Cuando era niño y cometía alguna imprudencia o hacía algo indebido mi abuela me decía muy seria que me estaba tentando el demonio. Entonces yo miraba a mi espalda e intentaba ver al fulano aquel y no lo veía, y respondía que no, pero mi abuela insistía. Si por añadidura sufría un pequeño accidente en el trance de alguna mala acción, me señalaba que había sido un castigo de Dios y sacaba a colación la vez que a mi tío Miguel se le vino un palo que había apoyado en una esquina y le golpeó la mano. Yo no sabía muy bien quién era Dios ni el Diablo, pero me daba la sensación de que eran dos tipos muy pesados que la tenían tomada conmigo. Mi abuela dramatizaba mucho las cosas, se la veía muy tranquila, pero cuando intervenía en una situación que le provocaba, creaba una atmósfera pavorosa en torno suyo. Abría mucho los ojos mientras se explicaba, le cambiaba la voz, y parecía que se iba a abrir una grieta en el suelo y nos iba a tragar a todos. Pese al entusiasmo que ponía en cada una de sus actuaciones, la escuchaba con respeto, pero no me dejaba convencer por sus tretas, porque yo sabía que mi abuela era muy buena.
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