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miércoles, 18 de octubre de 2023

Una interviú a Miguel del Moral

 Me habían dicho que tuviese cuidado con Miguel del Moral porque era muy maricón.

- Dile a Juan que tenga cuidado con Miguel del Moral porque es muy maricón.

Quedé confundido.

- O sea, que es maricón –protesté, porque lo del muy no lo entendía. O se es o no se es, ni más ni menos.

No di más importancia al aviso, pero me pregunté por las razones. Todavía lo hago.

El interés por el artista venía de antiguo, por su obra, que ya conocía. Su estilo me recordaba al clasicismo renacentista. En el desaparecido hotel Gran Capitán existía un notable número de lienzos suyos adornando las paredes de los pasillos, uno de los cuales estuve tentado de robar, (sigo imaginado cómo podría haberlo hecho). Y un cuadro enorme del famoso militar en el comedor principal, que admiré muchas veces entre bodas y comuniones. Además, conocía dibujos suyos publicados en revistas poéticas y alguna que otra referencia a su aprendizaje con Vázquez Díaz.

La oportunidad de hacer un trabajo de doctorado en la facultad sobre vidrieras me dio la excusa perfecta para conocerlo en persona. En realidad, debía versar sobre las medievales, pero, como era mi costumbre, decidí amoldarlo a mis predilecciones en perjuicio de la nota. Yo sabía que Miguel del Moral había hecho unas para para una iglesia de Córdoba, en un convento de la sierra. Espectaculares. De esas que no te cansas de mirar hasta que te echan las monjas con una sonrisa que quiere decir que te largues de una puta vez. 

Ni corto ni perezoso busqué en las páginas amarillas su teléfono, venían tres o cuatro. Probé y acerté a la tercera, o igual fue a la cuarta. Le comenté lo del trabajo y, aunque reticente y glacial, aceptó a recibirme en su casa estudio, que resultó estar muy cerca de la facultad de Filosofía y Letras. Por la misma puerta de su domicilio había pasado cientos de veces y me había detenido a contemplar un pequeño mosaico que no imaginaba obra suya; y que siempre de pareció una torpe réplica de uno romano. Ahora lo miraría de otra manera.

Armado de una grabadora, que entonces se estilaba entre los periodistas, y en compañía de mi novia, que no venía de carabina sino que actuábamos a una, nos presentamos a la cita para hacerle la entrevista.

Salió a recibirnos, en contra de lo esperado, un pequeño anciano, una miniatura de hombre, un individuo que no mediría más de metro y medio, consumido, muy poca cosa, que, tras manifestar cierta sorpresa, pese a que sabía de la visita, tal vez por la inesperada compañera, nos invitó a entrar.

Otro convidado estaba en la casa, un joven tallista muy silencioso cuyo nombre no recuerdo, que de entre las virutas de una tabla y con ayuda de una gubia sacaba un relieve.

La habitación donde nos acogió destacaba por su sobriedad escurialense, pero iluminada, gracias a un amplio ventanal con vistas a unos tejados próximos. En un ángulo se erguía un maniquí que vestía un hábito de monje, si es que no era una representación de la muerte. Y en una de las paredes había muchas y viejas fotografías, de actrices del mudo, Garbo con gesto de ensueño y Dietrich enseñando las piernas. Un sofá, un sillón y no más sillas, sino un puf moruno, componían el mobiliario. Ni rastro de libros ni cuadros, para mi desencanto.

La conversación fue breve. De entrada, se opuso a que usase la grabadora. Me dijo de forma reposada pero tajante que era mejor grabar las palabras en la memoria. Esa desconfianza por su parte me dejó fuera de juego. A partir de ahí poco más. Advertí que era reacio a hablar de otra cosa que no estuviese relacionado con el tema que me había llevado hasta allí. No era precisamente una persona expansiva, o me estaba estudiando.

Mencionó algo de que le hubiese gustado hacer unas vidrieras sobre los evangelios apócrifos, por ser más interesantes  y divertidos, pero que las monjas no le habían permitido tal opción. Adán y Eva, Caín y Abel, Moisés. Nos detuvimos en el santo Job, quizás la figura más representativa de aquel retablo vidriado.

Como aquello no avanzaba, decidí que no merecía la pena alargar más la interviú y me excusé con que no tenía más preguntas que hacer. Lo cierto es que era un individuo hermético, o así trataba a los extraños, con un sólido muro de silencio. En un descuido del anfitrión, que fue a buscar algo, abordé al inquilino de la gubia, pero demostró ser también hombre de pocas palabras. Estaba allí para recibir consejos del maestro sin esperar a que nos marchásemos.

Nos despedimos, forzados por las circunstancias. A la salida Miguel nos retuvo un instante, me dijo que la próxima vez que nos viésemos me iba a proporcionar un libro interesante. Quedamos en que ya hablaríamos. Lo cierto es que no sucedió. No volvimos a reunirnos jamás.

La experiencia confirmó en mi mente una idea que siempre me ha acompañado: lo importante es la obra y no el autor. La obra anónima demuestra que no es necesario el primero, y no por ello pierde grandeza, sino que la acrecienta al rodearse de la magia del misterio. Ahí están las creaciones huérfanas de la antigüedad para atestiguarlo. En la actualidad sucede al contrario, importa el fulano o la fulana, su foto.

Hay encuentros que salen torcidos desde el primer momento, este fue de aquellos.


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