En mi barrio había uno mayor que se disfrazaba de El Zorro y salía por las noches a hacer volar una capa marrón, con su sombrero y antifaz puestos. La primera vez que tropezamos con él lo descubrimos arreglando su espada, que era de madera, con una piedra a modo de martillo para afianzar la cruz que protege la mano; y desde entonces, todas las tardes, a la hora del crepúsculo esperábamos su aparición. Era un tipo muy serio, de pocas palabras, pero muy metido en su papel. Algunas veces le acompañaba otro más bajito, vestido a lo mosquetero, pero con menos presencia.
Era y es Saconia un barrio de Madrid donde había, y hay, muchos desniveles, que se salvaban con escaleras, rampas, pasajes, muretes, pérgolas, terrazas con jardineras y parquecillos, y por ellos corría y saltaba nuestro héroe, encaramándose en los poyetes o trepando a alguno de los árboles que crecían en los jardines.
Un día acudieron a nuestra plazoleta unos chavales que nos aventajaban un par de años y vivían en unas calles más abajo, que tenían la fea costumbre de venir a intimidarnos.
Salió corriendo mi amigo Adolfo, y si no fue él fue otro de la pandilla, quizás mi hermano o mi vecino Jose, y acudió con El Zorro, que acorraló a uno de los forasteros en una esquina, poniéndole la punta de la espada en el cuello. Este, se puso blanco como las sábanas, donde debió de mearse esa noche, mientras los suyos corrían a refugiarse bajo las faldas de sus madres, como se usaba entonces.
La escena se volvió mágica, tan real y creíble como la vida misma, que nos quedamos petrificados igual que ante la televisión cuando Sandokan de una voltereta mataba al tigre o Afrodita lanzaba sus pechos de ministra. Fue un momento impagable, tan breve como intenso, imborrable en la memoria.
No hubo más, que no hundió el hierro, (madera), en la yugular del abusica, sino que se limitó a sostenerle la mirada hasta que lo estimó aterrorizado, para después dejarlo huir como un conejo.
Antes de que nos diese ocasión de celebrar su victoria y mostrar nuestro agradecimiento, se apartó de nosotros saltando de un lado a otro, para perderse en la oscuridad de los pasajes.
Tuvimos ocasión de ver actuar alguna que otra vez a El Zorro, pero un día desapareció definitivamente y pasó al olvido.
Algunos años después tropecé con El Zorro, siendo estudiante de bachillerato, ya no vestía su atuendo justiciero, sino que, entonces de hippie, se había rendido al caballo.
Comprendí entonces que sus aventuras eran ya otras.
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