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lunes, 16 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo3. Una petición.



Al día siguiente, las cosas transcurrieron igual que si no hubiese sucedido nada especial el anterior. Cada cual retomó su rutina.  Incluso José, pese a la velada advertencia, tuvo puesta la atención en otros asuntos.

El señor Helmut bajó a desayunar a la cocina, cuando el resto de los huéspedes se había marchado a la playa. Pablo le atendió solícito, pues su madre había salido a comprar. El huésped no era muy exigente, sino frugal en su alimentación. No probaba la carne.

Comió sin mediar palabra, como acostumbraba.

El niño creyó oportuno facilitarle un diario local, porque, en ocasiones, había visto a su madre ofrecerlo a alguno de los residentes, que gustaba de hojearlo, aunque tuviese días.

El señor Helmut no le prestó mucha atención, ojeó con cierta indiferencia la primera página, mientras daba cuenta de la comida que tenía en el plato, unas deliciosas tostadas de pan con aceite, recreándose en cada bocado. Pero cuando acabó con ellas, sacó del bolsillo de su camisa unas lentes, tomó el periódico, lo abrió y repasó muy pausado la página de anuncios por palabras con ayuda del dedo índice.

En uno de aquellos se detuvo y en su frente se marcó un pliegue. A continuación, miró en derredor, estudiando con atención la sala y atento al menor ruido. Cuando se aseguró de que no había nadie más en la casa que los niños, rompió su silencio.

- Oye, secretario, quiero encargarte una importante misión. ¿Puedo confiar en ti? – le preguntó al anfitrión esbozando una amplia sonrisa.

Pablo asintió. Su hermana, que jugaba con un gatito bajo la mesa, permaneció ajena a la proposición.

- Buen chico. Escucha con atención. Si ves a alguien por el pueblo que no sea de aquí y le falte un ojo, corre y ven a avisarme. ¿Lo recordarás?

El niño volvió a asentir, pero hizo una objeción.

- Pero a este pueblo viene mucha gente de fuera.

Helmut sonrió mientras apuraba su café.

- Sí, estoy seguro. Pero a la mayoría no le falta un ojo.

Pablo enmudeció y permaneció pensativo.

- ¿Estarás atento?

- Por supuesto – respondió el niño, tocado en su amor propio.

- Buen chico – repitió Helmut y acarició la cabeza del pequeño.

- Pues yo he visto a un hombre sin cabeza – respondió la niña, sin que nadie hubiese reparado antes en su atención.

El señor Helmut rio con estridencia por la salida de tono de la envidiosa que, sorprendida de su propia incoherencia, rompió a reír también.

- Pues si lo vuelves a ver, corre a avisarme – recomendó con sorna el huésped -. Le pondré una.

Dicho esto, no volvió a producirse otra petición por su parte. Los niños se refugiaron en el deleite del ocio que proporciona el estío y Helmut se retiró a su torre.

El verano fue pasando y llenando de lances y peripecias la tediosa vida de aquel pueblo. Nada perturbó la paz de la casa salvo el constante trasiego de huéspedes. Rosa y José celebraban las ganancias obtenidas y fantaseaban con la necesidad de hacer otra ampliación a la casa para recibir a más turistas.

La animación crecía. El pueblo se llenaba de vida y de voces, jolgorio y fiesta. Los nativos se convertían en afables anfitriones y en el intercambio de ideas aprendían nuevas costumbres. De algún modo las cosas cambiaban poco a poco sin que nadie lo apreciase. Donde antes había intransigencia iba surgiendo tolerancia. Incluso el párroco moderaba su discurso, tal vez por cansancio, quizás porque ya no existía la novedad y todo resultaba previsible.

Un día, cuando agosto tocaba a su fin, el matrimonio hizo números y advirtieron que el señor Helmut aún no había pagado.

- Habrá que recordárselo. Pero no me atrevo. Es un hombre muy educado, pero muy serio. No quiero ofenderlo.

- Yo me encargaré. De mañana no pasa – murmuró José.

Al día siguiente, aprovechando la quietud de la noche, se hizo el encontradizo con el huésped, como si también hubiese salido a pasear y coincidiesen por casualidad en el camino.

- Buenas noches.

Helmut se sorprendió un instante, pero al reconocer a su casero, recuperó la compostura.

Un coche surgió de la oscuridad y les iluminó un instante con sus faros. Desapareció en un santiamén tras el recodo.

- José. No te esperaba. ¿Dando una vuelta?

- Hoy tenía ganas de bajar al pueblo.

Los dos hombres caminaron en silencio unos pasos.

- ¿Le gusta este lugar, señor Helmut?

- ¿Por qué lo preguntas?

José aprovechó para sacar un cigarro.

- ¿Quiere uno?

- No fumo. Gracias.

- Son americanos.

- Bah.

José se quedó un poco desconcertado, pero, firme en su propósito, se volvió al acompañante para exponerle su preocupación.

- Veo que le ha gustado el pueblo. Es el único huésped que va a pasar todo el verano aquí.

- Sí. Estoy muy a gusto. Quizás me quede aquí más tiempo.

- Eso me parece extraordinario. En la casa pronto quedarán habitaciones libres. Podrá ocupar otra mejor, si quiere.

- Estoy bien en la que estoy. Pero lo pensaré llegado el caso.

La carretera estaba silenciosa. Del pueblo llegaba ruido de músicas y se escuchaba lejano, y confundido con el ronroneo de las olas, el diálogo de la película del cine de verano.

- Señor Helmut – arrancó por fin José, tras dar una imperiosa chupada al pito -, no ha pagado usted todavía el mes de agosto. Si piensa quedarse más tiempo debería saldar su cuenta.

Helmut se detuvo en seco.

- Ah, ¿era eso? – dijo y rompió a reír.

José quedó perplejo, sosteniendo apenas el cigarro entre los labios.

- Por supuesto que pienso pagar. No pensaba salir huyendo sin hacerlo. Tendrás el dinero, José. No te preocupes, ni tú ni tu mujer. Estoy ahora mismo esperando culminar el asunto que me ha traído hasta aquí. No tardaré mucho en cobrar. Y os pagaré este mes, el que viene e incluso os daré una prima por la confianza. No sufras, muchacho.

El aludido se ruborizó por la oferta del otro.

- Señor, no quiero que piense que no me fiaba de usted.

- Deberías – dijo antes de sonreír de nuevo-. Para llevar un negocio a buen puerto no debes fiarte de nadie. Ni siquiera de mí, por mucho que pueda prometerte.

Así terminó la conversación, justo cuando pisaban el umbral de la puerta. Ambos se separaron y el extraño subió a su cuarto.

José aguardó hasta verlo desaparecer en la oscuridad del rellano. Esperó a escuchar el portazo y cuando se produjo éste, aún permaneció alerta al posible sonido de algo que delatase movimiento en el piso superior. Cuando se preguntó por lo absurdo de su comportamiento, arrepentido, salió al patio de la casa, lo cruzó y buscó la quietud del tálamo. Se reunió con su mujer en la cuadra. Ella estaba acostada en el jergón, pero despierta, iluminada por la aureola de una bombilla mugrienta y rodeada de insectos.

- ¿Qué te ha dicho?

- Que pagará – respondió él mientras se desnudaba.

- ¿Se ha molestado?

- Hazte a un lado. No.

- Menos mal.

Los muelles de la cama rechinaron cuando el hombre se dejó caer junto a su compañera. Quedaron en silencio, contemplando las vigas del techo, al arrullo del cricrí.

- Oye. ¿Tú sabes a qué se dedica este hombre? – preguntó José al rato.

- ¿Cómo?

- Que si tiene algún trabajo.

- No sé. ¿Por qué? – preguntó ella somnolienta.

- Dice que tiene aquí un asunto. Pero yo no lo veo salir en todo el día de su cuarto. ¿Tú lo has visto alguna vez?

- Nunca. Sólo al final de la tarde, cuando da su paseo.

- Qué tío más raro.

Rosa alargó la mano y apretó el interruptor de pera que colgaba del techo. De inmediato, las estrellas del exterior, que palpitaban al otro lado de la ventana, ganaron protagonismo.

- Duérmete – ordenó ella.

- Sí. Cuanto acabe el cigarro – dijo José, pero no pudo conciliar el sueño.

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