias filas, según la profundidad de estas, derechos o tumbados por su altura, lo que les da cierto aspecto de cordilleras caprichosas o escalones de vagas mesetas. Pasando el dedo por alguno de ellos, sorprende el interés del polvo por la lectura, pues pese a la repetida acción del plumero recupera en pocas horas su bancada predilecta y se convierten en la nieve del relieve descrito. 

Dicho esto. Lo que quería decir es que cualquier día le pego fuego a todo.



jueves, 15 de febrero de 2024

San Juan, el Limosnero

Un comerciante, por precaución, para asegurar la vida de su propio hijo y los productos que pensaba trasladar al puerto de Constantinopla, y evitar que terminasen ambos en el fondo del mar, puso a disposición de san Juan el Limosnero, santo como no había otro entonces, tres kilos de oro, para que los gastase en obras de caridad y lo que estimase oportuno a cambio de un viaje sin contratiempos. Convencido de que el negocio sería un éxito no pudo soportar que sucediese lo contrario, que el barco naufragase y su hijo muriese ahogado apenas abandonó el puerto de Alejandría. Indignado por la incapacidad del santo, fuese a donde éste tenía asiento y se le encaró afeándole su gestión y exigiéndole responsabilidad por el desastre. El santo, sin perder la compostura, afirmó que había cumplido su palabra y no pensaba devolver el oro. Quedó perplejo el comerciante y le preguntó que cómo era aquello. San Juan le respondió que había visto en sueños que su hijo iba a vender toda la mercancía en Tarso y con las ganancias huir a Persia, para darse una vida de lujo y libertinaje entre los adoradores de Mitra, por lo que había rogado a Dios por su salvación eterna y éste lo había acogido en su seno antes de que pecase. Mudó el rostro del comerciante que se vio así, sin hijo, barco y oro. Y no tuvo otra que agradecer el milagro y retirarse a la Tebaida, a vivir de ermitaño y comer saltamontes. San Juan siguió de patriarca en Alejandría, hasta que un día invadieron la ciudad los persas y no le quedó más remedio que escapar con lo puesto y refugiarse en Chipre. El caso es que a final el oro se gastó en Persia.


martes, 13 de febrero de 2024

Arsénico en la manzana

Siempre he tenido por costumbre comerme las manzanas hasta el rabo, a riesgo de soportar el chiste fácil de mi amigo Alberto, es decir, con piel y semillas, sin desperdiciar más que la etiqueta, por tener pegamentos de origen químico incierto. Hay gente que me conoce bien y se preocupa por mi salud empeñada en que no lo haga, porque las semillas de la fruta del Paraíso, (si es que no fue un higo), poseen arsénico, me repiten cada vez que me ven con una en la mano en intención de hincarle el diente. No comprenden estas almas bienintencionadas que imbuido como estoy de lecturas clásicas la mención del veneno me trae a la memoria el método de Mitrídates, el rey del Ponto, para sobrevivir a las conjuras contra su persona, tras las cuales estaba Roma. Nos cuentan los autores antiguos en las fuentes escritas que el mentado monarca tomaba a diario pequeñas cantidades de arsénico para inmunizarse de posibles envenenamientos, y llegó un momento en que su organismo toleraba más cantidad de arsénico de lo que para cualquier ser humano hubiese significado la muerte; y para sus enemigos tal efecto significaba la inmortalidad de su peor pesadilla. Al final a Roma no le quedó más remedio que recurrir a la traición, lo que mejor entendía, para acabar con lo que significaba su figura para la supervivencia de la República.

Por supuesto que no soy Mitrídates, pero en ocasiones me disfrazo del mismo.


domingo, 11 de febrero de 2024

Búster, el perro que fue caballero andante

Lo llamábamos Búster y era un perro con cuerpo de tonel y una cabeza muy grande, aunque con unas patas muy cortas. Su raza era indefinida, tampoco tenía dueño, pero era un buen compañero. Búster se unía a nosotros siempre que pisábamos la calle, sin que nadie lo invitase y sin que nos preocupase de donde hubiese venido. Se sumaba a nuestra marcha y se confundía con nuestras piernas, atendía a nuestras conversaciones y se acomodaba a nuestros pies si nos sentábamos. Si mirabas con atención a Búster advertías su fealdad, la suciedad que lo embadurnaba, los parásitos que viajaban en su cuerpo igual que si fuese un autobús, pero también su tranquilidad, la confianza que depositaba en nosotros, el convencimiento de que se había ganado nuestra amistad y jamás lo desahuciaríamos de nuestro lado. Búster era un incondicional del grupo. Una tarde podía no bajar a jugar Fulanito o Menganito, pero Búster estaba siempre en la calle, con su entrañable sonrisa y la lengua fuera, sobresaliendo sobre sus sucios dientes. Algunas veces Búster nos sobresaltaba, porque ladraba no sabíamos a qué, muy serio, como si despertase de un sueño y recuperase el instinto que le devolvía a su condición de lobo, pero le duraba poco.

Búster no sólo era un buen compañero, también era un entretenido juguete y en ocasiones también nos daba lecciones de lo que es la vida y aprendíamos cosas insospechadas. Por entonces no era raro ver perros sueltos por todas partes, la mayoría vagabundos, igual que Búster. En ocasiones se arremolinaban muchos perros muy alegres, así como borrachos, e invadían la calzada y no prestaban atención a los coches que les pitaban. Todos aquellos canes hacían turno para encaramarse al que parecía guiarlos. Búster también se sumaba a aquellas espontáneas concentraciones y era una de las pocas veces que perdía el interés por acompañarnos. Lo veíamos hacer verdaderos equilibrios para alcanzar su objetivo, como el resto, pero en ocasiones el perro que se prestaba al juego era demasiado alto y nuestro amigo terminaba retirándose después de admitir su derrota. Por experiencias de aquellas, cada vez que volvía a las andadas, pusimos a Búster el mote de Ivanhoe, por la lanza que gastaba, que nos recordaba a la del personaje de una serie que entonces ponían en la tele a la hora de la merienda y estaba basada en la novela del célebre escritor, Walter Scott. Incluso tarareábamos la sintonía de aquella cuando nuestro amigo olfateaba el marisco y acudía armado al combate.

Inesperadamente, una mañana dejamos de verlo por el barrio. Al principio no le echamos cuentas, después empezamos a preguntarnos por su suerte y a buscarlo.  Días después lo encontramos muerto en un descampado cercano, de aquellos que había perdidos en las afueras de Madrid, donde los bloques amenazaban las pocas huertas que sobrevivían al urbanismo. Sus ojos estaban apagados y su lengua seca, pero parecía contento.

Desde entonces no perdimos ocasión de ir a verlo, tal vez con la vana esperanza de que resucitase, y así fuimos comprobando con curiosidad su lenta descomposición, hasta que un día las máquinas hicieron una zanja muy grande allí donde reposaron sus huesos.


De libros y urinarios

A muchos gusta presumir de las lecturas que hacen a lo largo de su vida. En ese aspecto he de comentar que no pertenezco a tal partida. Yo tengo el defecto de pasar los ojos por donde hay letras, lo de menos es el soporte, y no me entretengo en discernir si lo que leo es bueno o malo, prescindo de los juicios o recomendaciones del vecino. Simplemente me empapo como la esponja al resbalar sobre la superficie donde hay signos sean o no interpretables, pero sin motivación ni propósito, es un defecto que me predispone a satisfacer una extraña necesidad, tan inconfesable como una enfermedad venérea. No por leer mucho me siento mejor persona, ni más culto o sabio, sino al contrario: nihilista e ignorante, resabiado y desmitificador.


Un lugar interesante para comprender el sentido de la vida o el arte son los urinarios. Las paredes y puertas de estos lugares están, como las tumbas de hombres y mujeres célebres, llenas de grandes frases lapidarias, amén de cancioncillas, poemas, proposiciones indecentes y números de teléfono; y notables obras gráficas fruto de escasos y rudimentarios medios, (doble mérito), que surgen de la espera y el aburrimiento, del onanismo y la diarrea, tan interesantes y complejas como las que embadurnan las cuevas de la Prehistoria y pintaron unas señoras en mocasines, según describe la moderna historiografía.  Son estos lugares creados por la civilización un remedo tosco y apresurado, prefabricado, de aquellos templos primigenios, oscuros y apestosos confesionarios, donde lo humano y lo divino se aúnan, e indican a los de nuestra condición a donde vamos y de donde venimos, que no es sino al mismo sitio. El ser humano, desde su nacimiento, busca el modo de librarse del sucio pañal que viste y le incomoda. La verdadera utilidad de los libros ya la expuso Quevedo en andanzas y desventuras del ojo del culo, o aquel escritor comunista y gourmet, Vázquez Montalván, cuando no dudaba en lanzar el Quijote a las llamas si hacía frío en casa. Los buenos libros son los que venden, el resto no es más que literatura.


sábado, 10 de febrero de 2024

El Cíclope de El Potro

Solía verse su medio rostro por la Plaza del Potro, pocas veces, pero sobre todo algunas tardes; y menos eran los que le sostenían la mirada, pero muchos los que lo evitaban. Se desplazaba ligero, a trompicones, tambaleándose, espantando a cuantos se cruzaban en su camino. Era tan terrible su aspecto que si contabas el encuentro dudaban de tu palabra, pero aquel hombre existía. Tuve ocasión de advertir su desgracia por primera vez un día que preparábamos las Jornadas del Cómic, las terceras o las cuartas, queda muy lejos para fijarlo. Miguel Cosano se escondió tras un folleto mientras me decía: no puedo, no puedo. Y no comprendí a qué se refería hasta que lo tuve encima. Realmente era imposible observarlo más de un instante. Aquel joven tenía un solo ojo, la otra mitad de su cara no era sino una plasta de carne, una pantalla de piel tan lisa como la de un tambor. Sólo lo miré un instante, pero lo suficiente para conjeturar el resto de mi vida sobre su mal. Aquella marca podía ser de nacimiento, pero también fruto de una mala praxis médica, tal vez de un accidente. No pude hacer más averiguaciones porque al respecto reinaba el silencio más absoluto y nadie ofrecía respuesta. Los vecinos parecían ignorarlo o quizás tenían tan asumida su desgracia que no lo distinguían del resto de los elementos que componían el escenario del barrio. Sólo en otra ocasión tuve oportunidad de volver a ver al Cíclope, al que un perro ladraba furioso mientras él buscaba una salida a no sé qué laberinto invisible. Se perdió en las callejas que conducían a la Corredera, igual que la cucaracha que se hunde en las rendijas más inesperadas y que mejor conoce, bamboleándose y veloz, como acostumbraba, loco o ebrio de miedo o felicidad, nunca supe dilucidarlo.


jueves, 8 de febrero de 2024

Yogi, el oso

Entrañable es el recuerdo de aquellos dibujos animados de Hanna Barbera, que entonces, los años que rescato, se veían en blanco y negro, y amenizaban las largas tardes de la infancia, a la salida de la escuela y en el paréntesis de la merienda del pan con chocolate, previo al asalto a la calle, a jugar al futbol o tirarnos piedras, partidos y batallas contra los de la plazoleta o los de Valdomero. Yo era un incondicional de todos los monigotes animados de la tal “Ana”, que imaginaba señora mayor de acento extranjero, algo así como la austriaca que daba vida a la Perrita Marilyn, Herta Frankel, apalancada en España desde el 42, vaya usted a saber por qué razón inconfesable. 

La animación de aquellos dibujos era pésima. Se ve que en sus inicios los productores andaban cortos de presupuesto. Pero para nosotros todo lo que se veía a través de la caja de madera resultaba mágico. Entonces no había motivo para perderse el episodio diario de Don Gato o los Picapiedra, Leoncio el león y su amigo Tristón, o La hormiga atómica. Eran tan malos como entretenidos, pero yo hallaba especial recreo en las andanzas del Oso Yogi, Yogi Bear, un oso de aspecto singular desvestido con corbata, cuello de camisa y sombrero. En los primeros episodios, no en los que fueron viniendo después, el genuino plantígrado hacía malabares para escapar del bosque de Jellystone, (ponía en el letrero), sin conseguirlo jamás. El argumento era así de simple y sin más distracciones. Yogi era siempre sorprendido en el momento que cruzaba la puerta del parque, por obra de la atenta mirada del guardabosques. Con el tiempo se fue dando más protagonismo a su camarada, Bubu, (en castellano), y al guarda, (mister Smith), y los capítulos se hicieron algo más complejos, pero sin llegar a la Crítica de la razón pura o cosas así.

Aquel personaje marcó mi infancia. Eso de andar en pelotas por la vida vestido tan solo con un sombrero, una corbata y un amago de camisa no deja de ser uno de esos sueños que, una vez despierto, se añoran y evocan. Y ya se acercan los carnavales.



Las orejas de Midas o el juicio de Botticelli

Esta es una de esas, que no son pocas, en las que te sientas frente a la pantalla del pc y te pones a escribir lo primero que te viene a la cabeza, que no es otra cosa en este caso que algo relativo al rey Midas, no me preguntes por qué. Pero no voy a continuar el camino que imaginas, todo ese oro del que toca incluso lo que no debe, sino por lo del cuadro de Botticelli, aquel en el que el rey tiene las orejas de burro, actúa de juez y la Sospecha y la Ignorancia lo confunden, mientras que la Verdad permanece desnuda, convencida de su triunfo, y el reo se deja arrastrar con resignación por la Mentira, la Ira y la Envidia al juicio. También anda por allí la penitencia. Todo este plantel de personificaciones femeninas se muestra en un escenario clásico de arcos de medio punto, bóvedas de cañón cuarteadas de relieves paganos y gruesos pilares empotrados de estatuas que representan a héroes bíblicos y santurrones cristianos, y todo de mármol, mucho mármol borracho de pan de oro. Sorprende a estas alturas que un cuadro de estas características no esté ya en la lista negra del revisionismo feminista de las artes, no seré yo el que levante la liebre. 

Es esta composición, según cuentan la tradición y los eruditos, un remedo de uno del pintor griego Apeles, retratista oficial de Alejando Magno, que se perdió en el naufragio de la antigüedad y rescataron los que tuvieron la suerte de contemplarlo mediante descripciones y alusiones que pusieron por escrito, (me refiero a Luciano el de Samosata, al que un conocido mío, en su ignorancia, llamó fulano), y sobre tales hizo el suyo Botticelli. De las muchas obras que el propio autor arrojó a la hoguera en un arrebato de arrepentimiento por sus veleidades paganas, en los años de la revuelta de Savonarola, esta pintura se salvó y queda en la de los Uffizi, Florencia, por si asomas a verla. La causa reside en el dato de que el enjuiciado que aparece en el temple pudiera ser el mismo monje heresiarca, por lo que deducimos que el pintor simpatizó con la causa antipapista. Y así pasamos la tarde.


lunes, 5 de febrero de 2024

Sempronia Graca o Fátima

La Conjura de Catilina me dio mucha guerra en primero de carrera. Como no me entraba el latín opté por leerme el libro varias veces, pues era el obligatorio, hasta hacerme con el argumento, personajes y en concreto con algún que otro episodio, gracias a lo cual acerté en el examen de septiembre con el párrafo a traducir. Eso y también, en honor a la verdad, al apoyo de mi compañero Victoriano, que tuvo el detalle de soplarme alguna que otra línea de la traducción, de mi propio manual, sin mi permiso, aunque no toda.

Aunando ambos recursos superé el tropiezo. También es cierto y no menos importante que la profesora, doña Fátima, a esas alturas de curso había migrado a otra facultad y nos la corrigió un becario, que por alguna inconfesable razón debió decidir dar un aprobado general para nuestra satisfacción 

Pero al margen de todo eso, aprovechando que de Gredos han reeditado sus textos clásicos en edición barata, me he hecho con un ejemplar de la obra en cuestión y he vuelto a repasarla. Ahí en sus páginas se menciona a Sempronia, de la familia de los Gracos, que según Salustio "sabía escribir versos, hacer chanzas, llevar una conversación ya seria, ya distendida o procaz; y tenía en fin mucha sal y encanto", pero también que "era versada en la lengua griega y latina, tocaba la lira y bailaba con más elegancia de lo que una mujer honesta necesita, y poseía muchas cualidades que son instrumento de la disipación"; y añade "su pasión era tan encendida que cortejaba ella a los hombres con más frecuencia de lo que era cortejada". Podrás comprender, atento lector, que, con tales lecturas, anudé la imagen de Sempronia a la de Fátima, y si bien es cierto que la última era un tanto repelente y estirada, quizás como corresponde a  maestra de latines, no pude evitar desde entonces imaginarla coronada de yedra, tocando la lira, aposentada en un diván, enseñando una pierna desnuda más allá de la cintura y poner sus ojos miopes sobre los míos mientras le ofrecía un racimo de uvas, que hacía desaparecer una a una entre sus bermejos labios.

Pero todo eso no lo imaginaba en clase, sino en el patio de los naranjos de la mezquita, porque acostumbraba a fumármela mientras mi amigo Marcos hacía lo propio con la maría.

 

sábado, 3 de febrero de 2024

La falange de Federico

 Fue un día de esos que te pierdes por el Albaicín de Granada, sin saber a ciencia cierta dónde te van a conducir los pies. Tú te fijas en la luz del sol e intentas deducir por las sombras si caminas en dirección al norte o el sur, pero no lo consigues y te pierdes por completo hasta que la casualidad te rescata y en un quiebro asomas a una calle con mucho tráfico.

Cargaba yo con un libro por aquellos laberintos, uno de Cernuda o Rosales, no podría afirmarlo con precisión a estas alturas, aunque era Luis de nombre, que había pescado en una tienda de ocasión, que por llevarlo al descubierto y bajo el sobaco me daba el aspecto de intelectual - a lo que también ayuda la gorra y una bufanda vieja que calzo -, y buscaba el sitio donde sentarme a hojearlo, ajeno al guion de la aventura que se me avecinaba.

A la vuelta de un recodo, tan blanco como otro cualquiera, tropecé con un fulano muy tieso que me salió al paso y me escrutó de hito en hito. Tenía melena camarona sobre los hombros, gruesos labios de besugo y barba de tres días. Fino y membrudo, escondía las manos a la espalda.

- ¿Qué buscas? – me preguntó de sopetón.

Y yo le contesté que nada, que estaba paseando.

- ¿No quieres chocolate?

Resoplé aliviado, pero sin salir de la incertidumbre y atajé diciéndole que no estaba allí por eso.

- Yo vengo por lo del meñique – repuse, con la vana esperanza en que conociese la romería, pues eran las fechas, y con la intención de darle el esquinazo y pronto.

Aprecié en su rostro un destello de malicia que no interpreté como debiera, y por eso respiré antes de tiempo.

- No te vayas – dijo, y en un momento se perdió en una puerta anexa.

A punto estuve de extraviarme yo también por donde había venido, pero no tuve tiempo de hacerlo pues acudió al instante.

- Ahí lo tienes – expuso, alargándome un mugriento sobre doblado por la mitad.

- ¿El qué?

- Ábrelo -ordenó, mirando de un lado a otro.

Obedecí y en vez de carta me encontré con un hueso, una falange. No entendía nada de aquello.

- Es del poeta, por mi madre – juró llevándose los dedos a la boca para besarlos.

- ¿Del poeta?

- Sí, maldita sea mi casta, del Lorca ese. Pero que no se entere nadie – anunció bajando la voz.

Mudé de color la cara y quedé perplejo. Con el hueso entre los dedos no sabía qué hacer con él.

- ¿De dónde has sacado esto? – pregunte.

- Chist. ¿Es que quieres buscarme un lío? Son quinientos.

- ¿Cómo? – respondí con sorpresa –. Yo no tengo tanto.

Se puso el tío muy feo de sofocado y nervioso, y empezó a amenazarme con sacarme los higadillos con una punta que escondía en la manga, y asomó un instante, por lo que dejamos el trato en cincuenta, que era lo que llevaba encima, amén de unos céntimos.

Cogió el parné y le perdí la pista.

Desde entonces conservo la reliquia en casa. Muchas veces he pensado en cómo deshacerme de ella. Tirarla a la basura o dársela al perro. Pero me resisto a creer que sea falsa. Pudiera ser verdadera. ¿Y si lo anuncio en el Tiktok? Temo que pueda meterme en un lío. A título anónimo he decidido mandársela al Gibson, con pelos y señales del notas que me la agenció, por si lo busca, indaga y le saca alguna información valiosa. Pero no acabo de decidirme. La tengo sobre el piano por si me sobreviene la inspiración.



viernes, 2 de febrero de 2024

Pinocho y el Peloponeso

 Por más años que pasan no puedo olvidar la anécdota más pintoresca de don Joaquín, alías Pinocho, el profesor que impartía Historia a los últimos cursos de la antigua EGB en el Lepanto, un cole de Madrid. Era este don Joaquín un tipo alto y repeinado, quizás engominado, siempre enchaquetado y anudado, que exponía un diminuto bigote sobre el labio superior y bajo una enorme napia que daba razón de su mote. Se murmuraba que era facha y apariencia no le faltaba, sin embargo, se apuntó a las primeras huelgas de la enseñanza cuando estas se convocaron, y garabateaba en un papel cualquiera el nombre de los alumnos que acudían a las clases de los esquiroles. Don Joaquín tenía algo de iluminado, cuando daba sus explicaciones, porque vivía cada uno de los acontecimientos que declamaba, sin reparar o que le importase nuestra mayor o menor atención al hacerlo. Con sus ojos azules perdidos en el infinito y la faz risueña, se sumergía en el devenir de la historia y parecía disfrazarse con las palabras ahora de Viriato, después de Lutero o luego de Amadeo de Saboya. Era una gran satisfacción observarlo y recibir su mirada de agradecimiento, porque daba la sensación de que todo lo que te contaba era para ti, lo cual, probablemente, fuese cierto. Esos breves instantes de complicidad te hacían sentir importante, imaginabas que estabas rescatando a un naufrago o algo así. Por otra parte, don Joaquín, sin despeinarse, como buena estrella del cinematógrafo, daba unos guantazos de campeonato, pocos, pero sin inmutarse. Impartía justicia fuese quien fuese el fulano que se salía del plato, a los abusones parecía tenérsela jurada. Lo cual no impedía que, al darse la vuelta, una vez ejecutada la sentencia, le hiciesen gestos vengativos llevándose a la nariz el puño. Había una caricatura suya muy buena en la pared del servicio que había al lado de su clase, a bolígrafo rojo, y para que no hubiese duda de quien se trataba debajo ponía muy clarito Pinocho.

La anécdota, sin embargo, que quería contar no era ninguna de esas sino una que concierne a la guerra del Peloponeso, que contó no una sino varias veces en sus numerosas clases, y motivó mi interés por tales conflictos y otros asuntos relativos al mundo antiguo, fuese de griegos, romanos, persas, egipcios o cartagineses, pero también de asuntos domésticos. Contaba don Joaquín el caso del joven bachiller que preparaba el examen de Historia, dándole un último repaso al texto de Tucídides, mientras su hermana le peinaba. Estaba el joven tan ensimismado en su lectura que no atendía a las labores de aquella sobre su cabeza. La joven, tras usar un peine y un cepillo de gruesas cerdas sin el resultado apetecido, pues el hermano era melenudo, estimó que para sujetar aquel desbarajuste de pelos bien pudiera servir una de sus peinetas. En ese preciso instante el estudiante murmuró entre dientes el Peloponeso, y la otra cazó al vuelo el dicho e interpretó que era el permiso para su propósito. De este modo el hermano, ignorante del atrevimiento, acudió a la prueba con peineta para regocijo de amigos y extraños, profesores y catedráticos, pero orgullo de su hermana. Y parece ser que sus calificaciones debieron ser buenas, porque don Joaquín nunca nos mencionó lo contrario. Desde que la oí por primera vez, muchas han sido las veces que he recreado la situación descrita en mi mente y soñado con verla interpretada en un sketch. 

La anécdota era bien mala, he de reconocerlo, pero yo, siempre que puedo, la cuelo, pese a la indiferencia de mis discípulos y para regodeo personal, pues me gusta recordar y reírme con mis amigas incondicionales, las paredes.