Seguidores

lunes, 30 de septiembre de 2024

De cuando me cruzaba con el Carrillo

Hace veinte años yo me cruzaba habitualmente con don Santiago Carrillo por el paseo marítimo del Rincón de la Victoria. Iba el señor muy sonriente, sin enseñar los dientes, de la mano de una señora muy distinguida, como sólo saben serlo las ricas que son de izquierdas. Y a ambos les acompañaba un sujeto del que no guardo memoria por lo insulso o poco glamour que gastaba. Igual era un chofer, pinta de segurata no tenía. Yo empujaba mi carrito cargado de mellizos y lo observaba con atención, detalle que, supongo, me agradecía. En muchas ocasiones estuve por detenerme y decirle algo, presentarme, darme a conocer y hacerle una pregunta, por el eurocomunismo o Rumanía, e incluso decirle que en cierta ocasión le otorgué mi voto, esos romanticismos de juventud. Pero me contenía, porque nunca he sabido dirigirme a los famosos. Me surge el dilema de tratar con la persona o el personaje. Si me ocupo de la persona no sé de qué hablarle, puesto que no la conozco. Y si se trata del personaje no se me ocurre otra cosa que tratarlo como tal, aunque me importe un pimiento de quien se trate, más que nada para que no se sienta menos famoso, siempre he sido generoso con los soberbios.

Pues con el político, ni lo uno ni lo otro, era un encuentro que se producía a diario a una hora determinada, por coincidencia de horario, si más, y ahí quedó eso. Pasaron los años y dejamos de vernos. No es algo que me entristezca, sí el hecho de que ya no empujo el carrito de mis niños, que asomaban sus piececitos desnudos mientras yo imaginaba quimeras.



sábado, 28 de septiembre de 2024

Oro Nazi. Capítulo 7. El sospechoso.

 

Cuando bajó de la camioneta con el resto de los trabajadores, sudoroso, oliendo a humo de caña y repleto de arañazos, la camisa y el pantalón sucios, José apreció que la plaza estaba más concurrida de lo habitual y los vecinos allí reunidos lo escudriñaban con cierta expectación. Descubrir entre los curiosos a su propio hijo, esperándole, le puso sobre aviso. Barruntó para sus adentros que algo malo había sucedido en su ausencia.

- ¿Qué pasa? ¿Qué haces tú aquí? – interrogó a Pablo cuando lo tuvo a su vera, sin aspavientos ni alzando la voz.

- Papa, se ha muerto el señor Helmut – soltó el crío.

- ¿Cómo? - preguntó incrédulo, intentando conservar la calma.

- El sargento quiere que te pases por el cuartelillo.

- ¿Y tu madre y tu hermana?

- Están bien.

Recibido el aviso, José quiso aclarar cuanto antes su papel en aquella historia. Ambos se dirigieron sin tardanza a tratar el asunto con la autoridad, seguidos por todos los ojos de cuantos le vieron bajar del vehículo.

Bartolo, el guardia que había en la puerta del cuartel le franqueó el paso y condujo a padre e hijo hasta el despacho. Antonio le aguardaba. 

- Dile al chico que espere fuera – ordenó el sargento al verlos entrar.

Quedaron solos.

- Toma asiento. ¿Lo sabes ya?

- Me lo acaba de decir el crío.

Antonio El Catalán sacó unos cigarrillos de una caja y ofreció uno a José, que lo aceptó. Con un mechero de yesca encendió ambos. Le dio un par de chupadas largas y profundas al suyo, hasta que notó los pulmones llenos, después expulsó el humo lentamente y lo estudió en su ascenso al techo de la habitación.

Los dos hombres disfrutaron unos instantes de la etérea atmósfera del tabaco encendido. 

Una vez que Antonio reunió las ideas necesarias pasó a hacer las preguntas pertinentes.

- ¿Qué sabías de ese Helmut?

- Nada – respondió José de inmediato -. Era un hombre muy discreto. Apenas abría la boca. No salía de su cuarto más que a pasear antes de dormir y no se relacionaba con el resto de los huéspedes.

- Ya. Era alemán, ¿sabes? Estuvo aquí en España durante la guerra.

- No tenía ni idea – respondió José sumiso, mirando al infinito.

- ¿No recuerdas nada en especial? Algo que te llamase la atención. 

- Nada.

- ¿Era un tipo tan formal como asegura tu mujer?

- Pues… No tengo queja.

- Un buen negocio entonces, ¿no? – comentó con cierta malicia el sargento.

José quedó algo confundido, sin alcanzar a discernir con claridad el objeto del comentario. Dio una calada al cigarro y optó por añadir una puntualización.

- Tampoco es eso… Lo único que puedo decir en su contra es que nos debía el último mes. Pero prometió pagarme en breve. Me aseguró estar esperando un dinero de un negocio – respondió, arrepentido en parte de la confesión, por no saber si traería algo bueno o malo como consecuencia. Notó que se le humedecían las manos.

Quedaron en silencio tras la declaración, mirándose cara a cara a través del humo. El sargento ni se inmutó tras lo oído. Estampó lo que le quedaba del pitillo contra el cenicero como si pusiese un sello y dio por terminada la entrevista.

- Bueno. No quiero preocuparte, pero esto traerá cola. Ya he dado parte a Granada y vendrán los de La Político-social haciendo preguntas. Ahora están muy pendientes de toda esa gente que se refugió aquí, quieren cortar flecos, por los americanos y todo eso de la ONU. En fin – cortó, temiendo haber sido demasiado explícito. No podía permitirse ciertas debilidades, se decía a sí mismo -. Vete a casa, tu mujer estaba muy asustada.

José se reunió con su hijo en la calle y juntos se alejaron de la puerta del cuartel. Antonio, mientras aquellos se apartaban, asomó a la puerta y se acercó a Bartolo murmurando:

- Esto va a traer cola.

Los civiles quedaron en silencio observando cómo ambos tomaban el camino de la rambla y se alejaban. Sobrecogía verlos tan vulnerables y desamparados.

- A todo esto, ¿cómo está la mujer de Manu?

- Está con dolores, pero dice la comadrona que es pronto -. Respondió Bartolo.

Padre e hijo caminaron sin despegar los labios, conscientes de que eran el centro de atención. Los vecinos ya hacían cábalas por la suerte del Rosario. No se hablaron hasta verse en lo alto de la cuesta, más allá de las últimas casas.

- ¿Cómo quedó mama?

- Estaba preocupada, pero ya se le pasó.

- ¿Y vosotros?

- Bien. Papa, ¿era el señor Helmut un hombre importante?

- No lo sé – respondió y se detuvo en seco. Tomó a su hijo en brazos y le aleccionó –. Nosotros no sabemos nada de míster Helmut, ¿entiendes? Te pregunten lo que te pregunten tú di siempre que no sabías nada.

El pequeño asintió, percibía la ansiedad en el tono de las palabras de su padre.

Al llegar a la casa, Rosa salió a recibirle. Se fundieron en un abrazo.

- ¿Qué te han hecho?

- Nada. Sólo me han preguntado qué sabía de él. Ya les he dicho que era un hombre muy discreto y que apenas salía. No creo que nos den más problemas.

José calló, no quiso comentarle nada acerca de la posible visita de La Social. Confiaba en que todo aquel cúmulo de contrariedades pasase pronto y se quedase en un mal recuerdo. No por ello obvió el detalle de prepararse para lo que pudiese acontecer. Con la mente empezó a recitar su letanía, sin olvidar puntos y comas, que repetía periódicamente para sacar el pescuezo si las cosas se torcían.

Al día siguiente de los acontecimientos descritos, los miembros de la pequeña familia retornaron a sus obligaciones habituales del resto del año. La casa había quedado al fin sin huéspedes y ya había que buscarse la vida con otra actividad. Se hacía necesario reubicarse también.

José se levantó temprano y bajó al pueblo en busca de faena, en lo que fuese, y los niños se refugiaron en el corral a jugar, aprovechando los pocos días que quedaban antes de reincorporarse a la escuela. Rosa se dedicó a limpiar la casa y a preparar las habitaciones para volver a hacer vida familiar en ellas. Cuando más atareada estaba, oyó golpear con energía la aldaba de la puerta que daba a la calle. Salió a abrir y comprobó estupefacta que no había nadie.

Miró a izquierda y derecha, a lo lejos. Nada, no se veía un alma por los alrededores. Se quedó algo extrañada, juzgó que había sido una jugarreta de su imaginación y decidió volver a sus quehaceres.

No obstante, intuyó que algo no andaba bien. Se asomó al corral a comprobar cómo se entretenían los niños. Descubrió que estaban distraídos con sus juegos, como sospechaba.

En el corral tenía faena. Repasó los comederos de los animales y baldeó el patio. Se entretuvo con las plantas que crecían allí. Observó los muros y las paredes, determinó que necesitaban una mano de cal.

Después de valorar las necesidades de la fachada, estimó que era oportuno retomar las tareas con las que inició el día, se hizo con un cubo lleno de agua y regresó al interior de la casa.

Barrió y pasó la fregona por las dos plantas, atenta a la novela de una emisora de radio que acostumbraba a oír. El serial se recreaba en las desdichas que sufría la protagonista, una joven huérfana, y su desafortunada existencia no vaticinaba señales de cambio en un futuro inmediato. Ahora acababa de descubrir que el torero al que amaba carecía de miembro viril, por haberlo perdido en una corrida. El descubrimiento lo hacía mientras él dormía, y la sorpresa la obligaba a salir huyendo del dormitorio donde estaban. Un piano aporreado daba más dramatismo a la escena, antes de dar paso a la alegre música de los comerciales.

Rosa no se perdía un episodio. Que cada día resultaba más imposible, pero siempre edificante.

Después de adecentar los dos pisos y dejarlos de limpios como a ella le gustaba, se armó de valor y subió a la cámara, con la intención de hacer lo mismo. Al entrar en ella se llevó una gran sorpresa. La habitación estaba revuelta. La cama había sido movida de sitio. El colchón destrozado, lo habían desarmado por completo, y enseñaba sus vísceras de lana, trapos y muelles. Miró en derredor y comprobó horrorizada que también se habían empleado a fondo con el mobiliario. Las puertas y cajones abiertos, algunos por el suelo. 

Alguien había hecho todo eso, quizás buscase algo, pero allí no había nada que encontrar. 

Rosa quiso salir de inmediato y pedir ayuda, pero unas manos poderosas la retuvieron. Sintió con angustia que le inmovilizaban un brazo. Antes de que pudiese hablar le habían tapado la boca. A su espalda escuchó una voz quebrada, de acento áspero.

- Chist. No grites y no te pasará nada.

La mujer quedó paralizada por el miedo. No hizo amago alguno de defenderse. Tal vez su sumisión le salvó la vida o el hecho de que el agresor tenía otros intereses.

- Si respondes pronto no le pasará nada a tus hijos.

Ella asintió.

El que la sujetaba cesó en la presión que ejercía sobre su boca y se la dejó libre para que contestase.

- ¿Dónde está el maletín?

- ¿Qué?… ¿Qué maletín? – balbuceó.

- No te hagas la tonta – le respondió la voz mientras le retorcía el brazo -. El maletín de Helmut.

- La Guardia Civil… Se llevaron la maleta, se lo llevaron todo.

- A mí no me engañas. Sé que había un maletín. Quiero que lo encuentres. Cuando aparezca lo vas a llevar a las chumberas del cerro y allí lo vas a dejar. ¿Ha quedado claro? Te estaré vigilando. No intentes engañarme. No lo intentes o mataré a tus hijos – sentenció.

Rosa sintió que desfallecía. En ese momento cesó la presión y el extraño la soltó. Cayó estrepitosamente de rodillas, sin tener oportunidad de reconocer a su asaltante. La rapidez del desenlace no le dio más oportunidad que ver fugazmente los zapatos negros de éste al marcharse. Impotente, se puso a llorar como una Magdalena, bañando el suelo con sus lágrimas y cubriéndolo con su cabello.

Cuando recobró la cordura y tuvo el valor suficiente salió del cuarto a gatas, se agarró a la baranda con fuerza para incorporarse y bajó confusa y entumecida la escalera, con riesgo de caer y rodar sobre los escalones. Salió al corral tambaleándose y se puso a llamar como loca a sus hijos, con los ojos humedecidos y una agitación desacompasada en el corazón. Cuando aparecieron, ignorantes al drama y temerosos por alguna regañina inesperada, se fundió con ellos en un fuerte abrazo. Los pequeños no supieron interpretar con exactitud el suceso.

- ¿Qué pasa, mama? ¿Por qué lloras?

- ¿Dónde estabais? ¿Dónde estabais? – les reprochó.

Unidos a una, soportaron juntos el pánico de la madre en silencio.

Tras el desasosiego la mujer se serenó, no precisamente de inmediato sino muy despacio, y les ordenó entrar con ella en la casa y que no se apartasen un momento de su lado. Cerró puertas y ventanas, se sentaron todos juntos en un sofá formando una piña y aguardaron pacientes el regreso del padre.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 6. El cadáver.



 

La pequeña Lucía dio la noticia al día siguiente.

- Mama, el señor Helmut está tumbado en el suelo y no se levanta.

Rosa tuvo una extraña intuición y temió lo peor. Subió a la cámara y al descubrir el cadáver de Helmut no pudo sino llevarse una mano a la boca y sofocar un gemido de pavor.

- ¡Dios mío, qué desgracia! -acertó a exclamar tras la impresión.

Se arrodilló al lado del difunto e intentó moverlo, pero el cuerpo estaba helado y rígido.

- ¿Qué le pasa, mama?

- Nada. Está muerto.

- ¿Cómo el abuelo?

- Sí. 

- ¿Por qué no lloras?

Rosa no sabía qué hacer. Estaba confusa. Nunca se había visto en una situación semejante y menos en una en la que el protagonista fuese un extraño. Se puso en pie y tomó una resolución. Empezó a revisar las pertenencias del huésped como un autómata, que no halló donde esperaba. Todo estaba recogido.  

- ¿Qué haces? - Interrogó la niña.

- Nada. Quiero que bajes y le digas a tu hermano que corra a buscar a tu padre.

- ¿Por qué no puedo ir yo?

- Porque tú me vas a ayudar a otra cosa. Vamos, date prisa.

Cuando la mujer se quedó a solas puso toda su atención en lo que había sobre la cama. Tomó la maleta y la abrió de par en par como un libro presto para la lectura. Comenzó a registrarla a conciencia.

Quedó decepcionada. No encontró lo que buscaba. Se puso a mirar de un lado a otro de la habitación. Nada le transmitía pista alguna.

Después, armándose de valor, volvió a acercarse al cuerpo de Helmut. Metió las manos en los bolsillos de la ropa de éste. De uno de los del pantalón extrajo una cartera. Allí estaba lo que andaba buscando.

- Lo siento mucho, míster Helmut – dijo entre dientes, como si el difunto pudiera oírla -. Sólo cogeré lo que me pertenece. No soy una ladrona.

En ese momento entró Pablo seguido de su hermana.

- ¿Qué pasa mama?

- ¿Qué haces aquí? ¿Pero no te he dicho que le digas que vaya por tu padre? – preguntó a la hija, que se encogió de hombros.

- ¿Está muerto, mama?

- Vámonos los tres inmediatamente.

- ¿Dónde vamos?

- Vamos a buscar a tu padre.

- ¿Al ingenio?

Entonces ella cayó en la cuenta de que era el día en que su marido salía a trabajar fuera del pueblo. Pero ya no dudó. Arregló como pudo a los chiquillos, quitándoles los churretes de la cara con un pañuelo ensalivado; y cogiendo a cada uno de la mano salió de la casa en dirección al pueblo.

Tomaron el camino a toda prisa, a riesgo de ser atropellados por un vehículo pues a esa hora el tráfico era intenso.

- ¿Dónde vas Rosa? – le preguntó una vecina al verla tan temprano y tirando de los hijos.

Pero ella no se paró a contestar. Se dirigió sin pestañear a la iglesia. Entró y no soltó a los niños más que para persignarse con agua bendita.

El interior apenas estaba iluminado y hacía fresquito.

El párroco estaba en mangas de camisa, subido a una escalerilla, limpiando con una escoba el polvo acumulado en una columna salomónica de un altar lateral. Era un individuo regordete, pero fuerte, algo calvo, con una cara porcina oculta tras unas gruesas gafas de pasta.

A su lado, armado de plumero, un chiquillo, que a diario ayudaba de monaguillo y a lo que se terciase, remataba la tarea del cura con buen tino. 

Completaba el cuadro una mujer pequeña y seca, era la madre del último, que manipulaba un frasco lleno de agua sucia y flores mustias.

El cura, que sintió el ruido y buscó el origen, identificó de inmediato a la invasora.

- Ahora no confieso. Vuelve más tarde – le respondió muy seco, interpretando otra cosa.

- Don Buenaventura, tengo un problema – quiso aclarar ella.

- Ya te he dicho que no es el momento. Vete.

- Don Buenaventura, se ha muerto un hombre en mi casa – aclaró de sopetón.

La anciana, por la sorpresa, dejó caer al suelo uno de los recipientes que sostenía. Éste se estrelló y deshizo en miles de brillantes pedazos que se repartieron veloces por el suelo del templo.

- ¿Qué dices? – peguntó el párroco, impresionado por ambos sucesos.

- Uno de los huéspedes.

- ¿Uno de esos herejes?  ¡Madre de Dios! Derechito al Infierno sin poder confesar. Deja que me vista y vamos de inmediato. Pablo, me vas a ayudar. Venga. Coge los óleos y un cirio.

Poco tardaron en verse en la calle, despertando la pintoresca comitiva, ahora reforzada, la atención de los vecinos. La nueva corrió veloz de boca en boca, los lugareños formaban corros y se revolucionaban. El sargento de la Guardia Civil, que en ese instante repasaba la prensa detrás de una taza de café, se asomó por una de las ventanas del cuartelillo al oír el jaleo.

- ¿Qué pasa, Bartolo? – preguntó desde allí al guardia de la garita que vigilaba la puerta de acceso.

- A sus órdenes, mi sargento. Un muerto. En la casa de la Rosa.

- Vaya. ¿No será su marido?

El guardia se encogió de hombros.

- Dile a Manu que deje lo que esté haciendo y vamos a echar un vistazo.

- ¡Sus órdenes!

- Mejor – corrigió, mientras se pasaba una mano por el mentón -. Adelántate con él. Luego nos vemos allí.

- ¿Qué pasa? – preguntó la mujer del sargento, que estaba en un cuarto contiguo, atenta a lo que acontecía en el municipio y las órdenes de aquel a su subordinado, que no era otro que su hermano.

- La Rosa. Alguien ha muerto en su casa.

- Será cosa del Rosario - sentenció.

- No digas tonterías. ¿Tú qué sabes?

- No estoy sorda. En esta casa se entera una de muchas cosas.

- Pues a ver si no escuchas tanto y te metes en la cocina a oír hervir los pucheros.

La otra se fue rezongando, pero no tardó en tomar una bolsa de compra y buscar una excusa para salir a la calle, ávida de noticias.

El sargento era conocido en el pueblo por el apodo de El Catalán, porque circulaba el rumor de que había hecho la guerra en Barcelona, cosa que nadie se había encargado de desmentir. Llevaba años desempeñando su función en la localidad, muy lejos de su tierra, si es que era de allí. La mujer, Bernarda, era de Motril. De una familia de carabineros, como su hermano.

El sargento, ajeno a la fuga de la parienta, se acicaló y vistió como correspondía a su cargo, la ocasión lo exigía. Con mucha parsimonia se puso en la calle e inició el paseo, enfundado en su uniforme, con el tricornio calado hasta las cejas, y con la calma que le daba la seguridad del respeto a la autoridad que representaba. Para cuando llegó a la propiedad de Rosa ya había en la puerta un montón de curiosos y se abrió paso con alguna dificultad.

- ¿Qué novedades hay? – preguntó a su subordinado, que impedía, con poco resultado, la intención de participar en la visita a los ajenos al óbito.

- Es el alemán, mi sargento. Parece que le dio un jamacuco y se quedó en el sitio. Ahí anda el cura rezándole un responso. Pero creo que era protestante.

- Vaya. Esto nos va a dar trabajito unos días. Que toda esta gente se vaya a su casa.

- Ea, señores, todo el mundo fuera – anunció el guardia esgrimiendo el fusil.

- ¿Qué tienes ahí? – preguntó Antonio al subordinado, advirtiendo un bulto que llevaba en bandolera.

- Nada, un melón.

El sargento se lo arrebató de la bolsa.

- ¿De dónde lo has sacado?

- Mi sargento…

- ¡Ni sargento ni ostias! ¡Que no quiero que aceptéis nada de la gente del pueblo! ¿Cómo tengo que decirlo? – y arrojó a un lado la fruta, que crujió al chocar con el suelo.

El acto incomodó a Bartolo, que se mordió la lengua, y sirvió de aviso a los que allí habían acudido para que se fuesen por donde habían venido.

Antonio entró en la vivienda y se encontró a los niños en el zaguán, sentados en una misma silla, abrazados y con cara de asustados.

- ¿Y vuestra madre?

- Está con el señor cura, arriba – respondió el niño.

- ¿Y vuestro padre?

- Hoy está en lo de las cañas, como todas las semanas.

- Está la cosa para azúcar – murmuró el representante de la ley -. Cuando regrese le decís que se pase por el cuartelillo.

Los niños asintieron al unísono, perfectamente coordinados en el vaivén del cuello.

Antonio subió al cuarto y encontró allí también al boticario, con cara de circunspecto.

- Buenas días. Rosa, padre, don Simón.

- Antonio, ¿qué tal? Un infarto. Debió de darle anoche al ir a acostarse – dijo el licenciado, sin que le preguntasen.

- Vaya – respondió el sargento mientras lanzaba una fugaz ojeada al difunto, para de inmediato estudiar con detenimiento el escenario -. No debía ser un hombre muy ordenado.

- No he tenido tiempo de hacer el cuarto, ha sido una sorpresa muy grande - se excusó Rosa, sintiéndose aludida.

- No, mujer, no lo digo con segundas. Has actuado bien. Mejor no tocar nada.

- Aquí no hay mucho misterio, Antonio – reiteró el boticario con seriedad.

- A este hombre hay que enterrarlo – dijo el cura con cierta preocupación -, pero fuera del cementerio.

- ¿Por qué? – preguntó Antonio.

- Seguro que era protestante, nunca pisó la iglesia – respondió vehemente el religioso.

- Bueno, de momento tendremos que llevarlo allí, por si alguien lo reclama. Y hay que dar parte al forense y al juez. ¿Tú sabes algo más de este hombre? – preguntó a Rosa –. Si tenía familia o amigos, para avisarles.

- La verdad es que no. No hablaba mucho. Pero era educado y muy puntual pagando.

- Nos lo ha pagado todo – dijo la pequeña Lucía, que había vuelto a entrar en la habitación sin que nadie se diese cuenta.

- ¡Vete ahora mismo con tu hermano! ¿No te he dicho que no te levantes de la silla? – le gritó Rosa fuera de sí.

- No te sulfures mujer, son cosas de niños. Venga, baja y deja a los mayores – ordenó el sargento. La pequeña hizo un puchero y obedeció.

- Bueno. Esto es lo que vamos a hacer. Retirar el cuerpo y recoger sus cosas. La maleta y la documentación me la llevaré al cuartelillo. ¿Tenía alguna cosa más?

- Creo que no. No recuerdo que trajese otro equipaje. Aquí en el cuarto no hay muchos sitios donde guardar cosas – señaló Rosa, manifestando lo que estaba a la vista de todos, la sobriedad de la estancia y el escaso mobiliario.

- Bueno. Si aparece algo más, avísanos.



El sueño en el que leí Mahoma

Para los antiguos era lo del sueño el modo de entrar en contacto directamente con la divinidad. Si uno tenía una dolencia, por ejemplo, acudía al santuario de Asclepio en Epidauro y la curación se manifestaba a través de un sueño, en donde el dios daba tal o cual receta u, sencillamente, obraba el milagro. Este modo de operar lo recogieron los cristianos, que se apropiaban de lo que más útil resultaba de los paganos, y de este modo en Alejandría, por ejemplo, los mártires Ciro y Juan repartían remedios a distancia después de un descanso reparador que tomaba el enfermo. Otras veces los sueños tenían un carácter profético y avisaban de sucesos inevitables. Anoche estuve soñando con un enigma de difícil solución y me vi uniendo caracteres hasta conseguir un nombre, que no era otro que el de Mahoma. Bien es cierto que ando ahora envuelto en una investigación sobre el asunto de los mensajes divinos vía onírica, onirología lo llaman, y reparo en aquellos de los que queda testimonio en las fuentes. Y así he topado con el de Heraclio, al que vaticinaron la conquista de Jerusalén vía onírica, ya digo. Por supuesto que no voy perder el sueño por tan sugerente vaticinio. Pero en ocasiones mola sentirse sacerdotisa de Delfos e interpretar el oráculo. Puedo facilitaros mi número de cuenta corriente por si tenéis interés en conocer lo que os depara el futuro.


sábado, 21 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 5. La visita.



 

Un par de días después del que queda dicho, Helmut salió a hacer su habitual recorrido. La noche se dejaba iluminar a puntos por multitud de estrellas, que parecían querer mirarse en el espejo del mar. El relente refrescaba, subía desde la costa y el paseante sintió un breve escalofrío en el cogote. Reinaba una atmósfera arrulladora producida por miles de chirridos de grillos cebolleros a los que se insensibilizaba el oído. En ese contradictorio ruidoso silencio no tardó en advertir que alguien le seguía. Los años habían hecho de Helmut un hombre sensible a cualquier señal que significase peligro. Unos cautelosos pasos a su espalda hacían crujir la grava de la cuneta. Helmut disimuló a sabiendas de que le pisaban los talones, actuó como si nada. Impertérrito, no varió su zancada, pero puso el resto de sus sentidos en hallar una vía de escape.  En un recodo de la carretera aprovechó para apartarse de la cuneta y se escondió tras un grueso alcornoque desnudo de corcho. Parapetado, contuvo la respiración y aguardó al misterioso rastreador. No tardó en surgir de la oscuridad una figura alargada que se delineó sobre el horizonte del mar.

El sujeto que avanzaba se detuvo perplejo, al hacerse consciente de que había perdido a su presa. Giró sobre sus talones y miró de un lado a otro, permitiendo a Helmut observarlo y estudiar su envergadura y movimientos. Poco tardó en percatarse de que la sombra expresaba unos gestos y modos en sus improvisados actos que le resultaban familiares. Puso más atención en los pequeños detalles que pudieran delatar al confundido. Cuando se cercioró de que era la persona que sospechaba lo llamó por su nombre.

- Klaus, Klaus – repitió casi en un susurro.

El otro se detuvo, inmovilizado por el sonsonete de su nombre. Miró a un lado y otro desconcertado, incapaz de averiguar el lugar del que procedía la voz. Una oportuna furgoneta pasó por la carretera e iluminó un segundo a Helmut, el tiempo suficiente para que Klaus pudiera reconocer al emisor, que le hacía un gesto de aproximación con una mano. Cesó el relámpago producido por el faro y se dirigió hacia donde había visto al que le pareció espectro. Ambos se refugiaron al abrigo del mismo árbol.

- Helmut. Por fin. Me ha costado mucho encontrarte.

- Hay que ser prudentes - cortó el otro en seco.

- Y discretos. Y tú no lo has sido – le reprendió.

- ¿Lo dices por los guardias? No son ningún problema. Reciben órdenes de arriba. No tuve más que contarles una historia y mencionar algunos nombres. No han vuelto a molestarme en todo este tiempo.

- Pero dieron parte a sus superiores de tu presencia aquí. Ese sargento es muy puntilloso, no parece español. Hay que andarse con mucho ojo. La situación ya no es la misma. Franco se ha vendido a los norteamericanos. Los judíos nos pisan los talones.

- Bah. No exageres. ¿Está todo preparado?

Klaus calló un instante, como si buscase las palabras adecuadas para responder.

- Hay…, ¿cómo explicarlo? … Un cambio de planes. Sí, eso es.

- ¿Qué quieres decir? – exclamó contrariado Helmut.

Un motocarro interrumpió su diálogo, subía la cuesta con lentitud, petardeando. La luz del vehículo blanqueó sus semblantes, el ojo de cristal de Klaus brilló al reflejo, se había movido y resultaba chocante.

Quedaron cegados y esperaron pacientes a que el vehículo se perdiese en la lejanía tras su foco oscilante para retomar la discusión.

- El partido ha decidido invertir el oro en la causa – anunció el tuerto sin más rodeo.

- ¿Qué tontería estas diciendo? – protestó con incredulidad Helmut -. Estaba claro desde el principio que lo repartiríamos a partes iguales entre los que salimos de allí.

- Eso fue antes. Las cosas han cambiado, ¿sabes? Algunos han recapacitado, han decidió retornar a la política, pero sin precipitarse. La actual situación nos beneficia, los rusos miran con recelo y hostilidad a los americanos, que necesitan aliados. Hemos de convencerles de nuestro indiscutible anticomunismo, como ha hecho Franco. Ese dinero puede facilitar mucho las cosas.

- Imbéciles. La guerra ha terminado. Perdimos. Es hora de rehacer nuestras vidas – reclamó el otro consciente de lo inútil de su parecer.

- Es la decisión que hemos tomado – sentenció con gravedad el tuerto.

- A mí no me habéis preguntado - respondió Helmut desafiante.

- Tienes que obedecer – susurró Klaus, como si hablase consigo mismo.

Advirtieron que alguien bajaba hacia el pueblo, por los andares parecía un borracho. Canturreaba y chasqueaba los dedos a un ritmo alegre. Callaron hasta que rebasó la cuneta. Ni reparó en la presencia de los foráneos.

Helmut estaba acalorado. Retomó sus objeciones a las prescripciones del otro.

- Nunca, ¿me oyes? Jamás. Díselo al resto. O hacemos las cosas como decidimos o me llevaré el secreto a la tumba - amenazó.

- ¿Qué dices? Estás loco. Si no obedeces enviarán más gente a buscarte. No podré hacer nada por ti. Recapacita.

- Aparta – dijo, y con un veloz movimiento apoyó el frío cañón de una luger sobre la sien del tuerto -. No te hagas el fuerte conmigo o perderás algo más que otro ojo. Lárgate de aquí. No quiero volver a verte.

- Has firmado tu sentencia de muerte – le respondió el intimidado, mientras se retiraba trastabillando, temeroso de la reacción inesperada del agresor.

Los dos hombres se separaron, engullidos por la noche y el chillido de los grillos, ahora insoportable. Klaus, gobernado por la decepción y el resentimiento, tomó el camino al pueblo. Helmut aligeró sus pasos hacia la casa. Entró en silencio y subió con mucha cautela las escaleras hasta su cuarto, pero de un tirón. Llego asfixiado al rellano por el esfuerzo. No se detuvo a recuperar el resuello. Entró y cerró la puerta. No dio la luz. A tientas registró los lugares donde tenía sus pertenecías. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la severa oscuridad del interior. Tomó su maleta, la depositó sobre la cama y la abrió. Después, se dirigió a la pared que ocupaba un mueble. Vació precipitadamente los pocos cajones y estantes de los que disponía este, y puso su ropa y demás enseres en el interior de aquélla. La operación apenas le ocupó unos segundos. Una vez que admitió tenerla preparada la cerró.

Inmediatamente se puso a cuatro patas. Buscaba el pequeño maletín oscuro que trajo. Estaba colocado de pie y pegado a la pared que hacía esquina, justo bajo el cabecero de la cama, tras la escupidera, un lugar de difícil acceso para un tipo de su envergadura. No quiso hacer ningún ruido moviendo el armazón del lecho para conseguirlo. Lo extrajo de aquel espacio con cierta incomodidad, reptando como un gusano y con miedo a quedar atrapado. Hubo un momento en el que la situación le resultó de una comicidad inaguantable. El orinal, a un roce, hizo bailar su contenido con peligro de volcarlo sobre el piso.

Conseguido su objetivo, recuperó la compostura y se sentó a descansar un momento en el catre, que crujió.

Con el maletín entre ambas manos pasó revista mentalmente a la habitación. Se fijó en la pequeña ventana, que destacaba por permitir la tímida invasión de cierta claridad evanescente. Se acercó hasta ella y la abrió. Asomó la cabeza para observar el tejado. Notó en las orejas el bocado de humedad que ascendía desde la costa. Con la mano tanteó las tejas superiores, buscó una rendija, una grieta. Quedó decepcionado por su inútil esfuerzo.

Miró el horizonte, el mar estaba en calma.

Volvió a poner su atención en el interior de la cámara que le servía de cuarto, buscando un lugar apropiado para esconder algo. Se puso de puntillas, se arrodilló, revolvió, pero nada le resultó satisfactorio para su propósito. Empezó así a dar vueltas con el maletín en la mano sin encontrar lo que ansiaba, realizando una extraña danza repetitiva, sin aparente trascendencia, que no lo conducía a parte alguna. 

Se sintió mareado. Le faltaba el aire. Advirtió que los brazos no le obedecían. Experimentó un repentino y fuerte dolor en el pecho, se le doblaron las piernas y se derrumbó sin terminar de comprender qué le estaba sucediendo exactamente. Creyó hundirse en un remolino que lo arrastraba a lo desconocido. Después se fue todo.

viernes, 20 de septiembre de 2024

Rafa Pedrosa, Ayax y Prok

La vida te da sorpresas y además te demuestra que el mundo es un pañuelo. A última hora, hoy viernes, me encontraba en clase con tres discípulos, porque el resto se había ausentado con alguna que otra excusa más o menos creíble. Yo meditaba sobre la situación internacional y ellos se entretenían con sus cosas. En estas que uno de ellos me pregunta que si me gusta el rap, y que si quiero escuchar una canción de su grupo favorito, a ver si pillo el significado de la letra. Armado de la paciencia que me caracteriza y me permite sobrevivir en la jungla de la enseñanza, claudico y me someto al suplicio. Apenas pillo el discurso, porque el sonido es muy malo, pero cazo al vuelo alguna frase que ya he leído antes en Nietzsche. Me pide el alumno la opinión y le digo que me ha parecido un tema muy existencialista, que el autor expresa su sentimiento respecto al drama que significa la vida y la muerte. Me comenta el interesado que esa canción la cantaron hace poco los raperos, que son dúo y hermanos gemelos, en un concierto organizado en  Jaén, en memoria de su padre fallecido recientemente. Movido por la curiosidad indago en internet para ponerles cara y al ver sus fotos advierto lo mucho que me suenan las de ambos. Se parecen a la de alguien que conozco. Me dice el cicerone que son del Albaicín de Granada. A la memoria me viene un amigo lejano de Córdoba que se fue a vivir al Albaicín y tuvo unos gemelos. Busco en la Wikipedia a Ayax y Prok, que son los dos raperos, y descubro que se apellidan Pedrosa Hidalgo. Caigo en la cuenta y ato cabos. Son ellos, los hijos de Rafa Pedrosa, el Jordi, un compañero de colegio y pandilla al que no veía desde hacía más de treinta años. 

Rafa era un rebelde sin causa, pero con muchas inquietudes. Con motivo de las I jornadas del Cómic de Córdoba tuve la suerte de ganar un premio, que no fui a recoger porque no me lo esperaba. El amigo Rafa, que estaba presente en la entrega, oyó la noticia y se fue hasta mi casa para decírmelo. Entonces no existían los móviles ni el teléfono fijo lo instalaban de un día para otro. Caminó desde las inmediaciones del teatro al aire libre, junto a la ribera, hasta el arranque de El Brillante. Llegó siendo noche cerrada, perdiéndose el concierto que hubo tras la ceremonia. Recibí la noticia con cierta incredulidad, pero especialmente sorprendido por tal deferencia.

Dos sentimientos opuestos me confunden: reconocer a sus retoños y descubrir su fallecimiento.

jueves, 19 de septiembre de 2024

El busca de la alianza

Lo de de los buscas y walkietalkies es terrorismo de manual, pero seguro que le dan otra interpretación y un justificante. No hace mucho tiempo, los piratas informáticos pusieron en jaque la ciberseguridad internacional atacando desde el primario sistema operativo de las neveras y otros electrodomésticos modernos conectados a internet. Que el móvil es un chivato ya lo sabemos, pero empieza a parecerse al juramentado que espera una señal para mandarnos al otro mundo. Dicen de retirar las tablets y móviles de los colegios, por otros motivos, pero una vez que se ha probado con éxito la efectividad de las nuevas armas, conviene hacerlo por seguridad, nunca se sabe. Todos estamos expuestos a la llamada del juicio final, no sólo a la de la comercializadora del gas a la hora de la siesta. El pueblo elegido actualiza su sistema, o el arca de la alianza, que quemaba a distancia.


Oro nazi. Capítulo 4. El ojo de cristal.




A Pablo lo envió Rosa por hielo, una mañana. Y el muchacho corrió hasta la tasca del Dimas que era donde lo servían, cualquier excusa era buena para salir de la casa y callejear por el pueblo.

En la puerta del establecimiento había una cortina de tiras de colores de plástico que impedían el paso a las moscas y semejantes sin mucho éxito. El interior olía a vinazo espeso y reinaba la penumbra. El suelo estaba sembrado de colillas y la atmósfera era humo. Bajo una mesa un gato lamía con regodeo sus partes más íntimas.

Pablo entró sin reparar en los parroquianos, los reunidos le resultaban indiferentes por ser muchas las ocasiones en las que se había visto desempeñando la diligencia que allí le traía. Se fue derecho al mostrador y comenzó a golpear con una moneda la encimera de mármol. El dueño del negocio atendía el televisor, con un trapo sobre el hombro y un palillo entre los dientes. Al ímpetu del exigente, Dimas se volvió y le lanzó una mirada de Herodes. Captada su atención, el niño pidió sin rodeo media barra de hielo.

En la pantalla del receptor, que descansaba sobre una elevada balda, cubierto con una bandera del Recreativo de Granada, un Franco en blanco y negro, muy sonriente, inauguraba un pantano. La voz de Matías Prats competía con la barahúnda del local. 

Las aspas de un ventilador de pie, situado en una esquina, giraban monótonas y perezosa sobre su eje. Unas tiras de papel, atadas a la rejilla protectora, avisaban con su caprichoso zigzaguear de que estaba encendido. Sin embargo, nadie advertía su utilidad.

Varias moscas oportunistas trazaban cuadrados invisibles cerca del techo, regateando con agilidad obstáculos imaginarios, a golpes de inmediato cambio de sentido.

En este singular espacio marcado por tales vértices se repartían los concurrentes, parroquianos ineludibles.  Parecían reflexionar a su manera sobre el inútil pasar de las horas o la vida misma, aunque, en realidad, vivían el momento con intensidad.

Como el barman tardaba en acudir con el pedido, pues tenía que bajar por éste a una cava natural subterránea, sobre la que se había construido el piso del local, el niño se puso a estudiar, por aburrimiento y curiosidad, a los que allí se reunían. En su mayoría eran vecinos, gente mayor que conocía de vista. Pocos jóvenes. Charlaban, discutían, reían, fumaban, bebían, jugaban, pensaban o dormitaban. El grueso parecía ocuparse de asuntos intrascendentes, o trataba otros con cautela: el tiempo, el futbol, las mujeres. Los había que preferían robar cartas o estrellar fichas de dominó sobre las mesas, rellenar quinielas o crucigramas. Algunos, pocos, bebían en silencio y rumiaban cosas del pasado, pero también forjaban planes de futuro. Estudiaban su propio rostro reflejado en las paredes del vaso que tenían delante, con un curioso brillo en los ojos que revelaba nostalgia o desazón, quizás el abismo esponjoso que se abre a la borrachera.

Se trataba del escenario y la comedia de siempre, con los mismos protagonistas.

Sin embargo, tras repasar la jeta de todos, Pablo descubrió sentado junto a una pequeña consola, que servía para albergar viejos diarios y revistas, a un individuo alto y rubio, bien trajeado, un desconocido, que tenía una mirada definida por un estrabismo severo e inaudito.

El pequeño, por su condición, no pudo evitar la reacción de asombro que le produjo detectar aquellos ojos. El sujeto en cuestión, por la posición de la cabeza, parecía contemplar absorto las imágenes que desfilaban por la pantalla del televisor, pero, incomprensiblemente, una de las pupilas ponía su atención en el suelo; algo que Pablo sólo había visto hacer a los camaleones.

- ¡Chico, que se va a derretir! – le despertó la voz de Dimas. Y raudo se hizo cargo del bloque, que guardó veloz en la fresquera que llevaba al hombro. La obligación le ayudó a evitar la comezón que el misterio de aquella mirada le producía.

Cuando fue a salir del antro, preso de la rareza, volvió a fijarse en el hombre que despertó su atención. Advirtió con inquietud que éste le miraba, ahora atentamente con ambas pupilas, como si los ojos se hubiesen puesto de acuerdo o recuperado la normalidad. Pablo bajó los suyos y atravesó veloz la cortina que franqueaba la puerta. Intimidado y consecuente con la carga, corrió sin detenerse hacia la carretera que daba acceso al pueblo, sin poder quitarse de la memoria el gesto desabrido del bisojo. No pudo evitar volver la vista atrás en más de una ocasión, por si aquel le seguía, hasta que sobrepasó las últimas casas y se vio en la suya. Llegó sofocado y sediento, con la respiración agitada.

- ¿Ya estás aquí? Qué poco has tardado.

Cuando se sintió a salvo en el hogar y dio a su madre el encargo, meditó sobre lo acaecido. Se preguntó qué podría significar lo que había visto.

- Mama, en casa Dimas había un hombre que miraba a dos lados al mismo tiempo.

- ¿Qué dices? – preguntó Rosa sin prestarle mucha atención, pues estaba preparando la comida y navegaba entre pucheros y cucharones, peleando contra el calor y el reloj.

- Que con un ojo miraba a un lado y con el otro a otro.

- Sería un tuerto, tendría uno de cristal. Acércame esa fuente. Y vete a poner la mesa.

- ¿Cuántos platos pongo?

- Hoy sólo cinco.

Obediente corrió a cumplir la orden, seguido de su hermana que lo había oído todo.

- Yo quiero ver al hombre del ojo de cristal.

- Quita, tonta, que te asustarías.

- Mentira.

- Sí, porque te lo escupiría y te daría en toda la frente, y te quedarías calva.

Y la otra se puso a berrear, de la frustración o por hacerse notar.

Pablo no le hizo caso y siguió a lo suyo. Pero no podía dejar de darle vueltas en su cabeza a la experiencia. Tomó la chapa de un refresco que encontró en el suelo y se la puso como si fuese un monóculo.

- Mira, es mi ojo de cristal. Lo veo todo de colores.

- Déjamelo.

- Pues entonces tendrás que sacarte el otro.

Un cachete en el cogote le hizo cerrar la boca.

- No le digas esas tonterías a tu hermana. Sube a avisar al señor Helmut.

Pablo obedeció presto, impelido por el correctivo. Corrió escaleras arriba para avisar al huésped. Pero antes de entrar precipitadamente en la habitación de aquel, como acostumbraba a hacerlo, se detuvo un instante a meditar.

- ¿Le vas a decir lo del tuerto?

Era su hermana la que le hablaba. Lo había alcanzado. Pablo cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo hacía.

- ¿A ti que te importa? – respondió furioso. Y abrió la puerta sin llamar.

- Señor Helmut. A comer.

El aludido estaba tumbado sobre el colchón, mirando el techo. Al oír llegar a los niños salió de su ensimismamiento.

- ¿Ya es la hora? He debido quedarme traspuesto un momento. Ya mismo bajo – dijo, incorporándose para ponerse el calzado.

- Pablo ha visto a un tuerto – exclamó la niña.

- ¡Calla, tonta!

Ella sacó la lengua a su hermano y huyó.

Helmut no se inmutó siquiera, siguió atándose el cordón de uno de los zapatos.

- Vaya. ¿Has visto a un tuerto? - preguntó al fin.

- Era un hombre con un ojo de cristal – dijo el crío con aire muy competente.

- ¿Sí? Bajemos a comer - murmuró.

No volvió a tratarse el asunto. La familia y el huésped se reunieron a comer. Lo hicieron en silencio. Cuando se levantó el mantel, el señor Helmut se acomodó de nuevo en su cuarto. El matrimonio, después de recoger, se retiró a la siesta. Los niños dedicaron la hora del descanso a mearse y escarbar sobre un hormiguero que se había abierto en el corral.

El orden del cosmos permaneció indiferente a la pequeña tragedia que sufrió la colonia de insectos.