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domingo, 30 de junio de 2024

Diálogo con perros

En el bajo vivía una pareja que en mi lejana infancia me parecía muy singular y no me refiero al matrimonio de mallorquines del A. Estos últimos eran unos ancianos muy agradables, pero a los que en ocasiones yo oía discutir en una lengua muy extraña que no entendía. Si pasaba por su puerta y andaban de gresca me detenía a escucharlos, parecían tener un estropajo en la boca y nunca supe lo que se estaban diciendo. No, no eran estos los protagonistas de la anécdota que pienso contar, sino los del B. Era una pareja joven muy silenciosa, sin hijos, pero con dos perros. El hombre me recordaba a Mortadelo, pero más serio, porque era calvo y tenía gafas muy gruesas de las que se estilaban entonces. No recuerdo su nombre, pero sí que era profesor de inglés. Ella era una mujer bajita de rasgos orientales, también muy callada, nunca la vi pronunciar una palabra. Eran como el Lennon y la Yoko Ono, pero sin tanto glamur. Su terraza, que daba a la plazoleta, bien podría pasar por una selva, de lo poblada y oscura que estaba de plantas trepadoras. Allí habitaban los canes a los que me refería al principio. Eran una perra, Prince, y su hijo, del que no recuerdo el nombre, algo más tontorrón que ella, yo creo que era adoptado. La llamaban como se escribe, por lo que deduzco que en los 70 lo de la pronunciación no significaba señalamiento y escarnio, como sucede ahora. Todos los días, los raros sacaban sus perros a pasear, y no se relacionaban con ningún vecino. No tenían cuentas con nadie. Tampoco era muy extraño, en Madrid la gente no se relaciona mucho con quien comparte muro. En ocasiones, la Prince o el hijo se meaban en la puerta de su piso, y dejaba la agüita amarilla de recuerdo. Una vez se dejaron un zurullo junto al felpudo. Por las mañanas los perros se quedaban solos en la casa y cuando mi hermano y yo volvíamos del cole nos gustaba ladrarles para que se cabreasen. Se organizaba un buen follón en el descansillo. Se liaban a escarbar la puerta, como si se subiesen por ella, y a ladrar como locos. Yo creía que iban a morirse del disgusto. Un día debieron de romper algo en uno de los saltos porque escuchamos como se hacía añicos al estrellarse contra el suelo. Esta era una distracción como otra cualquiera, no teníamos programación infantil hasta las cinco de la tarde con los Chiripitiflaúticos o los 3 globos. No mucho después vendrían los fofitos y el Gaby.

Esta solía ser nuestra relación con tales vecinos, más con los perros que con los amos. Pero una vez la cosa se salió de madre. Un día que volvíamos de la calle acompañados de mi padre, serían las nueve o las diez de la noche, probablemente de un paseo o visita a algún amigo suyo, tropezamos con los perros en el descansillo, junto a la puerta del ascensor. Allí estaban los dos más solos y tristes que Bambi después del incendio, con evidentes signos de abandono, cualquiera diría que los habían desahuciado. Como no era lo normal, mi padre, sin pensarlo dos veces, tomó la determinación de tocar el timbre de la puerta de su dueño, para dar parte del suceso, supongo. Bueno, aquel acto fue como la orden que escuchan los dóbérmanes de las películas para atacar, los perros se volvieron locos, más locos que cuando nos comunicábamos con ellos desde el otro lado de la puerta. Los ladridos acompañados de dientes intimidaban más que solos, la verdad. Mi padre, sin saber qué hacer, optó por correr escaleras arriba, dejando las puertas del ascensor abiertas; y mi hermano y yo, vista su reacción, hicimos lo mismo sin muchas preguntas. Al jaleo oímos salir al Mortadelo, asustadísimo primero, furioso después.

- ¿Qué pasa Prince? ¿Qué pasa? – preguntaba, pero como la perra no le contestaba más que con ladridos hizo la pregunta de otro modo. “¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido?”, podía oírse por todo el hueco de la escalera, sin más respuesta que el silencio.

Nosotros no dijimos ni mu, seguimos subiendo peldaños hasta nuestro piso, cuatro tramos de puntillas a paso ligero, conteniendo la respiración para no ser descubiertos. Mi madre nos abrió la puerta alertada.

- ¿Qué pasa?

- Nada, nada – susurró mi padre empujándola y cerrando inmediatamente después con dos vueltas de llave. Allí dentro, en la penumbra del zaguán pudimos resoplar y tranquilizarnos. A mi se me iba a salir el corazón.

- Pero…, ¿Qué ha pasado? – inquiría mi madre lívida.

- Nada, nada – repetía mi padre -. ¿Qué hay de cenar? Se ha hecho muy tarde.

Y de este modo volvimos a nuestra vida de diario, cubriendo con un tupido velo la singular aventura que tuvimos con los canes parientes de Cerbero. Ya no hubo otra más como ésta, pero seguimos dialogando con ellos cuando la puerta permanecía cerrada, mi hermano y yo, que de mi padre no supe si tuvo otra y no quiso contarnos.

viernes, 28 de junio de 2024

La Forja de Barea

De Arturo Barea está la trilogía de La forja de un rebelde, que son tres historias de una misma persona en diferentes etapas de su vida, una biografía con tres caras distintas, para entendernos, un Bafomet, (por si cuela el símil), en letras. La última, que se refiere al desarrollo de la Guerra Civil, es un relato que seduce por contarla en primera persona, concretamente el asedio a Madrid desde el edificio de Telefónica, bajo la lluvia de las bombas rebeldes. La segunda, relativa a la Guerra de Marruecos, es testimonio de una experiencia que podría tomarse por ficción, y corroborar el dicho de que la realidad supera a aquella, por resultar un guión cinematográfico, a la altura de Casablanca. Y la primera de las tres es un imprescindible retrato antropológico de la sociedad del primer tercio del siglo pasado, especialmente de las clases populares. Lo bueno de Barea es que no está adscrito a ninguna generación, sino que la suya es otra literatura, apartada del circuito comercial, de escuelas y tendencias, de modas, por lo que goza de cierta universalidad y permanencia en el tiempo, que le da cierto sabor a tierra de nadie sin fecha de caducidad. Que la leas.


martes, 25 de junio de 2024

Mi abuela era un teatro

 Cuando era niño y cometía alguna imprudencia o hacía algo indebido mi abuela me decía muy seria que me estaba tentando el demonio. Entonces yo miraba a mi espalda e intentaba ver al fulano aquel y no lo veía, y respondía que no, pero mi abuela insistía. Si por añadidura sufría un pequeño accidente en el trance de alguna mala acción, me señalaba que había sido un castigo de Dios y sacaba a colación la vez que a mi tío Miguel se le vino un palo que había apoyado en una esquina y le golpeó la mano. Yo no sabía muy bien quién era Dios ni el Diablo, pero me daba la sensación de que eran dos tipos muy pesados que la tenían tomada conmigo. Mi abuela dramatizaba mucho las cosas, se la veía muy tranquila, pero cuando intervenía en una situación que le provocaba, creaba una atmósfera pavorosa en torno suyo. Abría mucho los ojos mientras se explicaba, le cambiaba la voz, y parecía que se iba a abrir una grieta en el suelo y nos iba a tragar a todos. Pese al entusiasmo que ponía en cada una de sus actuaciones, la escuchaba con respeto, pero no me dejaba convencer por sus tretas, porque yo sabía que mi abuela era muy buena.


El gato negro en el círculo blanco

En un solar próximo a mi vivienda, en el que crece una espesa sabana, ha aparecido un colchón blanco y circular. Ya sé que puede resultar chocante la existencia de uno de estas características, pero ahí está ese como ejemplo, luego los hay. Tampoco puedo dar explicaciones de su procedencia, sólo que una mañana estaba allí, entre los jaramagos. Sin embargo, lo más curioso del caso es que todas las tardes, a eso de las nueve, cuando saco a pasear al perro, me encuentro a un gato negro recostado tan ricamente sobre él. Un animal grande, bien cebado, y de brillante pelaje oscuro; estirado todo lo que puede como si pretendiese ocupar el lugar del diámetro. La primera vez que lo vi me hizo gracia, los gatos nunca dejan de sorprenderme, porque parecía un pachá otomano, uno de esos de un relato de las mil y una noches. El minino ni se inmutaba, se limitaba a contemplarme desde su envidiable postura. Tentado estuve de hacerle una foto y subirla a las redes, pero manejar el móvil y el perro con otra mano me hicieron desistir del propósito y dejarlo para otra ocasión, que imaginé irrepetible.

Pero ya son varias las tardes que me lo encuentro a la misma hora y en la misma posición. Prácticamente se ha convertido en un extraño ritual. Llego con mi perro, que lo huele todo, pero no detecta su presencia. Al otro lado de la alambrada que rodea el solar, el gato se muestra indiferente. Desde mi posición le mantengo la mirada, pero no se digna más que a cerrar con pereza los ojos y menear la punta del rabo. Intimidado, he intentado cambiar la ruta del paseo y no acercarme al recinto. Pero por alguna extraña razón, sin comprender por qué, vuelvo a descubrirme en la misma posición del primer día, y se repite el duelo de miradas descrito mientras mi mascota olfatea el suelo. Escribo todo esto porque estoy perdiendo el sueño, no lo concilio porque estoy constantemente pensando si el gato sigue allí o ha cambiado de postura al menos. Tentado estoy de levantarme y asomarme a ver si se ha producido alguna alteración, pero no me atrevo. Temo estar siendo víctima de un hechizo, o presa de un sortilegio maligno. Pero también sospecho que tiene algo que ver con el mercadillo que los gitanos ponen ahí los jueves. Igual descubro que es de trapo y se acabó la magia, el verano puede hacerse muy largo y aburrido entonces.



domingo, 23 de junio de 2024

Los cinco eran un número mágico

Llega este tiempo que amenaza vacaciones y acude el recuerdo de las largas y calurosas tardes de siesta, cuando no la echaba. Buscaba un rincón a la umbría y aprovechaba para leer el libro de Los cinco que se había venido conmigo. Eran tardes de evasión y misterio, al arrullo de las insistentes chicharras masticando el silencio sin descanso. En portada aparecían unas palabras escritas en grandes letras rojas y trazo caprichoso, ese detalle siempre me pareció enigmático. Pasaron algunos años hasta que descubrí que era el nombre de la señora que los escribía, una inglesa con aspecto de institutriz vestida a la antigua. Hasta entonces creí que se trataba de un sello, el logo de la marca editorial o algo así. Pero, ya digo, todo eso llegó más tarde. Al principio solo éramos el libro, (un tipo silencioso con aspecto de caja), y yo. Lo chulo, por no decir fascinante, era empezar a leer sus páginas y que los personajes cobrasen forma y vida, y protagonizasen inesperadas situaciones. Era una sensación mágica, la del leer, que por cotidiana ya no experimento, algo así como trazar unas líneas en el papel que no significan nada pero que poco a poco van tomando forma sin que apenas te des cuenta y, cuando quieres acordar, ya son un imponente faro sobre el acantilado, un caserón en ruinas, un laberinto inesperado o un ferrocarril fantasma en la noche. Pues así era, una montaña rusa de sensaciones, un mundo que se creaba a tu alrededor a cada paso sin necesidad de moverte. ¡Menudo aburrimiento!, me dicen ahora si lo cuento. Era después, cuando llegaba la merienda y asomaban los amigos, salidos de las cuevas, cuando se contaban las aventuras leídas y se improvisaban otras sobre la marcha. En verano oscurecía tarde y la animada noche anticipaba los sueños antes de irse a la cama. Hay experiencias que por personales son irrepetibles. Quizás por eso convenga contar menos o sólo a los que tengan ganas de sentarse y viajar. Esta será una secta secreta, para unos poco elegidos, Pitágoras estaba acertado, el cinco daba inicio a todos los títulos, las casualidades no existen.



jueves, 20 de junio de 2024

Seducido por la IA

He vivido una situación que podría calificarse de ciencia ficción si no fuese porque ha sido un acontecimiento real, signo de los tiempos que corren. A esa hora intempestiva que es la de la siesta ha sonado el teléfono fijo, todo un acontecimiento que permite recordar que tenemos uno en casa. Por ser novedad me he tomado la molestia de descolgarlo a sabiendas de que se trataba de la venta de algún producto, no podía ser de otra manera. Al otro lado escucho una voz femenina, me atrevería a decir de adolescente, tan suave y melodiosa que me impide colgar el auricular, algo así como el canto de las sirenas del que hablaba Homero y sedujo a Ulises. Una voz dulce y clara, que se expresa en perfecto castellano, me comunica que con motivo de la presentación de un aparato que da masajes en la espalda estoy invitado a participar en la experiencia y llevarme como obsequio un reloj de pulsera de última generación. Le indico a la joven que mi agenda está completa y no podré asistir al evento. No desiste en su intento y me repite la oferta y el regalo, me pide confirmación y que le de mi nombre. Intento hacerle comprender que este fin de semana no podré pasarme por el lugar de la cita, me repite la misma cantinela con otras palabras, despertando mi asombro por su insistencia y locuacidad. Con cierta malicia le replico que el sábado será mi cumpleaños y estaré ocupado todo el día celebrándolo con mis familiares. Insiste. Y es ahí donde sospecho, cuando detecto que no siente empatía con lo que le estoy diciendo. Entonces le hago la pregunta: ¿es usted una persona? Y la voz no me responde, se limita a contarme de nuevo el motivo de la llamada. Cuelgo. Me he dado cuenta del grado de sutileza y falta de escrúpulos del mercado. He estado a punto de dejarme seducir por una IA. Mientras nuestros políticos juegan a revivir los fantasmas del pasado, llámese Guerra Fría, se cierne sobre la humanidad una terrible amenaza que nadie parece advertir. 

El control del esférico

Cuando yo cursaba la EGB, era empezar el curso y a cada clase se le adjudicaba un balón. Hubo algunos años en los que este incluso fue de reglamento. En uno de sus pentágonos se escribía el nombre del curso al que pertenecía, 4º A, por ejemplo. Desde el primer día hasta el último todos los alumnos de la clase teníamos la oportunidad de hacernos cargo del balón varios días, por turnos, la responsabilidad iba rotando. Era un momento mágico por lo esperado. El día que te tocaba ser el responsable lo guardabas entre tus pies, bajo la mesa, más o menos como el que empolla un huevo. Así, mientras escuchabas al maestro, copiabas de la pizarra o charlabas con el compañero le dabas pataditas o lo controlabas con los tobillos, incluso lo pisabas. Estabas sin duda alguna en posesión del esférico y nadie podía arrebatártelo, porque durante toda esa jornada era tuyo, salvo a la hora del recreo durante el cual todos los compañeros jugaban con él. Cuando acababa la jornada escolar te lo llevabas a casa, hasta el día siguiente que lo cedías a otro compañero. Recuerdo la vez que al Matesanz se le olvidó en su casa y tuvimos que proponerles un partido a los de 3º o 5º, ya no recuerdo, para poder jugar. Por aquel entonces en el mismo patio se jugaban varios partidos a la vez con equipos de más de 20 niños. Si era entre dos cursos podían enfrentarse 80. No comprendo cómo no nos confundíamos de pelota, a veces había más tráfico que en la Gran Vía. El caso es que tuvimos balón hasta que un año la administración decidió que era un gasto superfluo y entonces tuvimos que recurrir a que alguno tuviese el detalle de traerse el suyo de casa, si lo tenía. Alguna vez llevé yo el mío que era uno de baloncesto de color naranja, muy duro para las patadas, pero al que no perdonamos. En aquellos días incluso con unas bolsas de plástico podía apañarse una pelota. No recuerdo cual fue el destino de aquellos balones, supongo que terminaron en algún almacén del colegio, si habían sobrevivido. A veces me hago con uno, de los que regalé a mis hijos, y me siento con él en los pies. Hay placeres que nunca se olvidan y conviene repetirlos.

martes, 18 de junio de 2024

La paloma parlanchina

El oráculo de Zeus estaba en Dodona, en las proximidades de Epiro. Contaba el mito que una paloma en su vuelo tropezó con las ramas de una encina, adquirió el don de la palabra, como si fuese un loro, y empezó a dar pistas sobre el futuro a todo el que pasaba por allí o tenía intención de echar una siesta, impidiéndoselo. Pronto a su alrededor se juntaron curiosos de ambos sexos para averiguar el significado de los mensajes del ave. Los más habituales le fueron cogiendo el gusto a la tertulia y pronto estimaron oportuno organizarse para cuidar al pájaro e interpretar sus dichos. Así algunas mujeres se proclamaron sacerdotisas, con intención de hacerse cargo del culto, y se pusieron el mote de "palomas", y con el tiempo las llamaron "viejas". También acudieron hombres con el mismo propósito y se hicieron sacerdotes. Todos, ellos y ellas, adoptaron por costumbre dormir en el suelo y no lavarse jamás los pies, pero sí cobrar por dar el oráculo. Cuando la paloma murió, en vista de que se acababa el chollo, la cofradía aguzó el oído y comprobó y anunció que el árbol seguía hablando.  Eran las hojas, que al contacto con la brisa  se volvían parlanchinas. Así el culto se mantuvo por muchos siglos. Los de este santuario se referían a Zeus por su nombre, pero a veces en femenino y le decían Dione. Aquí acudían hombres a averiguar si el hijo que esperaba su mujer era o no suyo, entre otras cosas.


domingo, 16 de junio de 2024

La jungla de los libros

Cuando acudo a la jungla de los libros lo hago con machete para abrirme paso ante la maleza, que es mucha. En el escaparate hay asuntos locales, novedades y famoseo; en ocasiones, a un lado, volúmenes absurdos, pero misteriosos o espurios, que pueden dar pistas y abrigar esperanzas respecto a lo que pueda haber dentro. Por eso me animo a explorar sus fauces, es fundamental que la luz sea parca y habiten las arañas, si no es así conviene sospechar. Es en el zaguán donde descubres si has llegado donde pretendías o a un parque temático. Si es librería auténtica, y no de bolígrafos y folios, puedes penetrar en el Mato Grosso; si no es de estas te conformarás con lo dicho, y es posible que te lleves alguna mochila o un sacapuntas. Una señal imbatible es el aspecto del mostrador. Pero hay que andarse con ojo. El número de libros sobre la vitrina no siempre es indicativo. Si son muchas las pilas de esos de editorial poderosa, hay que cuidarse de caer en sus redes, son libros que ocupan mucho y cuentan poco. Es muralla contra el pensamiento, conviene esquivarla. Si más allá no hay nada, has acabado tu aventura. Si adviertes, por el contrario, que al fondo hay mucho sitio, pero muy poco para caminar y revolverte, porque abundan lo que fueron árboles y ahora son hojas, es que has acertado y empieza la aventura más difícil, que suele ser larga y enemiga del correr de las agujas del reloj. Conviene, si tu vista falla, por la edad u otra arriesgada actividad, que lleves gafas de cerca. Si no, es posible que dejes a tu paso muchas esmeraldas y rubíes, diamantes, pero también humus, nada es despreciable, hay que ir bien pertrechado. Entre los troncos, (columnas o pilares), más o menos rectos, salomónicos, o en imposible equilibrio, puedes perderte, pero con intención y satisfacción, cuando topes con lo que no buscabas o ni sospechabas, y curiosear, fisgonear, esconder y desordenar; que lo arregle otro, que seguro que le has hecho un favor para vivir su propia aventura. El remate viene cuando, en vista de la hora y hecha una buena escabechina, debe uno marcharse, y da la oportunidad al dependiente para que participe, y le preguntas si dispone de algún libro que sabes que no existe o que no va a tener. Y así tienes la excusa perfecta para poder marcharte sin gastarte un duro o, si sale mal, para volver otro día a repetir el mismo periplo. Llegado a este punto, si ya te conocen y te buscan lo que sea, recomiendo cambiar de librería, por unos meses. Eso, o que tu gasto en libros se dispare. En el fondo, lo que me gusta es abrir sendas, en casa ya tengo de esos para tirar.


sábado, 15 de junio de 2024

Melampo, el arte de oír

Melampo tenía un oído extraordinario, y no sólo oía el ruido más insignificante sino que además entendía el idioma, o idiomas, de los animales, aves y peces. Este don le sobrevino a consecuencia de que, un día que echaba la siesta bajo un olivo, acudieron dos serpientes y le lamieron el interior de las orejas, por lo que deducimos que les gustaba la roña, y se las dejaron muy limpias. Desde entonces, al margen de lo mentado, Melampo no pudo volver a pegar ojo, por el ruido que todas las criaturas vivientes hacen y el miedo a que regresasen los ofidios con hambre, y le escarbasen otros orificios.

miércoles, 12 de junio de 2024

Padre de un mi amigo

Yo tenía un amigo, que por ahí anda o eso espero, otro de esos que dibuja, que me hizo un día una proposición indecente. Resulta que como mal estudiante que era había sido llamado al orden en repetidas ocasiones por sus profesores y estos habían determinado que era momento de hablar claramente con su padre, el curso se acababa y se acercaba la temida selectividad.  Este amigo, como habrás imaginado, estaba cursando el COU, pero yo ya deambulaba por los pórticos de Filosofía y Letras. El asunto está en que el tutor le había pedido concertar una entrevista con su padre, para darle cuenta de su actitud académica, (entonces no se llevaba lo de internet y el teléfono había que encontrarlo en un listín muy gordo lleno de apellidos), y mi camarada, en lugar de hacer lo que correspondía me buscó, para evitarse un buen marrón, pues imaginó que yo podría sacarle del apuro representado el papel de mi vida. Se ve que este buen amigo tenía un elevado concepto de mí, aseguraba que yo daba el tipo de individuo serio y formal. Lo que me propuso fue aparentemente sencillo. Me pidió que me hiciese pasar por su hermano mayor y me reuniese con el interesado en nombre del progenitor común. A mí no me hizo ni pizca de gracia la sugerencia, pero como me insistió tanto y puso tanta pasión en ello al final acepté. Así acordado, una tarde, entre clase y clase, me presenté en el colegio a aguantar el chaparrón con una significativa gana de acudir al servicio.

-Soy el hermano de Fulano -. Dije y me condujeron al despacho del director. Todo muy oscuro. La decoración muy sobria. Un escritorio de varias toneladas. Un crucifijo de metal clavado en una piedra. La foto del papa Juanpe. El colegio era religioso, por dar alguna que otra pista.

Yo no las tenía todas conmigo porque, físicamente, mi amigo y yo, no nos parecíamos en absoluto, y temía que descubriesen el pastel a la primera de cambios. Allí me recibió el principal, me ofreció asiento a su mesa y, de forma sosegada y pacífica, mientras cruzaba los dedos de sus manos y apoyaba en ellos la cabeza, me dio cuenta de todo lo que mi supuesto hermano había hecho a lo largo del curso, es decir, nada, pero muchas gamberradas. Yo puse cara de circunstancias y lo escuché muy serio, alzando de cuando en cuando las cejas en señal de asombro, y meneando la cabeza para darle toda la razón. Al rato acudió el tutor, con cara de pocos amigos, en representación del claustro. Nos estrechamos la mano, tomamos asiento y me largó un discurso no menos largo que el del anterior, e igual en contenido. Yo, con cara de tonto, no hacía sino asentir, igual que aquellos perritos que se ponían de adorno en la bandeja del maletero del coche, e intercambiaba miradas con uno y otro para darle la razón a ambos. El caso es que, por lo que fuese, supongo que el azar, coló la consanguinidad y, aunque tuve que aguantar un par de largas horas de quejas y remedios, aquellos se dieron por satisfechos y al despedirnos quedamos tan amigos, por mostrar yo una actitud tan comprensiva.

Después, cuando tuve ocasión de largar a mi amigo toda la perorata no tuvo otra que referirse a ellos como unos cabrones, pero me agradeció el detalle y celebró mi valor.

Lo malo es que, todos sabemos lo caprichosa que es la Fortuna, un par de días después de la citada reunión se presentó el padre en el colegio, por iniciativa propia, y salió a la luz la anterior asamblea, para causar perplejidad y muchas preguntas. Mi amigo juró y perjuró que no sabía nada de aquello. Y los docentes alarmados anduvieron haciendo pesquisas para averiguar el misterio del falso hermano. Por aquel entonces me dejé la barba, o me la quité, ya no lo recuerdo bien. Un día me crucé con el tutor y, aunque me miró con extrañeza, no supo ubicarme en su agenda. Yo le saludé por educación, mas no detuve mi paso, sino que lo aceleré y me perdí por la judería, que había quedado con otro amigo de nombre Javier.


viernes, 7 de junio de 2024

El mundo en zapatillas

Una de las experiencias más gratificantes con las que me ha obsequiado la vida es aquella de irse al colegio con las zapatillas de casa puestas, esas de paño con estampado de cuadraditos, pelito dentro y suelas de goma espuma. Era algo que sucedía ocasionalmente por las tardes, porque en el parón del mediodía desconectabas de todo, y sin darte cuenta, con las prisas, te olvidabas de cambiarte de calzado. La sensación de libertad era insuperable, parecía que volabas, cada paso era un salto, como el del astronauta disfrutando de la gravedad de la Luna o la del recluta que se libra de la mochila. Y luego en clase, nada. Nadie se reía de tu atrevimiento. Al contrario, muchos eran los que te envidiaban, porque ya habían pasado por esa circunstancia y acariciaban la idea de repetirla. Muchas veces para ser feliz no hace falta pedirle mucho a la vida, tal vez sólo algo de inocencia.


martes, 4 de junio de 2024

El balón de oro

Podía haber sido un día de tantos, de aquellos que pasaba en casa de mis abuelos durante cualquiera de los períodos vacacionales al uso, pero pasó a convertirse en uno concreto e inolvidable. Por alguna razón esa mañana mi abuelo había salido con su coche, un macizo 600 de color tierra, y la cochera se había quedado vacía, un sitio ideal para jugar. En una de las cuatro paredes había una puerta que muy pocas veces en mi vida conseguí ver abierta, por ser el lado donde se acomodaba el auto, y que daba a un cuartucho que servía de trastero. Mi abuela fue a buscar allí no sé que cosa y su iniciativa nos permitió a mi hermano y a mí, (probablemente a algún primo también), indagar en su interior. El gran e inesperado hallazgo fue un balón de reglamento desinflado, que llevaría allí olvidado la pila de años y, naturalmente, se convirtió en el gran acontecimiento.

Por aquel entonces las diversiones eran pocas y estaban en la calle. Era en esta donde se jugaba a todo y al futbol por supuesto. El tráfico de vehículos de motor era muy escaso, más frecuente el de animales, por la proximidad de un pilar donde calmar la sed, y nada impedía jugar partidos sin límites de espacio o tiempo salvo los que imponía el urbanismo popular y la hora de la comida. Cualquier puerta servía de portería.

La noticia de la aparición del balón corrió como la pólvora y en pocos minutos acudieron a multitud de anjalicos churretosos y con las rodillas llenas de mercromina dispuestos a organizar equipos y empezar a dar pelotazos.

No pudo ser porque nadie tenía a mano nada con lo que inflar al gran protagonista. Mi abuelo tenía una bomba en el coche, de esas antiguas en forma de T, pero como había salido no quedaba otra que la espera. Y durante lo que duró ésta nos dedicamos sobre todo a imaginar el gran partidazo que nos esperaba con aquel balón profesional, como ya lo definían algunos. Bien es cierto que su aspecto no era muy bueno, tenía algún que otro roto, pero todos confiaban en que se podría jugar con él en cuanto que estuviese lleno de aire. Se hicieron equipos, se discutió de estrategias, se habló de grandes jugadores y se relataron gestas de grandes competiciones. 

Por desgracia, ese día mi abuelo no acudió a comer, y el esperado momento se retrasó y retrasó para nuestra desesperación. Pasamos la mañana y parte de la tarde sentados en los bordillos a la puerta de la casa, de guardia, con la ilusión puesta en ver acudir el coche bien por una calle u otra. Imagino que aquella fila de niños desconsolados alteró el ánimo de algún que otro transeúnte y debió de irse, tras vernos, pensando en algún dramático suceso.

El caso es que, por fin, bien avanzada la tarde, vimos asomar el auto. Creo recordar que no dimos tiempo a mi abuelo de guardarlo en la cochera, porque literalmente lo asaltamos. Con toda su buena voluntad y sin oponerse a la petición, puso a nuestra disposición la deseada bomba y comenzamos a inflar el balón. Puedo jurar que verlo llenarse de aire poco a poco fue una experiencia impagable, todos los sueños del día iban a convertirse en realidad, ya veíamos volar el esférico sobre nuestras cabeza, darnos acertados pases y haciendo goles.

Por fin el balón adquirió una dureza más que aceptable. Pepito, que era el más grandón, lo tomó entre sus manos y lo hizo botar con energía dos o tres veces. Fue un sonido rotundo, de neumático de camión. Todos corríamos detrás suya colocándonos unos de portero, otros de defensa y delanteros. Nos habíamos olvidado de mi abuelo y del mundo. En estas que Pepito dio dos patadas al balón contra una pared y de repente se desinfló por completo.

Hay experiencias en la vida que son difíciles de olvidar. No tengo palabras para describir lo que significó esa tremenda decepción. Fue un drama.

En fin, allí acudieron todos a reconocer al paciente y unos determinaron que es que estaba pinchado, otros que la cámara estaba podrida y hubo quien habló de un zapatero que conocía que arreglaba balones. El caso es que todo se vino abajo. El resto de la tarde se convirtió en un aciago anochecer, del que no nos distrajeron ni siquiera, como otras veces, los murciélagos con sus vuelos erráticos. Eso sí, nos fuimos a dormir temprano, había sido una jornada agotadora.


lunes, 3 de junio de 2024

Artes culinarias y otras guarrerías

Uno de los recuerdos más nítidos de mi primera infancia es el de aquellos seductores pastelitos que hacían las amigas cuando jugábamos a las casitas, y ellas invitaban a merendar, pero de mentirijillas. La primera vez que me llevé uno a la boca descubrí el sabor de la tierra, lo cual no impidió que volviese a catarlo en numerosas ocasiones, porque en la situación del juego nada me parecía mentira, me superaba la sugestión y me lo tragaba todo. Imagino que de experiencias por el estilo debió de surgir la leyenda de la maga Circe y otras como ella.

Hay otro recuerdo que no ato a este, o no quiero, pero que, sospecho, guarda cierta relación. Cuando la tarde se hacía muy larga y la imaginación aportaba alternativas, una muy divertida era mear sobre la tierra, para hacer barro. Cuando ya había un charquito se cogía un palo y se removía todo. De este modo se conseguía una masa muy adecuada para suplir la carencia de la plastilina en las improvisadas manualidades. No digo más.



domingo, 2 de junio de 2024

Del Madrí de Di Stéfano

Del interés de mi padre por el futbol da cuenta la anécdota que sigue.  Siendo joven, allá por la primera mitad de la década de los 60, trabajaba de oficinista en una de las plantas superiores del emblemático edificio Lima, que estaba y está, junto al no menos popular Santiago Bernabéu.

De aquella etapa queda de recuerdo una bonita foto en la que se le ve cabalgando la estatua de la llama, esa criatura de los Andes, que hay en la entrada, obra del escultor e imaginero Palma Burgos, al que casualmente tanto debe la Semana Santa de Úbeda. Supongo que se la hizo cuando no había ningún guardia cerca, y creo que existe otra versión en la que no cabalga solo, por lo que debía ser una gamberrada bastante común subirse al bicho como quien lo hace a una vespa.

Desde las ventanas del piso donde ejercía sus tareas administrativas podía contemplar el campo de futbol en toda su extensión y, si había partido, la evolución y resultado del juego. Siempre comentó que lo que más le llamaba la atención era ver lo rápido que se vaciaba el graderío cuando acababan las competiciones y el público se desparramaba por las calles anexas al estadio.

Cuando tuvo ocasión de volver a Úbeda y contarlo no fueron pocos los que envidiaron su privilegio, y probablemente soñaron con emigrar a Madrid y buscarse una terraza como aquella. Otros más prácticos como un tal Padilla, creo, le pidió que le consiguiese un autógrafo de Alfredo Di Stéfano, que entonces era el figura del equipo blanco. Petición a la que mi padre no pudo negarse.

Estudiando, desde la azotea del Lima y los alrededores del estadio, la vida del Madrí, mi progenitor advirtió que después de cada entrenamiento los jugadores se reunían en un bar cercano. Y un día, armándose de valor, se presentó allí para cumplir con su promesa al paisano.

Como no tenía costumbre de seguir la liga ni su diario era el Marca, no identificó al goleador entre todos los que alrededor de la barra se reunían. Y preguntó al primero que encontró a su paso.

- Alfredo, aquí hay uno que no te conoce – fue la respuesta a grito pelado del que fue interrogado, originando al instante un silencio estremecedor en todo el establecimiento.

En ese instante mi padre sintió sobre su piel que todos los ojos se posaban en él y lo observaban con incredulidad. Por lo que balbuceó una explicación que no arregló el desaguisado de forma satisfactoria.

- Perdone…, es que…, un amigo me ha pedido que le consiga un autógrafo…, porque no puede venir… – dijo, o algo parecido.

Por fin, del fondo de la cafetería un señor levantó el brazo, (quiero creer que realmente era Di Stéfano), y le invitó a acercarse.

- Claro, claro, no faltaba más – respondió, y le estampó una firma en un papelote que le ofreció mi padre. Tras lo cual, agradecido y sin despedirse, abandonó el local y dejó al equipo de las cinco copas de Europa como si les hubiesen metido cinco goles.


sábado, 1 de junio de 2024

Los dioses del Olimpo iban por la derecha

Según Platón el lado de los dioses del Olimpo era el derecho, y sus números los impares. Es lo que afirmaba Plutarco en un texto en el que se refería a Isis y Osiris, que colocaba en el lado izquierdo y les adjudicaba los pares. Este galimatías debía de proceder de Pitágoras que era el de los números, porque Platón de estos hizo ideas y se atribuyó su descubrimiento, aunque después lo denunció Aristóteles.