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domingo, 26 de febrero de 2023

Alex

Se llamaba Alex y era uno de los chavales más populares del barrio. El día que entró en el aula de séptimo de EGB acompañado de la directora, creo recordar, se produjo un ahogado grito de sorpresa y admiración, que corrió de boca en boca como el eco en los bloques en construcción, los que se multiplicaban en los alrededores del barrio, sacrificando huertas, en el Madrid de la Transición.

¡Es Alex! ¡Es Alex! ¡Es Alex!

Lo era. Venía rebotado del Liceo Sorolla, un colegio de pago que había frente a su casa, célebre, entre otras cosas, porque podías aprender Judo en él y tener la mala suerte de conocer a un profe-matón que apodaban El Siles.

Cuando llegó al Lepanto, mi cole, yo estaba castigado en la misma puerta de entrada al aula, de pie y con un libro de texto en las manos. Me quedé entre sorprendido y perplejo. Ya lo conocía de vista y siempre tuve cierta rivalidad con él por el control de la plazoleta que había junto al bar Juanito y el ascendiente sobre los coleguillas, con los que a diario jugaba al futbol allí a riesgo de romper la luna de cristal del escaparate, cosa que jamás sucedió.

Alex era muy popular, por su flequillo y su semejanza con John Travolta. No es exageración. Era una verdadera caricatura a pequeña escala del bailón del sábado noche, una reducción del personaje a manos de los indios jíbaros, podría jurar. El conocimiento consciente de tal parecido lo explotaba al detalle y, así, vestía y se movía como aquel, imitando sus andares y las formas de hablar y giros con las que los dobladores nos obsequiaban en las películas de los 70 y atribuíamos al original. Con su aire vacilón y chuleta asomaba a la puerta de Saconia, que parecía sonar la canción de los Bee Gees al ritmo de sus pasos. No entendía de fronteras y se movía por el barrio como Pedro por su casa. Nunca faltaba si había algún jaleo, o lo buscaba si no sucedía. Ingenioso y espontáneo, desenvuelto. Era un inevitable en el ojo del huracán. De algún modo todos admirábamos su independencia, su desparpajo, su ir y venir, sin horarios ni normas. La lista de hazañas atribuidas a su persona sería infinita de contar.

Le gustaba simular peleas y en más de una ocasión nos metíamos a representar una en la tintorería del barrio, cerca de la bodega donde mangábamos chicles, porque era divertido poner de los nervios a la dueña, que era muy pija, aunque entonces no se las llamaba así, hasta que nos echaban.

Un día, estando en clase, saltó y mandó a tomar por culo a don Fulgencio, que era el profe de mates, (y merece más de una entrada). Nadie pudo detenerlo mientras huyó por los pasillos. Luego nos lo encontramos en el patio, fumando un pitillo, ajeno a su delito y con aquella mirada dura que ponía frente a los asuntos graves, pero indiferente a la tragedia.

Sus padres estaban separados y vivía en un caserón ruinoso en compañía de sus hermanos varones y su abuela. El padre paraba poco por la casa y a la madre no tuve ocasión de conocer, pero sí a su hermana, algo mayor que él, con la que guardaba un gran parecido físico y que de tarde en tarde lo visitaba. Su casa estaba empapelada de posters de revistas juveniles y musicales, la mejor habitación era la de su hermano mayor, un incondicional de Led Zeppelin, donde había un tocadiscos. El suyo, sin embargo, era un cuarto desnudo y oscuro que compartía con su hermano pequeño.

Un día mi madre nos acompañó a unos cuantos a ver Galáctica, una peli de las de la serie del mismo nombre que en España vimos en la gran pantalla. Vino Alex y se portó muy bien. Dudé toda la tarde de si se trataba del mismo.

Algunas noches, en los meses que rodean al verano, mientras en casa veíamos Los Roper, Alex escuchaba desde la calle reír a los vecinos y preguntaba en voz alta que qué pasaba. Pero nadie se asomaba al balcón a decírselo. Lo habitual era verlo merodear hasta las tantas, a la luz de las farolas de bola, solo o en compañía de su hermano Dani y oírlo dar voces o entonar risas en falsete.

Con los años he conocido a muchos Alex, gracias a la profesión que me da de comer. Individuos finillos e inquietos, explosivos y voceras. Procuro llevarme bien con ellos. Si me dejan, para que no se aburran, les cuento anécdotas de aquel.

jueves, 23 de febrero de 2023

La presentación de Orbis Tertius en la Posada del Potro

Para los pocos, pero entusiastas, comiqueros que existíamos en Córdoba la primavera del 82 la presentación del número 2 de la revista Orbis Tertius significó todo un acontecimiento. No fue mucha la publicidad que desde el ayuntamiento de Córdoba se hizo del acto, o tal vez la suficiente por los medios de los que se disponía y para una actividad cultural que por entonces se consideraba menor, pero por la que la concejalía de cultura del Ayto. de Córdoba, que entonces encabezaba Julio Anguita, apostó como solía por toda aquella manifestación que sonaba a popular o marginal. 

La iniciativa vino de la mano de José María, alias “El Gordo”, dueño de la mítica Librería Totem, cuando aún no lucía en la esquina de ésta el luminoso con el gato de los entrañables personajes de Shelton, Los fabulosos Freak Brothers. De algún modo supo enredar con su característica labia y energía a J. Luis Villegas y también a Miguel Cosano, un prometedor pintor entonces que estaba a la cabeza de la Posada del Potro, la que se convertiría en Ítaca del cómic cordobés por muchos años. Y fue allí donde se celebró la cita, en una de aquellas habitaciones que se abrían a su luminoso pero húmedo patio, lugar de resonancias cervantinas y otras magias.

Ya digo que no fuimos muchos, y que además no nos conocíamos personalmente, pero fue la primera ocasión en la que participamos de un evento de tales características, siendo ignorantes de lo que un año después serían las Primeras Jornadas del Comic de Córdoba.

La revista Orbis Tertius era ni más ni menos que una publicación de aficionados, un fanzín bien impreso que había nacido en Sevilla, (Alcalá de Guadaira), unos años antes, pero que en su segundo número daba un salto enorme en cuanto a calidad de dibujo e impresión con relación al anterior, sin obviar el toque literario que unos de sus guionistas, Costa, siempre supo darle, un guiño a Borges, muy de moda entre los jóvenes ávidos de magia y fantasía que éramos los de nuestra década.

Estos sevillanos vinieron de la mano de un tal Paco Gracia, creo recordar, que tenía una tienda de cómics en Sevilla y mercadeaba con la de El Gordo, con el que se entendía más o menos bien, a ratos. Era un tipo rubejo y barbudo, alto y atractivo, que tuvo la delicadeza en cierta ocasión que le ensené mis dibujos de decirme que los había visto peores.

A la entrada de la posada pudimos disfrutar, mi amigo Domínguez y yo, de los originales de la revista, que a los novatos nos sorprendieron por su tamaño, acostumbrados como estábamos a dibujar en folios, y el empleo de la pluma y el pincel, cuando por entonces nosotros nos apañábamos con el rotulador o el Rotring. Jose ya me había puesto en antecedentes de que habían mejorado mucho.

Los estilos eran muy variados y la temática no menos. Y así fue como conocimos la obra de aspirantes como Hermida, los hermanos Corbacho, Arjona, Cascales, (que dibujaba un guion de Luisa Porras), Molina o Pedro Castro, que había sido finalista en un concurso de Toutain. Y alguno más que me dejo, y que me perdone, pues la memoria es traicionera.

En una pequeña sala de exposiciones, en el piso superior de la posada, se colocaron una mesa y unas sillas, y durante una hora se habló y disertó de cómics y literatura, de si la obra de Borges era fantasía o ficción.

El acto se cerró con la participación de los organizadores. Los comunistas expresaron su deseo de seguir apoyando aquellas iniciativas y José María el de Totem lamentó que hubiese acudido tan poca gente. Afortunadamente, un año después, sus expectativas se vieron superadas por el éxito de las que fueron “Las Jornadas”, por excelencia.

Reunidos los participantes, a la hora de la despedida, en el portón de la posada, tuve ocasión de advertir la presencia de un individuo alto, delgado, coronado por un pelo singular, ya no se si crespo o caracoleado, que exhibía un original donde los personajes más populares del comic internacional posaban en las escalinatas de un templo clásico. Aquel desconocido no era ni más ni menos el motor de lo que se avecinaba, el tipo que marcaría a una generación y nos regalaría un pasado inolvidable.

Esa noche volví andando hasta mi casa, borracho de entusiasmo, loco por tomar los lapiceros y ponerme a dibujar. Era el inicio de una gran aventura.


martes, 21 de febrero de 2023

La tienda de cómics de la Corredera

Recuerdo el día en que un amigo me dio la noticia de que había descubierto una tienda de comics en la Corredera. No llevaría yo más de un año viviendo en Córdoba, cuando ya todo el que me conocía sabía que era un lector incansable de los comics de Toutain, entre otros, lo que se dice un comiquero, pues incluso los dibujaba a imitación de aquellos. Hasta ese momento lo de las tiendas de comics era algo de ciencia ficción. En Madrid existía ya alguna, que conocía por referencias, pues la mudanza truncó mis exploraciones por la capital, pero no era nada frecuente encontrar otra fuera de allí, a excepción de Barcelona, bastión de la historieta; sin embargo, en unos años proliferaron como setas.

A la que me refiero en cuestión, no resultó precisamente lo esperado, pero en aquel momento vino a ser como un oasis en la nada. La tienda no estaba en la Corredera propiamente dicho sino al final de la calle Rodríguez Marín, haciendo esquina con la entrada a la plaza. Era un pequeño local con dos escaparates. El primero era ni más ni menos que el reflejo de un bazar de todo un poco, tirando a roquero, y a nadie podría darle pista alguna de que allí se vendiesen cómics sino bisutería o prendas de vestir de moda ibicenca. El otro, que daba al arco de acceso a la Corredera, no dejaba duda alguna de que dentro había viñetas.

La primera vez que entré me pareció una cueva, era un espacio minúsculo y oscuro, pese a los dos escaparates, que estaban atestados de mercancía. El techo era muy bajo y una pequeña escalera de caracol denunciaba que arriba había otro piso, pero el acceso a los clientes estaba vedado. Unas barras de incienso alzaban su humo perfumado hasta chocar con el techo y confundirlo con un cielo encapotado, la atmósfera era casi de Señor de los Anillos. Un tocadiscos giraba y hacía sonar guitarras eléctricas, si no eran de Led Zeppelin sonaban lo mismo. Todo lo que allí se vendía se acumulaba a un lado u otro y era muy difícil revolverse por falta de espacio. El derecho era para los comics y había material de sobra, aunque competían con montones de discos de vinilo. Del izquierdo poco puedo contar porque nunca me detuve a estudiarlo como estudiaba el primero, pero tenía un toque Bob Marley bastante singular.

Detrás de sencillo mostrador atendía un chaval melenudo, bajito y de pocas palabras, por los veinte años andaría, qué lo primero que hizo fue preguntarnos que qué era lo que queríamos. Imagino que por aquel entonces todos los jóvenes de dieciséis éramos sospechosos de mangantes, y no se equivocaban, de ahí el que el recibimiento fue algo gélido. Por romper el hielo hice el comentario típico sobre la novedosa pero arriesgada idea de montar una tienda así, de cómics, pero “Ito”, que así me sonó su mote la primera vez que lo oí, ni me contestó, aunque nos dio venia para curiosear retirándose a su cómodo parapeto. Me resultó extraño que un tipo así regentase tal negocio.

No te puedes imaginar, si no has sido comiquero en los 80, la de sensaciones extraordinarias que me produjo bucear entre aquellas revista y álbumes para descubrir la obra de autores consagrados, que empezaban o desconocidos, con tan poca luz y menos oxígeno del necesario para digerirlo todo, y la conciencia de que no tenía un duro para llevarme alguno de aquellos.

Sumergido en aquel mar de papel, desperté sobresaltado a la llegada de un individuo que apareció por la puerta. El fulano tenía la envergadura exacta y el genio adecuado para cerrarla si hubiese querido hacerlo, convirtiéndola en ratonera. La sensación que experimenté al notar su presencia fue algo así como la escena en la que Polifemo entra en su cueva y sorprende a Ulises y los suyos merendándose a los corderos. Así me sentí yo, como un nuevo Odiseo a la expectativa de otro desafío.

El sujeto entró agitado, alterado, nervioso, rebosaba energía, no recuerdo qué asunto se traía entre manos y comunicó al que resultó ser su subalterno, a voces, el pequeño melenudo del principio. Por las trazas de su discurso acerté a sospechar que debía de tratarse del que regentaba el negocio. Nunca imaginé el impacto que produciría en mi vida ver en su cubil la evolución de aquel personaje, de mirada firme pero perdida, gestos enérgicos y variables, avasallador, de una extraordinaria vitalidad y mucho desparpajo. Tienda y hombre se fundían en uno, igual que el cangrejo en su caracola.

En cuanto que su adjunto le puso en antecedentes de que nos gustaban los cómics y estábamos allí para verlos se volcó de inmediato en nosotros y empezó a ofrecérnoslos como loco, a manos llenas. Lo hacía con tal entusiasmo que no sabíamos cómo decirle que no a su oferta, pues ni la afirmación de carecer de dinero parecía hacerle desistir de su propósito, sino que reincidía en su empeño de mostrarnos todo el género. El hombre estaba especializado en Nueva Frontera, nos enseñó lo de Totem, y luego lo del Víbora. Allí salieron a relucir incluso los fanzines, que ya se iban poniendo de moda, y tuve la ocasión de manosear un número de Centauro, otro de Orbis Tertius, e incluso un Kake de Tom of Finland fotocopiado.

El caso es que después de aquel despliegue de información quedamos en volver otro día, para con metálico adquirir alguna cosa. Aunque salí muy confundido, pero aliviado, de aquel tugurio, no tardé en regresar pocos días después y adquirir un bonito tomo de Corto Maltés, Bajo el signo de Capricornio, tan sugerente y misterioso como la tienda en la que caí preso. Muchas fueron las aventuras que viviría en aquella y no menos interesantes los personajes con los que fui coincidiendo en el mismo lugar, pero tendrás que esperar paciente a otra cita para que te lo cuente.


martes, 14 de febrero de 2023

La foto de Carrasco

Durante muchos años estuvo rondando por mi casa una foto dedicada de Pedro Carrasco, el famoso boxeador que fue pareja de la no menos popular Rocío Jurado. Era una instantánea del atleta en blanco y negro, donde aparecía sobre el cuadrilátero vestido de pantalón corto y adoptando la característica postura del pugilato.
En la dedicatoria el protagonista agradecía un premio que le habían otorgado por su flamante carrera, más de un centenar de combates victoriosos. Debió de ser por el 1972 cuando se celebró tal evento en Madrid.
Aquella foto estaba en mi casa porque el día del homenaje mi padre y unos amigos se presentaron por casualidad en el local donde se llevaba a cabo. Ellos acudieron a otra celebración, pues el recinto era grande y daba para muchas y simultáneas comilonas. Como era gente alegre y esa tarde noche ya iban un poco trompa, no tuvieron otra ocurrencia mejor que distraer la imagen, que estaba sobre una mesa y rodeada de ramos de flores y otros adornos, mientras el interesado escuchaba discursos y palmas.
El caso es que cuando llegó el momento de los intercambios, la pieza en cuestión no aparecía por ninguna parte, allí se volvieron locos buscándola. La llevaba mi padre oculta bajo el jersey, a la altura de la barriga.
Pedro se movió de un lado a otro, como el que esquiva directos, con el ceño fruncido y gesto de malas pulgas, moviendo sillas y manteles, pero sin resultado, para regocijo de mi padre y sus amiguetes que optaron por salir cuanto antes del ring por si las moscas.
Desde entonces, siempre que venía alguna visita a casa, el retrato salía a la luz y se contaba la anécdota, entre copas y cortezas, con más o menos alguna que otra variación, pero básicamente como la cuento y me cansé de oír.
El relato terminaba siempre con la promesa de mi padre de que se la iba a devolver por correo, y en alguna ocasión lo vi redactando unas letras al respecto, pero el tiempo pasaba y nunca se decidió a cumplirla.
Por desgracia, un sábado de esos que da por hacer limpieza a la judía, terminó haciéndola pedazos y acabó en la basura, triste fin para tan destacado testimonio de la historia deportiva de este país.


domingo, 12 de febrero de 2023

La marca de El Zorro

En mi barrio había uno mayor que se disfrazaba de El Zorro y salía por las noches a hacer volar una capa marrón, con su sombrero y antifaz puestos. La primera vez que tropezamos con él lo descubrimos arreglando su espada, que era de madera, con una piedra a modo de martillo para afianzar la cruz que protege la mano; y desde entonces, todas las tardes, a la hora del crepúsculo esperábamos su aparición. Era un tipo muy serio, de pocas palabras, pero muy metido en su papel. Algunas veces le acompañaba otro más bajito, vestido a lo mosquetero, pero con menos presencia.

Era y es Saconia un barrio de Madrid donde había, y hay, muchos desniveles, que se salvaban con escaleras, rampas, pasajes, muretes, pérgolas, terrazas con jardineras y parquecillos, y por ellos corría y saltaba nuestro héroe, encaramándose en los poyetes o trepando a alguno de los árboles que crecían en los jardines.

Un día acudieron a nuestra plazoleta unos chavales que nos aventajaban un par de años y vivían en unas calles más abajo, que tenían la fea costumbre de venir a intimidarnos.

Salió corriendo mi amigo Adolfo, y si no fue él fue otro de la pandilla, quizás mi hermano o mi vecino Jose, y acudió con El Zorro, que acorraló a uno de los forasteros en una esquina, poniéndole la punta de la espada en el cuello. Este, se puso blanco como las sábanas, donde debió de mearse esa noche, mientras los suyos corrían a refugiarse bajo las faldas de sus madres, como se usaba entonces.

La escena se volvió mágica, tan real y creíble como la vida misma, que nos quedamos petrificados igual que ante la televisión cuando Sandokan de una voltereta mataba al tigre o Afrodita lanzaba sus pechos de ministra. Fue un momento impagable, tan breve como intenso, imborrable en la memoria.

No hubo más, que no hundió el hierro, (madera), en la yugular del abusica, sino que se limitó a sostenerle la mirada hasta que lo estimó aterrorizado, para después dejarlo huir como un conejo.

Antes de que nos diese ocasión de celebrar su victoria y mostrar nuestro agradecimiento, se apartó de nosotros saltando de un lado a otro, para perderse en la oscuridad de los pasajes.

Tuvimos ocasión de ver actuar alguna que otra vez a El Zorro, pero un día desapareció definitivamente y pasó al olvido.

Algunos años después tropecé con El Zorro, siendo estudiante de bachillerato, ya no vestía su atuendo justiciero, sino que, entonces de hippie, se había rendido al caballo.

Comprendí entonces que sus aventuras eran ya otras.


jueves, 2 de febrero de 2023

Cinema de verano

Hubo un tiempo en que los cines de verano, antes de que los rescatasen del olvido progres e intelectuales, eran lugar de recreo y regocijo, donde lo más importante no era lo que se proyectaba en la pantalla sino el ambiente que queda dicho. Unas veces era un corralón y otras la plaza de toros, pero por arte de magia, que dan el proyector y la noche, cualquiera de ellos se convertía en cinema.

Creo que nunca en otro lugar se han comido tantas pipas como en los cines de verano, el suelo era una mezcla de albero y cáscaras sobre el que literalmente podías surfear. Las pipas se comían antes, durante y después de la cena que uno se llevaba de casa, el bocata de jamón y queso, salchichón o tortilla de patatas, mientras los indios atacaban la caravana o acudía el séptimo de caballería a rescatar a la chica guapa despeinada.  El bar del fondo siempre estaba abierto y lleno de gente, cuatro o cinco personas atendía a unos y otros. Allí los bocadillos salían caros, pero se hinchaban de vender polos y botellines de Mirinda o Cocacola. En los bloques de los alrededores, los vecinos veían la peli de gratis desde la terraza, pero se aburrían como ostras. Los chiquillos corríamos entre las filas de sillas metálicas, nos sentábamos aquí o allí, o por debajo de la pantalla que no era sino una pared pintada de blanco, jugando a que no nos viesen. En ocasiones me detenía donde había gente riéndose, porque hacían bromas de la peli. El que tenía mejor corro era un gitano que a todo le sacaba punta. Nunca hubiese imaginado que una peli como Fuga de Alcatraz, por poner un ejemplo, pudiese ser tan divertida a su lado. También era gracioso ir a ver una peli y resultar que ponían otra, no se quejaba nadie, aquello carecía de importancia. Anunciaban Grease y luego era El abominable hombre de las nieves. Tampoco había mucho criterio en cuanto a calidad, una noche echaban una de López Vázquez y Carmen Sevilla, y al día siguiente Dos hombres y un destino. Algunas veces nos tragábamos una verduzca, porque no había mucho control en la entrada, y así pude contemplar, con los ojos muy abiertos, las sórdidas escenas de La cruz de Hierro. De Tiburón salí asustado, no por las palabrotas que decían en la peli, sino por si aparecía el bicho por un callejón de camino a casa. Una muy chula que vi entonces fue Tres superhéroes en Tokio, al acabar me fui dando saltos y con ganas de ponerme el pijama para trepar por las paredes. Un día que pusieron una de Adriano Celentano, el cielo hizo una contraprogramación y todos admiramos la caída de un meteorito que estalló en pedazos.

Eran otros tiempos.