Un día asomó por el gimnasio de mi barrio el gay de los Morancos. El gimnasio Olimpia estaba donde acababa Jaén y ponían la feria, y ahora se asienta el bulevar. Por entonces estaban levantando bloques y trazando calles, que es el orden en el que en este país se urbaniza. El letrero del Olimpia mostraba al hombre vitruviano metido en un círculo y un cubo, el mismo que popularizó Leonardo. Aunque hace tanto de aquello que igual me lo imagino. Allí estuve yendo unos años, cuando no era padre, tenía tiempo libre y ninguna preocupación. Se ve que me puse en forma porque mi amigo Vicente me comentó que parecía un monigote de los de Tom of Finland. Entre sus paredes me hinchaba de hacer bicicleta estática, abdominales y pesas, hora y media todos los días, excepto los domingos. Podría contar muchas anécdotas de aquel sitio, pero por esta vez tendréis que conformaros con la que empecé esta entrada.
Ya digo que una
tarde apareció por allí el Moranco. En realidad, me lo encontré haciendo
dorsales. Al pronto me resultó familiar y no tardé en caer en la cuenta de
quien era. Estaba el hombre muy seriote, a lo suyo, abierto de patas y tirando
de la cuerda, subiendo y bajando placas de acero entre resoplido y resoplido. La
verdad es que no tenía ni pizca de gracia, y se le notaba algo cohibido,
cortado, porque supongo que era consciente de que todo el mundo se estaba
fijando en él, lo cual era cierto; no era muy normal entonces, supongo que
ahora tampoco, encontrarte con un Moranco en un gimnasio de Jaén haciendo pesas.
Aunque todo es posible.
Por entonces
Jorge andaba algo tocado por el asunto del Arny, que traía cola, el famoso pub
sevillano que amargó la vida a más de uno, y mantenía muy entretenidos a los
televidentes que no son sino votantes, mientras en la política se sucedían los
escándalos.
No creo que
aquello fuese razón de peso, pero ya digo que nadie se le acercó, al verlo tan
callado y tan apartado de la multitud. En aquel gimnasio la gente acostumbraba
a hacer tertulia entre aparato y aparato. Ibas para una hora y te tirabas dos.
Siempre había alguien con quien charlar. Y como aquel fulano miraba al infinito
y parecía tan estirado nadie quiso romper el hielo a su favor. Lo que sí se
rompió fue un espejo, cosa habitual porque uno de los musculitos que allí
acudían se había olvidado de la pinza y una pesa había salido rodando a verse.
Factor que desvió la atención que hasta ese momento había provocado el
humorista en off. Para completar el surrealista cuadro se arrejuntaron allí
unos cuantos con pinta de costaleros, de esos de las clases más populares, pero
tradicionalistas, con dotación deportiva de lo más singular, acompañados de perro
y todo, (allí ya entraban cuadrúpedo, mucho antes de que se inventasen lo del
bienestar animal y esas cosas de ahora), un dóberman sonriente y sin orejas, tan
afable y sociable como el que más. Liaron un jaleo impresionante y no sólo no
se percataron de la presencia del Moranco, o le hicieron el vacío, sino que
además se convirtieron ellos en los protagonistas de la tarde con sus voces,
ladridos y chascarrillos. Yo creo que Jorge se marchó de allí muy contrariado,
con poca moral, o a lo mejor con más chistes para la actuación que tenía esa
noche para Canal Sur, con motivo de inicio del año televisivo. De todo esto me
enteré después, porque me lo dijo Francis, el coach, (como se dice ahora), del
gym, y porque además me lo contó después mi peluquero de entonces, Tony, que se
enteraba de todo lo concerniente a los famosos que se hospedaban en el recién
inaugurado Infanta Cristina, y conservaba como trofeo junto a su título de
peluquero una foto con Marlen Mourreau, de un día que la rubia explosiva acudió
a retocarse el flequillo. Siempre se le ponían los ojillos maliciosos cuando
relataba la anécdota y aprovechaba para hacer un comentario sobre sus formas
más sobresalientes.
Y eso es todo.
La vida, incluso en Jaén, da para un puñado de anécdotas.
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