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domingo, 23 de abril de 2023

Eso de los libros

Por ser el día del libro y todas esas zarandajas que nos cuentan al respecto para rascarnos el bolsillo, ese desfile de vedettes y fenicios, sugiero gastar el contante y sonante en algo más práctico que es un buen plumero, porque hay que ver el polvo que cogen estos ladrillos de papel y tinta, refugio de hambrientos pececillos de plata y minúsculos ácaros. 
Con el tiempo, por mucho que nos mientan respecto a lo ricos que nos hacen, se convierten en basura, no hay más que recorrerse las tiendas de oportunidades para verlos formando mugrientas columnas salomónicas o tirados por el suelo, y comprobar así, sin tanta publicidad, su poco o escaso valor. Recogerlos y adoptarlos es parte del llamado, (mal llamado), síndrome de Diógenes, que padezco. En ocasiones contemplo las paredes de mi casa y pienso en la sobrina y el ama de Don Quijote. Mujeres sabias. 


sábado, 22 de abril de 2023

La revista Trinca

Mis abuelos vivían en una casa muy grande, o a mí me lo parecía entonces, en lo alto de la calle Carnicerito de Úbeda. Desde el balcón, con las piernas colgando entre los barrotes, podías contemplarla a placer, hasta donde acababa la pendiente, y veías a lo lejos la línea donde la tierra y el cielo se hacían uno. Por allí subían y bajaban algunos coches, camiones o carros cargados de paja, chiquillos de todas las edades detrás de una pelota o jugando al pilla-pilla, burros, ovejas, incluso a veces un cerdo que llevaban al matadero. Muy cerca había un enorme pilar.

Aquella casa era muy especial, creo que nunca acabé de conocerla al completo porque había lugares tan escondidos, oscuros y húmedos que renuncié a explorar cuando tuve ocasión y además estaban de paso para acceder a un patio repleto de tiestos y gatos, y una gruta con peces.

Uno de mis lugares favoritos era una empinada escalera, por la que rodé en cierta ocasión, que daba acceso a una buhardilla, que mis abuelos llamaban la cámara y estaba llena de cachivaches. Era increíble la luz que entraba por una alta ventana de imposible acceso. La claridad bañaba unos amplios escalones ajedrezados rematados por listones de madera. Algunas de las baldosas bailaban y cantaban al pisarlas. Por el ruido podía averiguarse si subía mi abuela u otra persona de los habituales en la casa. Lo más fascinante del sitio era que en cada uno de los peldaños, a uno de los lados, se amontonaban revistas y tebeos. Subirla o bajarla implicaba detenerse y revisar lo leído o lo nuevo que iba aparcándose allí, por razones desconocidas, como tarea de Reyes Magos. Por la tarde, cuando la vida parecía detenerse en el silencio de la siesta, todo invitaba a sentarse en el acceso que conducía a la cámara y ponerse a leer lo que hubiese más a mano.

De este modo tuve ocasión de acceder a la lectura de una revista que entonces me resultó extraterrestre, fuera de lugar, porque estaba habituado a otros productos destinados a un público infantil y me refiero a las publicaciones que editaba Bruguera o la editorial Valenciana, que en comparación con aquella resultaban prehistóricas.

Estoy hablando de 1973, poco más o menos, es decir, que yo contaba con 7 años, pero ya era capaz de distinguir a los dibujantes por su estilo: Sanchis, Palop, Vázquez, Raf, Peñarroya, Ibáñez…. Sin embargo, los de aquellas páginas eran absolutamente desconocidos para mí.

Por una parte, el diseño de algunos personajes me resultaba familiar, porque me recordaban a otros, pero no los había visto nunca. Así, por un azar del destino, descubrí la obra de Bernet Toledano, (Los guerrilleros), y la de Chiqui de la Fuente, (Héctor y los Almogávares). Pero, aunque estos fueron los que más llamaron mi atención en el primer momento, con el tiempo empecé a valorar la calidad de otros autores más realistas como Víctor de la Fuente, Bielsa, Feito, Guinovart, Adolfo Builla, Hernández Palacios, J. Arranz… Y tipos tan modernos como Miguel Calatayud.

Pero además estaban los argumentos. Acostumbrado a historietas humorísticas, descubrí que con viñetas podían contarse cosas serias y muy complejas. La primera que leí de Carlos Giménez fue El Miserere.

Aunque, la que más desearía volver a leer, porque nunca la vi terminar, fue Una Escuela en la torre de los contrabandistas, de Vicente M. Gadea, un dibujante borrado por el tiempo, pero indeleble en la memoria como la vieja escalera.

La revista se llamaba Trinca.



domingo, 16 de abril de 2023

Ídolo reforzado

 




El amigo incomprensible

Lo normal es que las tertulias se celebren en bares o cafeterías, o en las librerías, aunque menos, pero las mejores tertulias de literatura, historia, filosofía, política, cómics, chistes y tías buenas que yo frecuentaba, hará tres o cuatro puñadas de años, se vivían en una mercería que había en un remate de la plaza de la Almagra, Córdoba capital, entre botones y bobinas de colores. Aquel sitio era un santuario, refugio para el sediento de charlas y diatribas. El grupúsculo que allí hormigueaba tenía algo de secta masónica o carbonaria, pero sin mayores consecuencias que la que la imaginación calenturienta pueda fabricar. La tapadera era buena, nadie podría sospechar jamás los proyectos que allí se gestaban, para gloria y beneficio de la industria del cómic y sus espontáneos acólitos. Lo importante no era el sitio sino la atmósfera. No es cuestión de dar más datos y levantar la liebre. Lo de la mercería viene al caso de un tipo que conocí en ella, en uno de aquellos coloquios que interrumpían las parroquianas pidiendo la vez para llevarse unas medias o una cremallera, y nos hacían perder el hilo del discurso o suavizar los choques dialécticos.

Me lo presentó el propietario de la tienda. Parece ser que participaba en las reuniones como cualquier otro. No habíamos coincido antes, pero yo ya tenía alguna referencia de su persona. Era un tipo muy extraño, esa fue la primera impresión. Contrahecho, con mucha cabeza físicamente hablando, casi como la mía, pero con menos pelo. Su cara era una mueca, parecía haber sido diseñada por el pincel Jack Kirby.

Aquel sujeto tenía un sentido del humor bastante singular o con muy mala sombra, que suele decirse. Arrancó hablar con una voz grave y unas risas paleolíticas que daban susto. La situación era un párrafo viviente de una de las páginas de Carrere.

Por no ofender a nadie, no contaré ninguno de los chascarrillos que soltó entonces. No todos los estómagos están preparados para el humor negro o lo siguiente. Este hombre era un experto.

Yo lo escrutaba sin piedad, sin reírme, pero consciente de que sus gracietas eran cómicas e impublicables, imposibles hoy día. El caso es que, no acabo de comprender la razón, empezó a crearse una extraña sintonía entre nosotros hasta el punto de que un día descubrí que llevábamos décadas tomando cerveza juntos. Tal costumbre me pareció demasiado.

Por eso un año, en una de esas que nos escapábamos unos cuantos cordobeses a Sevilla a comiquear, le di el esquinazo en un cheschop con la sana intención de perderlo definitivamente de vista. Ah, vano intento. Fuimos a refugiarnos en un garito para cenar y nos lo encontramos apalancado en la barra, muy cabreado, porque se había dado cuenta de todo. Comprendí entonces que nuestras vidas estaban unidas por un misterioso e inalterable lazo, un vínculo astrológico, que no se rompería jamás, como la maldición de Atahualpa, Moctezuma o una de esas.

Por no alárgame más diré en su descargo que a la cofradía se unieron otros, no menos singulares y feos, dignos de unas gruesas pinceladas. Ya hablare de ellos.


jueves, 13 de abril de 2023

Pieza de un recuerdo

 




Torre del sosiego



 

Al maestro cuyo nombre pertenece al olvido

Pues no recuerdo su nombre porque siempre me referí a él como “profesor”, aunque fuese maestro. El caso es que también tocaba el piano y llevaba el coro del cole. Se encargaba además de seleccionar alumnos para que participasen en la función de final de curso o cualquier otra que viniese al caso, por una efeméride o la visita de un personaje importante al centro. Así, ese año uno de la clase hizo una fantástica imitación de Luis Aguilé con sombrero y todo en el salón de actos. A mí me propuso, después de oírme cantar en la fila, formar parte del coro, pero yo era muy cortado y quedamos en que lo pensaría. El piano era vertical, muy viejo, y tenía unos pedales que me recordaban a los de un fórmula uno, alguna vez pensé en pisarlos y salir volando como si fuese un cohete, atravesando el techo, en un remate de violentas graves sin partitura. Creo recordar que no sonaba muy bien, pero quizás eran las voces que lo acompañaban las que distorsionaban la armonía. Algo no casaba en todo aquello, que era serio y divertido a la vez.

Por otra parte, igual que golpeaba las teclas daba unos guantazos de campeonato, con toda la tranquilidad del mundo, si nos salíamos del guion de la clase. A mi compañero David y a mí nos tenía enfilados, porque siempre estábamos de risas y bromas, en lugar de repasar las cuentas, cuyos resultados inventábamos para terminar antes, y en este contexto llegaron mis primeros suspensos a casa para disgusto de mi padre.

A Francis le tiró el borrador a la cabeza una vez, y en otra Polo se salió de clase porque le había pegado. Pero, pese a las formas, nos tenía mucho cariño, como nos fue demostrando a lo largo del curso, y al final se lo cogimos nosotros también.

Un día anunció que ya tenía novia y nos enseñó una foto de ella. No era nada del otro mundo, pero callamos porque de algún modo agradecimos la confidencia, ya éramos colegas. A veces se nos escapaba y le llamábamos papá, y el grupo estallaba en risas.

En otra ocasión pidió que no armásemos jaleo porque venía un inspector a ver qué hacíamos en clase, porque a él le iban a hacer responsable de nuestro comportamiento. ¿Vosotros no querréis que me echen?, nos dijo. Creo que nunca estuvimos tan callados y formales, apretando el lápiz al marcar los números de las divisiones, cuando descubrimos con el rabillo del ojo a un tipejo encorvado y feo que nos escrutaba desde la puerta del aula, sin previo aviso, sembrando la desconfianza, pero reforzando nuestra alianza secreta.

El día de la explosión, que nos sacó de la rutina y originó un revuelo de maestros en los pasillos, nos explicó sosegadamente que con toda probabilidad se había tratado de un avión superando la barrera del sonido, y nos hizo un dibujo alusivo en la pizarra. En realidad, había pasado otra cosa, alguien muy importante había salido volando por los aires y no precisamente sobre un piano. 


miércoles, 12 de abril de 2023

Enigma pétreo








 

Un libro con mensaje

Un libro que andas buscando y no encuentras, porque se agotó, y descubres en una página web que lo tienen en una librería Francesa y en perfecto estado, te informa. Lo pides, lo pagas y las semanas pasan y no llega. Te fastidia, te resignas y te olvidas de ello a ratos, pues llevas años detrás de él. Pero un día aparece el aviso y corres a recogerlo. Lo desempaquetas y compruebas con satisfacción que está impecable. Entonces pasas las hojas y entre ellas hallas cuartillas con anotaciones, unas en castellano y otras en francés, de personajes y lugares. Te vas a la primera pagina y encuentras una dedicatoria del autor a cierta persona que por supuesto desconoces, pero deduces que es un traductor por lo que allí pone. El libro es de segunda mano, pero como acabas de encontrarte otra historia, empiezas a preguntarte por la que no te cuenta y lo perdonas todo porque se ha vuelto mágico.


sábado, 8 de abril de 2023

La Lozana en Córdoba

Aldonza, la Lozana Andaluza, compatriota de Séneca, no tiene calle, ni plaza, ni figura en la ciudad de Córdoba. Francisco Delicado, al que hacen autor de los mamotretos, tampoco. Sí la tiene Doña Aldonza, madre de Alonso Fernández de Córdoba, a la que nadie conoce, ni por la anécdota de sus tetas ni por la del pilar lleno de ellas. Bien es cierto que el personaje de la lozana es ficticio y pocas son las putas que han dado nombre a un callejero, (al menos las que se han declarado como tales), pero no vendría mal rescatar del olvido a ésta, imagen de seres de carne y hueso que merodearon por las calles de la ciudad e incluso de la de Roma, y darle una. No hace muchos años la iniciativa progre quiso cambiar el nombre de la del monárquico Pemán por la de Corto Maltés, personaje imaginario del balilla Pratt, sin saberlo y en parte con éxito, me han dicho. Bien podrían dedicarle a la andaluza una placa conmemorativa en la esquina de un callejón, por mal vistas que estén las putas, ahora y siempre, sencillamente por literarias. “Por aquí merodeó la protagonista del libro de Delicado, antes de aposentarse en Roma y seducir al clero”, vidriado en unos bonitos azulejos, con viñeta de estampa antigua en la que se vea a Aldonza y su compadre Rampín en actitud seductora. Y cada año un teatrillo a su amparo.

Ahí lo dejo.


Escenarios de 1001 noches



 

jueves, 6 de abril de 2023

Calma

 




La loquita de Cruz Conde

Su área de acción era la calle Cruz Conde, pero también podías encontrarla en las escaleras automáticas del Corte Inglés o en sus alrededores. Recorría a diario esas avenidas de Córdoba, no importaba la hora siendo de día, pegada a los escaparates. Su gracia consistía en simular desmayos y agarrarse al brazo del incauto o la inocente que le salía al paso. Aunque mucha gente la conocía por sus travesuras y la esquivaba, siempre tropezaba con alguna nueva víctima que la sujetaba, o con aquellos que aun conociendo su mal no la veían llegar. Tenía predilección por la gente joven, que por educación o vergüenza no sabían espantarla.

Era menuda y delgada, poquita cosa, pero inquieta como rabo de lagartija, sin poder asegurar que obrase así por efecto del café o que fuese su naturaleza. Fuerte, y lo notabas cuando se aferraba tu brazo. Creo que frisaba los 60, que suena más cervantino. El suyo era rubio y lo lucía corto, ensortijado. Simulaba el mareo con gracia y te las daba con una sonrisa. Sabíamos que estaba loquita, pero le seguíamos el juego. En ocasiones se la veía lúcida y parecía otra, el semblante serio, porque la calle estaba vacía. En cuanto que se llenaba corría a buscar un apoyo.

Ahora su calle favorita está llena de gente que va y viene, ya no pasan coches, pero a ella hace muchos años que no la vemos.



martes, 4 de abril de 2023

El chino roquero de la judería

Donde Deanes remata con Conde y Duque, en el perímetro de la judería de Córdoba, tenía asiento un chino roquero, japonés tal vez, asiático sin ninguna duda. Hablamos de inicios de los 80, los años de la movida y todas esas gestas. Era inevitable tropezarse con él de camino a la facultad de Filosofía y Letras. Rompía con todos los esquemas de aquello que uno espera encontrarse en el barrio de Maimónides. Gustaba el hombre de hacer guardia, sin razón ni motivo aparente, en tal encrucijada. Era un tipo pequeño, delgado, pálido de piel y pelo oscuro. Vestía al modo de Elvis en sus inicios, como los rocabillies: pantalón vaquero ajustado, zapatos puntiagudos, camisa de cuadros o camiseta blanca y chaqueta de cuero. Lucía tupé engominado, gafas de sol y una amplia sonrisa. Nunca supe con exactitud dónde y de qué vivía aquel personaje, pero era pieza indiscutible del área como la columna romana que sujeta la esquina del mencionado cruce. En pocos años pasó de la excentricidad a la popularidad, al llenarse la judería de estudiantes que tarareaban entre otras las canciones de Los Rebeldes y establecieron un curioso nexo de afinidad con el chino o japonés, ya digo, por su indumentaria. Para mi amigo Marcos, Rocabilly como el que más, aquel Lee partía la pana. Lo miraba con admiración al pasar a su lado, especialmente si ya iba entonado de aroma de humos y otras yerbas que gustaba fumar.
Con el tiempo, cuando la judería se llenó de tiendas de recuerdos y restaurantes caros, una vez que los vecinos desaparecieron, el chino roquero lo hizo con ellos. Fue, junto con el Gallego y otros, un figurante que dio vida a un barrio que tuve la suerte de conocer al dedillo y hoy es un parque temático.



sábado, 1 de abril de 2023

Con Alpuente y Pratt en Córdoba

Con Hugo Pratt coincidí por primera vez en Bodegas Campos, calle Lineros de Córdoba, no en el pasillo de los toneles en cuya tapa los famosetes dejan su firma sino en una de las salas habilitadas para charlas y conferencias, en esta ocasión para el desarrollo de las Jornadas del Cómic de dicha ciudad, cuyo número no recuerdo, pero sitúo en 1990. Daba una conferencia Moncho Alpuente, el de El País imaginario. El humorista tiraba de la memoria y contaba algunas anécdotas de su juventud libertaria, que provocaron hilaridad entre los de cultura del Ayuntamiento de Córdoba porque coincidían en experiencias semejantes. Compartiendo mesa y sillas estaban otros de los invitados al evento, gente de El Jueves y de otras publicaciones, menos del gusto de los comiqueros. Mientras la peña se partía de risa o simulaba hacerlo, yo ni lo uno ni lo otro, Hugo permanecía en silencio muy próximo a una puerta, perdido en aquella expresión de convidado de piedra, esa de cuando uno está en babia viajando en busca de El Dorado o atento a que vence una letra y no se tiene un duro.

Mientras yo observaba al maestro, Moncho nos confesaba que tuvo una novia que no se creía que él era el autor de la canción del hombre del 600, tan popular en los 70. Que le habían echado del diario El País porque iban a darle otro aire al periódico, y recordaba con nostalgia a los falangistas que lo largaban de las publicaciones sin tantas y complejas razones sino por rojo, eso contaba. Pero lo mejor de aquel monólogo, por las alusiones y risas que despertó, fue la parte en la que refirió que siendo joven e izquierdista visitaba la periferia madrileña, acompañado de su troupe, para confraternizar con la clase obrera. Pintaba el efecto que producían las melenas de los jóvenes entre los currantes. “Esos pelos os apartan de las masas”, les decía entonces un doctrinario y curtido comunista de barrio; y ellos, cohibidos, dejaban a un lado la canción jocosa y de autor, y daban paso a los que con palmas y zapateo salían por alegrías o se desgranaban en el flamenco más puro y dramático, del gusto proletario de entonces.

Y en esa fue cuando me percaté de que Hugo había desaparecido. Probablemente por la puerta situada a sus espaldas, una de esas que sólo en Venecia y Córdoba existen. Puertas secretas situadas en los patios, que conducen a países maravillosos y otras historias.

Mi deseo fue ir en su busca, pero me detuvo la corrección y el respeto por el conferenciante al que, por cierto, proporcioné unos chistes de mi cosecha, sobre cartulinas recicladas, muy malos, lo reconozco; y de los que no volví a saber, asunto que no me dolió mucho, porque lo que en realidad me fastidiaba era haber perdido la oportunidad de encontrar con Hugo la clavícula de Salomón.