Le salió a mi abuela un bulto de pus en la barriga y el médico, que no atinaba con la causa y posibles consecuencias, determinó que debía viajar a Jaén para que la reconociese un especialista, era lo mejor. Sin más preámbulos y con la lógica preocupación y trastorno que aquello acarreaba se dispuso a hacer el viaje para ser ingresada en la clínica popularmente conocida como la de Las Palmeras, e interpreto que debió ser una que hubo entonces en la plaza de tal nombre, sobre cuyo solar se levantó después un bloque de pisos en el que tiene un bajo la de La Inmaculada. Pero igual me equivoco.
En los años de posguerra las ambulancias eran un lujo por lo que tuvo que conformarse con hacer el viaje en la Alsina, el autobús de línea que salía de Úbeda y remataba en la capital. Hizo su ropita un lío y acudió a la parada con sus hijos para despedirse, pero antes de subir la detuvo el conductor o un enfermero, supongo, y le preguntó alarmado que dónde iba sola.
En aquellos días mi abuelo estaba en Madrid, recuperándose de un disparo en un ojo, que lo dejó ciego de éste, que recibió de forma fortuita persiguiendo a unos ladrones de aceitunas; por lo que mi abuela no tuvo otra que buscar a alguien dispuesto a acompañarla y envió a mi tía Pepa y a mi padre a que se lo dijesen a la tía Nicolasa, que de todas las hermanas de mi abuelo era la que tenía más fama de generosa. Así, mientras el autobús en marcha esperaba el resultado de la decisión, los niños se presentaron en casa de la tía y la encontraron en la cocina con las manos literalmente en la masa. Tan pronto como se enteró de la demanda se quitó el mandil, se limpió las manos y salió andando con lo puesto, sin más equipaje, dejando a sus cinco hijas a cargo de la cocina.
De este modo, mi abuela y su cuñada subieron al autobús y se plantaron en Jaén, donde lo que parecía ser un par de días terminó convirtiéndose en tres meses. A mi abuela la ingresaron y le dieron habitación en la clínica, pero a mi tía abuela no la dejaban pernoctar allí ni como acompañante, porque no se usaba, por lo que hubo de ingeniárselas para poder dormir en el alféizar de la ventana del cuarto.
Dio la casualidad de que la enfermera que allí atendía iba a casarse pronto, o eso decía, y Nicolasa le obsequió un bonito ramo de flores, de las que crecían en un jardín próximo, pero no un día, sino todos los que tuvo que estar allí de compañera. A la otra debió de hacerle gracia el detalle e hizo la vista gorda.
Pasado el tiempo dieron el alta a mi abuela y las dos regresaron a Úbeda. Mis abuelos estuvieron el resto de su vida muy agradecidos a la voluntad de Nicolasa, pero esta nunca quiso nada a cambio de algo que hizo de todo corazón.
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