Con Hugo Pratt coincidí por primera vez en Bodegas Campos, calle Lineros de Córdoba, no en el pasillo de los toneles en cuya tapa los famosetes dejan su firma sino en una de las salas habilitadas para charlas y conferencias, en esta ocasión para el desarrollo de las Jornadas del Cómic de dicha ciudad, cuyo número no recuerdo, pero sitúo en 1990. Daba una conferencia Moncho Alpuente, el de El País imaginario. El humorista tiraba de la memoria y contaba algunas anécdotas de su juventud libertaria, que provocaron hilaridad entre los de cultura del Ayuntamiento de Córdoba porque coincidían en experiencias semejantes. Compartiendo mesa y sillas estaban otros de los invitados al evento, gente de El Jueves y de otras publicaciones, menos del gusto de los comiqueros. Mientras la peña se partía de risa o simulaba hacerlo, yo ni lo uno ni lo otro, Hugo permanecía en silencio muy próximo a una puerta, perdido en aquella expresión de convidado de piedra, esa de cuando uno está en babia viajando en busca de El Dorado o atento a que vence una letra y no se tiene un duro.
Mientras yo observaba al maestro, Moncho nos confesaba que tuvo una novia que no se creía que él era el autor de la canción del hombre del 600, tan popular en los 70. Que le habían echado del diario El País porque iban a darle otro aire al periódico, y recordaba con nostalgia a los falangistas que lo largaban de las publicaciones sin tantas y complejas razones sino por rojo, eso contaba. Pero lo mejor de aquel monólogo, por las alusiones y risas que despertó, fue la parte en la que refirió que siendo joven e izquierdista visitaba la periferia madrileña, acompañado de su troupe, para confraternizar con la clase obrera. Pintaba el efecto que producían las melenas de los jóvenes entre los currantes. “Esos pelos os apartan de las masas”, les decía entonces un doctrinario y curtido comunista de barrio; y ellos, cohibidos, dejaban a un lado la canción jocosa y de autor, y daban paso a los que con palmas y zapateo salían por alegrías o se desgranaban en el flamenco más puro y dramático, del gusto proletario de entonces.
Y en esa fue cuando me percaté de que Hugo había desaparecido. Probablemente por la puerta situada a sus espaldas, una de esas que sólo en Venecia y Córdoba existen. Puertas secretas situadas en los patios, que conducen a países maravillosos y otras historias.
Mi deseo fue ir en su busca, pero me detuvo la corrección y el respeto por el conferenciante al que, por cierto, proporcioné unos chistes de mi cosecha, sobre cartulinas recicladas, muy malos, lo reconozco; y de los que no volví a saber, asunto que no me dolió mucho, porque lo que en realidad me fastidiaba era haber perdido la oportunidad de encontrar con Hugo la clavícula de Salomón.
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