Por más años que pasan no puedo olvidar la anécdota más pintoresca de don Joaquín, alías Pinocho, el profesor que impartía Historia a los últimos cursos de la antigua EGB en el Lepanto, un cole de Madrid. Era este don Joaquín un tipo alto y repeinado, quizás engominado, siempre enchaquetado y anudado, que exponía un diminuto bigote sobre el labio superior y bajo una enorme napia que daba razón de su mote. Se murmuraba que era facha y apariencia no le faltaba, sin embargo, se apuntó a las primeras huelgas de la enseñanza cuando estas se convocaron, y garabateaba en un papel cualquiera el nombre de los alumnos que acudían a las clases de los esquiroles. Don Joaquín tenía algo de iluminado, cuando daba sus explicaciones, porque vivía cada uno de los acontecimientos que declamaba, sin reparar o que le importase nuestra mayor o menor atención al hacerlo. Con sus ojos azules perdidos en el infinito y la faz risueña, se sumergía en el devenir de la historia y parecía disfrazarse con las palabras ahora de Viriato, después de Lutero o luego de Amadeo de Saboya. Era una gran satisfacción observarlo y recibir su mirada de agradecimiento, porque daba la sensación de que todo lo que te contaba era para ti, lo cual, probablemente, fuese cierto. Esos breves instantes de complicidad te hacían sentir importante, imaginabas que estabas rescatando a un naufrago o algo así. Por otra parte, don Joaquín, sin despeinarse, como buena estrella del cinematógrafo, daba unos guantazos de campeonato, pocos, pero sin inmutarse. Impartía justicia fuese quien fuese el fulano que se salía del plato, a los abusones parecía tenérsela jurada. Lo cual no impedía que, al darse la vuelta, una vez ejecutada la sentencia, le hiciesen gestos vengativos llevándose a la nariz el puño. Había una caricatura suya muy buena en la pared del servicio que había al lado de su clase, a bolígrafo rojo, y para que no hubiese duda de quien se trataba debajo ponía muy clarito Pinocho.
La anécdota, sin embargo, que quería contar no era ninguna de esas sino una que concierne a la guerra del Peloponeso, que contó no una sino varias veces en sus numerosas clases, y motivó mi interés por tales conflictos y otros asuntos relativos al mundo antiguo, fuese de griegos, romanos, persas, egipcios o cartagineses, pero también de asuntos domésticos. Contaba don Joaquín el caso del joven bachiller que preparaba el examen de Historia, dándole un último repaso al texto de Tucídides, mientras su hermana le peinaba. Estaba el joven tan ensimismado en su lectura que no atendía a las labores de aquella sobre su cabeza. La joven, tras usar un peine y un cepillo de gruesas cerdas sin el resultado apetecido, pues el hermano era melenudo, estimó que para sujetar aquel desbarajuste de pelos bien pudiera servir una de sus peinetas. En ese preciso instante el estudiante murmuró entre dientes el Peloponeso, y la otra cazó al vuelo el dicho e interpretó que era el permiso para su propósito. De este modo el hermano, ignorante del atrevimiento, acudió a la prueba con peineta para regocijo de amigos y extraños, profesores y catedráticos, pero orgullo de su hermana. Y parece ser que sus calificaciones debieron ser buenas, porque don Joaquín nunca nos mencionó lo contrario. Desde que la oí por primera vez, muchas han sido las veces que he recreado la situación descrita en mi mente y soñado con verla interpretada en un sketch.
La anécdota era bien mala, he de reconocerlo, pero yo, siempre que puedo, la cuelo, pese a la indiferencia de mis discípulos y para regodeo personal, pues me gusta recordar y reírme con mis amigas incondicionales, las paredes.
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