De los muchos y repetitivos sueños que acostumbro a sufrir hay uno que no es ni el de que he de repetir el servicio militar ni aquel en el que se descubre que suspendí unas asignaturas de la carrera y el titulo no me vale, sino otro en el que tengo conocimiento de un misterioso continente de dimensiones colosales situado en el océano Pacífico, a la altura de las islas Hawái poco más o menos. Algo así como la Antitierra, (Antichton), de Pitágoras, pero sin salir de casa. Y del que nadie, absolutamente nadie, pese a los satélites espía y drones asesinos, tiene conocimiento salvo mi persona.
Es un sueño muy curioso porque del continente tengo una visión panorámica, a lo Google maps, como si lo viese desde el espacio, y reconozco inmediatamente, de un simple vistazo, su contorno. En este continente recortado por cabos, golfos, penínsulas e islas, modelan su superficie valles y mesetas, llanuras y cordilleras montañosas, ríos y lagos. Repartidos sobre su accidentado suelo existen varios países, poblados de razas atípicas, con lenguas y culturas muy diferentes a las nuestras. Sus habitantes apenas tienen contacto con nosotros porque tienen sus propios problemas, guerras y rivalidades, y sencillamente nos ignoran como nosotros a ellos. En ocasiones puedo bajar a alguna de esas naciones y buceo en su historia y su realidad social contemporánea. Me siento como Gulliver intentando comprender sus absurdas costumbres y creencias.
A veces, en mis razonamientos sobre lo que advierto allí, sospecho que algunas de estas áreas son lugares de promisión, espacios originarios olvidados en la memoria colectiva, lugares de refugio para la raza humana frente a la catástrofe cósmica que se avecina. Temo quedar allí atrapado, porque significaría volver a nacer, empezar de cero, sin la garantía de convertirme en el mismo personaje al que he terminado tomando cariño, que es lo malo que tienen las reencarnaciones. Por fortuna el despertador me rescata de tales periplos, temo que llegue el día que no pueda hacerlo.
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