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domingo, 14 de mayo de 2023

El migrante

El verano que aterricé en Córdoba fue largo y caluroso, al menos lo que restaba del mismo. Descubrí lo buenos que eran los helados de fresa que se consumían en la ciudad. Apenas hacía un mes que había formalizado mi matrícula en el Poetas de Madrid para cursar 2º de BUP y antes de que terminase agosto ya nos habíamos trasladado a la ciudad del Guadalquivir. No tuve tiempo de asimilar tantos cambios. Todo fue anunciado, pero repentino. Estaba muy lejos de casa y de los amigos.

Desde la terraza del piso alquilado en el que nos acomodamos, y en la que pasé horas y horas, veía desfilar a la gente por la calle, ajena a nuestro periplo. Todas las tardes la recorría un sujeto tocando la armónica.

En el bajo del bloque había una barbería que regentaban dos hermanos y en el interior de un pasaje de acceso un modesto establecimiento de prensa y chuches. No muy lejos descubrí un cine, que visité en ocasiones a diario.

De Madrid no traje muchas cosas: tres números de la revista 1984, que había empezado a coleccionar, los de La guerra de las Galaxias de Howard Chaykin, y los álbumes de Galáctica y Alien. Creo que poco más. El resto quedó en cajas que vinieron al cabo del tiempo como salidas de un naufragio. Por suerte, en el quiosco de abajo me pude comprar un retapado de Dani Futuro, con portada en rojo. Venían cuatro o cinco cuadernillos en formato apaisado. Eran de un Carlos Giménez que no tenía nada que ver con el de Paracuellos, que ya conocía.

Todo era muy raro. Era como si se hubiese detenido el tiempo. No conocía a nadie. No sabía ni siquiera dónde iba a estudiar el curso siguiente. En ocasiones soñaba que regresaba a Madrid, pero aquél Madrid, terminé descubriendo, se había ido para siempre.



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