Cuenta el ciego que Menelao se desvió hasta Faros, una isla de Egipto, con tan mala fortuna que los vientos dejaron de soplar y se vio cautivo de la calma del mar durante días.
Idotea, una ninfa marina, se acercó al barco y le susurró al oído el modo de salir de aquella, que no era otra que la de hacer prisionero a Proteo, que era el pastor de focas de Poseidón y conocía los secretos del mar.
Tenía por costumbre contarlas antes de echar la siesta y ese era el mejor momento, le dijo Idotea, de pedirle cuentas.
Se fue hasta la isla en una barca el rey de Esparta, con tres de sus hombres.
Una vez que vio al pastor hacer lo que la ninfa le contó, lo apresaron, ardua tarea, pues Proteo se revolvió ahora como león, después como serpiente, también pantera y jabalí, incluso como árbol y agua. Pero sin poder librarse del asalto de los griegos.
Una vez que vio al pastor hacer lo que la ninfa le contó, lo apresaron, ardua tarea, pues Proteo se revolvió ahora como león, después como serpiente, también pantera y jabalí, incluso como árbol y agua. Pero sin poder librarse del asalto de los griegos.
Aterrorizado, Proteo cantó. Y no sólo les contó el modo de romper la calma sino que además, acelerado, les dio noticia del resto de los héroes de la guerra de Troya, de sus aventuras y del amargo fin de alguno de ellos.
Libres del encantamiento, retornaron a Grecia, felices pero disgustados por el olor a foca del que no pudieron librarse sino después de perfumarse con ambrosía.