Lo normal es que las tertulias se celebren en bares o cafeterías, o en las librerías, aunque menos, pero las mejores tertulias de literatura, historia, filosofía, política, cómics, chistes y tías buenas que yo frecuentaba, hará tres o cuatro puñadas de años, se vivían en una mercería que había en un remate de la plaza de la Almagra, Córdoba capital, entre botones y bobinas de colores. Aquel sitio era un santuario, refugio para el sediento de charlas y diatribas. El grupúsculo que allí hormigueaba tenía algo de secta masónica o carbonaria, pero sin mayores consecuencias que la que la imaginación calenturienta pueda fabricar. La tapadera era buena, nadie podría sospechar jamás los proyectos que allí se gestaban, para gloria y beneficio de la industria del cómic y sus espontáneos acólitos. Lo importante no era el sitio sino la atmósfera. No es cuestión de dar más datos y levantar la liebre. Lo de la mercería viene al caso de un tipo que conocí en ella, en uno de aquellos coloquios que interrumpían las parroquianas pidiendo la vez para llevarse unas medias o una cremallera, y nos hacían perder el hilo del discurso o suavizar los choques dialécticos.
Me lo presentó el propietario de la tienda. Parece ser que participaba en las reuniones como cualquier otro. No habíamos coincido antes, pero yo ya tenía alguna referencia de su persona. Era un tipo muy extraño, esa fue la primera impresión. Contrahecho, con mucha cabeza físicamente hablando, casi como la mía, pero con menos pelo. Su cara era una mueca, parecía haber sido diseñada por el pincel Jack Kirby.
Aquel sujeto tenía un sentido del humor bastante singular o con muy mala sombra, que suele decirse. Arrancó hablar con una voz grave y unas risas paleolíticas que daban susto. La situación era un párrafo viviente de una de las páginas de Carrere.
Por no ofender a nadie, no contaré ninguno de los chascarrillos que soltó entonces. No todos los estómagos están preparados para el humor negro o lo siguiente. Este hombre era un experto.
Yo lo escrutaba sin piedad, sin reírme, pero consciente de que sus gracietas eran cómicas e impublicables, imposibles hoy día. El caso es que, no acabo de comprender la razón, empezó a crearse una extraña sintonía entre nosotros hasta el punto de que un día descubrí que llevábamos décadas tomando cerveza juntos. Tal costumbre me pareció demasiado.
Por eso un año, en una de esas que nos escapábamos unos cuantos cordobeses a Sevilla a comiquear, le di el esquinazo en un cheschop con la sana intención de perderlo definitivamente de vista. Ah, vano intento. Fuimos a refugiarnos en un garito para cenar y nos lo encontramos apalancado en la barra, muy cabreado, porque se había dado cuenta de todo. Comprendí entonces que nuestras vidas estaban unidas por un misterioso e inalterable lazo, un vínculo astrológico, que no se rompería jamás, como la maldición de Atahualpa, Moctezuma o una de esas.
Por no alárgame más diré en su descargo que a la cofradía se unieron otros, no menos singulares y feos, dignos de unas gruesas pinceladas. Ya hablare de ellos.
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