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domingo, 28 de mayo de 2023

Gala, Antonio

De Antonio Gala, pues…, que fue muy popular durante la transición, porque lo comparaban con Lorca y los fachas querían darle una somanta de palos, o eso contaban. ¿Por qué corres Ulises? y aquel teatro transgresor. OTAN no y la tentación sociata. La tele lo popularizó bastante con su Paisaje con figuras o las tertulias literarias, sus charlas con el Quintero, incluso con La Veneno. Su discurso arrastraba poesía de imágenes evocadoras, bellas y vanas. Después vino lo del Planeta y la fundación, sus paseos con Castillejo a la sombra de los arcos de la Mezquita. Continuó con las visitas a Vicente Núñez o Tomás Egea, para hablar mal de Almodóvar. Aquellos acertados pero escondidos y diminutos artículos en la prensa, su presencia en la boda de la hija de Aznar, o compitiendo en firmas con Paz Padilla durante una feria del libro. Nos contó la vida de Boabdil y los trapos sucios de los reyes de antaño. Ah, el beneficio de la duda. Se metió en el cine con la Velasco. Publicó sus memorias. Y luego lo vimos por La puerta del sol, entre los indignados, y se fue apagando poco a poco, en un descenso lento, muy lento, sin temer a la muerte porque la hizo su compañera o un espejo donde se disipaba su ser.

En la galería superior del colegio de La Salle de Córdoba, en una de las paredes, había, entre otras muchas, una orla con él y los compañeros de su promoción. Allí se asomaban los alumnos ociosos, cuando esquivaban al hermano José Luis, a ver su foto. El semblante en blanco y negro de Antonio gozaba de cierta iluminación de inmortalidad o ilusión. El resto de las caras decían poco o nada.



domingo, 21 de mayo de 2023

Reencuentros fugaces

En ocasiones te encuentras con gente que te conoce, o que te conoció, con la que compartiste horas, le dedicaste tiempo y, a veces, te robó sueño, pero que no recuerdas. Y no fue por unos dibujos ni por unos escritos, ni por el montaje de una exposición, ni siquiera por la tertulia de una mañana en la terraza de un bar, sino porque le diste la brasa con apuntes, mapas y amenazas en un aula. Son cosas que, siempre, pasaron hace una eternidad y de cuando en cuando te devuelve el mar de la vida en una ola que te salpica y te deja empapado. Viene entonces un ejercicio de memoria, en el que buceas y buceas a ver si vislumbras en las profundidades del recuerdo el retrato de la persona que te habla. Pero sin éxito la mayoría de las veces. La excusa viene a ser siempre la misma: han sido muchas caras después de tantos años. Además, pero eso no lo dices, su cara era otra, por lo que el ejercicio es más complejo. En cierto modo, al que te interpela le sucede lo mismo, el recuerdo es vago y arriesga cuando pregunta si eres aquel. Al final, tras evocar jirones de pasadas vivencias, la despedida es siempre cordial, pero en el alma queda un amargo vacío.


martes, 16 de mayo de 2023

El amigo Anguiano

Conocí a José Antonio Ortega en la penumbra de la tienda de Totem, la de El Gordo, una especie de cueva oriental o gruta de la calavera, la de la esquina que daba al arco de acceso a la plaza de La corredera, (lo digo para los que no tuvieron la suerte de comprar en ella, con mejor o peor resultado, pero sin duda con muchas anécdotas que contar después).

Nos presentó el dependiente, Ito, un individuo pequeño, despistado a veces, amante de la música rock, que se pintaba los ojos y vi por última vez vendiendo gafas de sol en la calle Gondomar.

- A estos chavales también le gustan los comics -, dijo.

Motivo por el cual iniciamos una conversación sobre el tema en cuestión, autores y gustos.

No recuerdo con exactitud si en aquella primera ocasión nos reunimos sólo Ortega, José María Domínguez y yo, o también se sumó Róper, Rafael Augusto en el DNI. Los tres estábamos detrás de la revista o periódico del López Neyra, con dibujos y reportajes. Es posible que Róper no estuviese allí ese día, pero sí lo hizo en lo sucesivo.

Rápidamente nos entendimos. Nos unía una afición común. Hasta tal punto que no tardamos en reunirnos esa misma tarde en casa de Ortega. Y no sería la única sino la primera de innumerables que improvisamos para charlar de cómics.

Una ilustración, repleta de personajes del comic, que tenía en la pared del salón de su casa, me dio la pista para reconocerlo como uno de los que, apenas un año antes, participó en la presentación de la revista sevillana Orbis Tertius, la que se hizo en la Posada del Potro. 

De José Antonio me sorprendió su conocimiento de revistas y autores, pero también su cultura. No era el tipo de persona amante de la historieta con la que solía haber tratado anteriormente. José Antonio era una persona leída, amante del cine y de la música. Era un apasionado de la obra de Rover Graves, (Yo Claudio), o de la de Evelyn Waugh, y de musicales como My Fair Lady o Chitty Chitty Bang Bang. Creo recordar que no le faltaba un disco de los Beatles y conocía al dedillo a muchas de las bandas que fueron punteras en los 60.

Otra cosa que me llamó mucho la atención de él fue su hospitalidad y su generosidad. Nos llevó a su casa y no sólo nos enseñó su extraordinaria colección de cómics, aposentada en una estantería construida por él mismo para acogerla, sino que además nos ofreció disponer libremente de alguno de aquellos tesoros para leerlos, con un desinterés total, oferta que nos fue muy difícil rechazar.

Así tuve ocasión de tener en las manos revistas míticas como Linus o Trocha, que sólo conocía por referencias, y estaban repletas de sesudos análisis y entrevistas, o álbumes tan apasionantes como lo eran los de El teniente Blueberry o El visir Iznogud. En esa primera entrevista creo recordar que me prestó los tres de Chihuahua Pearl de Gir/Moebius. No tardamos en repetir el cónclave.

Me vienen muchas veces a la memoria, con especial nostalgia, las numerosas tertulias que organizamos en su casa, entre comics, cubatas y humo, charlando y comentado, bromeando, haciendo planes…

Del mismo modo que José Antonio era así de desprendido, igual de paciente o más lo fue su mujer con nosotros, Rosa. 

 

El aerolito habitado




 

domingo, 14 de mayo de 2023

El migrante

El verano que aterricé en Córdoba fue largo y caluroso, al menos lo que restaba del mismo. Descubrí lo buenos que eran los helados de fresa que se consumían en la ciudad. Apenas hacía un mes que había formalizado mi matrícula en el Poetas de Madrid para cursar 2º de BUP y antes de que terminase agosto ya nos habíamos trasladado a la ciudad del Guadalquivir. No tuve tiempo de asimilar tantos cambios. Todo fue anunciado, pero repentino. Estaba muy lejos de casa y de los amigos.

Desde la terraza del piso alquilado en el que nos acomodamos, y en la que pasé horas y horas, veía desfilar a la gente por la calle, ajena a nuestro periplo. Todas las tardes la recorría un sujeto tocando la armónica.

En el bajo del bloque había una barbería que regentaban dos hermanos y en el interior de un pasaje de acceso un modesto establecimiento de prensa y chuches. No muy lejos descubrí un cine, que visité en ocasiones a diario.

De Madrid no traje muchas cosas: tres números de la revista 1984, que había empezado a coleccionar, los de La guerra de las Galaxias de Howard Chaykin, y los álbumes de Galáctica y Alien. Creo que poco más. El resto quedó en cajas que vinieron al cabo del tiempo como salidas de un naufragio. Por suerte, en el quiosco de abajo me pude comprar un retapado de Dani Futuro, con portada en rojo. Venían cuatro o cinco cuadernillos en formato apaisado. Eran de un Carlos Giménez que no tenía nada que ver con el de Paracuellos, que ya conocía.

Todo era muy raro. Era como si se hubiese detenido el tiempo. No conocía a nadie. No sabía ni siquiera dónde iba a estudiar el curso siguiente. En ocasiones soñaba que regresaba a Madrid, pero aquél Madrid, terminé descubriendo, se había ido para siempre.



Esfinge

 




miércoles, 10 de mayo de 2023

El Penthouse

Aunque digan lo contrario, hubo una década en la que lo más buscado en los quioscos era el Penthouse, por delante de los cómics. Se agotaba. Era salir un número y el que no andaba atento a las fechas o entretenido en otras cuestiones se quedaba sin él. ¿Quién no recuerda aquellas agotadoras mañanas recorriendo la ciudad sufriendo constantes decepciones en cada stand de revistones porque algún desconsiderado se había llevado el último? En aquellos años no existían las webs repletas de mujerío liberticida, no había tanto gimnasio y hacerse con un número era el deporte más efectivo e inconsciente. Nunca tan poco papel originó tanta agonía.

- Es para dibujar -, se excusaban los pintamonas que estudiaban bellas Artes cuando lo llevaban calentito al piso de los compañeros, que rápidamente rodeaban al victorioso cazador y solicitaban turno para estudiar anatomía. Los gafudos se limpiaban las lentes antes, para no perder detalle.

- La verdad es que salen chicas muy monas -, comentaba la compi moderna y curiosona que también las repasaba en privado o con otra amiga. Y luego enseñaba lo que había dibujado a los cuatro calenturros de la pandilla.

En los cuarteles, el poster central empapelaba el interior de la taquilla. Algún que otro teniente ordenaba policía muy cabreado y requisaba los mejores para su archivo. Hasta la redada, las tetonas compartían espacio con las latas de atún, el chorizo del pueblo, los calzoncillos, los calcetines y el traje de bonito.

En ocasiones algún desaprensivo robaba la colección a su padre o su hermano mayor. En la primera, la víctima callaba muy jodido, por no levantar la liebre. En la segunda se liaba a guantazos con el precoz hasta recuperar lo suyo.

Ah, tiempos pecaminosos. Todos arderemos en el infierno, … quizás entre las llamas que levanten aquellas páginas.



domingo, 7 de mayo de 2023

El continente imaginario

De los muchos y repetitivos sueños que acostumbro a sufrir hay uno que no es ni el de que he de repetir el servicio militar ni aquel en el que se descubre que suspendí unas asignaturas de la carrera y el titulo no me vale, sino otro en el que tengo conocimiento de un misterioso continente de dimensiones colosales situado en el océano Pacífico, a la altura de las islas Hawái poco más o menos. Algo así como la Antitierra, (Antichton), de Pitágoras, pero sin salir de casa. Y del que nadie, absolutamente nadie, pese a los satélites espía y drones asesinos, tiene conocimiento salvo mi persona.

Es un sueño muy curioso porque del continente tengo una visión panorámica, a lo Google maps, como si lo viese desde el espacio, y reconozco inmediatamente, de un simple vistazo, su contorno. En este continente recortado por cabos, golfos, penínsulas e islas, modelan su superficie valles y mesetas, llanuras y cordilleras montañosas, ríos y lagos. Repartidos sobre su accidentado suelo existen varios países, poblados de razas atípicas, con lenguas y culturas muy diferentes a las nuestras. Sus habitantes apenas tienen contacto con nosotros porque tienen sus propios problemas, guerras y rivalidades, y sencillamente nos ignoran como nosotros a ellos. En ocasiones puedo bajar a alguna de esas naciones y buceo en su historia y su realidad social contemporánea. Me siento como Gulliver intentando comprender sus absurdas costumbres y creencias.

A veces, en mis razonamientos sobre lo que advierto allí, sospecho que algunas de estas áreas son lugares de promisión, espacios originarios olvidados en la memoria colectiva, lugares de refugio para la raza humana frente a la catástrofe cósmica que se avecina. Temo quedar allí atrapado, porque significaría volver a nacer, empezar de cero, sin la garantía de convertirme en el mismo personaje al que he terminado tomando cariño, que es lo malo que tienen las reencarnaciones. Por fortuna el despertador me rescata de tales periplos, temo que llegue el día que no pueda hacerlo.


Mihura al día

Es imperdonable que a estas alturas la progresía cultureta no haya rescatado del olvido y celebrado la obra y escritos de Miguel Mihura, por el acertado empleo del leguaje inclusivo, que precisa de fundamentos para asentarse sin objeción en la Academia de la Lengua y poder suspender sin miramientos a los alumnos y as universitarios y as que no lo manejen. Cuando leo y releo parte de su obra descubro en este artista el uso y abuso de tales novedades. Si describe una fiesta habla de invitados e invitadas o, en una fábula, del cigarro y la hormiga. Para muestra un recorte, fragmento de una pieza en la que explica el metro, allá por 1940 nada menos: 

“El metro es un mamífero desdentado que se cría en Antón Martín y allí se pasa todo el día escarbando en la arena como un toro. También se cría en Vallecas: pero a usted no le importa. Donde se crían, sin embargo, los Metros más bravos y más gordos es en Cuatro Caminos, en un agujero que hay allí, con un pobre y una pobra a la puerta tomando el fresco.”

Resumiendo, es preciso reivindicar a este pionero, por taurino que lo llamen.


martes, 2 de mayo de 2023

El Robosapien

Hará la friolera de 20 años. Poco más o menos, no voy a entrar en más detalles ahora, año arriba o abajo, porque lo que importa es la anécdota que quería contar, la que sigue. Por aquel entonces, para reyes, sacaron al mercado el Robosapien que era un robot con aspecto de astronauta, muy galáctico, pero andares de gorila o luchador de sumo, por la torpeza que demostraba cada vez que daba un paso, a modo de balanceo como si fuese pisando huevos. Se trataba de un muñeco de envergadura, de anchos hombros y pequeña cabeza, tipo jugador de rugby; de piernas cortas, pero fuertes, y enormes pies. Inexpresivo, como buen autómata teledirigido, y caracterizado con ojitos diminutos de color rojo tinto a lo HAL. Su carcasa combinaba el blanco y negro, y unos cables conectaban brazos y antebrazos. Entre otras gracias, sin previo aviso, soltaba ocasionales regüeldos electrónicos. El androide doméstico en cuestión se manejaba con un mando inalámbrico, de muchos botones, y podías hacerle ejecutar varias funciones, como coger un objeto con sus manos de pinza y traértelo. Giraba a un lado, lo hacía al otro, subía y bajaba los brazos, hacía amago de saltar. Si te aburrías podías ordenarle bailar. O hacerle caer, para que tuviese que levantarse, no le importaba y por difícil que pareciese siempre lo conseguía. Este era el juguete en cuestión del que pensaba hablar, el que por arte de magia echaron los reyes a mi hermano cuando ya pasaba la treintena, y que, evidentemente, no correspondía a ninguna de las listas de las cartas que mis sobrinas enviaron a los magos. En pocas palabras: toda una sorpresa.

El caso es que, después de hacer que el Robosapien obedeciese todas las órdenes prescritas y otras trampas que se le pusieron, no contento con ello, o con ganas de compartir la experiencia, tuvo la feliz ocurrencia, hablo de mi hermano, de llevarle el Robosapien a mi padre para que lo viese en acción. Total, que acudió a la casa familiar con su nuevo amigo y se lo mostró al progenitor común que tenemos, que no celebró precisamente la exhibición cuando tuvo oportunidad de verla y puso, después de la de perplejidad, esa expresión paciente pero llena de resentimiento que usa ante el desencanto.

- No le he dado dos guantazos por vergüenza – me confesó cuando me dio cuenta de lo acaecido días después.

Yo creo que el fallo estuvo en no dejarle el mando un rato.

Para concluir, y no alargar el cuento, el Robosapien, después de numerosas peripecias, terminó de adorno en una mesita del cuarto de invitados de casa de mis padres, donde acostumbro a echar la siesta cuando voy de visita. Este ha sido su digno exilio una vez que fue desahuciado del hogar donde lo depositaron los magos de oriente, pasadas las fiebres que produce la novedad.

He de confesar que más de una vez he querido ponerlo a bailar, pero no encuentro el mando. No sé si es que se ha perdido o mi padre lo guarda entre sus cosas por alguna razón inconfesable. Tampoco me atrevo a preguntarle a éste, por si saca a colación el color de los pelos de mis partes blandas.



El ciprés