Hubo un tiempo, y no hace tanto, que la gente me confundía con el Gran Wyoming. No lo digo en broma, no me gusta hacer chistes con este tipo de asuntos porque me vi envuelto en situaciones un tanto comprometidas. Yo notaba muchas de las veces que pisaba la calle, bien sea en la ciudad donde resido u en otras de la geografía española, las miradas inquisitivas sobre mi piel, los cuchicheos y codazos, y no comprendía bien la causa. Era una tesitura que revivía con cierta asiduidad, ya fuese cruzando un paso de cebra o saliendo de un bar, viajando en autobús o subiendo por las escalerillas mecánicas de El Corte Inglés. En ocasiones eran incómodos silencios, pero en otras advertía amenazas veladas, sobre todo en Madrid, zona de Aravaca. Una noche que paseaba por Córdoba, avenida del Brillante, me enteré de la película.
- Mira, ese es el Wyoming – dijo uno que me venía de frente.
- No, joder, es un tío que se le parece – le respondió el fulano que lo acompañaba.
Desde entonces cambié de peinado y dejé de levantar una ceja. Ni siquiera me pongo tirantes.
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