Mis abuelos vivían en una casa muy grande, o a mí me lo parecía entonces, en lo alto de la calle Carnicerito de Úbeda. Desde el balcón, con las piernas colgando entre los barrotes, podías contemplarla a placer, hasta donde acababa la pendiente, y veías a lo lejos la línea donde la tierra y el cielo se hacían uno. Por allí subían y bajaban algunos coches, camiones o carros cargados de paja, chiquillos de todas las edades detrás de una pelota o jugando al pilla-pilla, burros, ovejas, incluso a veces un cerdo que llevaban al matadero. Muy cerca había un enorme pilar.
Aquella casa era muy especial, creo que nunca acabé de conocerla al completo porque había lugares tan escondidos, oscuros y húmedos que renuncié a explorar cuando tuve ocasión y además estaban de paso para acceder a un patio repleto de tiestos y gatos, y una gruta con peces.
Uno de mis lugares favoritos era una empinada escalera, por la que rodé en cierta ocasión, que daba acceso a una buhardilla, que mis abuelos llamaban la cámara y estaba llena de cachivaches. Era increíble la luz que entraba por una alta ventana de imposible acceso. La claridad bañaba unos amplios escalones ajedrezados rematados por listones de madera. Algunas de las baldosas bailaban y cantaban al pisarlas. Por el ruido podía averiguarse si subía mi abuela u otra persona de los habituales en la casa. Lo más fascinante del sitio era que en cada uno de los peldaños, a uno de los lados, se amontonaban revistas y tebeos. Subirla o bajarla implicaba detenerse y revisar lo leído o lo nuevo que iba aparcándose allí, por razones desconocidas, como tarea de Reyes Magos. Por la tarde, cuando la vida parecía detenerse en el silencio de la siesta, todo invitaba a sentarse en el acceso que conducía a la cámara y ponerse a leer lo que hubiese más a mano.
De este modo tuve ocasión de acceder a la lectura de una revista que entonces me resultó extraterrestre, fuera de lugar, porque estaba habituado a otros productos destinados a un público infantil y me refiero a las publicaciones que editaba Bruguera o la editorial Valenciana, que en comparación con aquella resultaban prehistóricas.
Estoy hablando de 1973, poco más o menos, es decir, que yo contaba con 7 años, pero ya era capaz de distinguir a los dibujantes por su estilo: Sanchis, Palop, Vázquez, Raf, Peñarroya, Ibáñez…. Sin embargo, los de aquellas páginas eran absolutamente desconocidos para mí.
Por una parte, el diseño de algunos personajes me resultaba familiar, porque me recordaban a otros, pero no los había visto nunca. Así, por un azar del destino, descubrí la obra de Bernet Toledano, (Los guerrilleros), y la de Chiqui de la Fuente, (Héctor y los Almogávares). Pero, aunque estos fueron los que más llamaron mi atención en el primer momento, con el tiempo empecé a valorar la calidad de otros autores más realistas como Víctor de la Fuente, Bielsa, Feito, Guinovart, Adolfo Builla, Hernández Palacios, J. Arranz… Y tipos tan modernos como Miguel Calatayud.
Pero además estaban los argumentos. Acostumbrado a historietas humorísticas, descubrí que con viñetas podían contarse cosas serias y muy complejas. La primera que leí de Carlos Giménez fue El Miserere.
Aunque, la que más desearía volver a leer, porque nunca la vi terminar, fue Una Escuela en la torre de los contrabandistas, de Vicente M. Gadea, un dibujante borrado por el tiempo, pero indeleble en la memoria como la vieja escalera.
La revista se llamaba Trinca.
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