La avenida estaba desierta, sólo circulaban por ella las hojas que arrastraba la ventisca. El sol no era visible, pero estaba en su cenit y apenas se apreciaban sombras en tan gris escenario. Un edificio destacaba sobre el resto por su altura y la sobriedad de su fachada, racionalista, carente de adornos, pero de ventanas grandiosas. Para acceder a la puerta de este inmueble había que subir unas altas y aparatosas escaleras. La entrada se abría como la tumba sin lápida que espera a una momia. En el interior reinaba la absoluta oscuridad.
Todo sucedió muy deprisa. Surgió la figura de un hombre del zaguán, tras empujar una puerta giratoria de cristal. Era un joven alto y corpulento. Lucía un largo y trémulo flequillo, y unas gafas redondas de gruesa montura. Su boca era un corte preciso, le daba una expresión de determinación. Vestía un elegante traje, pero su chaqueta estaba desabrochada y al salir a la calle la corriente la hizo hondear. Igual sucedió con su corbata, que se convirtió en una bandera roja. El viento que chocaba con sus pantalones delató la musculatura de sus piernas, mientras las perneras se agitaban rebeldes a la altura del tobillo. Los zapatos negros brillaron.
El sujeto no aminoró su enérgico paso, pese a la oposición del aire, sino que siguió avanzando impertérrito hasta la mitad de la escalera, donde se detuvo.
Ahí fue cuando se llevó la mano derecha al bolsillo y, mirando siempre al frente, sacó una pistola y apuntó al cielo. Sonó un disparo, igual que el crujido de un trueno. La escena descrita se rompió como la luna de un cristal en mil pedazos.
Y entonces la avenida se llenó de vehículos y viandantes, cobró vida como por arte de magia.
Para los que recorrían la calle en ese instante fue una sorpresa descubrir a aquel joven salido de la nada, situado en mitad del Palacio de Comunicaciones, Educación y Moralidad, esgrimiendo un arma y apuntado a lo alto, como si fuese la escultura de un revolucionario. El acontecimiento les llenó de pavor. El tráfico se detuvo.
De inmediato, un equipo de jugadoras de rugbi rodeó al insurrecto y antes de que pudiera revolverse lo inmovilizaron y lo condujeron dentro del inmueble.
- El suyo es un caso complejo – le indicó el abogado de oficio y beneficio, una vez que lo recluyeron en un pequeño despacho con retrete –. ¿Qué hacía sin abrigo en mitad de la escalera?
- No sabría explicárselo. No entiendo nada de lo que está pasando.
- Tendrá que rendir cuentas ante el Gran Jurado.
El Gran Jurado estaba reunido en un salón enorme repleto de señoras haciendo calceta que esperaban al Juez Supremo. Sobre una tarima se reunía un grupo de hombres negros, el jurado. En el techo había colgado un alto trapecio y una señorita en bañador se balanceaba mientras merendaba un cucurucho de helado de fresa.
En un estrado, junto a la mesa del Juez Supremo, el joven permanecía de pie, sosteniendo un tiesto de claveles amarillos. A su derecha estaba situado el fiscal y a su siniestra su defensor.
Se abrió una puerta lateral y entró un hipopótamo. Rodeó las butacas y salió por donde había entrado.
Retornó la calma, pero fue un instante.
Las mujeres hicieron sonar sus agujas de tejer, como si fuesen violines y contrabajos. Los hombres negros se levantaron de sus asientos y empezaron a cantar una grave y triste canción de esclavos.
Detrás del escritorio del Gran Juez se abrió una puerta invisible hasta entonces e hizo su aparición éste sentado sobre una alfombra mágica. Cesaron la música y los cánticos cuando se situó suavemente sobre la mesa.
El Gran Juez traía puesto su traje de gala y la peluca de tirabuzones blanca y postiza lo cubría casi al completo.
Un pregonero anunció con ayuda de una carraca el asunto de la causa que allí se resolvía y dio la venia al abogado.
- Es culpable – sentenció el último.
El Gran Juez asintió con la cabeza y se dirigió al fiscal.
- ¿Tiene algo que añadir?
- Sí, Potestad. Este hombre no disparó una bala, sino un plátano.
Se produjo un gran alboroto. El juez apaciguó las aguas exigiendo silencio a los reunidos.
- ¿Cómo puede estar seguro de eso? – preguntó al fiscal.
- He aquí la prueba – respondió y presentó al jurado la piel -. La tenía en su mano.
Volvieron los murmullos a la sala.
El Juez Supremo ordenó silencio y carraspeó.
- Parece un matiz sin importancia, pero habrá que tenerlo en cuenta. ¿Cuál es la opinión del jurado?
Y los hombres negros volvieron a levantarse y en esta ocasión su canción fue divertida, y la acompañaron de danzas.
- Comprendo – respondió el juez cuando acabaron.
El fiscal y el abogado se miraron. Sonreían. Las mujeres chocaron sus agujas metálicas para aplaudir.
El joven olía los geranios, no era consciente de la gravedad del momento.
- Oigamos la sentencia – anunció el de la carraca.
Todos los presentes pusieron la vista y la atención en las evoluciones de la trapecista. Esta había terminado el helado y hacía el mono con mucha gracia. El silencio era absoluto.
- Veo, veo – exclamó.
- ¿Qué ves? –preguntó el foro al unísono.
- Una cosita – respondió.
- ¿Y qué cosita es? – corearon los de abajo.
- Una cosita que empieza por la letra…
El joven empezó a sudar copiosamente, era como si fuese a derretirse, estaba regando los geranios sin percatarse.
- A – remató la equilibrista, después de hacer una arriesgada pirueta en el aire.
Entonces el Juez Supremo se volvió al acusado.
- ¿Cuál es la respuesta?
- La respuesta es… La respuesta es… - balbuceaba el increpado, consciente de que se decidía su destino.
El salón, a la espera, se convirtió en una damajuana gigante de vidrio, pendiente de la respuesta del muchacho, que se fue retirando a pasitos hasta su cuello. Cerró la boca con el tiesto y los dejó a todos dentro.
Adiós.
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