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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 1. La primera o la última casa.


 

La curva se enroscaba a los cimientos de la casa o la casa se acomodaba a ella. Era difícil precisarlo, cuestión de perspectiva.

Del mismo modo, dependiendo del viajero, la revuelta era la última o la primera de las muchas de la carretera, que serpenteaba así los desniveles que conducían o alejaban a uno de la costa. Era en sí muy cerrada, como el meandro del río que busca su origen y traza un signo sinuoso antes de morir en la desembocadura.

Para el autobús que acudía de Granada era aviso del remate, antes de detenerse definitivamente en la plaza del pequeño pueblo. Llegado a ese punto los pasajeros se removían, ponían la vista en la puerta como si no fuesen a poder salir o retiraban el equipaje de los portabultos superiores. Alguno sufría el vaivén del cambio de marchas o el tirón de los frenos, y pugnaba por no caer al suelo aferrándose en lo que pillaba más a mano, que solía ser un semejante.

Por el contrario, quien abandonaba el pueblo rumbo a la capital, miraba la fachada y determinaba que allí empezaba realmente el viaje, y se recostaba en el asiento para dormir o repasar los planes que le aguardaban en la capital, o hacía cábalas sobre lo que le deparaba el futuro.

Así, la casa que allí se alzaba servía de referencia al impaciente y de faro al despistado. También para dar el último adiós o el hasta pronto. Era una construcción imponente, por grande y vieja, que quebraba el paisaje accidentado de rocas oscuras y pardas, y, sin embargo, para los naturales, éste era inimaginable sin su silueta.

Constaba de tres plantas, de paredes de tapia y tejas morunas de color ocre, techos de vigas de madera y cañas; cuyas ventanas, las de la fachada, daban a la bahía y desde las cuales podía contemplarse el mar a placer hasta donde alcanzase la vista. Blanca, encalada para defenderse de la cegadora luz solar, pues se abría al sur. Tenía un patio trasero, refugio de umbría, con un amplio corral poblado de gallinas y varios conejos enjaulados, cubierto por una pérgola de tubos de hierro, diversos de forma y condición, oxidados y repintados, que sostenía una espesa parra con más avispas que uvas en las fechas que ambas proliferaban.

Estaba algo apartada, en las afueras, pero en un lugar que la hacía atractiva para los visitantes, exactamente en el borde en el que se iniciaba la depresión que remataba en la playa, que se encontraba, exagerando, pero no mucho, a un tiro de piedra. Y, como si alguien se hubiese molestado en demostrarlo repetidas veces, aquella no era de arenas finas sino de oscuras chinas, semejantes a almejas herméticas, que guardaban el calor de la mañana hasta mucho después del atardecer.

La mayor parte del año, la vivienda estaba habitada tan solo por sus propietarios, un matrimonio con dos hijos. Ella era una mujer natural del pueblo al que nos referimos y él un hombre de la provincia de Jaén, un forastero. Las malas lenguas decían que éste, un mozo bien plantado, la había engatusado para quedarse con la casa, que era de los padres de ella. Bien es cierto que Rosa, que así se llamaba, no era muy agraciada, y José, un tipo reservado, resultaba atractivo, pero entre ambos parecía reinar buena armonía y sentimientos recíprocos. Ello no fue óbice para que fuese conocido desde su comparecencia por el mote de Rosario.

Los hijos del matrimonio eran una chica y un chico. La pequeña no tenía más de cinco años y el hermano ya contaba con siete. Lucía era el nombre de ella y Pablo el de él. Eran gráciles de cuerpo y activos, muy inquietos, por crecer en el campo, lejos de la civilización, y no conocer límites, excepto los que marcaba el mar y la prudencia, pero educados en lo concerniente al orden del hogar y el debido respeto a los mayores. Su bronceado, espontáneo, fruto de la vida al aire libre, resultaba genético al forastero. El año se les iba en ir a la escuela, cuando era menester, ayudar en casa y jugar mucho por los alrededores. 

La vida de esta familia era muy monótona, el pueblo era pequeño y no había muchas oportunidades para trabajar, ni para el recreo más allá del que ofrecían los bares o las celebraciones religiosas, pero cuando llegaba el verano todo se transformaba. La casa se llenaba de extranjeros, visitantes del norte de Europa, que venían a pasar días o semanas, deseosos de paz, sol y playa, a descansar y a dejarse sus ahorros. Huían de las prisas y el trabajo. Entonces, Rosa y José alquilaban los cuartos, los que habitaban a diario o aquellos que estaban vacíos, y se acomodaban en la vieja cuadra del corral, para no perder una peseta. Año tras año, este negocio no hacía sino prosperar. No sólo para ellos sino para todos los vecinos del pueblo. 

Poco a poco los habitantes de aquel rincón de Andalucía iban cambiando sus tradicionales actividades económicas por otras más rentables. Las barcas quedaban varadas en la arena y las redes se amontonaban formando dunas oscuras. Sólo las huertas parecían resistirse al cambio, para satisfacer las necesidades de una población creciente en la canícula.

Con la llegada de los turistas, el pueblo, igual que nuestra familia, despertaba de un largo letargo. Cobraba vida. El desfile de caras nuevas e idiomas variopintos lo convertían en una pequeña Babel. Se producía un contraste violento entre los tipos locales y los foráneos, que acudían vestidos con pantalones cortos y amplias camisas de diseños abstractos o geométricos, faldas cortas, sandalias, gafas de sol con montura de pasta, pañuelos floreados y pamelas de colores. El desfile de modelos suscitaba comentarios y propuestas en las puertas de las casas donde las mujeres hacían corros. Tampoco los hombres evitaban hacerlos en compañía, al amparo de los vasos de aguardiente y el humo del tabaco.

Las calles se llenaban de bares improvisados y mesas metálicas. De su interior brotaban ritmos novedosos, mezclados con otros folclóricos. En las tiendas de comestibles se vendían productos nunca vistos, también revistas extranjeras o periódicos, aunque de días anteriores, o con semanas de antigüedad.

La playa de incómodos y puntiagudos guijarros era ocupada por caravanas y tiendas de campaña, sombrillas, toallas y esteras. Incluso se habilitaba un cine a cielo abierto en sus proximidades, que ofrecía por las noches filmes célebres y anticuados, pero que no parecían pasar de moda por ser recurrentes en aquella plaza: El ladrón de Bagdad o Aladino y la lámpara maravillosa, Mogambo o Río Grande, u otras; que daba pábulo a los más pequeños para soñar y jugar a genios o cacos, exploradores o vaqueros; y a los mayores para fantasear con lo que no fueron o no vieron.

Si en invierno la carretera apenas era transitada sino por algún que otro camión, la moto del cartero, el autobús procedente de la ciudad, rebaños de cabras, o compañías de maniobras, en verano la situación era completamente diferente. Las cunetas se llenaban de coches extranjeros, haciendo la vía aún más estrecha de lo que ya de por sí era, y el trasiego de vehículos de todo tipo era incesante. Pablo, el pequeño, se conocía todas las marcas y tipos que la recorrían.

La inconfundible y reservada pareja de la guardia civil ganaba protagonismo. Dejaba los montes y recorría las calles. Apuntaba matrículas y preguntaba por los visitantes en las casas que los acogían. Nadie omitía un detalle al respecto, las cartas siempre boca arriba para evitar tropiezos con la ley. En ocasiones se les veía parlamentar con el señor cura, muy alterado, escandalizado con las disipadas costumbres de los vecinos del norte, que estimaba contagiosas y peligrosas, de consecuencias impredecibles. Ellos le escuchaban sin inmutarse, recogidos en su severo embozo, y después volvían a su rutina. El clérigo, no contento, se marchaba en busca del señor alcalde o del maestro, en ocasiones recalaba en la tienda del boticario. A todos sermoneaba, sólo las beatas atendían sus quejas y en ocasiones rezaban el rosario a orilla del mar.

Era la época en la que podía verse a las centurias del Frente de Juventudes en las inmediaciones, haciendo sus interminables marchas y hogueras en la noche. Recorrían la calle principal a ritmo de tambores y trompetas, y se perdían en la lejanía arrastrando a algún curioso, por lo atractivo de los uniformes, la marcialidad de sus integrantes y las carreras de antorchas al amanecer.

El ejército también hacía acto de presencia. Atraídos por el barullo, los soldados del campamento cercano bajaban al pueblo. Lo hacían los domingos, por el permiso, bajo la atenta mirada de la Policía Militar, en grupo, dando voces y piropeando a las extranjeras. Llenaban los bares donde hubiese televisor, veían los torneos veraniegos de fútbol o escuchaban música moderna y bailaban allí donde hubiese una radio puesta. La mayoría no perdía ocasión de dirigirse a la playa a bañarse en calzoncillos pardos y ver suecas en bañador, para, una vez licenciados, contar lances imaginarios a los paisanos. Su presencia en el monte, decían los más leídos de los vecinos, tenía como objetivo intimidar al maquis, que había derivado en bandolerismo. La guerra había quedado atrás, muy lejos. Nadie parecía querer acordarse de ella. El tema, o no salía o moría en el más absoluto silencio.

Los días eran largos, no faltaban sucesos que contar, el pueblo se hacía rico, pero también en anécdotas. 

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