Hubo un tiempo en que los cines de verano, antes de que los rescatasen del olvido progres e intelectuales, eran lugar de recreo y regocijo, donde lo más importante no era lo que se proyectaba en la pantalla sino el ambiente que queda dicho. Unas veces era un corralón y otras la plaza de toros, pero por arte de magia, que dan el proyector y la noche, cualquiera de ellos se convertía en cinema.
Creo que nunca en otro lugar se han comido tantas pipas como en los cines de verano, el suelo era una mezcla de albero y cáscaras sobre el que literalmente podías surfear. Las pipas se comían antes, durante y después de la cena que uno se llevaba de casa, el bocata de jamón y queso, salchichón o tortilla de patatas, mientras los indios atacaban la caravana o acudía el séptimo de caballería a rescatar a la chica guapa despeinada. El bar del fondo siempre estaba abierto y lleno de gente, cuatro o cinco personas atendía a unos y otros. Allí los bocadillos salían caros, pero se hinchaban de vender polos y botellines de Mirinda o Cocacola. En los bloques de los alrededores, los vecinos veían la peli de gratis desde la terraza, pero se aburrían como ostras. Los chiquillos corríamos entre las filas de sillas metálicas, nos sentábamos aquí o allí, o por debajo de la pantalla que no era sino una pared pintada de blanco, jugando a que no nos viesen. En ocasiones me detenía donde había gente riéndose, porque hacían bromas de la peli. El que tenía mejor corro era un gitano que a todo le sacaba punta. Nunca hubiese imaginado que una peli como Fuga de Alcatraz, por poner un ejemplo, pudiese ser tan divertida a su lado. También era gracioso ir a ver una peli y resultar que ponían otra, no se quejaba nadie, aquello carecía de importancia. Anunciaban Grease y luego era El abominable hombre de las nieves. Tampoco había mucho criterio en cuanto a calidad, una noche echaban una de López Vázquez y Carmen Sevilla, y al día siguiente Dos hombres y un destino. Algunas veces nos tragábamos una verduzca, porque no había mucho control en la entrada, y así pude contemplar, con los ojos muy abiertos, las sórdidas escenas de La cruz de Hierro. De Tiburón salí asustado, no por las palabrotas que decían en la peli, sino por si aparecía el bicho por un callejón de camino a casa. Una muy chula que vi entonces fue Tres superhéroes en Tokio, al acabar me fui dando saltos y con ganas de ponerme el pijama para trepar por las paredes. Un día que pusieron una de Adriano Celentano, el cielo hizo una contraprogramación y todos admiramos la caída de un meteorito que estalló en pedazos.
Eran otros tiempos.
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