7000 varas era la distancia entre Jerez de la Frontera y el muelle del río Guadalete que había que salvar mediante la construcción de una vía férrea, y hacían falta “dineros”, y muchos, para llevar a cabo tal empresa. Era una obra de envergadura, compleja por novedosa, pero muy atractiva y, a la larga, muy rentable.
La iniciativa era de don José Díez Imbrerchts, hombre nacido en Cádiz, de ancestros linajudos, emprendedor, comerciante, librecambista, de ideas liberales, pero prudente en exponerlas. Aún estaba fresco el recuerdo de Riego y su aventura, y también las intentonas de Torrijos y los suyos, con mal final para todos. ¿Quién no evocaba entre los progresistas a la valiente Pineda, ajusticiada por bordar una bandera de la causa?
Don José era cauto, pero con vista de águila. Su fama de afrancesado le perseguía, tenía que nadar y guardar la ropa. Para los realistas y apostólicos cualquier sugerencia que implicase movimiento de capitales despertaba todas las alarmas, y de él no se perdían ni un vulgar gesto. Ah, el dinero, vil metal, argumentaban los seguidores del viejo orden, enemigos de la igualdad ante la ley y partidarios de que el patrimonio permaneciese en manos de los estamentos privilegiados, en mayorazgos o manos muertas por pertenecer a Dios. No aceptaban en modo alguno ese afán por la riqueza entre los burgueses, propia de herejes.
- Los negocios son los negocios - argumentaba don José, furibundo a ratos, conciliador los más; y aquel del que tanto hablaba y celebraba prometía ser rentable. Era algo que incluso su majestad, el rey Fernando, podría comprender si le prestase atención, por poco que gustase de los cambios, como venía demostrando recientemente con sus últimas iniciativas, despertando el recelo de su hermano don Carlos, que lo imaginaba secuestrado por los defensores del libre comercio y fraguaba en secreto, pero a todas voces, la rebeldía en defensa de los viejos fueros.
- Los tiempos estaban cambiando, es algo inevitable – reflexionaba el gaditano en voz alta, pese a la amenaza absolutista; y deseaba que así fuese.
El comercio del vino crecía y proporcionaba pingues beneficios. Las malas lenguas lo atribuían a los ingleses. Desde que acudieron a Cádiz a ponerle las cosas difíciles al emperador Bonaparte y su hermano Pepe Botella, y tuvieron ocasión de beber el Jerez en más ocasiones que nunca, se mostraron sedientos de éste y no hacían sino recalar en el golfo para catarlo y llenar de barriles las bodegas de los buques de guerra después de vaciarlos de hombres, armas y proyectiles…, y también ideas. El regreso a la isla era siempre satisfactorio por los beneficios que produciría la venta del sherry, y en especial por lo que se bebía en el trayecto. Desde entonces los vinateros ingleses buscaban el modo de hacerse un hueco en el negocio local, y algunos honorables ciudadanos ya se asentaban en la zona y exigían a su rey George la eliminación del impuesto por bota a los caldos españoles, pues de estos, varias marcas, eran resultado de su iniciativa e inversión en tierra andaluza.
- La guerra por la independencia se hizo con alegría, no cabe duda, por muchos motivos, pero sobre todo por entusiasmo que infundía el vino – señalaba el gaditano al cavilar sobre los cambios notables que el conflicto había traído, si bien no todos los deseados.
Si los franceses perdieron en Rusia fue por no llevar los soldados Jerez en las cantimploras y recurrir al vodka para entrar en calor, era uno de los argumentos espurios o apócrifos que se atribuyen al empresario, pero que casan con el amor que este sentía por el producto de la tierra.
Don José lo tenía todo muy estudiado, afirmaba. Se reunía con sus amigos en las bodegas que disponía y, mientras se rascaba con una mano las pobladas patillas y con la otra sostenía una copa medio llena de optimismo, puesta la vista en el infinito y ese fulgor en los ojos que caracterizan al soñador o al achispado, les hablaba de las virtudes del ferrocarril, una endiablada máquina de hierro colado movida por vapor que transportaba en un santiamén kilos de carbón de un lado a otro de Inglaterra. En los últimos años incluso pasajeros, entre Stockton y Darlington concretamente. Aquel trasiego de fósiles y personas no hacía sino generar más y más opulencia. El mundo se reducía a un paseo. Lo mismo se podía hacer en la región andaluza, pero con toneles de vino.
- Se ahorraría tiempo, “time is money” – decía, y argumentaba que abarataría gastos de transporte. En apenas unas horas los almacenes del puerto tendrían un importante “stock”, resaltaba con acento gaditano, listo para ser embarcado en las bodegas de los buques, sin descanso, que viajarían a Southampton, base de la marina mercante anglosajona, para su posterior distribución, también mediante ferrocarriles, por las numerosas licorerías del país del norte. Aquella iniciativa estimularía el comercio de la zona jerezana, generaría trabajo y riqueza.
Unos rieles pondrían en contacto las bodegas de El Portal con el muelle del río. Las vagonetas tiradas por una locomotora, (ya no serían necesarios carros tirados por lentos caballos), que alcanzaba los 35 km por hora, trasladarían de un lado a otro los barriles y desde allí los barcos no tendrían más que desplazarse río abajo hasta la desembocadura y tomar rumbo a Inglaterra. En un principio el negocio podría limitarse al mercado inglés, pero si la iniciativa prosperaba podría venderse vino a todo el mundo sin temor a la competencia. Ya estaban tardando en sumarse al progreso, argumentaba para seducir al auditorio.
Era tal el entusiasmo que ponía en la descripción del moderno medio del transporte que, sin conocerlo más que por estampas, los invitados temían verlo irrumpir en la nave, acompañado de un estruendo de pitidos, resoplidos y traqueteo de locomotora y vagones, tirando abajo una de las paredes y arrollando con ímpetu industrial las ordenadas por siglos pirámides de barricas repletas de caldo.
- Estamos en la Era del Raíl, caballeros.
Ah, las máquinas. En Inglaterra proliferaban aquellos artefactos, el país estaba cambiando gracias a la ciencia y la técnica. Su paisaje y su clima era otro desde que se multiplicaban aquellos armazones metálicos movidos por la fuerza del vapor de agua. Las chimeneas proliferaban como sarmientos, el cielo se oscurecía, las distancias se acortaban, las mujeres vestían mejor. Don José estaba convencido de que aquella nación de filibusteros estaba llamada a protagonizar grandes empresas en los próximos años y sacaba a relucir los escritos de Charles Baggage, un erudito inglés que destacaba por el diseño de complejos artilugios y motores.
- El cerebro de ese hombre debería guardarse en un frasco - proponía don José -, pero lleno de alcohol de Jerez.
Opinión que despertaba la hilaridad entre los concurrentes.
Estos, comerciantes como él, masones algunos, otros viejos diputados de La Pepa, le escuchaban con atención, pero todo les resultaba una arriesgada fantasía, consecuencia inevitable del producto que degustaban en las tertulias y que él quería vender a los ingleses a toda costa. Alguno que otro temía perder en el futuro, si prosperaban aquellas ideas, la oportunidad de saborear en cualquier ocasión lo que a todos unía.
Al final de la noche, antes de que las guitarras y las bailaoras rompiesen la seriedad de estos cónclaves, de esta curiosa sociedad secreta, don José remataba su discurso y anunciaba su firme propósito.
- Tengo intención de presentar un memorial a su majestad el rey, para recibir los permisos necesarios, una licencia, para poner en marcha el proyecto: el primer ferrocarril del reino. Estoy convencido de que sus ministros darán el beneplácito. Es la ocasión que el país precisa para recuperar su lugar entre las naciones con más iniciativa de occidente.
Argumento que reiteraba siempre a amigos y simpatizantes, con un brillo especial en los ojos y una copa en alto que vaciaba y rellenaba sin cesar porque la garganta se le secaba con prontitud en cada una de las intervenciones que llevaba a cabo, que no eran pocas.
Pero, pese a su verborrea y sin fin de razones persuasivas, jaleos y palmas al final, el proyecto no fue más allá, quedó para el recuerdo de los que concurrían a aquellos pintorescos coloquios, monólogos más, con regusto a Sherry. El hábil comerciante no fue capaz de atraer a su causa a otros con su misma visión de futuro. El número de accionistas para la empresa nunca fue el suficiente por lo que, pese a obtener la anuencia del monarca, un privilegio de explotación del ferrocarril por 50 años, el empresario hubo de aparcar el proyecto en vía muerta y ocuparse de otros, sin duda menos atractivos para su naturaleza combativa.
- No se imaginan la oportunidad que han perdido, cosecheros de uva y productores de vino, vendedores – recalcaba y lamentaba, mientras inspiraba el aroma de madera borracha de sus bodegas para sofocar la decepción que le embargaba y la Niña del Barrio de Santiago, una gitanilla sucia y descalza que le acompañaba como bastón, le hacía unas carantoñas para que se le pasase el disgusto.
- Amos, mi arma, que no sacabao er mundo – chillaba la chiquilla con un requiebro de manos y él asentía con una sonrisa boba.
Pero la historia de don José Díez Imbrechts no estaba destinada a terminar en fracaso, un hombre de su naturaleza no podía renunciar a un sueño tan atractivo como el que ofrecía aquel singular invento que llamaron ferrocarril. Y poco tardó en imaginar otros trayectos e imposibles que habrán de contarse en otra ocasión, pues es este viaje de muchas estaciones y nuestro billete no da para otra.