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miércoles, 25 de octubre de 2023

Bartolo, el hombre-mono

Para historia triste la del chimpancé del zoo de Córdoba. Era conocido por el nombre de Bartolo. Aquel hombre peludo, y lo llamo así porque era humano, murió en 1998 de un infarto. Repetía a diario sus excesos de ira cuando acudían los visitantes a ver sus monerías, siendo estos más ridículos en sus gestos que él en su protesta tras la reja. No era un espectáculo agradable. El distinguido público se recreaba en su desgracia, lo rodeaba e inquiría con burlas. Las condiciones de la prisión de Bartolo no le permitían refugiarse donde nadie pudiese verlo y sufría el acoso hasta desquiciarse y autolesionarse bajo una lluvia de risas.

Tuve ocasión de ver un día a Bartolo tomándose una Cocacola. Era temprano, cuando acababan de abrir el zoo y se repartía la comida a los animales. El guarda le había dejado una lata al otro lado de la reja, en un rasgo de curiosa complicidad. Sentado y apoyado en la pared de su celda, el simio alargaba su brazo peludo y se la llevaba a la boca para darle un trago. La bebía poquito a poco, recreándose en cada sorbo. Su mirada se perdía en el infinito, creo que era consciente de que eran los últimos minutos de tregua antes de padecer su suplicio diario, una condena mitológica como la que sufrió cualquier condenado griego. Al verlo en aquella actitud tan humana lamenté más que nunca su suerte, comprendí lo absurdo de su cruel existencia, supe que jamás volvería a mirarlo a la cara, por vergüenza ajena.

Me pregunto muchas veces si la vida de Bartolo no era sino una alegoría de la nuestra, prisioneros de un cruel escenario del que no podemos escapar, actores frente a un público cruel e indiferente.


sábado, 21 de octubre de 2023

El cerdo de El Vacar

De las muchas y muy jugosas anécdotas que pudiera contar de la mili, y que conste que no quiero castigarte con ellas, querido lector, recuerdo con cierto placer la de la guardia Vacar que era una que se hacía en el polvorín del mismo nombre, jodida y larga como ninguna.

De los cuarteles del Córdoba X o La Reina salían los retenes con los refuerzos oportunos para cumplirla. En el Muriano había garitas por todas partes y todo recluta que marcó el paso allí hizo noche más de una vez y se meó en alguna de ellas, al abrigo de una manta de lana y un cetme, pero no necesariamente en la de El Vacar.  La guardia de El Vacar era una que podía tocarte una vez en toda la mili, y con suerte ninguna. Muchos respiraban con satisfacción cuando el cabo furrier terminaba de anunciar los servicios del día siguiente y no la había mentado.

Circulaban muchas leyendas sobre aquella guardia, la mayoría relativas al frío, la soledad y el suicidio, la posibilidad de perderse en el monte o sufrir el asalto de alguna alimaña que emergiese de la oscuridad.

- Si te toca El Vacar, que no sea la de las garitas separadas.

- ¿Por qué?

- Porque en plena noche tendrás que ir andando de una a otra, tú solo y expuesto a que te ataque un jabalí. Más de uno ha matado de un tiro un marrano para defenderse.

Aquella perspectiva desarmaba al más patriótico. Para colmo, si tocaba era durante el fin de semana, cuando el resto de la compañía se ponía los vaqueros y salía de permiso.

- ¡Qué la peles de gordo! – te decían, mientras tú subías al camión, los que se volvían civiles por unas horas.

Pero no es cuestión de alargarse en detalles, el caso es que esta guardia a la que me refiero no fue tan bequeriana como las descritas sino más bien aburrida, como todas, salvo por el dato de que efectivamente apareció un cerdo en el puesto de guardia, probablemente a hacerse con parte del rancho, que nunca era de nuestro agrado. (Otro día hablaré de las cocinas).

No cundió el pánico porque no era más que un jabato y a más de uno le hizo gracia el bicho por el parecido que tenía con un sargento de transmisiones que nos hacía la vida imposible. Los hubo que le saludaron de forma marcial llevándose la mano a la visera con veloz vaivén. Hasta lo bautizaron. Y no terminó de mascota porque no éramos legionarios, pero propósito hubo entre risas de llevarlo de vuelta al cuartel en una mochila. 

Se puso el retén en marcha y el cerdo detrás. El animalito tomó confianza. En esto que el sargento de turno hizo el reparto y dejó a cuatro en un refugio a la espera del cambio. Vino la noche y encendieron lumbre. El guarro se acomodó a la canícula de la hoguera.

Ya se sabe que las esperas se hacen largas, en la mili más. El Diablo, que no descansa, sacó de entre los reunidos a uno y lo hizo hablar.

- Mi cabo, ¿por qué no nos comemos al cerdo?

- ¿Qué dices chalao?

- Yo soy matarife en mi pueblo. Si me lo sujetan lo sacrifico.

Entre que sí y que no cuajó la propuesta y se arremangaron. Sobraban todos los correajes. Era muy escurridizo el animal, creo que olfateó el percal. En el tira y afloja estuvieron a punto de chamuscarse. El carnicero hizo honor a su currículo y cortó las orejas y el rabo esa tarde, ya era noche. El jabato terminó entre las brasas cuyo arrimo había buscado.

Esa noche hubo asado para todo el retén. Hasta el sargento, que se quedó a cuadros al ver el cuadro, cató la carne.

- Ni una palabra al teniente – dijo, llevándose un taco a la boca.

Allí sacó Montilla una botellita de su tierra, que traía disimulada en el macuto.

Fue uno de esos grandes momentos de singular hermandad que sólo se viven en la mili.


miércoles, 18 de octubre de 2023

Una interviú a Miguel del Moral

 Me habían dicho que tuviese cuidado con Miguel del Moral porque era muy maricón.

- Dile a Juan que tenga cuidado con Miguel del Moral porque es muy maricón.

Quedé confundido.

- O sea, que es maricón –protesté, porque lo del muy no lo entendía. O se es o no se es, ni más ni menos.

No di más importancia al aviso, pero me pregunté por las razones. Todavía lo hago.

El interés por el artista venía de antiguo, por su obra, que ya conocía. Su estilo me recordaba al clasicismo renacentista. En el desaparecido hotel Gran Capitán existía un notable número de lienzos suyos adornando las paredes de los pasillos, uno de los cuales estuve tentado de robar, (sigo imaginado cómo podría haberlo hecho). Y un cuadro enorme del famoso militar en el comedor principal, que admiré muchas veces entre bodas y comuniones. Además, conocía dibujos suyos publicados en revistas poéticas y alguna que otra referencia a su aprendizaje con Vázquez Díaz.

La oportunidad de hacer un trabajo de doctorado en la facultad sobre vidrieras me dio la excusa perfecta para conocerlo en persona. En realidad, debía versar sobre las medievales, pero, como era mi costumbre, decidí amoldarlo a mis predilecciones en perjuicio de la nota. Yo sabía que Miguel del Moral había hecho unas para para una iglesia de Córdoba, en un convento de la sierra. Espectaculares. De esas que no te cansas de mirar hasta que te echan las monjas con una sonrisa que quiere decir que te largues de una puta vez. 

Ni corto ni perezoso busqué en las páginas amarillas su teléfono, venían tres o cuatro. Probé y acerté a la tercera, o igual fue a la cuarta. Le comenté lo del trabajo y, aunque reticente y glacial, aceptó a recibirme en su casa estudio, que resultó estar muy cerca de la facultad de Filosofía y Letras. Por la misma puerta de su domicilio había pasado cientos de veces y me había detenido a contemplar un pequeño mosaico que no imaginaba obra suya; y que siempre de pareció una torpe réplica de uno romano. Ahora lo miraría de otra manera.

Armado de una grabadora, que entonces se estilaba entre los periodistas, y en compañía de mi novia, que no venía de carabina sino que actuábamos a una, nos presentamos a la cita para hacerle la entrevista.

Salió a recibirnos, en contra de lo esperado, un pequeño anciano, una miniatura de hombre, un individuo que no mediría más de metro y medio, consumido, muy poca cosa, que, tras manifestar cierta sorpresa, pese a que sabía de la visita, tal vez por la inesperada compañera, nos invitó a entrar.

Otro convidado estaba en la casa, un joven tallista muy silencioso cuyo nombre no recuerdo, que de entre las virutas de una tabla y con ayuda de una gubia sacaba un relieve.

La habitación donde nos acogió destacaba por su sobriedad escurialense, pero iluminada, gracias a un amplio ventanal con vistas a unos tejados próximos. En un ángulo se erguía un maniquí que vestía un hábito de monje, si es que no era una representación de la muerte. Y en una de las paredes había muchas y viejas fotografías, de actrices del mudo, Garbo con gesto de ensueño y Dietrich enseñando las piernas. Un sofá, un sillón y no más sillas, sino un puf moruno, componían el mobiliario. Ni rastro de libros ni cuadros, para mi desencanto.

La conversación fue breve. De entrada, se opuso a que usase la grabadora. Me dijo de forma reposada pero tajante que era mejor grabar las palabras en la memoria. Esa desconfianza por su parte me dejó fuera de juego. A partir de ahí poco más. Advertí que era reacio a hablar de otra cosa que no estuviese relacionado con el tema que me había llevado hasta allí. No era precisamente una persona expansiva, o me estaba estudiando.

Mencionó algo de que le hubiese gustado hacer unas vidrieras sobre los evangelios apócrifos, por ser más interesantes  y divertidos, pero que las monjas no le habían permitido tal opción. Adán y Eva, Caín y Abel, Moisés. Nos detuvimos en el santo Job, quizás la figura más representativa de aquel retablo vidriado.

Como aquello no avanzaba, decidí que no merecía la pena alargar más la interviú y me excusé con que no tenía más preguntas que hacer. Lo cierto es que era un individuo hermético, o así trataba a los extraños, con un sólido muro de silencio. En un descuido del anfitrión, que fue a buscar algo, abordé al inquilino de la gubia, pero demostró ser también hombre de pocas palabras. Estaba allí para recibir consejos del maestro sin esperar a que nos marchásemos.

Nos despedimos, forzados por las circunstancias. A la salida Miguel nos retuvo un instante, me dijo que la próxima vez que nos viésemos me iba a proporcionar un libro interesante. Quedamos en que ya hablaríamos. Lo cierto es que no sucedió. No volvimos a reunirnos jamás.

La experiencia confirmó en mi mente una idea que siempre me ha acompañado: lo importante es la obra y no el autor. La obra anónima demuestra que no es necesario el primero, y no por ello pierde grandeza, sino que la acrecienta al rodearse de la magia del misterio. Ahí están las creaciones huérfanas de la antigüedad para atestiguarlo. En la actualidad sucede al contrario, importa el fulano o la fulana, su foto.

Hay encuentros que salen torcidos desde el primer momento, este fue de aquellos.


lunes, 16 de octubre de 2023

Pionero

7000 varas era la distancia entre Jerez de la Frontera y el muelle del río Guadalete que había que salvar mediante la construcción de una vía férrea, y hacían falta “dineros”, y muchos, para llevar a cabo tal empresa. Era una obra de envergadura, compleja por novedosa, pero muy atractiva y, a la larga, muy rentable.

La iniciativa era de don José Díez Imbrerchts, hombre nacido en Cádiz, de ancestros linajudos, emprendedor, comerciante, librecambista, de ideas liberales, pero prudente en exponerlas. Aún estaba fresco el recuerdo de Riego y su aventura, y también las intentonas de Torrijos y los suyos, con mal final para todos. ¿Quién no evocaba entre los progresistas a la valiente Pineda, ajusticiada por bordar una bandera de la causa?

Don José era cauto, pero con vista de águila. Su fama de afrancesado le perseguía, tenía que nadar y guardar la ropa. Para los realistas y apostólicos cualquier sugerencia que implicase movimiento de capitales despertaba todas las alarmas, y de él no se perdían ni un vulgar gesto. Ah, el dinero, vil metal, argumentaban los seguidores del viejo orden, enemigos de la igualdad ante la ley y partidarios de que el patrimonio permaneciese en manos de los estamentos privilegiados, en mayorazgos o manos muertas por pertenecer a Dios. No aceptaban en modo alguno ese afán por la riqueza entre los burgueses, propia de herejes.

- Los negocios son los negocios - argumentaba don José, furibundo a ratos, conciliador los más; y aquel del que tanto hablaba y celebraba prometía ser rentable. Era algo que incluso su majestad, el rey Fernando, podría comprender si le prestase atención, por poco que gustase de los cambios, como venía demostrando recientemente con sus últimas iniciativas, despertando el recelo de su hermano don Carlos, que lo imaginaba secuestrado por los defensores del libre comercio y fraguaba en secreto, pero a todas voces, la rebeldía en defensa de los viejos fueros.

- Los tiempos estaban cambiando, es algo inevitable – reflexionaba el gaditano en voz alta, pese a la amenaza absolutista; y deseaba que así fuese.

El comercio del vino crecía y proporcionaba pingues beneficios. Las malas lenguas lo atribuían a los ingleses. Desde que acudieron a Cádiz a ponerle las cosas difíciles al emperador Bonaparte y su hermano Pepe Botella, y tuvieron ocasión de beber el Jerez en más ocasiones que nunca, se mostraron sedientos de éste y no hacían sino recalar en el golfo para catarlo y llenar de barriles las bodegas de los buques de guerra después de vaciarlos de hombres, armas y proyectiles…, y también ideas. El regreso a la isla era siempre satisfactorio por los beneficios que produciría la venta del sherry, y en especial por lo que se bebía en el trayecto. Desde entonces los vinateros ingleses buscaban el modo de hacerse un hueco en el negocio local, y algunos honorables ciudadanos ya se asentaban en la zona y exigían a su rey George la eliminación del impuesto por bota a los caldos españoles, pues de estos, varias marcas, eran resultado de su iniciativa e inversión en tierra andaluza.

- La guerra por la independencia se hizo con alegría, no cabe duda, por muchos motivos, pero sobre todo por entusiasmo que infundía el vino – señalaba el gaditano al cavilar sobre los cambios notables que el conflicto había traído, si bien no todos los deseados.

Si los franceses perdieron en Rusia fue por no llevar los soldados Jerez en las cantimploras y recurrir al vodka para entrar en calor, era uno de los argumentos espurios o apócrifos que se atribuyen al empresario, pero que casan con el amor que este sentía por el producto de la tierra. 

Don José lo tenía todo muy estudiado, afirmaba. Se reunía con sus amigos en las bodegas que disponía y, mientras se rascaba con una mano las pobladas patillas y con la otra sostenía una copa medio llena de optimismo, puesta la vista en el infinito y ese fulgor en los ojos que caracterizan al soñador o al achispado, les hablaba de las virtudes del ferrocarril, una endiablada máquina de hierro colado movida por vapor que transportaba en un santiamén kilos de carbón de un lado a otro de Inglaterra. En los últimos años incluso pasajeros, entre Stockton y Darlington concretamente. Aquel trasiego de fósiles y personas no hacía sino generar más y más opulencia. El mundo se reducía a un paseo. Lo mismo se podía hacer en la región andaluza, pero con toneles de vino.

- Se ahorraría tiempo, “time is money” – decía, y argumentaba que abarataría gastos de transporte. En apenas unas horas los almacenes del puerto tendrían un importante “stock”, resaltaba con acento gaditano, listo para ser embarcado en las bodegas de los buques, sin descanso, que viajarían a Southampton, base de la marina mercante anglosajona, para su posterior distribución, también mediante ferrocarriles, por las numerosas licorerías del país del norte. Aquella iniciativa estimularía el comercio de la zona jerezana, generaría trabajo y riqueza.

Unos rieles pondrían en contacto las bodegas de El Portal con el muelle del río. Las vagonetas tiradas por una locomotora, (ya no serían necesarios carros tirados por lentos caballos), que alcanzaba los 35 km por hora, trasladarían de un lado a otro los barriles y desde allí los barcos no tendrían más que desplazarse río abajo hasta la desembocadura y tomar rumbo a Inglaterra. En un principio el negocio podría limitarse al mercado inglés, pero si la iniciativa prosperaba podría venderse vino a todo el mundo sin temor a la competencia. Ya estaban tardando en sumarse al progreso, argumentaba para seducir al auditorio.

Era tal el entusiasmo que ponía en la descripción del moderno medio del transporte que, sin conocerlo más que por estampas, los invitados temían verlo irrumpir en la nave, acompañado de un estruendo de pitidos, resoplidos y traqueteo de locomotora y vagones, tirando abajo una de las paredes y arrollando con ímpetu industrial las ordenadas por siglos pirámides de barricas repletas de caldo.

- Estamos en la Era del Raíl, caballeros.

Ah, las máquinas. En Inglaterra proliferaban aquellos artefactos, el país estaba cambiando gracias a la ciencia y la técnica. Su paisaje y su clima era otro desde que se multiplicaban aquellos armazones metálicos movidos por la fuerza del vapor de agua. Las chimeneas proliferaban como sarmientos, el cielo se oscurecía, las distancias se acortaban, las mujeres vestían mejor. Don José estaba convencido de que aquella nación de filibusteros estaba llamada a protagonizar grandes empresas en los próximos años y sacaba a relucir los escritos de Charles Baggage, un erudito inglés que destacaba por el diseño de complejos artilugios y motores.

- El cerebro de ese hombre debería guardarse en un frasco - proponía don José -, pero lleno de alcohol de Jerez. 

Opinión que despertaba la hilaridad entre los concurrentes.

Estos, comerciantes como él, masones algunos, otros viejos diputados de La Pepa, le escuchaban con atención, pero todo les resultaba una arriesgada fantasía, consecuencia inevitable del producto que degustaban en las tertulias y que él quería vender a los ingleses a toda costa. Alguno que otro temía perder en el futuro, si prosperaban aquellas ideas, la oportunidad de saborear en cualquier ocasión lo que a todos unía.

Al final de la noche, antes de que las guitarras y las bailaoras rompiesen la seriedad de estos cónclaves, de esta curiosa sociedad secreta, don José remataba su discurso y anunciaba su firme propósito.

- Tengo intención de presentar un memorial a su majestad el rey, para recibir los permisos necesarios, una licencia, para poner en marcha el proyecto: el primer ferrocarril del reino. Estoy convencido de que sus ministros darán el beneplácito. Es la ocasión que el país precisa para recuperar su lugar entre las naciones con más iniciativa de occidente.

Argumento que reiteraba siempre a amigos y simpatizantes, con un brillo especial en los ojos y una copa en alto que vaciaba y rellenaba sin cesar porque la garganta se le secaba con prontitud en cada una de las intervenciones que llevaba a cabo, que no eran pocas.

Pero, pese a su verborrea y sin fin de razones persuasivas, jaleos y palmas al final, el proyecto no fue más allá, quedó para el recuerdo de los que concurrían a aquellos pintorescos coloquios, monólogos más, con regusto a Sherry. El hábil comerciante no fue capaz de atraer a su causa a otros con su misma visión de futuro. El número de accionistas para la empresa nunca fue el suficiente por lo que, pese a obtener la anuencia del monarca, un privilegio de explotación del ferrocarril por 50 años, el empresario hubo de aparcar el proyecto en vía muerta y ocuparse de otros, sin duda menos atractivos para su naturaleza combativa. 

- No se imaginan la oportunidad que han perdido, cosecheros de uva y productores de vino, vendedores – recalcaba y lamentaba, mientras inspiraba el aroma de madera borracha de sus bodegas para sofocar la decepción que le embargaba y la Niña del Barrio de Santiago, una gitanilla sucia y descalza que le acompañaba como bastón, le hacía unas carantoñas para que se le pasase el disgusto.

- Amos, mi arma, que no sacabao er mundo – chillaba la chiquilla con un requiebro de manos y él asentía con una sonrisa boba.

Pero la historia de don José Díez Imbrechts no estaba destinada a terminar en fracaso, un hombre de su naturaleza no podía renunciar a un sueño tan atractivo como el que ofrecía aquel singular invento que llamaron ferrocarril. Y poco tardó en imaginar otros trayectos e imposibles que habrán de contarse en otra ocasión, pues es este viaje de muchas estaciones y nuestro billete no da para otra.


sábado, 14 de octubre de 2023

Pumares

Se ha muerto Pumares que era la voz de un tipo que me hacía compañía de madrugada, cuando yo era estudiante o lo simulaba. Ponía la radio, sintonizaba el canal y escuchaba Polvo de Estrellas, un programa sobre cine que el aludido presentaba a deshoras. Era muy divertido. Su exposición cinematográfica no distorsionaba la "atenta" lectura de apuntes o manuales de diversas asignaturas, sino que la enriquecía y la hacía menos tediosa. Por desgracia, ya no recuerdo sino alguna que otra anécdota de aquellas emisiones en el silencio de la noche y al abrigo del agujero negro de la luz del flexo, porque se refirió al cómic para reconocerle hallazgos que luego explotó el cine. No diré que lo echaré de menos porque eso lo vengo haciendo desde que dejé la costumbre descrita en casa de mis padres. Supongo que ahora el nombre de su magacín, al anudarse a su óbito, tendrá un sentido más poético.


miércoles, 11 de octubre de 2023

El burro del chache Josico

Mi bisabuelo Josico, que es como era conocido en Úbeda, estaba a cargo de un huerto que le habían arrendado los propietarios de un viejo convento desamortizado, que se situaba por el barrio de la Cava y en el que luego se hizo un cine al aire libre. La parcela era una maravilla porque disponía de agua abundante y existía una gran variedad de árboles y plantas, supervivientes o descendientes de los que dejaron allí los monjes. La historia sigue porque existía allí un pozo muy ancho y profundo que no estaba a la vista, y allí se cayó un burro que tenía mi bisabuelo. Al tanto del suceso Josico corrió y buscó ayuda, y en una tenería próxima, que apestaba a considerable distancia, la halló, pero con trato. Le propusieron los que dentro curtían las pieles quedarse con el animal si lo sacaban muerto. No le pareció mal oferta al dueño del jumento, por las prisas y preocupación que traía, y respondió que vale, que de acuerdo. Se fueron al pozo dos brutos armados de soga y lanzaron lazos para pescar al asno, con tan mala o buena fortuna, para ellos, de que en la maniobra se ahorcó el animal. Quedó Josico sin bestia y los mozos se hicieron un tambor con la piel de ésta.


sábado, 7 de octubre de 2023

Mazinger Z

¿Has visto Mazinger?

Fue la frase más repetida aquel sábado por la tarde, 11 de marzo de 1978. Vino a colación de la emisión del segundo episodio de la serie de anime Mazinger Z en la tele de canal y medio que nos sacaba del tedio. El primero creó muchas expectativas, sobre todo preguntas indiscretas en casa, por el asunto de la singular naturaleza del barón Ashler, pero nadie podía imaginar lo que vendría a continuación. Una semana después el robot del doctor Kabuto, dirigido por su nieto Koji, acababa de cargarse a los dos brutos mecánicos del malvado doctor Infierno, (Garada K7 y GX-26r Doublas M), que estaban asolando Tokio, tras un desigual combate a vida o muerte. Garada imponía por su rostro macabro e impersonal, y unas afiladas hoces que lucía como astas de gorro vikingo. Doublas amenazaba con dos cabezas de ofidio de asalto impredecible, sus ojos fríos delataban la falta de sentimientos que caracterizan a la máquina asesina. Ambos quedaron a merced del robot justiciero al ritmo de tambores y trompetas con sonido de espagueti western. 

Así como acabó el episodio, cuando todavía no se habían levantado los manteles de la mesa y los postres eran relegados al olvido, salimos a la calle como disparados por una catapulta, la banda sonora nos daba alas para subir a lo más alto. La chiquillería, entusiasmada, se buscaba y gritaba a voces la misma pregunta: ¿Has visto Mazinger? Allí donde acostumbraba a jugar se arremolinó en melé para comentar la experiencia, narrar lo visto, interpretar la lucha, hacer el robot, dispararse unos rayos… Todavía estábamos rodeados de estallidos y piezas incandescentes de brutos mecánicos.

Desde aquel día las semanas se hicieron muy largas, la mañana del sábado ni te cuento. Todo era demasiado para poder disfrutar de veinte minutos de máquinas pendencieras y personajes pintorescos.

Con Mazinger nació el gusto por el manga. Nadie volvió a asociarlo con Heidi o Marco. Muchos fueron los que se aplicaron a dibujar historietas de robots. Mi hermano y yo nos pusimos a ello. De aquellas semanas de espera surgieron muchas cuartillas de combates y explosiones de plastidecor.

Después asomó Orzowei por la pantalla y de algún modo liquidaron nuestra infancia. Entonces no había progres en el gobierno, se llamaban de otra manera, pero hicieron el mismo daño.


viernes, 6 de octubre de 2023

The band

Sí, fue en el 82, el día del estreno del Poltergeist en Córdoba, en el cine Isabel la Católica, el de la Plaza de la Puerta del Rincón, lo recuerdo perfectamente porque acababa de comprar la entrada para verla. Mi amigo José María y yo nos disponíamos a pasar una tarde de miedo entre las butacas de tan célebre auditorio. Mucho me había costado armarme de valor para asistir a la proyección, porque no soy amante de las pelis de terror, ni antes ni ahora, y aunque no las tenía todas conmigo había decidido no quedarme atrás.  A la cita debían acudir otros amigos, pero no llegaban. Crecía mi arrepentimiento, sabía que aquella tarde me impediría conciliar el sueño varias semanas y envidiaba a los que no asomaban. Pero lo hicieron, cuando más concurrida estaba la escalinata de acceso y todo el mundo aspiraba a cruzar la puerta. Rápidamente les increpamos para que corriesen a comprar los tiques, pero traían una nueva propuesta. Por alguna extraña razón sus ojos brillaban de entusiasmo, que nos confesaron. Habían decido formar un grupo de música. Manolo se ofrecía a tocar la guitarra y Fermín la batería, sin tenerla. Jesús y Rafa también se mostraban dispuestos, aunque no especificaron para qué. Era un asunto urgente que había que tratar de inmediato, se estaba gestando La Movida, los grupos musicales surgían por doquier como las setas del bosque en los otoños de antaño. Contagiados por la novedad, y en mi caso satisfecho por librarme de pasar un mal rato, nos sumamos a la reventa y recuperamos nuestro dinero sin sacarle rentabilidad al cambio. De allí nos marchamos tan campantes a montar la banda. Fue fantástico recorrer la calle Alfaros haciendo proyectos, ya nos imaginábamos en ruta por todos los escenarios de la geografía de España; chasqueábamos los dedos, nos marcábamos un swing, entonábamos melodías y letras de Bloque y Leño, y agitábamos las greñas mientras simulábamos tocar el bajo, los platillos, la caja o el bombo. Menuda marcha.

El caso es que, no acabo de comprender por qué, así como entramos en la judería y bajamos al parque de las manos, Plaza de los Santos Mártires, el tema era ya otro y el grupo se había disuelto antes de ponerse un nombre siquiera. Los sueños entonces eran efímeros o menos persistentes.

Muchas veces rememoro con simpatía el día y el dato, y fantaseo con lo que hubiese pasado si aquel propósito hubiese llegado a buen puerto. También me pregunto si la película me hubiese gustado o no, la verdad es que no me he preocupado de verla después. Confieso que a falta de guitarra yo en casa tocaba una raqueta. Cualquier día os doy un concierto.


martes, 3 de octubre de 2023

Corto Maltés de cartón piedra

Corto Maltés no estuvo en Córdoba, claro que no. Es un personaje imaginario. Hugo Pratt, sin embargo, sí estuvo en la ciudad en unas pocas ocasiones, que caben en un puño y sobran dedos. Hugo inventó una Córdoba con poco o nada que ver con la original sino con un cuento oriental, de los que surgían de las traducciones libres de Las Mil y Una Noches. Tampoco sus cordobeses eran reales, parecían sacados de un folletín decimonónico, de uno de aquellos libretos con los que se daba vida a óperas como Carmen y en los que a los toreros se llamaba toreadores.

(Si así era la Córdoba de Pratt, imagina el Brasil que nos pintaba).

El acierto de Hugo estuvo en convencer a todos los que no eran cordobeses y se reparten por los 6 continentes, aficionados al cómic, de que existió una Córdoba así. El problema está en que muchos de los que hoy habitan esta ciudad, viejos sobre todo, se han terminado creyendo aquella y se toman en serio lo de que había judíos enseñando la cábala en los alrededores de la mezquita en tiempos de la Restauración; o lo de que Corto recorría la Calleja de las Flores para ir a su casa, cuando cualquier cordobés sabe que es un callejón sin salida que no lleva a ninguna parte, de ahí su encanto.

Del paso de Corto por Córdoba no tenemos sino dos postales, del personaje delante de ambos escenarios: mezquita y calleja, como como los selfis de cualquier turista. Y también algún roce con Lagartijo, pero desde el burladero.

Sin embargo, pese a lo expuesto, ya hay quien se inventa una ruta y le busca acomodo en un rincón del casco antiguo, por donde Corto no pasó ni de puntillas. Para colmo lo han sentado en el callejero junto a Pemán, con quien no tiene lazo alguno, salvo por el hecho de que el monárquico quizás se hubiese entendido con Hugo, al menos en la juventud de éste. 



domingo, 1 de octubre de 2023

La tía Nicolasa

Le salió a mi abuela un bulto de pus en la barriga y el médico, que no atinaba con la causa y posibles consecuencias, determinó que debía viajar a Jaén para que la reconociese un especialista, era lo mejor. Sin más preámbulos y con la lógica preocupación y trastorno que aquello acarreaba se dispuso a hacer el viaje para ser ingresada en la clínica popularmente conocida como la de Las Palmeras, e interpreto que debió ser una que hubo entonces en la plaza de tal nombre, sobre cuyo solar se levantó después un bloque de pisos en el que tiene un bajo la de La Inmaculada. Pero igual me equivoco.

En los años de posguerra las ambulancias eran un lujo por lo que tuvo que conformarse con hacer el viaje en la Alsina, el autobús de línea que salía de Úbeda y remataba en la capital. Hizo su ropita un lío y acudió a la parada con sus hijos para despedirse, pero antes de subir la detuvo el conductor o un enfermero, supongo, y le preguntó alarmado que dónde iba sola.

En aquellos días mi abuelo estaba en Madrid, recuperándose de un disparo en un ojo, que lo dejó ciego de éste, que recibió de forma fortuita persiguiendo a unos ladrones de aceitunas; por lo que mi abuela no tuvo otra que buscar a alguien dispuesto a acompañarla y envió a mi tía Pepa y a mi padre a que se lo dijesen a la tía Nicolasa, que de todas las hermanas de mi abuelo era la que tenía más fama de generosa. Así, mientras el autobús en marcha esperaba el resultado de la decisión, los niños se presentaron en casa de la tía y la encontraron en la cocina con las manos literalmente en la masa. Tan pronto como se enteró de la demanda se quitó el mandil, se limpió las manos y salió andando con lo puesto, sin más equipaje, dejando a sus cinco hijas a cargo de la cocina.

De este modo, mi abuela y su cuñada subieron al autobús y se plantaron en Jaén, donde lo que parecía ser un par de días terminó convirtiéndose en tres meses. A mi abuela la ingresaron y le dieron habitación en la clínica, pero a mi tía abuela no la dejaban pernoctar allí ni como acompañante, porque no se usaba, por lo que hubo de ingeniárselas para poder dormir en el alféizar de la ventana del cuarto.

Dio la casualidad de que la enfermera que allí atendía iba a casarse pronto, o eso decía, y Nicolasa le obsequió un bonito ramo de flores, de las que crecían en un jardín próximo, pero no un día, sino todos los que tuvo que estar allí de compañera. A la otra debió de hacerle gracia el detalle e hizo la vista gorda.

Pasado el tiempo dieron el alta a mi abuela y las dos regresaron a Úbeda. Mis abuelos estuvieron el resto de su vida muy agradecidos a la voluntad de Nicolasa, pero esta nunca quiso nada a cambio de algo que hizo de todo corazón.