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martes, 21 de febrero de 2023

La tienda de cómics de la Corredera

Recuerdo el día en que un amigo me dio la noticia de que había descubierto una tienda de comics en la Corredera. No llevaría yo más de un año viviendo en Córdoba, cuando ya todo el que me conocía sabía que era un lector incansable de los comics de Toutain, entre otros, lo que se dice un comiquero, pues incluso los dibujaba a imitación de aquellos. Hasta ese momento lo de las tiendas de comics era algo de ciencia ficción. En Madrid existía ya alguna, que conocía por referencias, pues la mudanza truncó mis exploraciones por la capital, pero no era nada frecuente encontrar otra fuera de allí, a excepción de Barcelona, bastión de la historieta; sin embargo, en unos años proliferaron como setas.

A la que me refiero en cuestión, no resultó precisamente lo esperado, pero en aquel momento vino a ser como un oasis en la nada. La tienda no estaba en la Corredera propiamente dicho sino al final de la calle Rodríguez Marín, haciendo esquina con la entrada a la plaza. Era un pequeño local con dos escaparates. El primero era ni más ni menos que el reflejo de un bazar de todo un poco, tirando a roquero, y a nadie podría darle pista alguna de que allí se vendiesen cómics sino bisutería o prendas de vestir de moda ibicenca. El otro, que daba al arco de acceso a la Corredera, no dejaba duda alguna de que dentro había viñetas.

La primera vez que entré me pareció una cueva, era un espacio minúsculo y oscuro, pese a los dos escaparates, que estaban atestados de mercancía. El techo era muy bajo y una pequeña escalera de caracol denunciaba que arriba había otro piso, pero el acceso a los clientes estaba vedado. Unas barras de incienso alzaban su humo perfumado hasta chocar con el techo y confundirlo con un cielo encapotado, la atmósfera era casi de Señor de los Anillos. Un tocadiscos giraba y hacía sonar guitarras eléctricas, si no eran de Led Zeppelin sonaban lo mismo. Todo lo que allí se vendía se acumulaba a un lado u otro y era muy difícil revolverse por falta de espacio. El derecho era para los comics y había material de sobra, aunque competían con montones de discos de vinilo. Del izquierdo poco puedo contar porque nunca me detuve a estudiarlo como estudiaba el primero, pero tenía un toque Bob Marley bastante singular.

Detrás de sencillo mostrador atendía un chaval melenudo, bajito y de pocas palabras, por los veinte años andaría, qué lo primero que hizo fue preguntarnos que qué era lo que queríamos. Imagino que por aquel entonces todos los jóvenes de dieciséis éramos sospechosos de mangantes, y no se equivocaban, de ahí el que el recibimiento fue algo gélido. Por romper el hielo hice el comentario típico sobre la novedosa pero arriesgada idea de montar una tienda así, de cómics, pero “Ito”, que así me sonó su mote la primera vez que lo oí, ni me contestó, aunque nos dio venia para curiosear retirándose a su cómodo parapeto. Me resultó extraño que un tipo así regentase tal negocio.

No te puedes imaginar, si no has sido comiquero en los 80, la de sensaciones extraordinarias que me produjo bucear entre aquellas revista y álbumes para descubrir la obra de autores consagrados, que empezaban o desconocidos, con tan poca luz y menos oxígeno del necesario para digerirlo todo, y la conciencia de que no tenía un duro para llevarme alguno de aquellos.

Sumergido en aquel mar de papel, desperté sobresaltado a la llegada de un individuo que apareció por la puerta. El fulano tenía la envergadura exacta y el genio adecuado para cerrarla si hubiese querido hacerlo, convirtiéndola en ratonera. La sensación que experimenté al notar su presencia fue algo así como la escena en la que Polifemo entra en su cueva y sorprende a Ulises y los suyos merendándose a los corderos. Así me sentí yo, como un nuevo Odiseo a la expectativa de otro desafío.

El sujeto entró agitado, alterado, nervioso, rebosaba energía, no recuerdo qué asunto se traía entre manos y comunicó al que resultó ser su subalterno, a voces, el pequeño melenudo del principio. Por las trazas de su discurso acerté a sospechar que debía de tratarse del que regentaba el negocio. Nunca imaginé el impacto que produciría en mi vida ver en su cubil la evolución de aquel personaje, de mirada firme pero perdida, gestos enérgicos y variables, avasallador, de una extraordinaria vitalidad y mucho desparpajo. Tienda y hombre se fundían en uno, igual que el cangrejo en su caracola.

En cuanto que su adjunto le puso en antecedentes de que nos gustaban los cómics y estábamos allí para verlos se volcó de inmediato en nosotros y empezó a ofrecérnoslos como loco, a manos llenas. Lo hacía con tal entusiasmo que no sabíamos cómo decirle que no a su oferta, pues ni la afirmación de carecer de dinero parecía hacerle desistir de su propósito, sino que reincidía en su empeño de mostrarnos todo el género. El hombre estaba especializado en Nueva Frontera, nos enseñó lo de Totem, y luego lo del Víbora. Allí salieron a relucir incluso los fanzines, que ya se iban poniendo de moda, y tuve la ocasión de manosear un número de Centauro, otro de Orbis Tertius, e incluso un Kake de Tom of Finland fotocopiado.

El caso es que después de aquel despliegue de información quedamos en volver otro día, para con metálico adquirir alguna cosa. Aunque salí muy confundido, pero aliviado, de aquel tugurio, no tardé en regresar pocos días después y adquirir un bonito tomo de Corto Maltés, Bajo el signo de Capricornio, tan sugerente y misterioso como la tienda en la que caí preso. Muchas fueron las aventuras que viviría en aquella y no menos interesantes los personajes con los que fui coincidiendo en el mismo lugar, pero tendrás que esperar paciente a otra cita para que te lo cuente.


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