Fue en el 85, con motivo de la ley educativa del ministro Maravall, cuando los estudiantes de Filosofía y Letras decidimos hacer un encierro en la facultad de Córdoba, porque las Letras salían muy perjudicadas de todo aquello. Aquel curso fue bastante movido, podríamos resumirlo en tres meses de clases y seis de protesta y jolgorio. El profesorado desapareció, se refugió en los departamentos o se marchó de viaje. Durante semanas las aulas se convirtieron en espacios de denuncia y proyectos. Rara era la que no hacíamos una manifestación y parábamos el tráfico. Entre otras actividades recreativas fue llamativa la huevada contra la fachada de la Delegación, el entierro de las Letras con ataúd y plañideras, jugar al corro alrededor de la estatua del Gran Capitán, o el romance de ciego que se interpretó junto al Gran Teatro. Pero hubo otras. Un día daremos detalles pormenorizados de cada una de ellas.
A la que me refiero fue una que nos
dio por quedarnos a dormir en el viejo hospital del cardenal Salazar, que
servía y sirve de sede a la Facultad, a un número significativo de alumnos que
entonces también eran alumnas. La propuesta triunfó y se hizo promesa de
cumplirla. Allí nos juntamos por la tarde ciento y su madre, dispuestos a que
nadie nos echase de tal fortaleza por muy feas que se pusiesen las cosas. El
bedel amenazó con cerrar con llave a las diez de la noche y dejar dentro a todo
el que no hubiese salido antes, cosa que nos pareció de maravilla.
Las primeras horas fueron cojonudas.
El ambientazo era brutal. Gente entrando y saliendo de las aulas, subiendo y
bajando escaleras, asomándose a las ventanas, jugando cartas, fumando canutos
en la capilla mudéjar y metiéndose mano en los servicios.
El alumnado se reunía en pequeños
grupos y se intercambiaban chistes, unos mejores que otros, o se cantaban
canciones respaldadas por la oportuna guitarra y las palmas. Los más
interesantes se apartaban y simulaban leer un libro o se limitaban a contemplar
las musarañas, a la espera de que alguien se les acercase.
Pero conforme la noche fue avanzando
la actividad se fue moderando. Aquello languidecía y se apagaba lentamente.
Se habló entonces, imagino que para
que no muriese el entusiasmo inicial, por parte de los más revoltosos, de hacer
otra manifestación al amanecer, para confluir con los de peritos que ya tenían
una preparada. Tal propuesta caldeó un poco más los ánimos y se coreó lo de “L-R-U:
tururú, tururú, tururú” y alguna que otra coplilla relativa al ministro.
Así como se acercaban las 10 de la
noche muchos fueron abandonando el barco sin llamar mucho la atención. Y aunque
el bedel cumplió su promesa, todavía acudieron otros con excusas para que los
dejase salir una vez que se cumplió el plazo; favor que hizo como buen
samaritano con los esquiroles.
Hubo un momento en que el viejo
hospital se quedó a oscuras, supongo que lo debieron decidir así en la
dirección por cuestión de presupuesto o por mandarnos a dormir. Y como los
insurrectos ya estábamos cansados de vagar por aquellos pasillos, pues todo lo
que no eran aulas estaba cerrado con llave, fuimos buscando sin mucho
entusiasmo un sitio para poner el huevo.
De este modo asomaron mantas y alguna
silleta plegable. Por precaución me había hecho yo con un saco de dormir de un
amigo, que guardaba de una vez que hizo una excursión, pero la circunstancia de
que el suelo estaba frío y duro como lo está en los edificios del siglo XVII,
que era el caso, y la de que no acostumbro a dormir boca arriba, me impidieron
conciliar en modo alguno el sueño. Y como no era el único en ese trance,
terminé como el resto buscando acomodo donde era imposible, consultando
repetidas veces el reloj para constatar que el tiempo corría más despacio que
lo deseado.
Al tiempo que la luz del alba asomó por el
patio del hospital, se inició de nuevo el barullo, con gente que improvisaba
desayunos y los más que no habían caído en semejante detalle. Por lo que al
aburrimiento y al cansancio se sumó el hambre. Se levantó al fin el bedel y
abrió las puertas y aquello fue como lo de los israelitas saliendo de Egipto.
Un tropel de estudiantes se desparramó por las callejas de La Judería sin
acordarse de las promesas revolucionarias ni las causas que la provocaron.
Fiel a la consigna, acompañado de los
más implicados en la protesta, no me sumé a la diáspora y me acomodé como pude en
una de las sillas del aula magna para escuchar el manifiesto victorioso. Y así
pude constatar que no éramos más de una veintena los pollos que allí anidábamos,
el resto había volado sin propósito de retornar como hacen las golondrinas. Por
desgracia no puedo contar lo que se habló y debatió pues al fin me quedé
dormido como un san Pedro allí donde me senté. Lo cual no tuvo la mayor
importancia porque, como me contaron después, la manifestación se había
suspendido.
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