Se llamaba Alex y era uno de los chavales más populares del barrio. El día que entró en el aula de séptimo de EGB acompañado de la directora, creo recordar, se produjo un ahogado grito de sorpresa y admiración, que corrió de boca en boca como el eco en los bloques en construcción, los que se multiplicaban en los alrededores del barrio, sacrificando huertas, en el Madrid de la Transición.
¡Es Alex! ¡Es Alex! ¡Es Alex!
Lo era. Venía rebotado del Liceo
Sorolla, un colegio de pago que había frente a su casa, célebre, entre otras
cosas, porque podías aprender Judo en él y tener la mala suerte de conocer a un
profe-matón que apodaban El Siles.
Cuando llegó al Lepanto, mi cole,
yo estaba castigado en la misma puerta de entrada al aula, de pie y con un
libro de texto en las manos. Me quedé entre sorprendido y perplejo. Ya lo conocía
de vista y siempre tuve cierta rivalidad con él por el control de la plazoleta que
había junto al bar Juanito y el ascendiente sobre los coleguillas, con los que a
diario jugaba al futbol allí a riesgo de romper la luna de cristal del
escaparate, cosa que jamás sucedió.
Alex era muy popular, por su flequillo
y su semejanza con John Travolta. No es exageración. Era una verdadera
caricatura a pequeña escala del bailón del sábado noche, una reducción del
personaje a manos de los indios jíbaros, podría jurar. El conocimiento consciente
de tal parecido lo explotaba al detalle y, así, vestía y se movía como aquel,
imitando sus andares y las formas de hablar y giros con las que los dobladores
nos obsequiaban en las películas de los 70 y atribuíamos al original. Con su
aire vacilón y chuleta asomaba a la puerta de Saconia, que parecía sonar la canción
de los Bee Gees al ritmo de sus pasos. No entendía de fronteras y se movía por
el barrio como Pedro por su casa. Nunca faltaba si había algún jaleo, o lo
buscaba si no sucedía. Ingenioso y espontáneo, desenvuelto. Era un inevitable
en el ojo del huracán. De algún modo todos admirábamos su independencia, su
desparpajo, su ir y venir, sin horarios ni normas. La lista de hazañas atribuidas
a su persona sería infinita de contar.
Le gustaba simular peleas y en
más de una ocasión nos metíamos a representar una en la tintorería del barrio,
cerca de la bodega donde mangábamos chicles, porque era divertido poner de los
nervios a la dueña, que era muy pija, aunque entonces no se las llamaba así,
hasta que nos echaban.
Un día, estando en clase, saltó y
mandó a tomar por culo a don Fulgencio, que era el profe de mates, (y merece
más de una entrada). Nadie pudo detenerlo mientras huyó por los pasillos. Luego
nos lo encontramos en el patio, fumando un pitillo, ajeno a su delito y con
aquella mirada dura que ponía frente a los asuntos graves, pero indiferente a
la tragedia.
Sus padres estaban separados y
vivía en un caserón ruinoso en compañía de sus hermanos varones y su abuela. El
padre paraba poco por la casa y a la madre no tuve ocasión de conocer, pero sí
a su hermana, algo mayor que él, con la que guardaba un gran parecido físico y
que de tarde en tarde lo visitaba. Su casa estaba empapelada de posters de
revistas juveniles y musicales, la mejor habitación era la de su hermano mayor,
un incondicional de Led Zeppelin, donde había un tocadiscos. El suyo, sin
embargo, era un cuarto desnudo y oscuro que compartía con su hermano pequeño.
Un día mi madre nos acompañó a
unos cuantos a ver Galáctica, una peli de las de la serie del mismo nombre que
en España vimos en la gran pantalla. Vino Alex y se portó muy bien. Dudé toda
la tarde de si se trataba del mismo.
Algunas noches, en los meses que
rodean al verano, mientras en casa veíamos Los Roper, Alex escuchaba desde la
calle reír a los vecinos y preguntaba en voz alta que qué pasaba. Pero nadie se
asomaba al balcón a decírselo. Lo habitual era verlo merodear hasta las tantas,
a la luz de las farolas de bola, solo o en compañía de su hermano Dani y oírlo dar
voces o entonar risas en falsete.
Con los años he conocido a muchos
Alex, gracias a la profesión que me da de comer. Individuos finillos e
inquietos, explosivos y voceras. Procuro llevarme bien con ellos. Si me dejan,
para que no se aburran, les cuento anécdotas de aquel.
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