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miércoles, 27 de septiembre de 2023

Cuando el arqueológico era de Nadie

A mí me gustaba, cuando era más joven, mucho más que ahora, visitar el museo arqueológico de Córdoba en horas de clase. En aquellos años ocupaba sólo lo que en el pasado remoto fue el palacio de los Paez de Castillejo, edificio que tenía y tiene una bonita portada plateresca, pero con menos mierda que antaño. Se resumía en un bonito patio al que daban dos galerías porticadas de arcos peraltados, una por piso, y salas que lo rodeaban, pero con algún que otro recoveco escondido que invitaba al reposo, como las misteriosas gradas donde se amontonaban diversas piezas, mosaicos, urnas y un cadáver en su ataúd. Hoy es otra cosa, ha ampliado sus instalaciones.

Una de las cosas que más me gustaba era atravesar la puerta principal y encontrarme junto al estanque de agua verdosa, tirados de cualquier manera, columnas, capiteles y togados. Era la sensación de estar contemplando la ruina de Roma.

Después de atravesar el pórtico estaba la estatua de Mitra tauróctono de Cabra, en la que mientras el dios descargaba el puñal sobre el cuello del morlaco, un escorpión hundía sus tenazas en los testículos del bicho. Yo, que ya era protestante, por insistir en visitarlo, me propuse hacerme pagano.

También estaba allí un busto que, según rezaba el rótulo anexo, representaba a Ulises el célebre porquero que ideó el caballo que significó el final de Troya y tantos héroes. Yo observaba con atención su mirada perdida y su barba ensortijada por si me soplaba alguna aventura, cosa que por desgracia jamás ocurrió y hube de conformarme con las que se me ocurrían en esa espera, sobre la marcha, que no eran flojas y con más sirenas.

En el piso de arriba destacaba el ciervo de Medina Azahara, que estaba dentro de una caja de cristal y escoltaba un segurata muy aburrido, que era descubrirte y llamarte al orden, o te seguía ceñudo hasta verte desaparecer por las escaleras que habías subido. En los años 80, que es a los que me refiero, no era muy habitual encontrarse a alguien en el museo, quizás de ahí su celo vigilante. Alguna pareja de extranjeros nórdicos al borde del golpe de calor, un rebaño de sonrientes japoneses y poco más. El silencio se adueñaba con prontitud del espacio que ocuparon. Podías recorrer aquellas salas a placer sin que nadie te diese un codazo o un pisotón, sentarte sobre un enorme capitel manco o fumarte un cigarrillo para echarle el humo al emperador Augusto en lo que le quedaba de la cara. Era el reino de Nadie.

Fueron buenos aquellos ratos a la sombra, sentados en los escalones que sirvieron de asiento a los aficionados al teatro de Plauto, mientras las conversaciones versaban sobre la proximidad de los exámenes, el reciente descubrimiento arqueológico o el último libro leído, que nos parecía todo un gran hallazgo.

Sin perder la sonrisa, nos escuchaba paciente y sin inmutarse el esqueleto de la caja de cuero, siempre deseoso de nuevas.

Aquel lugar era Ítaca, pero no supimos verlo.

 

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