En el bajo vivía una pareja que en mi lejana infancia me parecía muy singular y no me refiero al matrimonio de mallorquines del A. Estos últimos eran unos ancianos muy agradables, pero a los que en ocasiones yo oía discutir en una lengua muy extraña que no entendía. Si pasaba por su puerta y andaban de gresca me detenía a escucharlos, parecían tener un estropajo en la boca y nunca supe lo que se estaban diciendo. No, no eran estos los protagonistas de la anécdota que pienso contar, sino los del B. Era una pareja joven muy silenciosa, sin hijos, pero con dos perros. El hombre me recordaba a Mortadelo, pero más serio, porque era calvo y tenía gafas muy gruesas de las que se estilaban entonces. No recuerdo su nombre, pero sí que era profesor de inglés. Ella era una mujer bajita de rasgos orientales, también muy callada, nunca la vi pronunciar una palabra. Eran como el Lennon y la Yoko Ono, pero sin tanto glamur. Su terraza, que daba a la plazoleta, bien podría pasar por una selva, de lo poblada y oscura que estaba de plantas trepadoras. Allí habitaban los canes a los que me refería al principio. Eran una perra, Prince, y su hijo, del que no recuerdo el nombre, algo más tontorrón que ella, yo creo que era adoptado. La llamaban como se escribe, por lo que deduzco que en los 70 lo de la pronunciación no significaba señalamiento y escarnio, como sucede ahora. Todos los días, los raros sacaban sus perros a pasear, y no se relacionaban con ningún vecino. No tenían cuentas con nadie. Tampoco era muy extraño, en Madrid la gente no se relaciona mucho con quien comparte muro. En ocasiones, la Prince o el hijo se meaban en la puerta de su piso, y dejaba la agüita amarilla de recuerdo. Una vez se dejaron un zurullo junto al felpudo. Por las mañanas los perros se quedaban solos en la casa y cuando mi hermano y yo volvíamos del cole nos gustaba ladrarles para que se cabreasen. Se organizaba un buen follón en el descansillo. Se liaban a escarbar la puerta, como si se subiesen por ella, y a ladrar como locos. Yo creía que iban a morirse del disgusto. Un día debieron de romper algo en uno de los saltos porque escuchamos como se hacía añicos al estrellarse contra el suelo. Esta era una distracción como otra cualquiera, no teníamos programación infantil hasta las cinco de la tarde con los Chiripitiflaúticos o los 3 globos. No mucho después vendrían los fofitos y el Gaby.
Esta solía ser
nuestra relación con tales vecinos, más con los perros que con los amos. Pero
una vez la cosa se salió de madre. Un día que volvíamos de la calle acompañados
de mi padre, serían las nueve o las diez de la noche, probablemente de un paseo
o visita a algún amigo suyo, tropezamos con los perros en el descansillo, junto
a la puerta del ascensor. Allí estaban los dos más solos y tristes que Bambi
después del incendio, con evidentes signos de abandono, cualquiera diría que
los habían desahuciado. Como no era lo normal, mi padre, sin pensarlo dos
veces, tomó la determinación de tocar el timbre de la puerta de su dueño, para
dar parte del suceso, supongo. Bueno, aquel acto fue como la orden que escuchan
los dóbérmanes de las películas para atacar, los perros se volvieron locos, más
locos que cuando nos comunicábamos con ellos desde el otro lado de la puerta.
Los ladridos acompañados de dientes intimidaban más que solos, la verdad. Mi
padre, sin saber qué hacer, optó por correr escaleras arriba, dejando las
puertas del ascensor abiertas; y mi hermano y yo, vista su reacción, hicimos lo
mismo sin muchas preguntas. Al jaleo oímos salir al Mortadelo, asustadísimo
primero, furioso después.
- ¿Qué pasa
Prince? ¿Qué pasa? – preguntaba, pero como la perra no le contestaba más que
con ladridos hizo la pregunta de otro modo. “¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido?”,
podía oírse por todo el hueco de la escalera, sin más respuesta que el silencio.
Nosotros no
dijimos ni mu, seguimos subiendo peldaños hasta nuestro piso, cuatro tramos de
puntillas a paso ligero, conteniendo la respiración para no ser descubiertos. Mi
madre nos abrió la puerta alertada.
- ¿Qué pasa?
- Nada, nada – susurró
mi padre empujándola y cerrando inmediatamente después con dos vueltas de llave.
Allí dentro, en la penumbra del zaguán pudimos resoplar y tranquilizarnos. A mi
se me iba a salir el corazón.
- Pero…, ¿Qué ha
pasado? – inquiría mi madre lívida.
- Nada, nada –
repetía mi padre -. ¿Qué hay de cenar? Se ha hecho muy tarde.
Y de este modo
volvimos a nuestra vida de diario, cubriendo con un tupido velo la singular aventura
que tuvimos con los canes parientes de Cerbero. Ya no hubo otra más como ésta,
pero seguimos dialogando con ellos cuando la puerta permanecía cerrada, mi
hermano y yo, que de mi padre no supe si tuvo otra y no quiso contarnos.